La conquista del Real o la cabra no es un perro

La conquita de México. De Wolfgang Rihm. Director musical: Alejo Pérez. Director de escena: Pierre Audi.Teatro Real.

El día de la función me desperté sobresaltado. Me había quedado dormido y corría el riesgo de ser víctima del afán recaudatorio madrileño por eso de tener coche. Sin dudarlo me puse unos pantalones, las gafas sobre las legañas y algo despeinado me arrastré hacia el vehículo. Al salir a la calle en la glorieta del emperador Carlos V estaba desorientado. De pronto me encontré atrapado entre una multitud. Al vislumbrar la tercera bandera y analizar un poco al personal, caí en la cuenta, era el día de la hispanidad,  representaban “La conquista de Mexico”, y yo era un indígena caminando entre las tropas imperiales.

A veces tengo una sensación parecida cuando acudo con mi “modesto” abono de gallinero al teatro de ópera y en las plantas inferiores los diseños de pasarela hacen estragos, pero en días así siento como si el teatro me perteneciera más a mí que a ellos. Un estudio revelaba hace poco que el 75% de las óperas que se programan en el mundo estaban compuestas por un grupo de ocho o nueve compositores en total: Mozart, Wagner, Verdi… Bueno, en mi opinión  Mortier ha conseguido a pesar de todo ofrecer al público nuevas vías que explorar y experimentar, con menos aplausos, eso sí. Si he de ser sincero, no puedo evitar tener dudas en el gusto estético de muchas cosas a partir de la segunda escuela de Viena, salvando notables excepciones como el Wozzeck de Alban Berg (imponente), La conquista de México de Rihm, o El perfecto americano de Philip Glass, (con esta última me aburrí bastante máss), que además han sonado este año allí. Escuchar todo esto me parece un ejercicio formativo y vitalmente necesario.

Cuando al terminar la ópera, la simpática octogenaria sentada a mi izquierda, que solidariamente había aguantado la totalidad de la representación sin tomar las de Villadiego, me comenta pidiéndome paso y casi sin poder dar palmas: “Estoy al borde de un ataque de nervios”, no sabía que su comentario y mi respuesta podrían ser tan acertadas: “Sí, es dura…” le contesté. Y es que antes  no me había dado tiempo a leer absolutamente nada sobre lo que íbamos a presenciar.

Después comprendí que la producción era un éxito, entendida casi como un viaje musical y visual con la disonancia como absoluta protagonista, y la anarquía y el sufrimiento como elementos escénicos fundamentales. Me pregunto que hubiera pasado si la banda sonora de “Cabeza borradora” de Lynch la hubiese compuesto alguien como Wolfgang Rihm. El caso es que la pobre mujer estaba precisamente en el estado que busca Rihm en el espectador.Cuando abráis el programa antes de empezar, os sugiero que os saltéis el argumento (realmente no lo hay), vayáis directamente al poema de Octavio Paz, y al análisis de Russomanno por la importancia del teatro de la crueldad de Antonin Artaud, auténtico motivador de esta obra.

La disposición poco convencional de la orquesta y el coro logra efectos musicales bonitos, con notas y dinámicas que se filtran constantemente en esta maraña sonora. La representación se vuelve casi esférica con el buen trabajo de los músicos y unas excelentes voces, que a veces nos envuelven, acercan o alejan de la butaca. La importancia de la percusión, perfectamente ejecutada, queda patente al comienzo, me quito el sombrero. Un trabajo escénico muy logrado ,la impresionante Ausrine Stundyte en el papel de Montezuma (sólo canta en dos funciones), y la presencia en el escenario de Ryoko Aoki como Malinche ponen la guinda a un denso pero interesante pastel.

Últimas recomendaciones: No se os ocurra sentaros sin ir a mear, puesto que son 105 minutos sin descanso, y sabed que hay importantes descuentos para menores de treinta y de última hora.

Que la disfrutéis, o no.

El Duque del Kas

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Pedro y el lobo

 

A mí me gustan los clásicos. Un clásico es un clásico porque habla directamente a la sociedad actual. Perdonen el tópico, pero…

Dejando a un lado la broma, frases así han sido dichas tantas veces que casi forman parte de nuestro ADN. ¿Qué es lo que significan? La mayoría nos las tragamos sin masticar igual que se traga una culebra su tentempié. Pensemos: un clásico habla a sus coetáneos y es espejo de una sociedad que muchas veces poco o nada tiene que ver con la de hoy en día. La burocracia, los códigos, la cosa del honor… son simplemente otros. Me cuesta mucho pensar en un Lope de Vega, pluma de ganso en mano, imaginando en cómo el hombre del futuro leería sus textos 500 años después, dirigiéndose a él, estableciendo con él un ten con ten directo y desdeñando al parroquiano de a pie. Boberías. El hombre del futuro es uno de esos conceptos vacíos a los que nos hemos acostumbrado demasiado. Estaría mejor decir: un clásico puede hablar a la sociedad actual -al hombre presente- dependiendo de cómo se le trate. Si se le trata mal, un clásico es una soberana estupidez.

