Golpes bajos a las artes escénicas madrileñas: Talent, Fringe y Surge

 Ignacio te lo pintaDibujo obra de “Nacho”, nombre artístico de Ignacio González, presidente NO electo de la CAM, que inexplicablemente no usaron en lugar del huevo como imagen de Surge.

Según Bismark, “Canciller de hierro” y bisabuelo de “la reina sin trono de Marbella”, “la política es el arte de lo posible”. Y aunque lo posible en nuestro país pueda parecer el arte de crear hordas de analfabetos y ricos o en el mejor de los casos de ricos analfabetos, destruyendo o expulsando todo lo demás, de vez en cuando nos sorprenden con estrategias menos evidentes tras las que se ocultan perversas intenciones. Las artes escénicas no se salvan, y menos en Madrid. Estamos asistiendo a un cambio de modelo en el que, salvando las distancias, ciertos acontecimientos dibujan un panorama que recuerda a aquellos campos de concentración nazis en los que los presos debían “representar” a enviados internacionales sus condiciones de vida. Para ellos no fueron factibles otros posibles. Nosotros todavía podemos parar la representación, pero, ¿cuáles son nuestros otros posibles? ¿Cuáles queremos que sean? ¿Qué otros modelos escénicos podemos imaginar?

La Historia o José Antonio Sánchez nos avisó[i] en 2006 del viraje o la evolución desde el final del fascismo en España, tanto en la creación escénica como en los contextos en los que se enmarca (si es que no es lo mismo), desde implosiones independientes sustentadas por años de lucha hasta una “normalización” y posteriormente a una “vulgarización” generalizada, y de cómo los “discursos alternativos” y sus esperanzas de los noventa y principios de siglo XXI en Madrid se vieron aplastados sin piedad conduciendo a gran parte de los sus participantes a un exilio geográfico o interior. La cosa desde el 2006 podríamos decir que alcanzó el paroxismo de la vulgarización, ilustrado por ejemplo por el provincianismo de nuestros teatros públicos o por el Síndrome de la Red de Teatros Alternativos o Síndrome del Chiringuito, y que el consuelo de ciertas iniciativas y festivales, la mayoría ya desaparecidos, no fue suficiente. No fue suficiente ya que dicho aplastamiento provocó el aislamiento de quienes quisieron o pudieron quedarse en Madrid, pero sobre todo porque impidió el relevo generacional, en el sentido de transmisión de lenguajes, de problemas y de soluciones, dejando un silencio enrarecido a las que ahora llegan. ¿Cuántos sobreviven de aquellos “41 creadores de la nueva escena madrileña[ii]”? ¿Los que sobreviven, en qué condiciones lo hacen? Cada caso es particular, por supuesto, pero lo que sí que comparten todos es que les jodieron hasta decir basta. Quien todavía sigue en activo es por cabezonería y por destreza en el arte de la resistencia.

La historia está llenan de pliegues y vacíos y es difícil manejar una escala lo suficientemente lúcida como para dibujar un mapa de la evolución escénica en Madrid y poder situar este momento, todo esfuerzo será inexacto y arbitrario, pero tenemos que ser rápidos y ágiles para desbordar lo que ahora intentan vendernos, ya que se está escribiendo sin nuestro permiso y con nuestra complacencia un nuevo capítulo cuyas páginas son un panfleto publicitario de supermercado chungo, muy chungo. Y es que desde hace un par de años podría decirse que entramos en una nueva fase que completa un recorrido con mucho sentido y mucha mala hostia en el devenir de la creación escénica madrileña: de la “normalización”, pasando por la “vulgarización”, siguiendo por el paroxismo de la vulgarización y ahora, por fin, la más perversa de todas: la frivolización auspiciada por políticas culturales de dilatación.

La frivolización ya se venía intuyendo desde el primer Fringe y el primer Talent, ambos apellidados Madrid al ser marcas importadas a las que recibimos como a suecas en Benidorm, pero el triángulo de la frivolización escénica acaba de cerrarse dos años después con un producto español, madrileño, con Surge. Con frivolidad no sólo me refiero al hecho de parecer que se apoya mientras se explota a una profesión que ha sido condenada por nuestros “representantes”, a cuyos ojos no hemos dejado de ser como aquellos pobres locos medievales que salían de su encierro a bailar por si les caía una limosna. Con frivolidad además me refiero, como decía antes, a una estrategia menos evidente y más perversa. Y es que han conseguido convertir la escena madrileña en un puto menú de restaurante, lo que significa que tenemos que pedir rápido y consumir, sin opción a otras consideraciones. “Frívolo es quien, sin tener razones de peso fundadas en la naturaleza misma de las cosas, tiene que decidirse por esto o lo otro: el color turquesa o el carmesí, el teriyaki de salmón o el carré de cordero, Naomi o Vanessa, los Bad Boys o Depeche Mode[iii]”. Si la frivolidad “encuentra su justificación en una débil diferencia en el seno de un desnivel insignificante”, cualquiera que vea el programa de Talent Madrid, Fringe Madrid o Surge, no podrá si no practicar, como mínimo, un consumo frívolo de artes escénicas, en el que tanto la plusvalía material como simbólica alimenta a la gran máquina de la precarización en la que todos nos movemos como ratas drogadas.

Si seguimos el rastro podríamos remontarnos a las campañas del renacimiento o la removida del off en las artes escénicas de la capital, del supuesto boom de salas alternativas. Así se generó una narrativa compartida que no se matizó con las condiciones laborales en las que se seguía trabajando y mucho menos con la cualidad de los lenguajes escénicos que allí se estaban dando. Siempre hemos sido un país de cantidades, ¿no? He aquí el problema de las narrativas. La removida escénica ha nacido protegida y alentada por los aparatos de poder, lo que nos tenía que haber puesto en alerta desde el principio. No me detendré en este tema porque ya hablamos de él. Pero ha terminado por asentarse en Madrid una telaraña de salas alternativas donde se dan lenguajes poco alternativos que ha consolidado un público entregado. Dabuten. Que se queden con el denominativo. Para ellos para siempre. Hemos de conseguir salir de la dialéctica viciada de alternativo-no alternativo y articular otras fórmulas. Ya. “Por mucho que lo alternativo quiera presentarse como bueno en sí y, por tanto, obstruir la posibilidad de que se dé una alternativa a ello mismo, por el simple hecho de aparecer como alternativo confiesa ya que vive secretamente de aquello a lo que se opone. Lo alternativo-sustantivado sigue, como siempre y a pesar de su ya avanzada edad, viviendo parasitariamente de aquello de lo que se presenta como alternativa; pero, por otra parte, lo no alternativo (igualmente sustantivado), se encuentra arruinado y en fase de demolición debido al éxito fulgurante de lo alternativo, y ya casi sólo subsiste como un fantasma, el fantasma que necesita lo alternativo para seguir presentándose como tal[v]”.

negro black mirrorMientras tanto, continuando con el rastro, dos festivales nos mostraron que se podía ir más allá y obtener rédito tanto del shock generalizado como de las ganas lícitas de la gente por seguir haciendo sea como sea. El Talent, concurso escénico acogido en el absurdo cortesano que son los Teatros del Canal, lleva ya dos ediciones jugando con la razonable ilusión de pisar un escenario “importante”, y sentirse, en palabras de los ganadores de este año, “como Paco Martínez Soria cuando llega a la estación de Atocha en La ciudad no es para mí”. La visibilidad lo puede todo. Y lo saben. El ingenioso periplo mercantil ideado[iv] para ganar el concurso hace que a los participantes les sea todavía más costoso obtener una limosna que a los locos medievales. Con un discurso centrado en los malditos axiomas meritocráticos de la originalidad y la competitividad, y con una estrategia de política cultural de dilatación, Talent Madrid ha conseguido en dos ediciones abrir el culo a cientos de creadores y compañías. Dabuten. Aunque hemos echado de menos al que hubiera sido el ganador ideal de un concurso así: el negro de Black Mirror cuyo gesto radical contra las estructuras de visibilidad y recompensa espectaculares queda desactivado, vuelto en su contra y finalmente absorbido por ellas en su propio beneficio. Ya se sabe, los vanguardistas, estrictamente hablando, siempre han tenido inclinaciones suicidas, y por lo que parece, pocos o ninguno se han presentado al Talent Madrid.

