Fui al estreno del Ubu Roi de Donellan. El jueves. En el María Guerrero.
Entre las personas que pueblan el mundo, hay dos clases: los que detestan Ubú y los que se apasionan con Ubú. La obra de Alfred Jarry no tiene término medio. O es negro o es blanco. Si ustedes se encuentran en el nifunifa, serán la excepción que confirme la regla.
Vaya por delante. Otro Perro Paco es un apasionado de la obra desde que la leyó por vez primera, hace ya unos cuantitos de años.
No descubro nada nuevo: Donellan es un maestro en el arte de la dirección y ver el trabajo magnífico de los actores es dejar abierta la boca y sentir como cae una babilla de placer. Soberbios los actores franceses. Los ritmos, las transiciones, la utilización de los elementos… en definitiva: teatro y teatro; el buen hacer del oficio, la experiencia aprovechada. Donellan es uno de los grandes de la escena. Sin duda. De todo esto ya han hablado otros por aquí y como lo han hecho mejor de lo que yo podría hacerlo, no voy a repetir. También han dicho lo contrario, acullá. Cuestión de gustos.
Ahora bien, yo tengo una serie de dudas respecto al montaje que van más allá y que me gustaría compartir con vosotros. La espina se refiere al cómo envuelve -los porqués- el director irlandés el texto de Jarry (ese hombre que caminaba en bicicleta con dos pistolas en los bolsillos).
Pienso que quizá haya metido la pata intentando dar un “aire de realismo” (entiéndase las comillas) a todo aquello. Creo que le hubiese funcionado mejor el Buñuel de El discreto encanto de la burguesía que el Funny Games de Haneke. Me explico.
La puesta en escena nos sitúa en un salón de una familia de clase medianamente alta, hijo adolescente al canto, que ultiman de preparar la cena y esperan a sus invitados. El adolescente juega con su cámara y nos enseña las partes más sucias de una vida que parece modélica. Hasta aquí todo bien. Llegan los invitados y el adolescente comienza a tener un papel protagónico. Su padre acaba por convertirse en Padre Ubú, su madre en Madre Ubú.
Para ir al grano: todo el texto transcurre, como un videojuego, en la cabecita loca del adolescente y éste nunca traspasará al plano de la realidad. Al final el apático hijo se sentará en la mesa y, mientras pellizca un trozo de queso, todos regresarán a la normalidad. No ha pasado nada. La crítica de Ubú queda en el mundo de la fantasía sin llegar a inundar el mundo de la cena: todo muy burgués, muy de aparentar.
Me repito: al terminar el texto de Ubú nada ha cambiado, todo sigue como al principio, la cena, sus aburridos padres y los pesados amigos de sus padres. Ubú se convierte en una llorera adolescente, un me voy a marchar de casa, pero me quedo. Esta decisión de Donellan resta fuerza a la crítica de Jarry. Sabemos que, según la historia, Jarry comenzó a escribir este texto como una pataleta adolescente, pero los dos planos tan separados que plantea el irlandés restan fuerza a la rebelión. No es el Brecht en donde la metateatralidad se contamina y reformula incesantemente, donde existe la ambigüedad. En este montaje los dos planos están excesivamente diferenciados, caminan en paralelo sin llegar siquiera a rozarse. El adolescente en vez de asumir debiera haber dado un golpe encima de la mesa al terminar. La obra no llama a la acción, llama a la asunción. Si el teatro es un espejo donde vernos reflejados y el reflejo nos devuelve una imagen de acatamiento -propia de nuestra sociedad del ande yo caliente…-, el director debería haberlo puesto en tela de juicio, haber dejado la puerta abierta al cambio y no cerrarla con la cordialidad y el aquí no ha pasado nada y la coletilla del y no pasará. Tal mensaje debería repugnarnos. La representación se cierra de forma conservadora, reaccionaria.
La crítica que plantea Jarry está tal cual, traducida en muchos casos con maestría; pero por culpa de la decisión final se deshincha. Una pena. Prometía un buena lectura. Es difícil cerrar una obra. Del final se desprenden los significados. Al público se le olvida el grito de rebeldía, se le olvida la mierdra, y se queda con los adolescentes de hoy en día, cómo son, desde luego.
El público aplaudió. Se levantó de sus butacas. Buen trabajo. Pero hay que ser críticos con el mensaje que nos devuelven las obras. Los monstruos hoy en día están ocultos, pero el monstruo no es un adolescente que pasa de sus padres; si todo recae en la fantasía del chiquillo se queda en algo demasiado familiar y pierde fuerza. El espejo debe promover el cambio, no el regocijo, no el chapoteo en nuestra propia mierda. Puede que no sea oro todo lo que reluce.
Otro Perro Paco