Es cierto que el objeto de análisis de una buena obra de teatro -un clásico- es el hombre y éste ha cambiado más bien poco en taytantos años. Los temas universales: el amor, la muerte, la mentida, la verdad… son eso, temas universales y apenas sufren variaciones (aunque sí cambia el prisma desde dónde se abordan -si no, ¡menudo coñazo!-)

(He intentado encontrar el fragmento donde Michi dice: “en esta vida se puede ser de todo menos un coñazo”, pero ha sido imposible)

Ha cambiado, al menos, el envoltorio, lo que rodea al ser humano. Las circunstancias, que diría alguno. Yo soy yo y…

Por lo tanto, ¿para qué sirven los clásicos? No seré yo el que dé una respuesta clara. No la tengo. El tema es complejo. Dejando a un lado la calidad literario-dramática que se supone a un clásico igual que el valor a un torero y la valía histórico-antropológica; de un clásico se pueden extraer diversas enseñanzas -perdonen el paternalismo- para no volver a tropezar con la misma piedra (tarea titánica). Un clásico también es patrimonio: si cuidamos nuestras ruinas, también debemos cuidar nuestro teatro, ¿no?

Con un clásico se debe poder hacer algo más que guillotinar versos y versos para que el espectáculo encaje en los tiempos de representación habituales hoy en día. En esto creo que la versión de Ignacio García May es clara, ágil, bien. Lo que hay que hacer con los clásicos es intentar que hablen al hombre del presente de forma directa (aquel hombre del futuro de antaño hecho cuerpo). Por supuesto que esto, con un buen tratamiento escénico, puede hacerlo uno de los textos más importantes del barroco: La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón.

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Bueno, a lo que vamos.

A mi parecer la directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, Helena Pimenta, se ha quedado corta. Le ha salido un clásico un tanto avinagrado. La verdad sospechosa de J. R. de Alarcón es el cuento de Pedro y el lobo. Al final hay una visión moralista que puede molestar a propios y a extraños, a mí no me importa.

El caso es que la directora se ha empeñado en dar al montaje un toque de contemporaneidad que no deja de ser ornamento. Hay que viajar más allá de los manidos tópicos. El montaje se queda en envoltorio vacío, en chimpún. Una gran escenografía practicable, unas cuantas proyecciones, unos letreros de COMPRO ORO y poca cosa más. Comparto la buena decisión de cantar algunos versos y del pianista, pero si me pones un pianista no me metas luego violines grabados ni hagas salir a un actor 30 segundos para que haga como que toca la flauta. Estás tirando piedras a tu propio tejado. La mayoría de las veces: menos es más (toma consejo del abuelo).

Ni que decir tiene que las luces de Cornejo son un espectáculo en sí mismo. Bravas.

Luego está el problema del verso del siglo de Oro, de cómo decir el verso. Mucha gente cree que no entiende el verso porque no han visto a buenos actores decir bien el verso. El verso dicho por un buen actor se entiende a la primera todo todito. Sin hacer esfuerzo alguno. El verso es la prueba del algodón para un actor. Los dos protagonistas de la obra tampoco están del todo finos en esto. Sí lo están algunos de los secundarios. Comparando a unos y a otros rápidamente nos damos cuenta de la diferencia entre  decir bien el verso y decirlo mal. Uno se entiende, el otro no.

En el montaje sobran algunos minutos, pero más o menos se deja ver. Aunque esto no es, ni debería ser nunca, suficiente. Los montajes de textos clásicos son montajes actuales -ante todo- y es un retroceso que se alaben estas puestas en escena solo por tener el valor de: puestas en escena de un texto clásico. Cosa que es obviedad y no habla en ningún caso de su calidad.

En algún momento alguien recomendará que se vaya a ver el montaje de un clásico con fervor porque de verdad nos habla a nosotros (los hombres del presente) y nos pasará lo mismo que pasa en Pedro y el lobo.