Sin títuloEspacios que apoyan Talent Madrid, la mayoría escuelas de artes escénicas profundamente preocupadas por la dignidad profesional de sus alumnos y egresados.

Aunque en Madrid parece que alguien ha pensado: si los vanguardistas no se matan ellos solitos, convénceles para que se unan a tu bando, por ejemplo importando “el festival más arriesgado de artes escénicas”, el Fringe. Conviérteles en fringers, tronco. Además ahora, como antes en los campos de concentración nazis, no hay que pensar a largo plazo, y si alguno se te viene abajo puedes sustituirlo rápidamente, y así te evitas aquel silencio intergeneracional que por lo menos ha servido para preguntarse qué hostias ha pasado aquí. Fringe Madrid toma nota del pensamiento cortoplacista y se ha instalado con éxito en la pasarela del Manzanares o Matadero Madrid. Un festival cuya historia se ha vuelto en su contra. La marca Fringe nace en 1947 en Edimburgo cuando los rechazados por el festival oficial decidieron montárselo por su cuenta. Pues bien, en el caso de no volarlo por los aires, con argumentos, por supuesto, habría que hacer un Fringe Madrid del Fringe Madrid, en donde el reclamo de los creadores ya no fuera el tipo de propuestas escénicas, batalla que quieren que demos por perdida al haberlo confundido todo en sus carteles amarillos, si no sus condiciones de trabajo. Aunque poco más podemos pedir a su director, Joan Picanyol, quien ya tiene suficiente con no saber explicar qué entiende por vanguardia o alternativo. Como para que entienda lo que es un caché, la creación de contextos escénicos que vayan más allá de la ilusión de recompensa inmediata o la necesidad de apostar contundentemente por lenguajes escénicos con los que se les llena la boca. Los bolsillos ya se le llenaron supuestamente al que fuera su jefe en el Centro Niemeyer, Natalio Grueso, imputado entre otras cuestiones por gastarse 180.000 euros en concepto de cafeterías y restaurantes. ¿Y no invito a nadie a un mísero café? De lo que sí que es seguro culpable Grueso es de su lamentable programación como director artístico de Teatro Español. Gestión a la que él mismo ha puesto final, y no nosotros. Nada nuevo en un país que vio morir plácidamente intubado a su dictador. Ahora tampoco haremos nada para que deje de oler a podrido en la elección del nuevo director artístico del Teatro Español que ha convocado la empresa Municipal Madrid Destino, adscrita al Área de Las Artes, Deportes y Turismo. ¿Área de Las Artes, Deportes y Turismo? ¿Quiénes forman el comité de selección? ¿Cuáles son sus verdaderos criterios? Estas preguntas deberíamos convertirlas en exigencias innegociables, ¿no? ¿Apuestas para el nuevo Director Artístico? Pensando en cosas más alegres, este verano podremos ir a Matadero en bicicleta a tomarnos unas birras, escuchar unos conciertos, y ver decenas de propuestas escénicas de las 555 recibidas en Fringe Madrid. Todo muy amarillo y muy arriesgado. Pero por favor, tengamos siempre presente, sin dejar de pasárnoslo dabuten, la dilatación anal de cada uno de los participantes, las condiciones laborales en las que se enmarca su trabajo y qué será de ellos a largo plazo. Si no, no mola tanto.

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Y con Surge hemos topado. Poco más tenemos hay que añadir. Ya se han puesto demasiado en evidencia ellos solitos, y ha habido buenos análisis en las últimas semanas: aquí, aquí, aquí, aquí… Por darle la vuelta al discurso, tenemos que estar profundamente agradecidos a Surge. Por un lado nos han mostrado que hay dinero para la creación escénica, desvelando las mentiras de años atrás y permitiendo que no nos la vuelvan a meter; y por otro han conseguido poner de acuerdo a todas las salas de Madrid. Algo que no pasaba desde tiempos de Joffrey I Baratheon. Y aquí sí que hay mucho que decir. Sin querer convertir estas palabras en una arenga populista: ha llegado el momento de que todas los teatros de Madrid, perversamente homogeneizados como salas alternativas, cada uno desde su lugar, redacten un comunicado púbico conjunto diciendo NO a Surge, argumentando punto por punto el sinsentido de la muestra; y a lo mejor así, vaya usté a saber, se consigue consensuar unos mínimos en lo que a políticas culturales escénicas se refiere, que es lo que aquí importa y lo que está en juego. Ya están tardando. Si no es posible un comunicado, algo.

Surge ha vuelto a poner de manifiesto lo que aprendimos del juicio de Eichmann (¿otra metáfora nazi?), que para ejercer el mal o el daño no hace falta ser un lumbreras, que con cumplir órdenes con origen difuso basta. Y es que tenemos que creernos que somos mucho más listos que ellos, que ya se ha acabo eso de ir unos pasos por detrás, esto es, responder a sus movimientos sin opción a generar propuestas autónomas, y asumir que las responsabilidad de las políticas culturales es nuestra. De cada uno de nosotros, cada cual en su campo[v]. Porque como dice Marina Garcés: “La cultura no es un producto o un patrimonio. Es la actividad significativa de una sociedad capaz de pensarse a sí misma. Esto es en lo que podemos creer: en la posibilidad de pensarnos con los otros. ¿Cómo darnos esa posibilidad? Ésta es la pregunta con la que política y cultura vuelven a encontrarse. Y se encuentran no para neutralizarse sino para redefinir, simultáneamente, los lugares de lo político y de lo cultural[vi]”.

Y para terminar, invoquemos a la madre del cordero. Rápidamente. ¿Ha de ser el arte, en este caso las escénicas, subvencionado? ¿Debería de sostener el dinero público gran parte de la creación escénica? En caso de responder a la pregunta negativamente, por ejemplo por miedo a que se pueda despilfarrar erario público ayudando a Ignacio González a que perfeccione su arte, la siguiente pregunta es: ¿Pueden ser las artes escénicas ser un negocio? Es decir, ¿pueden mantenerse vivas y generar ingresos con lo que recauden a través de la taquilla y otras vías? Hasta Eichmann sabría que es imposible pagar el alquiler de una sala, la luz, a cada uno de los trabajadores, técnicos, etc., y encima poder dignificar el trabajo de los creadores con un caché. ¿Entonces? Pues volvemos a la primera pregunta y la respondemos afirmativamente. Sin duda vivimos en un momento en el que la devaluación de lo público ha calado muy hondo. La paradoja es que quienes nos han hecho perderle el respeto son aquellos que se han lucrado a partir del trabajo de todos. Por eso es importante mojarse ahora. No en un debate sobre si arte subvencionado sí o arte subvencionado no, si no sobre qué tipo de gestión de lo público en relación a las artes escénicas queremos. Hay que cambiar la actitud victimista reinante en la que nos han hecho asumir que todo nos toca de lejos y nos llega tarde como para hacer algo, y empoderarnos responsablemente de la toma de decisiones. Hacer que el miedo cambie de bando y, si hace falta, respondiendo a Bismark, imaginar imposibles, a ver qué pasa. Sólo podemos ganar.

