He presenciado el Antic Teatre a través de la propuesta de Horman Poster o he presenciado la pieza de Horman Poster en el Antic Teatre

Pongo atención al teatro. Un espacio que ha tenido reformas pero que sigue creando un contexto similar en los trabajos que allí se muestran. Después de haber ido muchas veces al Antic, puedo corroborar su falta de marco y cómo, en muchos casos, el contexto creado por la estructura soporta mansamente los trabajos que se muestran. Somos muy pocos, todos sentados en unos bancos que me parecen poco cómodos y donde el culo me resbala y no acabo de encontrar la posición.  Debo hacer conscientes a los queridos lectores que hay algo en el Antic que no acaba de funcionar. Su apuesta por la diversidad es siempre positiva y ha aportado visibilidad a un gran número de artistas locales y nacionales. Pero aún siendo una fuente y una herramienta importante para el artista y la escena de Barcelona, no consiguen un público fiel y asiduo debido a la variedad de su programación. Me pregunto cómo podríamos ayudar a encontrar una solución, en el caso que haya interés en encontrar una. En tal caso, encaro directamente la idea de funcionar con la presencia de público. Y SÍ: Cuando digo público no quiero decir amigos. Estoy seguro que hay un público para propuestas como las que vi el fin de semana pasado.

Horman Poster están delante de mí mientras me distraigo con pensamientos sobre el espacio, sobre los bancos y sobre cómo crear un contexto (Definición: Conjunto de circunstancias que rodean o condicionan un hecho)  que sea cordial y que vaya a favor de los trabajos que se muestren. Es una verdadera lástima que haya tan poca gente. La falta de público tiene el peligro de convertir la propuesta en algo precario y eso es una verdadera pena. El trabajo y muchos de los artistas vistos en Antic, desde mi humilde punto de vista de perro, merecen más gente.  Eso es un hecho que implica al público, a la estructura del teatro y a los artistas que allí presentan y que no presentan: es una tarea de todos. Mi intuición me dice que el Antic no es un sitio cerrado (están trabajando mucho y es innegable). Por otro lado, también me dice que los artistas y el público, probablemente,  lo están cerrando por inercia sin considerar que es uno de los pocos espacios de Barcelona que apuesta por la línea de muchos de los trabajos de los que nos gusta hablar y que consideramos relevantes.

Pasado Perfecto enfoca, elimina y concluye la historia. Mediante simbologías y acciones que la propuesta va desenrollando, la presencia de lo histórico va perdiendo su propia relevancia al ser cubierta con eventos y anécdotas que se van acumulando una encima de la otra (la historia, probablemente, se muestre como la conocemos: sin detalles, confundida y camuflada con lo otro.). Este perro considera esa acción una constante que aporta al trabajo una extremada precisión. Cubrir, tapar, esconder, sobreponer, enterrar, revestir, tapizar… el pasado con más pasado, la historia con otra historia, la imagen con otra imagen, la tragedia con la alegría, la tragedia con otra tragedia, la celebración con otra celebración, la violencia con otra violencia… Un sinfín de imágenes que aparecen y desaparecen pero que dejan algún tipo de resonancia.

El dispositivo que presentan es interesante y me invita a viajar con ellos. El ejercicio se desarrolla con fluidez y con unas presencias escénicas muy cercanas y poco forzadas. Las ideas que se insinúan en este trabajo se relacionan muy directamente con la veracidad de la historia y su uso como herramienta compositiva. Lo que al principio es una oferta a recordar o hacer presente la historia del pasado perfecto que todos llevamos a cuestas, se transforma en una propuesta que se construye a partir de la imagen histórica y la memoria que se deriva de ella.

“El conocimiento, si verdadero, si científico, jamás interpretaba, transparentaba” José A. Marín-Casanova.

Aprecio su transparencia inicial y su labor informativa y práctica durante los primeros minutos del trabajo. Aún así, en algún momento que es difícil de nombrar, me siento distraído por herramientas más escénicas y recursos que tienden a una simpatía hacía el trabajo y hacía su labor. Su perfomatividad empieza a cambiar y todo empieza a tener un cáliz teatral que, desde mi humilde punto de vista de perro, no concorda de la misma forma con la propuesta que se desarrollaba al principio. De repente, lo que me parecía transparente se vuelve actuado.

A medida que se va acercando el final veo una tendencia a querer cerrar el evento histórico y darle una cierta veracidad. Me distraigo con esas ganas de querer hacer de lo que vemos algo “real y verídico”. Esta última sensación del trabajo me genera muchas preguntas a cerca de las condiciones en las que presentamos la ficción y su forma de corroborarlo en escena. ¿Es lo cotidiano una herramienta infalible a la hora de presentar la verdad? ¿Es el testigo más honesto que el intérprete? ¿Tiene lo casual mayor valor verídico? Y, al final, ¿cómo dirigimos la verdad dentro de un contexto artístico?

En este trabajo, Horman Poster se encaran a sus historias y a la historia, se muestran a partir de ella y componen a través de ella. Preguntan y cuestionan de dónde venimos y ensanchan el presente presentándolo como el momento en el que nuestra historia termina.

Un trabajo interesante que mucha gente de Barcelona se está perdiendo por cosas que aún no puedo llegar a entender.

 Perro Humilde

 

 

facebooktwitter

Esto no es una crítica

Si fuese una crítica se titularía “Cagar el siglo XX”, o algo así. Pero esto no es una crítica, es una declaración de amor Lo que me sirve para reivindicar la dimensión relacional y afectiva de la crítica escénica 2.0, desmontar el mito de su objetividad, y así avisar a los que nos leéis que no asistís a una presentación científica en un teatro anatómico forense. Porque esto no es una crítica, es una declaración de amor. Mucho más difícil de escribir que una crítica. Pero antes lo de siempre. Contexto, contexto y contexto.

