Dos páginas consecutivas de un libro que acabo de comenzar esta mañana y que me parecen una señal.
Alta fidelidad, de Nick Hornby
Anagrama
Traducción de Miguel Martínez-Lage
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Algunas de mis canciones preferidas: Only Love Can Break Your Heart, de Neil Young; Last Night I Dreamed That Somebody Loved Me, de los Smiths; Call Me, de Aretha Franklin; I Don’t Wan’t to Talk About It, de quien sea. Y luego, Love Hurts, When Love Breaks Downs y How Can You Med a Broken Heart, y también The Speed of Sound of Loneliness y She’s Gone, y I Just Don’t Know What to Do with Myself, y qué se yo. Hay canciones de éstas que he escuchado por término medio al menos una vez por semana (trescientas veces el primer mes, y después de vez en cuando) desde que tenía dieciséis, diecinueve o veintiún años. ¿Cómo no va a dejarte eso magullado por algún sitio? ¿Cómo no te va a convertir eso en una persona fácilmente rompible en mil trocitos, cuando tu primer amor se va al garete? ¿Qué fue primero: la música o la tristeza? ¿Me dio por escuchar música porque estaba triste? ¿O es que estaba triste porque escuchaba música? ¿No te convierten todos esos discos en una persona de tendencia melancólica?
Hay quien se preocupa, y mucho, de que los niños pequeños jueguen con armas de fuego, de que los adolescentes vean vídeos en los que la violencia es moneda corriente; nos da miedo que esa especie de cultura de la violencia termine por tragárselos como si tal cosa. A nadie le preocupa en cambio que los niños escuchen miles, literalmente miles de canciones que tratan siempre de corazones destrozados, de rechazos y abandonos, de dolor, tristeza, pérdida. Las personas más desgraciadas que yo he conocido, romáticamente hablando, son las que tienen un desarrollado gusto por la música pop. Y no sé si la música pop es la causante de esta infelicidad, pero sí tengo muy claro que han escuchado esas canciones infelices desde hace más tiempo del que llevan viviendo una vida más o menos infeliz. Así de claro.
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Da igual. He aquí cómo no conviene planear un buen futuro profesional: a) rompiendo con tu novia; b) suspendiendo un curso; c) yéndote a trabajar a una tienda de discos; d) quedándote en las tiendas de discos durante el resto de tu vida. Cuando ves las imágenes de los habitantes de Pompeya, te suele parecer rarísimo: una partidita de dados después de merendar y te quedas clavado para siempre. Así te va a recordar todo el mundo durante los siguientes milenios. ¿Y si fuera la primera partida de dados que jugabas en tu vida? ¿Y si sólo jugaste por hacerle compañía a tu amigo Augusto? Tiene gracia, porque en ese momento también podrías haber terminado un poema brillante, o algo así. ¿No sería un fastidio que te recordasen como un simple jugador de dados? A veces me quedo mirando mi tienda (y es que en estos catorce años no he dejado que me crezca la hierba debajo de los pies: hace unos diez años que pedí prestado el dinero para montar el negocio) y a mis clientes fijos de los sábados, y me doy cuenta de cómo se tienen que sentir exactamente aquellos habitantes de Pompeya en el supuesto de que puedan sentir algo (aunque el hecho de que no puedan es parte de la gracia que tiene su caso). Me he quedado atascado en esta pose, la pose del dueño de una tienda de discos, ya para siempre, sólo porque durante unas cuantas semanas de 1979 me volví un tanto majara. Podría haber sido peor, ya lo sé: podría haberme presentado en una oficina de reclutamiento militar o en el matadero más cercano. A pesar de todo, tengo la impresión de que hice una mueca y de que cambió el viento. Ahora tengo que seguir de por vida con la cara torcida de esta forma tan poco apetecible.