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Otro Perro Paco

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Nuestro turno

 

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En estos días he leído con gusto todo lo que se ha escrito sobre el último espectáculo de Angélica Liddell. Todos los perros han estado muy afinados y precisos. Me parecía que no hacía falta añadir nada más acerca del mismo. Sin embargo, han pasado los días y me he dado cuenta de que sigo dándole vuelas al asunto y he acabado sentándome a escribir para ver si así se me aquietaba la cosa.

Lo que me tiene entretenida es el movimiento que se ha generado a partir del estreno y las opiniones que han ido apareciendo. Como han apuntado algunos perros, resultó mucho más inquietante lo que sucedió fuera de escena que lo que se mostró dentro. Es duro ver a Luis María Ansón de pie aplaudiendo entusiasmado; son duras las risas complacientes durante el show; es duro ver a las fuerzas vivas del poder gaylor haciendo genuflexiones; es duro entrar en los Teatros del Canal (sin más); y es duro, en fin, la complacencia generalizada que ha rodeado a la Liddell en su último estreno. Ya nos habíamos olido algo cuando la descubrimos haciendo de Gran Dama de la Escena en la portada de un suplemento de moda de un periódico de viejos. La mediocridad de las fotos, el error del estilismo, y el hecho mismo de que ella apareciera ahí, haciendo eso y diciendo aquellas cosas que decía en la entrevista, daba que pensar. Y piensa mal y acertarás: lo que sucedió alrededor de la obra confirmó que las cosas han cambiado y que las posiciones conocidas hasta ahora se han puesto en cuestión.

Ahora, nosotras somos las traicionadas. “Nosotras” somos las que seguimos a la Liddell desde sus comienzos; las que reconocimos a la fiera; las que descubrimos su poder; las que hemos venerado su talento; las que hemos devorado sus textos; las que creímos que la justicia cósmica se encarnaba en sus palabras; las que gozamos sin fin viajando con su voz. Nosotras éramos Las Buenas, estábamos en el lugar correcto, junto a ella, en el punto de la salvación: frente al Mal, contra lo establecido, en guerra constante con la estupidez, plantándole cara a la mendacidad. Pero ahora, para nuestro espanto, hemos descubierto que el Señor Puta y sus secuaces se han infiltrado entre nosotras y, ahora, parecemos militar todas en el mismo bando.

No han llegado por su propio pie sino que ha sido ella la que les ha invitado. Ha resultado que lo que ella hace ahora es seducir y complacer a aquello de lo que nos iba a librar. Las cosas han cambiado: en vez de estar rabiando y retorciéndose de dolor al oír sus palabras, en vez de pagar por sus pecados como hacían antes, Las Malas, Los Señores Puta, se corren de gusto cada vez que ella abre la boca. Lo que dice, no solo no les duele, sino que les da placer y les hace más fuertes.

Ahora, los dientes que se oyen rechinar son los nuestros. Como decía, han cambiado las tornas y ahora somos nosotras las ofendidas. Ahora nosotras ocupamos el lugar que antes nosotras habíamos asignado a Las Malas. Lo que hace en escena nos parece muy cuestionable y sospechamos que aquello no merece mucho la pena. Nos quedamos ancladas en un pasado que poco a poco va adquiriendo tintes míticos. Entonces, sí que era buena… En los corrillos empieza el concurso de méritos:

–          “Pues yo la vi un verano en la comentada improvisación junto al artista visual Enrique Maty, en Pradillo…”

–          “Pues yo estuve en el famoso estreno censurado de Cádiz…”

–          “Pues yo escuché aquella conferencia sobre la gastronomía que leyó por primera vez en un curso de verano de la Complutense en el Escorial…”

–          …

Nos descubrimos a nosotras mismas atrapadas en la melancolía, en lo que ella ya no es, añorando sucesos que no van a repetirse. Nos descubrimos más conservadoras que nadie. Angélica Liddell no nos va a salvar de nada, ella nunca va a traer la calma. Si antes fue azote implacable de los que ahora le aplauden entusiasmados, ahora ha llegado nuestro turno. Ahora va a por nosotras, Las Buenas, las de la conciencia crítica, las informadas, las listas. Y sabe perfectamente dónde duele, sabe, con certeza, cómo llevar a cabo su maniobra de humillación pública.  Supongo que desde el escenario, nos mira sentadas en nuestras butacas de teatro burgués y nos ve a todas iguales: Las Buenas y Las Malas, finalmente, tenemos el  mismo aspecto. Pero sospecho que, en esta ocasión, las joyas que salen de su boca van especialmente dirigidas a nosotras. Por eso Las Malas ríen con tanto gusto: como para ellas las palabras no sirven para nada y no entienden lo que dice, el espectáculo es vernos a nosotras La Buenas (las que durante tanto tiempo les deseamos lo peor) retorciéndonos  en nuestros asientos de rabia y de despecho. Las Malas no van al teatro a escuchar lo que ella tiene que decir sino a asistir a nuestra humillación demostrándonos cómo su dinero es capaz de comprar hasta a la más fiera y talentosa de todas nosotras.