Espero que mientras escribo esto no cambien el nombre del Festival de Otoño a Primavera y lo llamen Festival de Primavera a Otoño y decidan para el siguiente programar todo en verano, cuando la gente está en Montemor-o-Velho, en Benidorm, en Aviñón o de Interrail. Seguro que vuelven a sorprendernos. Llegará el momento en que nos arremanguemos y tengamos una buena agarrada sobre este festival. Después de la decepción, y también lo digo con amor, de Todo el cielo sobre la tierra y Las palabras, llevaba semanas tachando los días en el calendario que faltaban para el estreno de La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento.

Al margen de las estadísticas, uno de los males de nuestro tiempo, no sé si los programadores serán conscientes del acierto que han cometido al confiar en quien les haya propuesto La chica como obra programable en el Festival de Otoño a Primavera. ¡Señores programadores, este el camino, este es el tipo de propuestas escénicas que gran parte del público reclamamos! Seguiremos recordándolo, por si acaso.

Y ahora es cuando hay que levantarse y aplaudir el empeño de Teatro Pradillo para que dicho universo pueda formar parte de nuestro presente escénico. Ya lo demostraron la temporada pasada al acoger Escenas para una conversación después del visionado de una película de Michael Haneke, y este año lo han vuelto a hacer. A diferencia de la mayoría de salas españolas, en las que este tipo de obras sólo podrían verse un fin de semana o los domingos o miércoles durante un mes, las dos últimas obras de El Conde han podido crecer durante dos semanas en Pradillo. Un gesto cuya importancia es vital, ¡vital!, ya que permite mejorar las obras, que mucha más gente pueda ir a verlas, y que algunos podamos repetir. Una apuesta por la creación contemporánea que recuerda a la que hace años, en su anterior etapa, Teatro Pradillo realizó con Rodrigo García, Angélica Lidell y muchos otros, y de la que todos tenemos que estar profundamente agradecidos. Se hace público al programar. Ya me siento.

Otra cosa, señores programadores, es necesario que en su festival, que también es de todos y todas, montajes como La chica o Las palabras se hagan en salas periféricas al poder. Si todo se representase en los Teatros del Canal, por ejemplo, por muy grandes y vistosos que sean sus espacios, y sólo en el dilatado festival ves un puñado de buenas obras es cuando se escuchan cosas como “el Festival de Otoño es de lo poco que nos queda en Madrid”, y te callas y no respondes, por pena y por mala hostia. Y nadie queremos eso, ¿verdad? Si se intercala el festival con programaciones de salas como Cuarta Pared o Teatro Pradillo no chirría tanto. Seguiremos recordándolo, por si acaso.

Si esto fuese una crítica, empezaría diciendo que no estoy de acuerdo con lo que escucho y leo por ahí de La chica y El Conde. Aunque haya leído poco o nada en los grandes think tanks. ¡Señores críticos, Pablo Caruana no puede hacerlo todo solo! Me refiero particularmente a que no estoy de acuerdo con respecto al encasillamiento de El Conde como teatro posdramático. Qué manía con querer tenerlo todo organizado en categorías. Es decir, controlado. Si cualquiera coge una manual de psiquiatría tipo DSM-IV se asustaría comprobando que cumple muchas de las características de casi todos los trastornos mentales. Creo que no se debería haber traducido al español el Teatro posdramático de Hans-Thies Lehman. No casi quince años después. Porque se vuelve a introducir un término en nuestro vocabulario que aparte de estar malgastado, no sirve para designar muchas de las fórmulas de nuestros días, no permite emerger nuevas energías escénicas y condiciona tanto la compresión de las obras por parte del público como la conciencia que los creadores tienen de su trabajo. Nada nuevo en un país que ha empezado a leer a los psicópatas neoliberales hace poco. No creo que el teatro de El Conde sea posdramático. Por lo menos no sólo posdramático. La chica por ejemplo toma una estructura narrativa clásica, la del viaje, con unas protagonistas a las que les ocurren cosas. Por seguir lanzando piedras a mi tejado, la obra tiene hasta coro, vaya. Pero vayamos poco a poco, que ya alguno empezará que si no hay personajes y todo eso. Tan sólo quiero decir que hay que dejar más libertad a quienes basan su trabajo en el riesgo y se mueven en territorios liminares en una disciplina que lleva dos milenios y medio de tradición a sus espaldas. Tan sólo quiero decir que no hagamos como esos padres que dicen a su hijo desde niño que tiene que ser abogado o técnico superior en dietética y nutrición. Y además lo digo porque me parece que va en coherencia con lo que nos propone La chica. Que miremos por el retrovisor para saber dónde estamos, pero que de una puta vez ya digiramos el pasado, lo caguemos, y sigamos el viaje ligeros de equipaje.