Un Perro Paco


[i] José A. Sánchez (dir.), Artes de la escena y de la acción en España: 1978-2002, Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 2006, pp. 15-24.

[ii] Kekejian, M., (ed.) (2010). ¿41 creadores de la nueva escena madrileña se equivocan? Madrid: La Casa Encendida.

[iii] Sloterdijk, P. (2004). Si Europa despierta. Reflexiones sobre el programa de una potencia mundial en el fin de la era de su ausencia política. Valencia: Pre-textos.

[iv]Lo alternativo”, de José Luis Pardo, publicado en Babelia el 6/6/2014.

[v] Primero tienes que colgar un vídeo de tu propuesta y venderte por facebook y twitter para que te voten. Las 10 más votadas, junto con otras 50 seleccionadas por un florido jurado que además apoya los ensayos forman parte de las 60 “obras” que pasan por una serie de galas, de las cuales una por categoría (teatro, danza, circo y artes alternativas -¿artes alternativas?- y espectáculo musical) gana 1000 euros, y la gran ganadora 5000.

 [vi] Garcés, M. (2013). Un mundo común.Barcelona:  Bellaterra.

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Esto no es una crítica

Si fuese una crítica se titularía “Cagar el siglo XX”, o algo así. Pero esto no es una crítica, es una declaración de amor Lo que me sirve para reivindicar la dimensión relacional y afectiva de la crítica escénica 2.0, desmontar el mito de su objetividad, y así avisar a los que nos leéis que no asistís a una presentación científica en un teatro anatómico forense. Porque esto no es una crítica, es una declaración de amor. Mucho más difícil de escribir que una crítica. Pero antes lo de siempre. Contexto, contexto y contexto.

Espero que mientras escribo esto no cambien el nombre del Festival de Otoño a Primavera y lo llamen Festival de Primavera a Otoño y decidan para el siguiente programar todo en verano, cuando la gente está en Montemor-o-Velho, en Benidorm, en Aviñón o de Interrail. Seguro que vuelven a sorprendernos. Llegará el momento en que nos arremanguemos y tengamos una buena agarrada sobre este festival. Después de la decepción, y también lo digo con amor, de Todo el cielo sobre la tierra y Las palabras, llevaba semanas tachando los días en el calendario que faltaban para el estreno de La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento.

Al margen de las estadísticas, uno de los males de nuestro tiempo, no sé si los programadores serán conscientes del acierto que han cometido al confiar en quien les haya propuesto La chica como obra programable en el Festival de Otoño a Primavera. ¡Señores programadores, este el camino, este es el tipo de propuestas escénicas que gran parte del público reclamamos! Seguiremos recordándolo, por si acaso.

Y ahora es cuando hay que levantarse y aplaudir el empeño de Teatro Pradillo para que dicho universo pueda formar parte de nuestro presente escénico. Ya lo demostraron la temporada pasada al acoger Escenas para una conversación después del visionado de una película de Michael Haneke, y este año lo han vuelto a hacer. A diferencia de la mayoría de salas españolas, en las que este tipo de obras sólo podrían verse un fin de semana o los domingos o miércoles durante un mes, las dos últimas obras de El Conde han podido crecer durante dos semanas en Pradillo. Un gesto cuya importancia es vital, ¡vital!, ya que permite mejorar las obras, que mucha más gente pueda ir a verlas, y que algunos podamos repetir. Una apuesta por la creación contemporánea que recuerda a la que hace años, en su anterior etapa, Teatro Pradillo realizó con Rodrigo García, Angélica Lidell y muchos otros, y de la que todos tenemos que estar profundamente agradecidos. Se hace público al programar. Ya me siento.

Otra cosa, señores programadores, es necesario que en su festival, que también es de todos y todas, montajes como La chica o Las palabras se hagan en salas periféricas al poder. Si todo se representase en los Teatros del Canal, por ejemplo, por muy grandes y vistosos que sean sus espacios, y sólo en el dilatado festival ves un puñado de buenas obras es cuando se escuchan cosas como “el Festival de Otoño es de lo poco que nos queda en Madrid”, y te callas y no respondes, por pena y por mala hostia. Y nadie queremos eso, ¿verdad? Si se intercala el festival con programaciones de salas como Cuarta Pared o Teatro Pradillo no chirría tanto. Seguiremos recordándolo, por si acaso.

Si esto fuese una crítica, empezaría diciendo que no estoy de acuerdo con lo que escucho y leo por ahí de La chica y El Conde. Aunque haya leído poco o nada en los grandes think tanks. ¡Señores críticos, Pablo Caruana no puede hacerlo todo solo! Me refiero particularmente a que no estoy de acuerdo con respecto al encasillamiento de El Conde como teatro posdramático. Qué manía con querer tenerlo todo organizado en categorías. Es decir, controlado. Si cualquiera coge una manual de psiquiatría tipo DSM-IV se asustaría comprobando que cumple muchas de las características de casi todos los trastornos mentales. Creo que no se debería haber traducido al español el Teatro posdramático de Hans-Thies Lehman. No casi quince años después. Porque se vuelve a introducir un término en nuestro vocabulario que aparte de estar malgastado, no sirve para designar muchas de las fórmulas de nuestros días, no permite emerger nuevas energías escénicas y condiciona tanto la compresión de las obras por parte del público como la conciencia que los creadores tienen de su trabajo. Nada nuevo en un país que ha empezado a leer a los psicópatas neoliberales hace poco. No creo que el teatro de El Conde sea posdramático. Por lo menos no sólo posdramático. La chica por ejemplo toma una estructura narrativa clásica, la del viaje, con unas protagonistas a las que les ocurren cosas. Por seguir lanzando piedras a mi tejado, la obra tiene hasta coro, vaya. Pero vayamos poco a poco, que ya alguno empezará que si no hay personajes y todo eso. Tan sólo quiero decir que hay que dejar más libertad a quienes basan su trabajo en el riesgo y se mueven en territorios liminares en una disciplina que lleva dos milenios y medio de tradición a sus espaldas. Tan sólo quiero decir que no hagamos como esos padres que dicen a su hijo desde niño que tiene que ser abogado o técnico superior en dietética y nutrición. Y además lo digo porque me parece que va en coherencia con lo que nos propone La chica. Que miremos por el retrovisor para saber dónde estamos, pero que de una puta vez ya digiramos el pasado, lo caguemos, y sigamos el viaje ligeros de equipaje.