Y es que quizás, al final de todo, no hay posibilidad de ser buenas. Estábamos tan equivocadas que nos ha costado entender que no hay posibilidad de salvación porque la salvación es conservadora y su precio es la parálisis. Ha tenido que llegar ella a darnos un sartenazo en la nuca para hacernos despertar: hay que ser Mala siempre porque ser Buenas nos hace esclavas de nuestros propios suplementos de dignidad.

La lección está clara: tiene que doler y si no duele es porque apesta. Da igual lo que digas: las palabras dichas en público son siempre la voz del capital por mucho que creamos estar abordando temas “difíciles” por mucho que nos creamos muy comprometidos. Ya no queda posibilidad alguna para el discurso. Lo único que tenemos es la posibilidad de herir. Esta vez nos ha tocado a nosotras recibir el golpe y sentir el dolor. Aprendamos de ello. Hasta que no pasemos el trago de asumir que somos lo mismo que Ansón; que damos tanto asco como la Botella; que nos creemos las noticias de los periódicos porque nos conviene; que vivimos en Majadahonda aunque aspiramos a llegar a Aravaca; que compartimos con la mafia gayer la pasión por el confort, los marcos incomparables y la ropa bonita; que somos tan poco inteligentes como Rajoy; que levamos bigote como Aznar; que nos morimos por Tamara; y que somos muy modernas, no saldremos de este agujero cuyos bordes hemos sentido gracias al show con el que la Liddell ha vuelto a comerles la polla a todos esos indeseables de los que tenemos tanto que aprender.

Yo ya he empezado: me leo la “Hola!” de esta semana desde el principio hasta el final sin rechistar y sin pararme en las fotos.

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Paquita

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El síndrome de Angélica

 

 

Estoy un poco harto de la carnaza que se reparte en todos los corrillos madrileños esta semana. Hay que decir al rey que está desnudo. Vale. Esta semana ya hemos leído tentativas de cómo hacerlo. Probemos con otra. Me voy a poner clásico. Con Angélica. Sí. Hablemos de la obra y menos de ella. Con Mourinho nadie hablaba de fútbol, y los que salieron perjudicados fueron quienes les gusta el fútbol. Hablemos de “Todo el cielo sobre la Tierra (El síndrome de Wendy)”. Sigamos descentralizando las narraciones.

Antes de empezar, querría compartir un sentimiento. No sé vosotros, pero Un Perro Paco echa de menos a Pablo Caruana. A sus textos. Pablo, donde quiera que estés, vuelve a escribir. En el medio que sea. Queremos más. La Carta a un joven imbécil #1 nos supo a poco. Te seguimos esperando.

En primer lugar, hay que agradecer a Angélica este y cada uno de sus montajes. Cadaunodesusmontajes. Hace unos meses una amiga valenciana me recordaba lo injustos que hemos sido en este país con Rodrigo García. Y es verdad que lo hemos sido. Con Fernando, con Rodrigo, con Óscar, con Angélica y con tantos otros. Más allá de que nos gusten o no sus textos, su forma de “interpretar”, sus posicionamientos éticos, estéticos, sus efluvios escénicos, sus contradicciones… hemos de agradecer a Angélica cada uno de sus montajes. La razón, si amas algo, sé agradecido con todo aquel que se preocupa por lo que amas. Si amas (u odias) el teatro, agradece a Angélica todo lo que ha hecho por él. Seamos agradecidos con todos aquellos que han puesto en cuestión la validez de las fórmulas escénicas, a todos los que las han transformado, nos guste o no la transformación. Lancémonos al cuello, critiquemos sin piedad a los que pretenden estancar a las artes vivas, porque así se sienten cómodos sin que nadie pueda arrebatarles el territorio que han conquistado a base de reciclar y reutilizar basura. Gracias, Angélica, aunque este montaje tenga muchas muchas más sombras que luces.