Si esto fuese una crítica, diría que ése es el tema central de la obra, y que es un tema con el que Europa no se ha enfrentado todavía, o no se ha enfrentado bien. Europa tiene que digerir y cagar el siglo XX, y asumir que la mierda resultante no es bonita. Europa tiene que reflexionar una y otra vez sobre las palabras que Lars Von Trier dijo en unos de sus chous publicitarios hace un par de años: “Comprendo a Hitler”, y no mirar para otro lado. Europa tiene que mirar una y otra vez la foto en la que Stefan Zweig y su mujer están abrazados después de suicidarse porque supieron que no podrían digerir el siglo XX. Europa tiene que dejar de tropezarse una y vez con la misma piedra, comprenderla, y pegarle una patada, aunque duela. Y España más de lo mismo. El problema de España es que la piedra puede caer en cualquier cuneta llena de cadáveres, y despertar a un fantasma que vuelva a dejar la piedra donde estaba. El problema de España es que no colgó a Franco por los huevos en una plaza y que lo vio morir plácidamente intubado. Etcétera. La chica nos obliga a enfrentarnos al pasado de Europa, de España y de alguna forma al de cada uno. A la salida deberíamos pagar a El Conde como quien va al psiquíatra y se va casa aliviada por exponerse a un trauma que no le permitía tirar pa´lante. El problema para El Conde es que el peso de este tema desactiva por momentos en La chica una de sus potencias, su particular visión de la realidad más inmediata, más trash, más de jugar al basket o de pasear al perro. A mí como espectador me compensa, y asumo la pérdida. Porque me interesa, porque lo necesito, porque me duele, porque me río, porque me pone, porque me entretiene, y porque creo que La chica les servirá para mirar aquella realidad inmediata con más intensidad en su siguiente obra, y yo quiero estar allí cuando pase.

Si esto fuese una crítica, diría que La chica es una obra de texto. Un texto escrito por Pablo Gisbert “junto con las intérpretes”. Un pedazo de texto. Un textazo. Odio la palabra madurez, porque las personas maduras son las que se hacen pasar por los reyes magos. Así que no la utilizaré. A mí me molan tanto los textos de Gisbert guarreados unas horas antes de la función, como los que nacen de dar vueltas en la rueda de los hámsters. A quien le guste más los primeros le habrá gustado menos el texto de La chica y al revés. Nos cuenta la historia de dos amigas que se van a pasar el fin de semana a la playa. El ladrón de bicicletas nos cuenta la historia de un tipo que tiene que robar una bicicleta. El texto nos habla del proletariado, del pueblo, del triunfo de lo artificial, de la negación de la naturaleza, de la inteligencia y la maldad, de la simetría de los psicópatas, de los austriacos, de la dependencia en las relaciones de pareja, de la discoteca móvil en que se ha convertido España, del olor a coño, de un poema de Sharon Olds, de la gente que hace footing, de las prácticas sexuales modernas… Cuando escucho o leo textos de Gisbert me viene la imagen de un micrófono que pasa por las manos de una generación, y cómo él lo coge con decisión e hiperactividad. La chica es un texto que te habla pegado a la cara. No puedes mirar para otro lado. Te obliga a tomar partido. A jugar a su juego. Y su mayor virtud es, igual que los textos anteriores, que consigue una brutal identificación por parte del público con lo que dice que ya quisieran muchos. Ya sea en largos pasajes a lo García o en frases cortas a lo Heráclito. Y luego están los dispositivos de enunciación que El Conde utiliza para los textos de Gisbert. Voz en off, texto proyectado, texto dicho por micrófono… En La chica usan los dos últimos.

Tanya Beyeler y Cris Celada lo bordan. Hacer teatro es tomar decisiones. En La chica, cuando el texto no se proyecta, se enuncia a través de un micrófono por una de ellas mientras la otra lo recibe atentamente con media sonrisa. Una habla con el cuerpo relajado y la voz neutra mientras la otra escucha. Decisión acertada por el trabajo de Tanya y Cris, y que supongo responderá a la importancia que han querido dar al texto. Aún así, es una decisión que me parece que a veces aísla demasiado el discurso, el cual podría ser potenciado escénicamente y completar imágenes como las de las distintas escenas de Haneke que tanto nos fliparon. Cuando Tanya y Cris se suben al pedestal haciendo la escultura mientras escuchamos el sonido de la noche, casi me da un Stendhal. Como si con el vaivén de sus cuerpos desnudos nos hubieran hipnotizado, afirmando para nuestro inconsciente la naturaleza aniquilada. No sé, tengo que dejar de tomar la cerveza de antes de entrar al teatro. El sonido, como en todo lo que hace Pablo Gisbert, es una de las bases de la obra. A veces más en primer plano, otras más alejado, siempre en consonancia con los demás elementos, en La chica el sonido es constante. Ya sea en forma de pieza clásica para piano, de cumbia, de partido de ¿squash? o de bakalao de la ruta. Muy guay el coro de clase de Taichí, de heavies y de bakalas y sus coreografías. Marcos Morau Premio Nacional de Danza 2013. Ahora seguro que Escena Contemporánea lo programaría más de un día. Lo de los heavies no lo pillo. Me recuerda a Fäustino, pero me parece que en podrían haber elegido cualquier otra tribu urbana y que no importaría demasiado. Después de un rato de ver culos empecé a ver en ellos las caras de los heavies que no había visto antes porque estaban tapadas por las pelucas. Me gusta cuando al hablar de alguno de ellos se les humaniza individualizándolos, porque somos gregarios pero no del todo. Las luces de Octavio Mas brutales. Partitura de colores. Experiencia plástica que remite a la instalación Los Monumentos que El Conde hizo en Azala en 2012.

El espacio es aséptico, como el mundo “civilizado”. El escenario lleno de restos de una fiesta iluminado por el parpadeo de los fluorescentes, bien podría ser la imagen con la que representar el fin de los tiempos, o el fin de nuestro tiempo. Me hubiera gustado ver un desfase mayor en la fiesta final, incluso algo más. Pero ya se sabe, lo de la muerte y el sexo en escena es una movida. Si hoy volviera a hundirse el Titanic, en la cubierta no estaría tocando un cuarteto de cuerda, habría una rave de la que nadie saldría vivo.

El día del estreno de La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento dormí como hacía mucho tiempo que no dormía. No había que preocuparse por el teatro. Y me vino esta canción a la cabeza.