Si esto fuese una crítica, diría que ése es el tema central de la obra, y que es un tema con el que Europa no se ha enfrentado todavía, o no se ha enfrentado bien. Europa tiene que digerir y cagar el siglo XX, y asumir que la mierda resultante no es bonita. Europa tiene que reflexionar una y otra vez sobre las palabras que Lars Von Trier dijo en unos de sus chous publicitarios hace un par de años: “Comprendo a Hitler”, y no mirar para otro lado. Europa tiene que mirar una y otra vez la foto en la que Stefan Zweig y su mujer están abrazados después de suicidarse porque supieron que no podrían digerir el siglo XX. Europa tiene que dejar de tropezarse una y vez con la misma piedra, comprenderla, y pegarle una patada, aunque duela. Y España más de lo mismo. El problema de España es que la piedra puede caer en cualquier cuneta llena de cadáveres, y despertar a un fantasma que vuelva a dejar la piedra donde estaba. El problema de España es que no colgó a Franco por los huevos en una plaza y que lo vio morir plácidamente intubado. Etcétera. La chica nos obliga a enfrentarnos al pasado de Europa, de España y de alguna forma al de cada uno. A la salida deberíamos pagar a El Conde como quien va al psiquíatra y se va casa aliviada por exponerse a un trauma que no le permitía tirar pa´lante. El problema para El Conde es que el peso de este tema desactiva por momentos en La chica una de sus potencias, su particular visión de la realidad más inmediata, más trash, más de jugar al basket o de pasear al perro. A mí como espectador me compensa, y asumo la pérdida. Porque me interesa, porque lo necesito, porque me duele, porque me río, porque me pone, porque me entretiene, y porque creo que La chica les servirá para mirar aquella realidad inmediata con más intensidad en su siguiente obra, y yo quiero estar allí cuando pase.

Si esto fuese una crítica, diría que La chica es una obra de texto. Un texto escrito por Pablo Gisbert “junto con las intérpretes”. Un pedazo de texto. Un textazo. Odio la palabra madurez, porque las personas maduras son las que se hacen pasar por los reyes magos. Así que no la utilizaré. A mí me molan tanto los textos de Gisbert guarreados unas horas antes de la función, como los que nacen de dar vueltas en la rueda de los hámsters. A quien le guste más los primeros le habrá gustado menos el texto de La chica y al revés. Nos cuenta la historia de dos amigas que se van a pasar el fin de semana a la playa. El ladrón de bicicletas nos cuenta la historia de un tipo que tiene que robar una bicicleta. El texto nos habla del proletariado, del pueblo, del triunfo de lo artificial, de la negación de la naturaleza, de la inteligencia y la maldad, de la simetría de los psicópatas, de los austriacos, de la dependencia en las relaciones de pareja, de la discoteca móvil en que se ha convertido España, del olor a coño, de un poema de Sharon Olds, de la gente que hace footing, de las prácticas sexuales modernas… Cuando escucho o leo textos de Gisbert me viene la imagen de un micrófono que pasa por las manos de una generación, y cómo él lo coge con decisión e hiperactividad. La chica es un texto que te habla pegado a la cara. No puedes mirar para otro lado. Te obliga a tomar partido. A jugar a su juego. Y su mayor virtud es, igual que los textos anteriores, que consigue una brutal identificación por parte del público con lo que dice que ya quisieran muchos. Ya sea en largos pasajes a lo García o en frases cortas a lo Heráclito. Y luego están los dispositivos de enunciación que El Conde utiliza para los textos de Gisbert. Voz en off, texto proyectado, texto dicho por micrófono… En La chica usan los dos últimos.

Tanya Beyeler y Cris Celada lo bordan. Hacer teatro es tomar decisiones. En La chica, cuando el texto no se proyecta, se enuncia a través de un micrófono por una de ellas mientras la otra lo recibe atentamente con media sonrisa. Una habla con el cuerpo relajado y la voz neutra mientras la otra escucha. Decisión acertada por el trabajo de Tanya y Cris, y que supongo responderá a la importancia que han querido dar al texto. Aún así, es una decisión que me parece que a veces aísla demasiado el discurso, el cual podría ser potenciado escénicamente y completar imágenes como las de las distintas escenas de Haneke que tanto nos fliparon. Cuando Tanya y Cris se suben al pedestal haciendo la escultura mientras escuchamos el sonido de la noche, casi me da un Stendhal. Como si con el vaivén de sus cuerpos desnudos nos hubieran hipnotizado, afirmando para nuestro inconsciente la naturaleza aniquilada. No sé, tengo que dejar de tomar la cerveza de antes de entrar al teatro. El sonido, como en todo lo que hace Pablo Gisbert, es una de las bases de la obra. A veces más en primer plano, otras más alejado, siempre en consonancia con los demás elementos, en La chica el sonido es constante. Ya sea en forma de pieza clásica para piano, de cumbia, de partido de ¿squash? o de bakalao de la ruta. Muy guay el coro de clase de Taichí, de heavies y de bakalas y sus coreografías. Marcos Morau Premio Nacional de Danza 2013. Ahora seguro que Escena Contemporánea lo programaría más de un día. Lo de los heavies no lo pillo. Me recuerda a Fäustino, pero me parece que en podrían haber elegido cualquier otra tribu urbana y que no importaría demasiado. Después de un rato de ver culos empecé a ver en ellos las caras de los heavies que no había visto antes porque estaban tapadas por las pelucas. Me gusta cuando al hablar de alguno de ellos se les humaniza individualizándolos, porque somos gregarios pero no del todo. Las luces de Octavio Mas brutales. Partitura de colores. Experiencia plástica que remite a la instalación Los Monumentos que El Conde hizo en Azala en 2012.

El espacio es aséptico, como el mundo “civilizado”. El escenario lleno de restos de una fiesta iluminado por el parpadeo de los fluorescentes, bien podría ser la imagen con la que representar el fin de los tiempos, o el fin de nuestro tiempo. Me hubiera gustado ver un desfase mayor en la fiesta final, incluso algo más. Pero ya se sabe, lo de la muerte y el sexo en escena es una movida. Si hoy volviera a hundirse el Titanic, en la cubierta no estaría tocando un cuarteto de cuerda, habría una rave de la que nadie saldría vivo.

El día del estreno de La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento dormí como hacía mucho tiempo que no dormía. No había que preocuparse por el teatro. Y me vino esta canción a la cabeza.

Un Perro Paco

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I´ve got blisters on my fingers!