Hablando de luces y sombras, puede que me equivoque, pero hasta ahora no he oído ni leído nada sobre la iluminación de Carlos Marquerie. De verdad, entiendo el morbo que despierta Angélica, que bien podría llamarse el síndrome de Angélica, pero no alcanzo a comprender que las luces de Marquerie pasen desapercibidas en los corrillos y las publicaciones. Ya va siendo hora de hacer una petición popular al ayuntamiento (minúsculas) para exigir que inauguren una calle, una plaza o una parada de metro que se llame “La iluminación de Carlos Marquerie es la hostia”, o algo por estilo. Desde que se enciende el primer foco hasta que se apaga el último, disfrutamos de un recital de fotones. La iluminación se convierte en una experiencia plástica en sí misma. MoholyNagy se hubiera frotado los ojos varias veces. Un debate interesante sería lo que cambiarían (y cómo cambiarían) los montajes de Angélica sin la iluminación de Carlos Marquerie. 

Pasemos a la dramaturgia. ¿Qué coño es eso de la dramaturgia? Próximamente en Perro Paco. “Todo el cielo sobre la Tierra” se divide en dos grandes partes claramente diferenciadas, y lo que las diferencia es preocupante: si Angélica está sola o acompañada.

En la primera bailan todos y en la segunda Angélica baila sola. La primera parte es lo que dios (minúsculas) tuvo que hacer aquel dominguete, sentarse a ver su creación. Exceptuando el inicio de la obra en el que se folla a esa especie de túmuloisla, Angélica se detiene a contemplar participativamente lo que se le pudo pasar por la cabeza comiendo fideos chinos mientras pensaba en lo de Utoya. Como dios o Kantor. No pasa nada. O sí. Y además, por varios motivos.

Uno de ellos es que, joder, Lola y Fabián siempre me han parecido muy buenos y muy desaprovechados, pero en esta obra su desaprovechamiento empieza a incomodar. Algunos pasajes de la primera parte me recordaron a la escena de “Cómo ser John Malkovich” en la que el “verdadero” Malkovich se encuentra en una bar con réplicas suyas y sale corriendo. Angélica no sale corriendo. Se siente cómoda rodeada de sus réplicas o sus otros yoes. Puede que sólo así se encuentre a gusto. Me da igual. Ahora que ha puesto en evidencia que necesita a los otros, a su público, es chocante ver a Angélica tan “sola” en escena. Sindo es otro tema, y las chinas y la nórdica cantan y eso y además dan ese rollito Torre de Babel que mola tanto.

En cuanto a la consistencia de la dramaturgia, muchas de las obras de Angélica, aún con el barroquismo que la caracteriza, poseen un núcleo dramatúrgico nítido. No entiendo la relación entre las dos partes. A no ser que la primera sea un hago lo que me da la gana, con los medios que te cagas que tengo, todo para mi propio disfrute como demiurgo, y de paso alimento el deseo de ver la Pasión de Angélica que todo el público sabe que llegará. Luego cuando llegue digo algo de Utoya, de China y de Wendy y lo conecto todo. Chimpún. Clap, clap, clap.

Internamente, unos temas estorban a otros. Utoya estorba a China, China estorba a Wendy, Wendy estorba a la Pasión de Angélica, que a su vez estorba a… etc. Lo de Utoya y Wendy se entiende. Su ligazón es un temazo. Pero lo de China… Poco nos importa que haya viajado a China y que allí viera bailar a ancianos, y a chicos guapos por la calle. Creo que Shangai y toda China está metida con calzador. Lo de los valses entonces también. China no es el problema. Por eso de la trilogía, digo. La dramaturgia en “Ping, Pang, Qiu” era redonda. Certera. No consigo olvidar lo de Tiananmen. Pero lo chino que tiene esta obra parece un antojo. Un antojo como el que dios tuvo al crear a los mosquitos.

Se ha hablado demasiado de la segunda parte. El rey no se enteró de que estaba desnudo. O sí que lo sabía y engañó a los espectadores haciéndolos ver el traje. Y entonces uno siente vergüenza ajena. Se podría abordar esta parte desde un punto de vista psiquiátrico, ético, económico… No ha de sorprendernos demasiado la temática. “Llevo escribiendo lo mismo desde hace 40 años”, dice ella. Sí, pero no. Angélica Lidell ha llevado la dramaturgia del yo al extremo transformándola en otra cosa. Algún día lo llamarán la dramaturgia de Angélica. Y punto. Gustase o no el contenido, antes las palabras de Angélica ardían. Lo que antes suscitaba todo tipo de reacciones, ahora se ha vaciado de contenido para generar un solo tipo de reacción, la carcajada contagiosa, cuando no un bostezo. A lo mejor fue el dispositivo de enunciación. Si enuncias como un cómico provocas risas. Si enuncias como una estrella del rock generas fans. A lo mejor fue el reflejo de la luz en sus bragas doradas lo que confundió al público. Puede que al aislarse tanto y tanto su tiempo su Pasión, el discurso de Angélica se redujera al absurdo.