Un Perro Paco

facebooktwitter

En boca cerrada no entran pollas: el consejo que nadie ha pedido

Noé, su mujer y sus hijas, si Dios les hubiese otorgado el don de la higiene, podían tirar toda la mierda de la barcaza por la borda organizándose con unas rutinas de limpieza estrictas. Poco más tenían que hacer en el santo día más que barrer cagarrutas y fregar las tablas con agua de lluvia. El Conde de Torrefiel nos dice lo contrario. Piensa que estarían de caca hasta las cejas. En fin. Cada uno a la suyo. La Biblia no nos saca de dudas a este respecto. Pero claro, esto tiene que ver con regenerar, con curar el cáncer -no con una tirita- sino desde la puta raíz. Esto tiene que ver con lo bien que nos vendría un diluvio universal (lo mismo pensaron los futuristas de la guerra).

Conclusión: hay que profundizar. Los textos no dicen lo que dicen, muestran lo que late por debajo. Punto uno de la dramaturgia de El Conde: no es oro lo que reluce. No es diamante lo que brilla. Piensa un poco, público. No rías por reír. Los textos de El Conde son bisturís en la mesa de operaciones de la sociedad. De acuerdo. Bravo. Comprado.

Los textos del Conde de Torrefiel son irónicos, políticos, rebosantes de humor cabrón, frescos como una lechuga, ensayísticos -propios de un manual de sociología contemporánea-. Narrativos. Líquidos. Concretos y cotidianos. Flirtean con el arte del relato. Jugosones y juguetones. Canallas. Jugadores del tópico. Con un ritmo musical que se pierde en la monotonía de la escena. Ambiguos y desmontables: como debe ocurrir en casi cualquier cosa que vaya dirigida a una audiencia. Hablar con una audiencia es promover el debate y el libre pensamiento (si acaso esto existe). Publicitarios: con tirón de eslogan. Tuiteables. Fragmentados. Algunos con la capacidad de meter el dedo en la llaga. Costumbristas. Contradictorios. ¡Qué preciosa la contradicción!

Lo peor que tienen los textos del Conde de Torrefiel es que se pierden en la escena porque no han sabido desembarcar para hacer bailar y conquistar al público. Son demasiado ajenos al público. El público no les importa a los textos de El Conde, y en las artes escénicas habrá pocas cosas sagradas, pero si solo hubiese una cosa sagrada esa cosa sería el público. Sagrado para quitarle la sacralidad si hace falta. No hay que confundir la monotonía con la neutralidad; la monotonía es un runrún que acaba convertido en palabras despojadas de significado. El público podrá entrar en trance, pero no se habrá enterado de tu discurso. Y no sé por qué pienso que lo del discurso en El Conde de Torrefiel es importante. Es importante porque de verdad es importante. Lo que dicen es importante y necesario. Puede que quieras que el público no ría con el desastre de la sociedad contemporánea, pero habrá que dejarle digerir un mínimo para que no se pierda. Si encadenas dos párrafos, con dos ideas diferentes, sin ni siquiera un punto y seguido: estás jodido -valga la rima como chiste-.

gato-bostezando

Los tiempos están bien metidos. Un tiempo pausado. Algo chicloso. El espacio sonoro, con risas enlatas y partidos de cestapunta, está logrado: te lleva -esto sí-, te suben la música cuando toca, te la bajan cuando toca; es un puzle que encajaba chachi. Las luces están muy bien: geométricas, fauvistas, algo bauhaus: mucho recorte y filtro de color. Pero la propuesta de imágenes escénicas es escasa, las acciones son escasas, cuando el espectador pierde el hilo del texto si no puede engancharse en una imagen, le has perdido. Y un espectador perdido es un espectador que difícilmente puedes recuperar. Las imágenes del espectáculo son: una clase de tai-chi (quizá la más interesante), dos fiestas: una de heavies y su lenguaje de pelucas y otra de electrochonis revolcándose y desnudándose unos a otros, un micrófono con dos actrices -imagen que se repite en su contrario, es decir, una vez el micrófono de espaldas al público, otra de frente-, el baile de los culos, ¿el libro 2666 de Bolaño?, ¿una planta?, un heavi con el brazo en alto y la cabeza gacha, una composición de dos chicas desnudas…

Sin título

Otra cosa sería una propuesta de pieza hablada con gran protagonismo del texto (con la acción en el texto), solo texto. Aquí el texto tiene una gran protagonismo; pero se ve arrebatado de él no sé sabe muy bien por qué. El texto es el texto. Y el texto es El Conde de Torrefiel o una gran parte de él. Una de las que más se recuerda, al menos. Al texto lo único que pueden hacerle los labios es acariciarlo, el texto va marcando una sonoridad, Si la sonoridad es arrebatada, el texto dicho (oral) muere. Los hombres somos seres musicales a nuestro pesar. No vayan a creerse ahora que el verso o las misas cantadas eran cosas que se le ocurrió a un buen hombre sin ton ni son. El relato debe contonearse, conquistar, envolver.

Creo que el mayor problema -por sacar punto al lapicero- que encuentro en el montaje es no saber bailar lo suficiente con las palabras y sé que está apreciación personal puede ser rebatida con fiereza, es solo una opinión argumentada. Lo siento hijos míos. Supongo que aún se encuentran en proceso de investigar cómo dar vida a las palabras sin que resulte un tostón. Que, por cierto, no resulta un tostón. Hay algo punqui en los textos que no se acaba de trasladar a la escena y tampoco se juega a lo contrario, a lo aséptico, pues las acciones planteadas no están lo suficientemente limpias para jugar a ese juego. Un ejemplo que no tiene nada que ver, a ver si consigo explicarme algo mejor: Loriente poniendo en escena la neutralidad de los textos de Rodrigo sabe conquistar al público, se detiene, enfatiza, se repite; baila, acompaña la sonoridad de las palabras, hace guiños, se mueve. Rodrigo ha encontrado la manera de dar vida a sus palabras en un escenario y que recorran niveles variados.