Hablar de música es como bailar arquitectura
Frank Zappa

Un amigo siempre cuenta la misma historia cuando se emborracha. Que hace años fue al Auditorio Nacional a escuchar al cuarteto Alban Berg. Para él uno de los mejores, sino el mejor cuarteto de cuerda del siglo pasado. Era la última vez que tocaba en España. Por supuesto, no quedaban entradas. Así que, según dice, se fue a la puerta de la sala de cámara con un DIN A3 en el que había escrito “Quiero una entrada para escuchar al Alban Berg joder. Gracias.” O algo así. Nadie le hizo caso. Durante el descanso pidió a los espectadores que se marchaban que si le regalaban su entrada. Total, sus asientos se iban a quedar vacíos. Nada. Además tuvo que pelear con otras personas que esperaban al acecho para conseguir lo mismo. Así lo cuenta él, lo juro. Manteniendo la expectativa del relato aunque sepas que al final consigue la entrada. Pues eso. Una señora le regaló su entrada. Se iba a cenar. La entrada era de un asiento en la séptima fila del patio de butacas. Iba a escuchar el cuarteto de cuerda número 15 de Beethoven interpretado por el Alban Berg a unos metros de distancia. Siempre que se emborracha y te suelta este rollo dice que los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven son lo mejor que se ha compuesto nunca. Que son como “la nieve más pura que está en lo más alto de la más alta montaña”. En algún sitio habrá leído esa tontería. El caso es que se sienta en la butaca. A su alrededor huele a un poco a colonia cara, porque “las colonias caras no huelen mucho”. Mira a su lado, y allí está sentado un hombre calvo con una mancha de nacimiento en todo el medio de su cabeza. Le conoce. Es un tipo que mi amigo asegura que ha visto en todos y cado uno de los eventos de música académica a los que había ido. Todos y cada uno. Sale el cuarteto Alban Berg. No al completo, porque el viola murió hacía un tiempo y le sustituye la mejor alumna que tuvo éste. Y ahora sí, el Alban Berg interpreta el op.132 de Beethoven. Entonces, por fin, te cuenta lo que le pasó. Dice que en el Molto adagio le sobrevino una emoción sobrecogedora y que se pudo a llorar, y que no paró hasta que murió la última nota, y que en cierto momento volvió a mirar al hombre calvo y que él también estaba llorando. Pero lo más llamativo de la historia, a parte de esa cursilada, es que asegura que durante un tiempo vio la música. Aquí yo siempre me río, y le digo que no me lo creo. Bromeo diciéndole que si le dio un Stendhal. Y me responde que lo llame como quiera, pero que vio la música y que no hay más que hablar, que piense lo que quiera. Y pedimos otra y se acabó de nuevo hasta la siguiente.

Me la pela si esta historia es verdad o mentira. De hecho mi amigo es un borrachín mentiroso de esos a los que no hay que tomar muy en serio. Cuento todo esto porque el chaval es joven y cuando fue a escuchar al Alban Berg más. Lo cual me sirve como excusa para tratar un par de temuyis a continuación antes de la videoplaylist. La cual también es una excusa. O no. Aquí os dejo el adagio que le hizo flipar en colores.

http://youtu.be/ZvEXaPwQ67Q

No me quiero poner pesado, ni empezar por el principio ni nada de eso, pero me parece que hay que hablar de los problemas que a mi parecer tiene la mal llamada música clásica. Asumo que me van a caer hostias por todos lados y que muchos ya habrán dejado de leer este post. No me importa. Algo sacaremos en claro. Digo la mal llamada música clásica porque la palabra clásica remite a un periodo particular de la música académica, seria… Denominativos que echan para atrás a cualquiera. De nuevo, las palabras y sus problemas. De ahora en adelante escribiré MA (música académica) para no espantar al personal.

En Madrid capital se puede escuchar MA en un puñado de espacios: el Auditorio Nacional, el Teatro Monumental, la Fundación Olivar de Castillejo, el Teatro de la Zarzuela, el Teatro Real, la Fundación Juan March (por cierto, muy recomendable la exposición “Surrealistas antes del surrealismo” que hay allí ahora), los Teatros del Canal (cuya programación en general habría de ser examinada por especialistas, ¿dónde se ha visto que un bufón tenga su propia corte?) y por supuesto en bodas, bautizos y comuniones.

La media de edad en estos lugares es escandalosamente alta. La MA ha perdido al público joven, si es que en algún momento lo tuvo ganado en este país. Hablo del público joven en general, el que no está formado por músicos jóvenes ni por familiares y colegas jóvenes de músicos. Y con juventud me refiero a aquellos que tienen entre 15 y 40 años, años arriba años abajo.Y es preocupante lo de la pérdida de público joven por eso de pensar en el público de mañana.

Hoy vayas donde vayas presencias un desfile de abrigos de piel, y después en la sala la performance de siempre. La abuelita que abre un caramelo con una mano mientras con la otra se abanica y todo ello moviendo las pulseras de oro. No me entendáis mal. No tengo nada en contra de las personas de edad avanzada. Yo también tuve abuela. Pero me parece que hay que dudar de los que las personas hacen por mera costumbre. De todas formas, prefiero a la abuelita ruidosa que va por costumbre abonada a los lugares antes mencionados que al otro gran público mayoritario que allí te encuentras. Los snobs. A esas personas que encuentran en estos contextos una excusa perfecta para ponerse sus zapatos caros, sus trajes caros, sus vestidos caros, sus abrigos caros, sus colonias caras y después irse a disfrutar de una cena cara porque ir a escuchar MA les llena del orgullo y la satisfacción de pertenecer a la puta élite cultural e intelectual. Laputaéliteculturaleintelectual. A lo mejor exagero y a lo mejor me lo tomo demasiado en serio, pero creo que este último tipo de personas generan en todas las demás una sensación de exclusión que es uno de los factores de la pérdida de público (y ya no sólo joven) de la MA.

Por supuesto que el argumento del precio de las entradas es cierto para justificar la ausencia de los jóvenes en los auditorios. Pero no tanto, porque es fácilmente desmontable con responder a la pregunta de cuánto vale asistir a un partido de fútbol o a un jodido musical en Gran Vía, y cuántos jóvenes asisten. Y entonces pasamos al tema de la educación en los conservatorios, en los colegios y en las familias y me aburro sólo de plantearlo. Pero ya lo he hecho.

Y ahora es donde nos enfrentamos a otro gran problema, al del calado de la música académica contemporánea, que claro que tiene que ver con lo anterior. El debate de la MAC es todavía más amplio y peliagudo. Uff, aquí me pierdo un poco, y además tengo luchas internas con tanto dodecafonismo y atonalismo y serialismo y arte sonoro. Contradicciones supongo nacidas en mi oído tonal. Sé que hay que escuchar todo lo compuesto desde principios del siglo XX hasta nuestros días en la MAC para desmontar códigos y oídos y así aprender a valorar y degustar otras fórmulas (para lo cual volveríamos a hablar de la educación, a otro nivel, y temas por el estilo), pero a veces me cuesta y voy corriendo a buscar armonías conocidas como un niño que no quiere comer judías verdes. Y reconozco que mi deseo tiene mucho de arqueología. Supongo que un poco de cada es la dosis conveniente. Pero al paso al que vamos, si ya la MA de hace siglos muchas veces no es más que una lista de reproducción para darnos un baño con velas de IKEA o la banda sonora de una peli, parece difícil llegar a “popularizar” a nuestros compositores contemporáneos y que acaben por constituir un repertorio al que se vuelva una y otra vez como ahora se vuelve al de Haendel, Haydn, Schumann y compañía. ¿Borrón y cuenta nueva? Pensaré 4´33´´ en ello.

Ya está. Y luego España y sus tradiciones, que sin duda agudizan todo lo anterior. Ayer Daniel Verdú publicó un interesante artículo al respecto en donde retrata la situación de la MAC en nuestro país, describiendo un panorama terrorífico: “La música contemporánea, y gran parte de la del siglo XX, sufre un progresivo arrinconamiento en auditorios y teatros. Especialmente en países como España, donde la crisis económica ha socavado la confianza de unos programadores atemorizados por la caída de público”. Amigos de Centroeuropa, emigrados a Centroeuropa, cuentan que allí un mismo día puedes ir a la iglesia de un pueblo a escuchar las Suites de Bach para cello y después a la ciudad a un concierto para bicicleta y orquesta y que ambos eventos están petados. Me lo creo. Y me parece otro mundo. Pero ya estoy cansado de utilizar energías en decir lo mal que están las cosas aquí, y creo que es mejor usarlas para pensar y hacer que cambien.