El final no aporta nada. Intentó dar empaque a la obra pero fue demasiado tarde. Ya nadie se acordaba de Wendy, de Utoya ni de China. Los acólitos sólo querían que acabase para demostrar su fervor a la estrella y llegar al bar para intercambiarse los chistes. Los desengañados se preguntaban desde hacía rato ¿dónde está Angélica? ¿dónde está Angélica? ¿dónde está Angélica? Todos sufren el síndrome de Angélica. Es posible que ella esté curada. Para Lucrecia tendrá que elegir su nuevo traje. Si no le va bien, siempre puede dedicarse al flamenco.  

Un Perro Paco

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Invisible o la apoteosis del espectador

Invisible. Victor Iriarte. MNCARS. Ciclo: Narraciones sin final.

Si se creen los cineastas, artistas plásticos, literatos o músicos que están a salvo de la saliva de esta Perra, déjenme decirles una cosa: se equivocan.

Si de algo estamos convencidos es de nuestra absoluta falta de prejuicio a la hora de valorar, experimentar y reflexionar sobre cualquier manifestación artística. Lo que no nos da la escena, que nos lo de la pantalla.

Así, Tu Perra se acercó a ver la primera película de Victor Iriarte, Invisible, al Museo Reina Sofía. Películas y museos. Ese otro cine. Bla bla bla. Desde aquí una advertencia: Siempre que a un grupúsculo de artistas (ya sean cineastas, poetas, escritores, músicos o teatreros) les cuelguen la etiqueta de “alternativos”, nuevo cine, secciones irregulares, los raros, los nuevos, los experimentales, los rompedores, escupan al que lo dice. Sin preguntar. Escupan. Y que solo se libre del salivazo aquel que acompañe su etiqueta con dinero. O con visibilidad. O con apoyo. O con recursos. Y si no: escupitajo a la cara. Sin preguntar. Y antes de que consigan que todos juntitos se metan en el saco de la vanguardia, de los diferentes, de los rompedores, de los novedosos. Y antes de que hagan grupito y se hagan amigos y se sientan contentos de haberse conocido y haber encontrado un entorno o un contexto o unos compañeros o una sala o un festival amigo, piensen en lo que significan esas etiquetas. Y dónde les coloca. Y a qué o a cuánto les da acceso. Y a cuánto no. Y qué lugares les van a dejar para desarrollar su trabajo. Y con qué proyección. Y con qué dinero. Y qué público conocerá su trabajo. Y cuánto podrá ese público multiplicarse. Y qué se consigue a cambio de vivir bajo un techo. El techo de lo diferente. El límite de lo experimental. Y entonces, una vez hayan conseguido pensar en esto, una vez hayan dejado de chuparse las pollas y lamerse los coños unos a otros, piensen a quien le conviene encerrar lo nuevo. Acotar la disidencia. Explicar lo diferente. Y a quienes les conviene controlar la Ruptura. Y pregúntense, también, cuánto tiempo van a aguantar viviendo bajo ese techo. Y en qué condiciones. Y cuando se hayan preguntado todas estas cosas, entonces, miren hacia atrás. A hace diez años. A hace veinte años. Y piensen qué era lo nuevo, lo diferente, lo alternativo, lo rompedor entonces. Y qué edad tenían aquellos rompedores alternativos de la música, del teatro, del cine. Y qué hizo ese techo con ellos. Y qué hizo con aquellos que pusieron el techo y aplaudieron y les dejaron sus salas para alternativos, y sus circuitos para alternativos. Y el público que eso creó. Y el que no. Y sin llegar a conclusiones, piensen, cuestionen, replanteen. Dónde, cómo, cuándo, para quién y en qué condiciones quieren desarrollar su trabajo. Y después, escupan. A no ser que la etiqueta se acompañe de recursos, de dinero, de visibilidad, de apoyo real, escupan. A todo el que encierre en lo emergente, en lo nuevo, en lo rompedor. Y traten de localizar a los vampiros. A los que sonríen a lo alternativo y chupan la sangre de lo alternativo. Al que aplaude lo alternativo y somete lo alternativo. Y okupen los teatros públicos, los museos y las salas comerciales, los festivales de alto abolengo y las fiestas de los pueblos, las ayudas públicas, las portadas de periódicos, la mirada de todos los agentes de la cultura. No se encierren en lo minúsculo, en lo confortable, en lo resistente. No se dejen avasallar por la incultura generalizada. Sí, qué risa lo de Angélica, ¿no? Qué fácil hacer leña del árbol que está por caer. Qué fácil agitar el hacha. País envidioso y pequeñopensante. Imiten a Angélica. Piensen en grande, joder. Y nunca nunca se conformen con ser alternativos (¿alternativo a qué? ¿a la mierda reinante?).