El montaje comienza y acaba con ese titileo de los fluorescentes a las mil maravillas. No tanto las transiciones, dichosas transiciones, entre cuadros del espectáculo; funcionan, pero son algo planas. Entrar y salir. Entrar y salir. Entrar y salir. Por la derecha o por la izquierda.

No creáis que no me gustó. El jueves vuelvo a ir. Pasa que pienso, sin conocer ni hablar con nadie, que este espectáculo supone para El Conde de Torrefiel un espectáculo de transición. Obra en el Festival de Otoño, gran acogida de crítica y público en apenas tres años. Obra al canto cada año. Festivales, viajes. Etc.

Y pienso (con una aire paternalista odioso -crucificadme-) que según cómo se tomen las alabanzas, que sé que recibirán -merecidas-, podrán evolucionar y convertirse en una compañía de referencia o se deshinchará la burbuja que se les ha creado a su alrededor. Por eso quiero meter un dedo en la llaga del montaje. Para continuar con la misma fuerza necesitan repensarse y seguir indagando en su próxima creación, comenzar algún nuevo sendero para no agotarse sin dar todo lo que pueden dar. Lo sé.

Digresión. A La Tristura le pasó. Después de Actos de juventud (su mejor montaje), regresan con Materia Prima (un montaje que no deja de ser el mismo con un aire nuevo y profundiza y ofrece otros significados: bien); pero al no saber repensarse en condiciones -o eso imagina el menda- años después regresan con la hecatombe del El Sur de Europa: un espectáculo desafinado en todos los sentidos del que creo tardarán en recuperarse, por lo menos tardarán en recuperar mi confianza, yo que era fan… Una lástima. Aún no he tirado la toalla. Fin de la digresión.

fuOtro Perro Paco en anteriores montajes de La Tristura

El Conde de Torrefiel puede que lo tenga todo para convertirse en una compañía de referencia. De esas de las que no abundan en esta España nuestra. Tan necesarias. Tan buen oxígeno. Depende de cómo se tomen sus éxitos y sus fracasos. Yo confío. Aunque hoy en día esté tan de moda la desconfianza.

dracula_christopher_leeOtro Conde

Otro Perro Paco

facebooktwitter

Algo supuestamente pop que nunca volveré a hacer. Fiesta #2

 

FIESTA #2:
Algo supuestamente pop que nunca volveré a hacer.

fu

El Conde de Torrefiel aterriza en Madrid en la sala Pradillo justo un año después de presentar su “Haneke”. El cartel de la obra invade las marquesinas madrileñas con otro título kilométrico de herencia carnicera: “La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento.

Y El Conde nos regala otro chute de ese teatro descompuesto, de ese combate de texto contra imagen que vienen desarrollando. Textos dichos en escena y textos proyectados pelean contra imágenes construidas con cuerpos. En esta ocasión: Una clase de yoga, un grupo de heavys melenudos, unos culos-humanoides que gesticulan, una escultura humana y una fiesta que deriva en orgía de cuerpos sudados y húmedos, ocupan esa pecera blanca, esa urna enmarcada en la que desarrollan su trabajo. Herederos del teatro irónico y macarra de García, pero situados en el cubo blanco de los conceptuales. Linóleo blanco en la caja negra. Distancia y objetualización de los cuerpos. A esta gente deberían enseñarla en las escuelas de teatro, joder. Teatro desmontado: palabras, luz, espacio, sonidos, cuerpos. Teatro minimal y descuartizado.

El Conde de Torrefiel es verborrea inteligente, verbo afilado, lucidez encendida, ironía dolorosa, batidora postmoderna y multirreferencial, acidez amigable. El Conde de Torrefiel es leerte los blogs más inteligentes que conoces del tirón, metiéndote rayas durante toda la noche para aguantar. Es un empacho de palabras. Es las ganas de vomitar y es la vomitona. Es volver a pensar todo lo que sientes sobre tu puta mierda de vida en sesenta minutos. El Conde de Torrefiel es mirarte al espejo y decirte a la cara que ni yéndote un fin de semana a desconectar, tu vida va a mejorar en nada. El Conde de Torrefiel es también estar hasta los cojones de tu propia lucidez. Es la pobreza de nuestra vida disfrazada de riqueza. Y, qué coño, es lo que dicen los jóvenes y es lo que dice Rebecca Praga. El Conde de Torrefiel es inteligente y es, por tanto, malvado. El Conde de Torrefiel es, definitivamente, pop.

Si Michel Houllebecq tuviera una compañía de teatro se llamaría el Conde de Torrefiel y bebería en los ensayos hasta reventar. Si David Foster Wallace hubiera soñado con hacer teatro, habría conocido a Rebecca Praga y tal vez hubiera pospuesto lo inevitable a base de enseñar el culo en escena por medio mundo. Si Harmony Korine quiere dejar el cine y ponerse elegante, debería conocer al Conde de Torrefiel.