Alfred Brendel

Poco a poco llegamos a la videoplaylist sobre la conferencia ilustrada que Alfred Brendel presentó el 6 de noviembre en la sala de cámara del Auditorio Nacional, titulada ¿Tiene que ser la música clásica absolutamente seria?”. No escribiré sobre lo que dijo Brendel, o no me centraré en ello, por varios motivos. El primero es que a veces es literalmente imposible hablar de música, ya que intentarlo sería como “bailar arquitectura”. También porque ya se ha comentado en otro medios. Por ejemplo, el propio Daniel Verdú al día siguiente en otro interesante artículo. Pero sobre todo porque me apetece probar otros medios de difundir la MA. Por si a alguien le pica el bicho y se engancha.

Alfred Brendel. La verdad es que me tiemblan un poco las manos al escribir sobre él. Alfred Brendel (Checoslovaquia, 1931) es uno de los grandes intérpretes que han desarrollado su carrera en el siglo XX. Podría formar parte de un selecto grupo en el que estarían Vladimir Horowitz, Elisabeth Leonskaja, Pau Casals, Isaac Stern, Mischa Maisky, Gidon Kremer, Maurizio Pollini, Martha Argerichy otros. Pero Brendel no es, o no ha sido (dejó los escenarios en 2008), sólo un gran intérprete. También escribe poesía, es comisario de cine, un magnífico escritor y un lúcido teórico, facetas estas últimas que se aúnan en sus conferencias. A sus 82 años acaba de publicar un estupendo libro, De la A a la Z de un pianista. Un libro para los amantes del piano. Texto que esta semana ha servido para una nueva entrada en el blog hermano Bailar, ¿es eso lo que queréis? Es decir, Brendel es mucho más que un pianista, y se agradece que alguien a su edad, en vez de disfrutar de una plácida jubilación, se dedique a seguir ayudándonos a aprender. 

Resultó llamativo aquel miércoles que Brendel tuviera que salir, con su paso renqueante, a recibir aplausos en cuatro ocasiones. Como parte del público, creo que los allí presentes compartíamos la triste sensación de estar despidiéndonos de él, como si todos supiésemos que no le volveríamos a ver. Tristeza que se agranda sabiendo que cuando él y unos pocos más desaparezcan, habremos perdido una forma de entender la MA. Me refiero, entrando en otro delicado debate, a las nuevas generaciones de intérpretes que ahora se consideran los grandes genios de nuestra época. Y sí, señalo porque me sirve de ejemplo más representativo a la estrella china Lang Lang. No dudo de su virtuosismo, y que si es el mejor pianista de un país en el que estudian piano más de 40 millones de personas, debe de ser muy bueno o, como la publicidad se encarga de vendérnoslo, el mejor pianista de nuestro tiempo. Un nuevo éxito de la ley de competencia neoliberal, de la que Lang Lang es otra víctima. Y es que nuestro tiempo se diferencia de otros, entre otras muchas cosas, por generar marcas a una velocidad de espanto, y hacer que los productos se consuman con el mismo ritmo. El problema es que no es lo mismo vender cartílagos de pollos informes que nuestra tradición musical. En una entretenida entrevista en El País a Brendel se dijo al respecto:

Daniel Verdú. ¿Cree que parte de los problemas que se atribuyen a los nuevos pianistas tienen que ver con el marketing de una industria en busca de estrellas del pop?

Alfred Brendel.Sí, y lo hacen muy temprano. Porque las estrellas del pop siempre son jóvenes. Y para el desarrollo artístico de un pianista y su ego eso no es bueno. Un pianista debe tener paciencia para saber que algunas cosas solo se logran en décadas. Cuando yo tenía 20 no me moría por ser una gran estrella en dos años. A los 50 vi que había conseguido ciertas cosas, pero quedaban más aún.

Ahí queda. Por mi parte, siempre me viene a la cabeza una tontería. Pienso en la mañana en la que Schubert se levanta de la cama, ve en su polla los primeros signos de gonorrea, y sabe que va a morir. Y en cómo después mira por la ventana, y en el mundo que ve a través de ella. Y después, no sé por qué, pienso en Lang Lang antes de dar un concierto en el que va a interpretar a Schubert, y en cómo mira por la ventana del avión. Y al pensar en el mundo que ven y en quién lo mira, sufro un cortocircuito sináptico.

La conferencia ilustrada de Alfred Brendel duró más de una hora. Todo muy pensado muy claro y muy interesante. No me detendré demasiado en ello. En cuanto al tema en cuestión, el sentido del humor en la MA, Brendel nos sorprendió con sus análisis musicales, diciendo que las obras instrumentales de Mozart, a quien recordamos como un niño juguetón, no tienen ni pizca de gracia. Tampoco las de Schubert o Chopin. Por el contrario sí que la tienen las de Schumann, y sobre todo las de Haydn y Beethoven. Durante la conferencia, el propio Brendel ilustraba sus argumentos tocando el piano. Durante los breves instantes que duraba su interpretación, se producía siempre uno de esos silencios. La gente incluso se esperaba a toser cuando acababa de tocar. Durante su discurso nos reímos en varias ocasiones, y creo que todos nos fuimos tan contentos a casa, aunque sólo fuera por haber oído música interpretada por Alfred Brendel. Al terminar la conferencia busqué con la mirada al hombre calvo con la mancha de nacimiento en la cabeza, pero no lo encontré. Mi amigo mentía.

Hasta aquí el post. A continuación la prometida videoplaylist sobre las obras de las que habló Alfred Brendel, y algo más. Molaría que con este escrito se iniciara una serie de posts sobre jazz, rap, rock, bakalao… ¿No?

Sonata para piano de Beethoven nº. 26 en mi bemol mayor Op. 81a, El regreso, 1810. Interpretada por Maurizio Pollini.

Sonata para piano de Haydn n.º 60 en do mayor, Hob. XVI/50, Allegro Molto, 1794. Interpretada por Alfred Brendel.

Sonata para piano de Beethoven n.º16 en sol mayor Op. 31, n.º1, Adagio grazioso, 1801. Interpretada por Daniel Barenboim.

“Si un pianista no hace reír al público después de interpretar esta obra debería dedicarse al órgano”. – See more at: http://www.hoyesarte.com/musica/clasica-musica/brendel-demuestra-que-el-piano-rie_140774/#sthash.jDE6Arsp.dpuf
“Si un pianista no hace reír al público después de interpretar esta obra debería dedicarse al órgano”. – See more at: http://www.hoyesarte.com/musica/clasica-musica/brendel-demuestra-que-el-piano-rie_140774/#sthash.jDE6Arsp.dpuf

Bagatela en Do menor de Beethoven, Op. 119, 1803. Ni puta idea del intérprete.


Variaciones para piano en Do mayor sobre un vals de Diabelli de Beethoven, Op.120, 1819-1823. Interpretadas por Sviatoslav Richter.

Concierto para piano nº. 3 de Beethoven, Op.37, Rondó: molto allegro, 1800. Interpretado por Vladimir Ashkenazy.