Pero no nos alejemos, que esta Perra se pone muy pesada: Invisible. Victor Iriarte.

 

 Ella escucha cosas que nosotros no escuchamos.

 

En la introducción, Victor en persona nos dejó una imagen con la que comenzar el visionado de la película. Una noche lluviosa. Un coche. Encender las luces, subir el volumen de la radio y arrancar. Y mirar de frente a ese negro que todo lo engulle, donde las imágenes se desdibujan y se tornan invisibles.

De esta manera, Iriarte nos introduce en un experimento fílmico que funciona de modo multicapa. Un mecanismo preciso de montaje y construcción. Así tenemos una banda sonora multipista que se convierte en protagonista. El soundtrack es la película.

Invisible es una película en la que casi no hay película. Es lo menos que dan como película. Es cine de cartilla de racionamiento. Cine anoréxico. Es la película que no has querido hacer en tu casa por falta de talento o por pereza. Invisible es un musical y la grabación de la música del musical. Invisible no es la película que necesitas ver cuando echas de menos Breaking Bad. Invisible son las putas proyecciones de texto que te encuentras en cualquier obrita de teatro contemporáneo, de esas que te hacen preguntas profundas mientras alguien se embadurna con nocilla o se mueve espasmódicamente. Invisible es un poema del todo a 100, pero también es una película honesta de cojones. Y el hueco que Invisible deja al espectador, es tan oscuro y profundo que asusta.

Y lo mejor es que Invisible es una película que extrema la paciencia del espectador de forma que ni Dios la vea (y es una pena), y en esa exageración de su apuesta, es donde encuentra su potencia. Resumiendo: si me vas a tocar los cojones, tócamelos pero bien. Y nosotros, los espectadores, decimos: si yo voy a hacer tu puta película por tí, y voy a tener que montarla en mi cabeza por ti, y llenarla con todos mis putos recuerdos por tí, pues qué cojones, deja la pantalla negra y así sabemos a qué estamos jugando. Invisible se convierte en una experiencia cojonuda para currar. Y está muy bien que el espectador curre, y se juegue el cuello, se juegue la vida, su vida, enfrentándola con lo que (no) ve en la pantalla. Enfrentándola a la oscuridad. Ahora, si no te apetece hacer el esfuerzo, mejor acércate a ver otra cosa. Porque aquí, ver, vas a ver poco.

Invisible es una película hecha desde el dolor por alguien que sabe dejar de lloriquear y ponerse a trabajar. Es el documental que tú nunca hubieras hecho.

El comienzo es brutal y te enfrenta a una manera de mirar, o mejor dicho, de no mirar, y de encogerte en tu butaca y de acojonarte un poco ante lo que vas a tener que poner de ti en la película. Y entonces cualquier palabra, cualquier nombre de ciudad, te meten el miedo en el cuerpo. Porque no quieres recordar. E Invisible es la fascinación ante la construcción de la belleza. Y la fascinación ante la dignidad del que construye la belleza. Y cada corte, cada herida rojo sangre en la pantalla, acechen tu pupila.

La película se articula como un mecanismo multicapa. El negro, las palabras escritas en blanco de ÉL, las palabras escritas en amarillo de ELLA, los violentos cortes a rojo, la voz del cineasta y la música de mursego. La únicas imágenes que vemos son el registro preciso y enmarcado de las grabaciones de Maite Arroitajauregui (aka. Mursego). Vemos construir y superponerse las capas de música, creando estados emocionales de alta intensidad. Una amalgama de sonoridades, un canto ancestral, una mixtape de valses, operas barrocas, conciertos punk y alaridos deliciosos. El negro sigue siendo el mismo, pero nosotros ya no.