Hay obras escénicas que hablan de ideas, otras hablan de sí mismas y otras hablan de las demás. Y yo, el otro día me encontré con Rebecca Praga y me dijo que ya no la ponían en los créditos y que prefería que fuera así. Que está hasta el coño de que la pregunten por Pablo Gisbert y por Tanya Beyeler y ha decidido volverse un poco más invisible, desaparecer un poco para seguir escribiendo con vertiginosa ruptura. En esta nueva entrega, Rebecca nos regala un texto roto y brillante, construido como un modelo para armar, en el que cada frase corresponde a un grupo neuronal distinto, ciento veinte pensamientos por minuto, atropellado y certero, cortando y pegando, aquí y allá, pensamientos, imágenes y recuerdos inventados. Digámoslo ya: lo mejor de este nuevo artefacto escénico es el texto, desgranado en escena con irónica tranquilidad por Tanya y Cris Celada. El cuchillo en el ojo, la sonrisa cómplice, el martillo en la sonrisa. Se hablan la una a la otra. Se animan, se comprenden, se gustan. Nosotros escuchamos porque pasábamos por allí. Es curioso, pero el Conde nunca te habla de frente, ya sea mediante textos proyectados en sus blancas paredes, o a través de audios pregrabados, o diciendo los textos de espaldas al público, o con boli escribiendo en una libreta en una misa por streaming, o, como en este caso, hablando entre las actrices, El Conde nunca te habla a tí. Y así construye una cuarta pared, una pantalla, un ventanal. En esta disposición del decir construyen esa distancia que necesita su trabajo. Una distancia que hace sentirse al espectador a salvo, como mirando la televisión o un canal de youtube. Una distancia desde la que hablarte sin parar, jugando al despiste con voz tranquila y suave ironía. Se nos murió el Amor y la Política, dice. Estamos en el siglo del Sexo y el Dinero, dice. Dice también que se usa al pueblo sin conocer al pueblo. Que se habla del proletariado sin conocer al proletariado. Y que el protelariado llena las iglesias y el ejército y los campos de fútbol y los puticlubs y los centros comerciales. Y que nada bueno se puede esperar del proletariado si uno conoce al proletariado. Eso dice.

El Conde de Torrefiel utiliza la acumulación y la digresión para multiplicar su discurso y dejar clara su posición. Una posición de observador, de cronista en directo de su (nuestra) puta realidad. Y su crítica sin fin nos ahoga. Y la suavidad de su decir en escena se nos antoja amarga. Y su ironía se transforma en cinismo. Y entonces duelen las palabras. Y duele la escena. Y nos sentimos tan cansados de toda esa rabia disfrazada de sonrisa, de todo ese dolor camuflado en la voz que cuenta un cuento infantil, como para tener ganas de matar o violar a alguien desconocido. El Conde de Torrefiel nos habla a veces como si fuéramos los niños imbéciles que en realidad somos. Es el puto narrador de una película de Von Trier. El Conde de Torrefiel es un tocacojones profesional. Es mierda de la buena. Y sería una mierda igual de buena y más bonita, si en medio de esa radiografía implacable de la, como ellos dicen, “realidad contemporánea”, fueran capaces de regalarnos algún puto agujero por dónde respirar.

fy

Pero lo que yo me pregunto es (y ahora tenéis que poner voz de Homer Simpson pensando): ¿Dónde coño está el ciervo?

Hace un año esta perra no había aprendido a ladrar, y se quedó con ganas de comentar algunas cosas: Cuando vimos y escuchamos y olisqueamos “Haneke”, ladramos de gusto y nos sorprendió la capacidad de proponer un lenguaje desconocido y hacerlo legible a nuestras mentes perrunas. Conglomerado de sugerencia, presencia y abstracción, delirante en su opacidad y cargado de potencias que estallaban en el momento inesperado. Imágenes extrañadas, limpias, precisas y carentes de un significado conocido o reconocible, el Conde conseguía ensimismar las imágenes, que se mostraban vacías. Vacías, es decir, por rellenar. Y ese recipiente hipnótico se semantizaba en directo en lucha con las palabras, sin un vencedor claro, solo los puños de Ali y la mandíbula de Foreman confundidos, influyéndose mutuamente, enriqueciéndose. La potencia de la propuesta del Conde residía en esa lucha en la que no había claros vencedores. Los movimientos espasmódicos y sin significado, como si dijéramos, en un estado de pre-codificación, eran codificados y llenados de sentido en directo por nuestras mentes receptivas a múltiples estímulos (sonoros, textuales, lumínicos, sensitivos). Esta creación de un lenguaje por hacer, por construir en escena, provoca la apertura a un nuevo teatro libre de tantas cargas. Un vendaval de aire fresco frente a las imágenes repetidas, conocidas y autorreferenciales.

La lucha entre el texto y la escena viva no era la acumulación de palabras brillantes que desafiaban a una imagen sostenida y legible. En “La chica” las imágenes se aplanan rotundas en su obviedad. Conocidas a la primera, sin misterio por conocer. Con un desarrollo escénico inexistente o muy leve, apenas un crescendo repetido. Los heavys bailan más. Los fiesteros aligeran su ropa y se frotan piel con piel ocultando sus cabezas, los culos saludan y hacen aspavientos de manera más frenética. Pero nada cambia en la escena.Y cualquier escena encerraba la posibilidad de oscurecer las imágenes, de sabotear su literalidad, su inmediata comprensión. La escena de los culos es una obra por hacer. La escena de los fiesteros orgiásticos es el apunte de la película por hacer. Y yo la llamaría Spring Breakers, bitch!, digo, ¡perra! El trabajo de composición y elaboración les llevaría más lejos. Qué coño, no lo imagina esta Perra, lo ha visto. Echamos de menos la complejidad y capacidad de sorpresa de una polla que crece en medio de una danza rítmica y absurda o el delirio sevillano de una semana santa que se va de las manos. La extraña comunidad de seres perdidos que “Haneke” presentaba es sustituida por un grupo de actores invitados a ejecutar una serie de imágenes sin desarrollo. Y no da igual. Y no es lo mismo. ¿Dónde esta la cabeza de ciervo? ¿Dónde el culo untado de rosa? ¿Dónde todas esas cosas que no significan nada hasta entrar en contacto con el linóleo blanco y pelear?