Y de regalo el Allegro del Concierto nº.5 para piano de Beethoven con Glenn Gould al piano. Para mí aquí la gracia reside en que si el director y los músicos de las orquesta todavía están vivos, seguirán soñando con Gould. Si están muertos, también.

Un Perro Paco

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Nuestro turno

 

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En estos días he leído con gusto todo lo que se ha escrito sobre el último espectáculo de Angélica Liddell. Todos los perros han estado muy afinados y precisos. Me parecía que no hacía falta añadir nada más acerca del mismo. Sin embargo, han pasado los días y me he dado cuenta de que sigo dándole vuelas al asunto y he acabado sentándome a escribir para ver si así se me aquietaba la cosa.

Lo que me tiene entretenida es el movimiento que se ha generado a partir del estreno y las opiniones que han ido apareciendo. Como han apuntado algunos perros, resultó mucho más inquietante lo que sucedió fuera de escena que lo que se mostró dentro. Es duro ver a Luis María Ansón de pie aplaudiendo entusiasmado; son duras las risas complacientes durante el show; es duro ver a las fuerzas vivas del poder gaylor haciendo genuflexiones; es duro entrar en los Teatros del Canal (sin más); y es duro, en fin, la complacencia generalizada que ha rodeado a la Liddell en su último estreno. Ya nos habíamos olido algo cuando la descubrimos haciendo de Gran Dama de la Escena en la portada de un suplemento de moda de un periódico de viejos. La mediocridad de las fotos, el error del estilismo, y el hecho mismo de que ella apareciera ahí, haciendo eso y diciendo aquellas cosas que decía en la entrevista, daba que pensar. Y piensa mal y acertarás: lo que sucedió alrededor de la obra confirmó que las cosas han cambiado y que las posiciones conocidas hasta ahora se han puesto en cuestión.

Ahora, nosotras somos las traicionadas. “Nosotras” somos las que seguimos a la Liddell desde sus comienzos; las que reconocimos a la fiera; las que descubrimos su poder; las que hemos venerado su talento; las que hemos devorado sus textos; las que creímos que la justicia cósmica se encarnaba en sus palabras; las que gozamos sin fin viajando con su voz. Nosotras éramos Las Buenas, estábamos en el lugar correcto, junto a ella, en el punto de la salvación: frente al Mal, contra lo establecido, en guerra constante con la estupidez, plantándole cara a la mendacidad. Pero ahora, para nuestro espanto, hemos descubierto que el Señor Puta y sus secuaces se han infiltrado entre nosotras y, ahora, parecemos militar todas en el mismo bando.

No han llegado por su propio pie sino que ha sido ella la que les ha invitado. Ha resultado que lo que ella hace ahora es seducir y complacer a aquello de lo que nos iba a librar. Las cosas han cambiado: en vez de estar rabiando y retorciéndose de dolor al oír sus palabras, en vez de pagar por sus pecados como hacían antes, Las Malas, Los Señores Puta, se corren de gusto cada vez que ella abre la boca. Lo que dice, no solo no les duele, sino que les da placer y les hace más fuertes.

Ahora, los dientes que se oyen rechinar son los nuestros. Como decía, han cambiado las tornas y ahora somos nosotras las ofendidas. Ahora nosotras ocupamos el lugar que antes nosotras habíamos asignado a Las Malas. Lo que hace en escena nos parece muy cuestionable y sospechamos que aquello no merece mucho la pena. Nos quedamos ancladas en un pasado que poco a poco va adquiriendo tintes míticos. Entonces, sí que era buena… En los corrillos empieza el concurso de méritos:

–          “Pues yo la vi un verano en la comentada improvisación junto al artista visual Enrique Maty, en Pradillo…”

–          “Pues yo estuve en el famoso estreno censurado de Cádiz…”

–          “Pues yo escuché aquella conferencia sobre la gastronomía que leyó por primera vez en un curso de verano de la Complutense en el Escorial…”

–          …

Nos descubrimos a nosotras mismas atrapadas en la melancolía, en lo que ella ya no es, añorando sucesos que no van a repetirse. Nos descubrimos más conservadoras que nadie. Angélica Liddell no nos va a salvar de nada, ella nunca va a traer la calma. Si antes fue azote implacable de los que ahora le aplauden entusiasmados, ahora ha llegado nuestro turno. Ahora va a por nosotras, Las Buenas, las de la conciencia crítica, las informadas, las listas. Y sabe perfectamente dónde duele, sabe, con certeza, cómo llevar a cabo su maniobra de humillación pública.  Supongo que desde el escenario, nos mira sentadas en nuestras butacas de teatro burgués y nos ve a todas iguales: Las Buenas y Las Malas, finalmente, tenemos el  mismo aspecto. Pero sospecho que, en esta ocasión, las joyas que salen de su boca van especialmente dirigidas a nosotras. Por eso Las Malas ríen con tanto gusto: como para ellas las palabras no sirven para nada y no entienden lo que dice, el espectáculo es vernos a nosotras La Buenas (las que durante tanto tiempo les deseamos lo peor) retorciéndonos  en nuestros asientos de rabia y de despecho. Las Malas no van al teatro a escuchar lo que ella tiene que decir sino a asistir a nuestra humillación demostrándonos cómo su dinero es capaz de comprar hasta a la más fiera y talentosa de todas nosotras.

Y es que quizás, al final de todo, no hay posibilidad de ser buenas. Estábamos tan equivocadas que nos ha costado entender que no hay posibilidad de salvación porque la salvación es conservadora y su precio es la parálisis. Ha tenido que llegar ella a darnos un sartenazo en la nuca para hacernos despertar: hay que ser Mala siempre porque ser Buenas nos hace esclavas de nuestros propios suplementos de dignidad.

La lección está clara: tiene que doler y si no duele es porque apesta. Da igual lo que digas: las palabras dichas en público son siempre la voz del capital por mucho que creamos estar abordando temas “difíciles” por mucho que nos creamos muy comprometidos. Ya no queda posibilidad alguna para el discurso. Lo único que tenemos es la posibilidad de herir. Esta vez nos ha tocado a nosotras recibir el golpe y sentir el dolor. Aprendamos de ello. Hasta que no pasemos el trago de asumir que somos lo mismo que Ansón; que damos tanto asco como la Botella; que nos creemos las noticias de los periódicos porque nos conviene; que vivimos en Majadahonda aunque aspiramos a llegar a Aravaca; que compartimos con la mafia gayer la pasión por el confort, los marcos incomparables y la ropa bonita; que somos tan poco inteligentes como Rajoy; que levamos bigote como Aznar; que nos morimos por Tamara; y que somos muy modernas, no saldremos de este agujero cuyos bordes hemos sentido gracias al show con el que la Liddell ha vuelto a comerles la polla a todos esos indeseables de los que tenemos tanto que aprender.

Yo ya he empezado: me leo la “Hola!” de esta semana desde el principio hasta el final sin rechistar y sin pararme en las fotos.

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Paquita

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El síndrome de Angélica

 

 

Estoy un poco harto de la carnaza que se reparte en todos los corrillos madrileños esta semana. Hay que decir al rey que está desnudo. Vale. Esta semana ya hemos leído tentativas de cómo hacerlo. Probemos con otra. Me voy a poner clásico. Con Angélica. Sí. Hablemos de la obra y menos de ella. Con Mourinho nadie hablaba de fútbol, y los que salieron perjudicados fueron quienes les gusta el fútbol. Hablemos de “Todo el cielo sobre la Tierra (El síndrome de Wendy)”. Sigamos descentralizando las narraciones.