Jugando con estos elementos, Iriarte nos introduce en un relato, en una ficción, la noche, la pareja, los encuentros, los recuerdos, el bosque, la separación. El relato se convierte en un retrato, el retrato en el minucioso documento del trabajo del artista, el documento en una carta de amor, la carta de amor en la historia de un amor perdido, la historia de amor perdido en una película de vampiros y vuelta a empezar. En el fondo Invisible es un musical, y del mismo modo que Coppola traicionaba el original para hacer de Drácula una historia de amor a través del tiempo, Iriarte nos cuenta que está haciendo una película de vampiros para no reconocer que está reescribiendo una historia de amor. O el recuerdo de una historia de amor. O el intento de volver a contar un amor, un encuentro compuesto de muchos encuentros, de viajes y confidencias, que hace ya dos años que terminó (y entonces la voz amarilla susurra: ya casi tres).

 

El cineasta y su musa. Un vampiro del recuerdo. Un vampiro cinemático.

Es difícil hablar de una película que se esconde, que deja esa noche abierta frente a los ojos, en la que cualquier palabra (bosque, nieve, Berlín) entra en resonancia con nuestros propios recuerdos, nuestras propias vivencias y, cuando queremos dejar de rellenar la película con nuestras cosas, con nuestras vidas, el espacio oscuro se llena de esas sonoridades profundas y dolorosas que invaden nuestro cerebro y golpean nuestros oídos para que no podamos dejar de vivir nuestro Invisible. Nuestro recuerdo.

La película funciona de manera violenta en sus pausas y en sus rupturas coléricas. Y por supuesto, es un viaje al particular universo de Maite Arroitajauregi, el rostro detrás de Mursego, una artista de la que sólo vemos su trabajo artesanal y minucioso, insistente y concentrado en la búsqueda de inspiración. del momentum. Construyendo capa tras capa, sonoridad tras sonoridad, edificando el espacio a solas. Su meticuloso proceder, siempre con los cascos escuchando todo aquello que nosotros no, inunda el espacio de la imagen, cantando, gritando, repitiendo y variando cada vez, tocando timbales, pianos, xilófonos, flautas, maracas y extraños instrumentos. Y tocando el cello, de manera suave y violenta, con arranques de furia desafinada y musicalidades deliciosas. Siempre que vemos a Maite, el relato se detiene, la narración desaparece y sólo observamos su búsqueda solitaria. Cuando la imagen ocupa la pantalla sólo escuchamos aquello que producen sus dedos o su garganta, hasta que un brusco fogonazo rojo sangre nos devuelve a la oscuridad y entonces sí, entonces todas las capas sonoras se superponen, provocándonos con sus texturas. Rellenando la oscuridad.

El problema es que cuando la película establece sus coordenadas y el negro envuelve tu mirada y tus recuerdos empiezan a llenar la pantalla, la película pierde importancia. Y te vas. Te vas de la película porque la película eres tú. Y entonces la película ya da un poco igual. Llegamos al paroxismo de la apuesta de Iriarte. Y el espectador, emancipado, se desprende de la película, descubriéndose el protagonista de lo que su imaginación crea.

Sin embargo, el quehacer y el rostro concentrado de Maite, sus manos y su garganta, sus dedos y sus ojos, nos devuelven una y otra vez al territorio inmanente de la creación. Y no podemos dejar de observar la evolución de esas melodías, de preguntarnos por cómo van a re-componerse todos esos sonidos. A sumarse, a potenciarse. Y vuelve el negro y la masa sonora nos vuelve a arrastrar.

Iriarte dice que es una película de vampiros. Una película en la que al final moriremos. Sin embargo al final, por fin, aparece el bosque, y no es de noche, sino que el día nevado se posa en las ramas de los árboles. Escuálidos los árboles, escuálida nuestra mirada. Vemos a Maite levantarse del suelo y caminar. Resucitada como en un sueño. Y con las pupilas encogidas por la luminosidad del recuerdo, cerramos los ojos. El viaje ha terminado y sólo queda la luz.

Victor, al terminar la película nos miente o no nos cuenta todas las verdades, y dice que lo que terminará haciendo es simplemente cantar. Subirse al escenario y cantar. Pero antes de cantar ha decidido hacerse canto. Y oscurecer el canto. Y hacer de la noche el lugar de su recuerdo.

 

Y para terminar, un poema para los curiosos:

¿Quién es Tu Perra? Dices mientras clavas

en mi pupila tu pupila inquisitiva.

¿Quién es Tu Perra? ¿Y tú me lo preguntas?

Tu Perra… eres tú.

 

 Y una cosa más: Tiemble Messiez. Tiemble Faüstino. Tiemble El conde de Torrefiel. Tiemble el cielo sobre la tierra. Están en la agenda y Tu Perra está en celo. Guau.

 

TU PERRA

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