En su nueva propuesta el Conde parece confundir sus potencias y, si bien leemos y escuchamos unos textos más elaborados, seguramente mas lúcidos e intelectualmente operativos, pensamos que las imágenes han perdido autonomía o fuerza para luchar contra las palabras. Equilibrarlas y redirigirlas. Las imágenes se han supeditado y sometido a la incontinencia del discurso y la obra se ha hecho más García, más publicitaria, más directa, más conocida. Y, joder, es más fácil olvidar las palabras y desecharlas que las putas imágenes que se clavan como puñales en el cortex cerebral.

Y lo diré una vez más: ese descuido de la escena despotencia la obra. Y despotencia, también, el propio texto.

La clase de yoga del comienzo o la escultura de los cuerpos desnudos parecen concentrar la mirada de manera diferente. Los ojos y los cerebros observan con atención. Espectadores espectantes. Un camino dual entre el hiperrealismo y la forma pura que definen muy bien el trabajo del Conde. Y que desde aquí aplaudimos como groupies en celo.

Tampoco queríamos dejar de destacar el trabajo con las luces y colores, filtros, recortes, gobos y horteradas varias, que en manos del Conde y sus aliados se convierten en delicadas piezas lumínicas de psicotrópica belleza. Así como el cuidado espacio sonoro que articula y modula los ritmos emocionales de la obra.

Esta “Chica” nos hace esperar con ansia la nueva obra del Conde. La que lleve más lejos todo lo que está construyendo. Yo creo que va a ser la hostia. La putada es que Rebecca Praga me ha soplado ya el título. Se va a llamar SPOILER: “Escenas para una conversación después del visionado de una película de Michael Haneke”. O como los perros decimos: “Haneke”.

Pero, Perra, no te pongas tan estupenda, que esto tan serio del teatro, en el fondo, da- mu-cha-pu-ta-ri-sa, joder. ¡Guau!

fu*Aquí la Fiesta #1

TU PERRA

facebooktwitter

El futuro del pasado es el presente. Fiesta #1

Para inaugurar su espacio en Perro Paco, Tu Perra os invita a dos fiestas. Dos aproximaciones que proponen una revisión crítica de nuestro pasado y al mismo tiempo, una radiografía de nuestro presente a cargo de artistas nacidos en los años ochenta. En la primera entrega Luis López Carrasco y su película “El Futuro”. La segunda fiesta corre a cargo del Conde de Torrefiel y “La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento“. Lo dicho: ¡Fiesta!

FIESTA #1:
El futuro del pasado es el presente.

Desiertas ruinas con bellas piscinas,
mujeres resecas con voz de vampiras,
mutantes hambrientos buscando en las calles,
cadáveres frescos que calmen su hambre.

En el festival de cine europeo de Sevilla, Tu Perra observa con atención los 68 minutos de El Futuro, la primera película como director solitario de Luis López Carrasco, integrante del colectivo Los Hijos.

La película se construye con un dispositivo aparentemente sencillo:

Sobre una pantalla en negro escuchamos la voz de Felipe Gonzalez. El Psoe ha ganado las elecciones. Corre el año 1982 y España mira hacia delante. El Futuro ya llega.

CORTE A:

Unos jóvenes celebran una fiesta en una casa. Beben, bailan, hablan, se miran, se ríen, se tocan, se besan, se confiesan. No escuchamos casi nada de lo que dicen. La música está muy alta y tapa las conversaciones, los intercambios, los timbres de voz. Se sucede una canción post punk tras otra a lo largo de toda la película. 68 minutos después se acaba.

FUNDE A NEGRO.

No hay trama ni historia ni pollas. Hay Historia. O el intento de localizar algo, de reproducir un estado de ánimo, de radiografiar a través de un retrato colectivo y aparentemente banal. Como voyeurs en una máquina del tiempo, observamos el desarrollo de una fiesta en una casa a principios de los años 80. Una recreación. Una fiesta que es antes y es ahora. Una fiesta tan aburrida y divertida como cualquier otra. Y como los protagonistas de Blow Up y La conversación, nosotros, espectadores, escrutamos las imágenes y los sonidos en busca de algo que está detrás, oculto entre los cuerpos y los rostros, flotando. Alguna clave escondida que nos permita entender nuestro presente. El error original. La caída.

Rodada en 16 mm y montada a través del corte abrupto y la pérdida continua de sincronía entre imagen y sonido, lo que vemos en la pantalla se convierte en un trampantojo, una ilusión. López Carrasco nos introduce en una fiesta anacrónica, tratando de recrear las imágenes perdidas de esos años. De inventar las imágenes que nos faltan. Y la ilusión funciona. La textura de la película, su color, su grano, su obscenidad llena de jump-cuts, de imperfecciones, nos transportan a las imágenes del underground de esa época, de Warhol a Cassavettes, de Almodovar a Zulueta.

Pero “El futuro” también es el documental de una fiesta temática. Una fiesta en la que jóvenes de 2013 reproducen una fiesta de los primeros ochenta. Una fiesta de disfraces con un Dj nostálgico. Con laca y sombras de ojos y hombreras y pelos cardados. Estos jóvenes que vemos son los hijos de aquellos que representan (no casualmente, el director dedica la película “a sus padres”). Una fiesta que retrata un momento muy particular de la historia de este país. La llegada al poder de González y sus palabras de entonces, resuenan en nuestro presente. Las mismas palabras prendidas de esperanzas, de disposición de los cuerpos y las mentes, de deseo, resuenan ahora como el epitafio de algo. De algo que no se hizo o que se hizo terriblemente mal. ¿Quién es esta gente? ¿Qué es lo que hicieron mal? ¿tenemos derecho a echárselo en cara? ¿se puede reprochar a alguien la alegría? ¿podemos pensar que la falta de miedo y la libertad anularon o apagaron el cambio verdadero? ¿qué dieron por supuesto? ¿qué dificultades encontraron? ¿Cómo hicieron uso de su libertad? ¿Cómo construyeron El futuro?

