Muchos historiadores sueñan con vivir uno de los cambios de Edad que conocemos, la experiencia de una sociedad agonizante y crepuscular que transita hacia un nuevo mundo todavía por descubrir. Desde hace algunos años la idea de cambio de Edad me provoca un rechazo visceral, pero cuando me estallan los tímpanos es cuando escucho que esos cambios se producen en un lapso breve. Nuestra sociedad actual busca transformaciones, novedades históricas, noticias, y las proyecta hacia el pasado, en ocasiones (casi todas) inconscientemente.
Es difícil escribir una historia que a todos nos deje satisfechos. Siempre hay olvidos que no comprendemos e inclusiones que nos parecen ínfimas. Sospecho, y no soy el único – es más, comienza a ser una idea vieja, pero imprescindible -, que las cosas importantes tardan mucho en metamorfosearse, si es que acaso puede hablarse de cambio real. Lo cotidiano, lo profundo del océano, eso es lo que persiste, mientras que lo más voluble y fugaz, las olas saltarinas, mutan una y otra vez sin que, en verdad, nada se transforme.
Me encanta dibujar la Historia – lo que decimos del pasado – como una historia de la comunicación. El conocimiento, según algunos lo más excelso de los seres serios, es un subproducto de la comunicación en un sentido muy amplio. Pero sucede igual con las emociones y nuestras inquietudes, lo que para otros es lo más crucial de la vida humana. Pienso que tiene sentido, sin embargo articular este discurso no es tarea que deje indiferente a nadie. De entre todas las opciones que se me ocurren, la introducción del lenguaje, luego de la escritura y, por último – por ahora –, de la Red, lo encuentro como un planteamiento harto viable, al que únicamente haría falta impregnarle de un metarrelato y una connotación que le dé la coherencia necesaria para terminar de conectar rotundamente el presente con el pasado, es decir, unir todo el Tiempo. Creo que incluso la Crítica de la razón cínica tiene cabida en esta historia.
Que el lenguaje se introduzca significa que existe una etapa prelingüística o presimbólica en la evolución de la Vida. Muy obvio. Pero quizá en esta etapa los seres humanos no puedan ser clasificados como tales, sino como seres sentientes no distintos de otros primates o camélidos o escualos. Venimos al mundo cuando venimos al lenguaje, porque una cosa y la otra son indisociables. En la oralidad construimos el mundo a partir del cual se desarrolla todo el conocimiento. El mundo de los símbolos engloba la oralidad y las artes. Y la escritura. Y la Red. No voy a desentrañar aquí estas etapas ni sus implicaciones, me llevaría demasiado tiempo, se me quemarían las neuronas y, además, no es mi intención hacerlo en este texto. Sin embargo, no puedo pasar por alto que de todas las criaturas del planeta, las que hablan son una minoría. Y de entre éstas, la escritura se inventó en y para una minoría, aunque después se extendiese impulsada por los vientos y las mareas. Y dentro de esta minoría mínima, una nueva minoría ha sido la que ha inventado la Red, con la paradoja de que es el más universal de todos los soportes de la comunicación y la memoria – un curioso dato. Y le sumo otra paradoja: en la “microhistoria” de las telecomunicaciones, el streaming, esto es, la comunicación audiovisual entre múltiples espacios en un único tiempo real, puede prescindir de la escritura y volver de nuevo a la oralidad primaria. Bradbury y Truffaut ya nos lo explicaron. Pues bien, el streaming es el último capítulo de la historia de la comunicación.
Las posibilidades que ofrece la Red, y en concreto la comunicación vía streaming, las estamos explorando. Son nuevas. Pero lo más interesante es que la destrucción de la rigidez espacio-temporal de los soportes comunicativos se convierte en mi relato histórico en una novedad sin ningún precedente. Nunca antes, desde la aparición del Homo simbolicus, todo nos ha sido tan cercano, tan inmediato, tan impactante en nuestra mente. Podemos hacer que todo nos afecte, que nada (humano) nos sea ajeno. Qué responsabilidad.
Nunca antes el patio de butacas ha sido las casas del público. Ni el escenario una calle mojada donde huele a fritanga. Ni el riesgo de que la cobertura inablámbrica falle sea el motor del desarrollo de la obra. Ni que la ejecución suceda sólo una vez y ya nunca más se repita o se imite. Síndrome de Stendhal. Y todo esto junto. Las artes escénicas y el streaming. Las artes escénicas y la comunicación. Las artes escénicas y la Historia. Escenarios del streaming.
Todavía me cuesta creerlo. De hecho lo encuentro irónico y casi irrisorio, con un toque de perversidad. La Red permite un cambio de Edad. Tan rápido. Tan consciente. Pero tan profundo. Le puedo sumar el envejecimiento de la población, que también es otra novedad histórica que no ha salido de un laboratorio ni de una seta inspiradora. Podemos afirmar que la realidad es lo que creemos que es, con independencia que sea verdaderamente real. Luego el cambio histórico se produce cuando nosotros creamos. ¿A qué sabe el cambio histórico? Vivamos el día y respiremos con fuerza. Cualquier teoría al respecto ahora con seguridad será en vano.
No hay nada nuevo en todo esto. Amor líquido, Homo videns, revisionismo histórico, pensamiento salvaje, Noosfera y Edad de las telecomunicaciones, por decir sólo algunos conceptos, poco a poco se han convertido en nodos de nuestro imaginario. Sigue haciendo falta construir el relato. Esta reflexión no es más que el resultado del esfuerzo de Théa; sin embargo, su aparición en el blog procede de una sosegada a la vez que inquieta conversación con Rubén Ramos Nogueira, un tipo muy interesante que te pone a pensar.
Juan Luis Gomá
(Miembro de PLAYdramaturgia)