Antes de empezar, querría compartir un sentimiento. No sé vosotros, pero Un Perro Paco echa de menos a Pablo Caruana. A sus textos. Pablo, donde quiera que estés, vuelve a escribir. En el medio que sea. Queremos más. La Carta a un joven imbécil #1 nos supo a poco. Te seguimos esperando.

En primer lugar, hay que agradecer a Angélica este y cada uno de sus montajes. Cadaunodesusmontajes. Hace unos meses una amiga valenciana me recordaba lo injustos que hemos sido en este país con Rodrigo García. Y es verdad que lo hemos sido. Con Fernando, con Rodrigo, con Óscar, con Angélica y con tantos otros. Más allá de que nos gusten o no sus textos, su forma de “interpretar”, sus posicionamientos éticos, estéticos, sus efluvios escénicos, sus contradicciones… hemos de agradecer a Angélica cada uno de sus montajes. La razón, si amas algo, sé agradecido con todo aquel que se preocupa por lo que amas. Si amas (u odias) el teatro, agradece a Angélica todo lo que ha hecho por él. Seamos agradecidos con todos aquellos que han puesto en cuestión la validez de las fórmulas escénicas, a todos los que las han transformado, nos guste o no la transformación. Lancémonos al cuello, critiquemos sin piedad a los que pretenden estancar a las artes vivas, porque así se sienten cómodos sin que nadie pueda arrebatarles el territorio que han conquistado a base de reciclar y reutilizar basura. Gracias, Angélica, aunque este montaje tenga muchas muchas más sombras que luces.

Hablando de luces y sombras, puede que me equivoque, pero hasta ahora no he oído ni leído nada sobre la iluminación de Carlos Marquerie. De verdad, entiendo el morbo que despierta Angélica, que bien podría llamarse el síndrome de Angélica, pero no alcanzo a comprender que las luces de Marquerie pasen desapercibidas en los corrillos y las publicaciones. Ya va siendo hora de hacer una petición popular al ayuntamiento (minúsculas) para exigir que inauguren una calle, una plaza o una parada de metro que se llame “La iluminación de Carlos Marquerie es la hostia”, o algo por estilo. Desde que se enciende el primer foco hasta que se apaga el último, disfrutamos de un recital de fotones. La iluminación se convierte en una experiencia plástica en sí misma. MoholyNagy se hubiera frotado los ojos varias veces. Un debate interesante sería lo que cambiarían (y cómo cambiarían) los montajes de Angélica sin la iluminación de Carlos Marquerie. 

Pasemos a la dramaturgia. ¿Qué coño es eso de la dramaturgia? Próximamente en Perro Paco. “Todo el cielo sobre la Tierra” se divide en dos grandes partes claramente diferenciadas, y lo que las diferencia es preocupante: si Angélica está sola o acompañada.

En la primera bailan todos y en la segunda Angélica baila sola. La primera parte es lo que dios (minúsculas) tuvo que hacer aquel dominguete, sentarse a ver su creación. Exceptuando el inicio de la obra en el que se folla a esa especie de túmuloisla, Angélica se detiene a contemplar participativamente lo que se le pudo pasar por la cabeza comiendo fideos chinos mientras pensaba en lo de Utoya. Como dios o Kantor. No pasa nada. O sí. Y además, por varios motivos.

Uno de ellos es que, joder, Lola y Fabián siempre me han parecido muy buenos y muy desaprovechados, pero en esta obra su desaprovechamiento empieza a incomodar. Algunos pasajes de la primera parte me recordaron a la escena de “Cómo ser John Malkovich” en la que el “verdadero” Malkovich se encuentra en una bar con réplicas suyas y sale corriendo. Angélica no sale corriendo. Se siente cómoda rodeada de sus réplicas o sus otros yoes. Puede que sólo así se encuentre a gusto. Me da igual. Ahora que ha puesto en evidencia que necesita a los otros, a su público, es chocante ver a Angélica tan “sola” en escena. Sindo es otro tema, y las chinas y la nórdica cantan y eso y además dan ese rollito Torre de Babel que mola tanto.

En cuanto a la consistencia de la dramaturgia, muchas de las obras de Angélica, aún con el barroquismo que la caracteriza, poseen un núcleo dramatúrgico nítido. No entiendo la relación entre las dos partes. A no ser que la primera sea un hago lo que me da la gana, con los medios que te cagas que tengo, todo para mi propio disfrute como demiurgo, y de paso alimento el deseo de ver la Pasión de Angélica que todo el público sabe que llegará. Luego cuando llegue digo algo de Utoya, de China y de Wendy y lo conecto todo. Chimpún. Clap, clap, clap.

Internamente, unos temas estorban a otros. Utoya estorba a China, China estorba a Wendy, Wendy estorba a la Pasión de Angélica, que a su vez estorba a… etc. Lo de Utoya y Wendy se entiende. Su ligazón es un temazo. Pero lo de China… Poco nos importa que haya viajado a China y que allí viera bailar a ancianos, y a chicos guapos por la calle. Creo que Shangai y toda China está metida con calzador. Lo de los valses entonces también. China no es el problema. Por eso de la trilogía, digo. La dramaturgia en “Ping, Pang, Qiu” era redonda. Certera. No consigo olvidar lo de Tiananmen. Pero lo chino que tiene esta obra parece un antojo. Un antojo como el que dios tuvo al crear a los mosquitos.

Se ha hablado demasiado de la segunda parte. El rey no se enteró de que estaba desnudo. O sí que lo sabía y engañó a los espectadores haciéndolos ver el traje. Y entonces uno siente vergüenza ajena. Se podría abordar esta parte desde un punto de vista psiquiátrico, ético, económico… No ha de sorprendernos demasiado la temática. “Llevo escribiendo lo mismo desde hace 40 años”, dice ella. Sí, pero no. Angélica Lidell ha llevado la dramaturgia del yo al extremo transformándola en otra cosa. Algún día lo llamarán la dramaturgia de Angélica. Y punto. Gustase o no el contenido, antes las palabras de Angélica ardían. Lo que antes suscitaba todo tipo de reacciones, ahora se ha vaciado de contenido para generar un solo tipo de reacción, la carcajada contagiosa, cuando no un bostezo. A lo mejor fue el dispositivo de enunciación. Si enuncias como un cómico provocas risas. Si enuncias como una estrella del rock generas fans. A lo mejor fue el reflejo de la luz en sus bragas doradas lo que confundió al público. Puede que al aislarse tanto y tanto su tiempo su Pasión, el discurso de Angélica se redujera al absurdo.

El final no aporta nada. Intentó dar empaque a la obra pero fue demasiado tarde. Ya nadie se acordaba de Wendy, de Utoya ni de China. Los acólitos sólo querían que acabase para demostrar su fervor a la estrella y llegar al bar para intercambiarse los chistes. Los desengañados se preguntaban desde hacía rato ¿dónde está Angélica? ¿dónde está Angélica? ¿dónde está Angélica? Todos sufren el síndrome de Angélica. Es posible que ella esté curada. Para Lucrecia tendrá que elegir su nuevo traje. Si no le va bien, siempre puede dedicarse al flamenco.  

Un Perro Paco

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