La película parece reprochar el desentendimiento de ciertas luchas por hacer a toda una generación, mientras observa hipnotizada el devenir de la alegría en esos cuerpos festivos.

Escuchamos fragmentos de conversaciones que no vemos mientras miramos a gente que habla sin escuchar lo que dicen. Las palabras no importan, parece decir López Carrasco. Importan las canciones, los ojos y los cuerpos. Y lo que flota entre todos ellos. La atmósfera en la que, por fin, en España, se puede respirar. Y esnifar y follar y reír y cantar.

De aquellas lluvias estas tempestades. En un momento en que la modélica Transición es cuestionada por la generación que nació de ella. Cuando la calle denuncia la falta de democracia confrontándola a una Transición insuficiente y tramposa, observamos en 1982 la celebración de algo que en realidad estaba por hacer. De algo que, por tanto, quedó a medio hacer. Deshecho. Abortado. Vivimos, parece, una resaca monumental.

La película muestra antes de juzgar. O, en cualquier caso, juzga con sutileza terrible. Esperanza y banalidad superpuestas. Manteniéndose en un equilibrado punto intermedio entre la celebración del hedonismo, la alegría que destilan esos cuerpos, la falta de miedo, la transgresión y la esperanza, que conviven con una sombra al acecho, el agujero negro del futuro proyectándose al pasado. Impregnándolo todo. “La película nace de una gran tristeza, de un sentimiento de pérdida”, dice el director. La pérdida de una lucha no luchada. La celebración de una victoria mentirosa.

“El futuro” es la sensación paranoica e hipersensible de ir a una fiesta y sentir que en el mejor momento te invade la tristeza de su final. Es vivir sintiendo desde el futuro el deterioro de todo presente. Es sentir que todo se pierde antes de llegar a tener lugar.

Dice López Carrasco: “(…) toda película es política, ¿no? Una película que no se posicione políticamente obedecerá a la estrategia más evidente, más clara y diáfana que hemos vivido en estos últimos veinte años: la de considerar este periodo histórico como un periodo por encima de las ideologías, un periodo en el que la “ideología” no opera como categoría que se pueda conjugar. Considerarse apolítico es la mejor manera de señalarse ideológicamente, demostrar a las claras que se está instalado en una connivencia acrítica con los dictados del poder hegemónico, llámesele financiero o institucional.

Sorprende la claridad y radicalidad de López Carrasco, un rara avis junto a su colectivo Los Hijos, en un cine español que, incluso desde los márgenes, busca encontrar su espacio. Dinamitar la llamada “Cultura de la Transición” para encontrar un hueco, un sitio, su lugar bajo el sol. “Más bien da la sensación de que nos encontramos ante la pataleta de un lobby cultural enfadado con otro que se le ha adelantado generacionalmente“, observa López Carrasco. Y Tu Perra no puede estar más de acuerdo.

Si algo nos mantiene hipnotizados en el juego temporal que plantea Lopez Carrasco es la observación de los cuerpos que bailan, se drogan, fuman, beben, miran, sonríen, se tocan, ríen, seducen y son seducidos. Ahora como entonces. Aniquilados en su propia fiesta. Mientras nos invade una banda sonora arqueológica y maravillosa en la que aparecen Aviador Dro, Monaguillosh, Los Iniciados, Oviformia Sci, Ataque de Caspa o Ciudad Jardín entre otros. Hasta en esto huye López Carrasco de la obviedad y recupera la explosión musical de la época.

En mitad de la película, precisamente Aviador Dro suena de manera nuclear sobre una colección de fotografías encontradas. Observamos a una familia de clase alta, en sus viajes y celebraciones, abuelos, padres e hijos, disfrutando de una España que pasa del blanco y negro al color con el brazo en alto. Una familia de derechas cualquiera. Un contraplano necesario. Una España que sigue ahí, cada día un poco menos escondida. Sin necesidad de simular una falsa vergüenza que no siente.

Hacia el final, el celuloide se deteriora, el sonido falla y la imagen es invadida por un agujero negro que parece devorar el pasado. Un eclipse que oscurece la fiesta. Un mensaje que viene del futuro. Una advertencia:

Cuando dejamos en manos de otros la construcción de nuestra libertad, sólo podemos esperar el entierro de nuestra libertad. Cuando dejamos en manos de otros la construcción de nuestro futuro, sólo podemos esperar el entierro de nuestro futuro. Todo lo que dejemos en manos de otros será robado. Todo lo que abandonemos al cuidado de otros será destruido. Todo aquello que nuestras manos no edifiquen será derruido. Todo aquello que nuestras manos no acaricien, quedará desierto.

Esta película extraña y experimental se emparenta con las últimas obras de Santiago Sierra (véase “Los Encargados”) y constituye una singular aportación desde el audiovisual a la construcción, en marcha, de una reescritura crítica de nuestro pasado reciente. Lo llaman democracia. No lo es. Qué putada, encima, haberse perdido la fiesta.

*Aquí la Fiesta #2

TU PERRA

Links de interés:

Entrevista al autor

Una colección de las canciones que suenan en la película

facebooktwitter