La conquista del Real o la cabra no es un perro

La conquita de México. De Wolfgang Rihm. Director musical: Alejo Pérez. Director de escena: Pierre Audi.Teatro Real.

El día de la función me desperté sobresaltado. Me había quedado dormido y corría el riesgo de ser víctima del afán recaudatorio madrileño por eso de tener coche. Sin dudarlo me puse unos pantalones, las gafas sobre las legañas y algo despeinado me arrastré hacia el vehículo. Al salir a la calle en la glorieta del emperador Carlos V estaba desorientado. De pronto me encontré atrapado entre una multitud. Al vislumbrar la tercera bandera y analizar un poco al personal, caí en la cuenta, era el día de la hispanidad,  representaban “La conquista de Mexico”, y yo era un indígena caminando entre las tropas imperiales.

A veces tengo una sensación parecida cuando acudo con mi “modesto” abono de gallinero al teatro de ópera y en las plantas inferiores los diseños de pasarela hacen estragos, pero en días así siento como si el teatro me perteneciera más a mí que a ellos. Un estudio revelaba hace poco que el 75% de las óperas que se programan en el mundo estaban compuestas por un grupo de ocho o nueve compositores en total: Mozart, Wagner, Verdi… Bueno, en mi opinión  Mortier ha conseguido a pesar de todo ofrecer al público nuevas vías que explorar y experimentar, con menos aplausos, eso sí. Si he de ser sincero, no puedo evitar tener dudas en el gusto estético de muchas cosas a partir de la segunda escuela de Viena, salvando notables excepciones como el Wozzeck de Alban Berg (imponente), La conquista de México de Rihm, o El perfecto americano de Philip Glass, (con esta última me aburrí bastante máss), que además han sonado este año allí. Escuchar todo esto me parece un ejercicio formativo y vitalmente necesario.

Cuando al terminar la ópera, la simpática octogenaria sentada a mi izquierda, que solidariamente había aguantado la totalidad de la representación sin tomar las de Villadiego, me comenta pidiéndome paso y casi sin poder dar palmas: “Estoy al borde de un ataque de nervios”, no sabía que su comentario y mi respuesta podrían ser tan acertadas: “Sí, es dura…” le contesté. Y es que antes  no me había dado tiempo a leer absolutamente nada sobre lo que íbamos a presenciar.

Después comprendí que la producción era un éxito, entendida casi como un viaje musical y visual con la disonancia como absoluta protagonista, y la anarquía y el sufrimiento como elementos escénicos fundamentales. Me pregunto que hubiera pasado si la banda sonora de “Cabeza borradora” de Lynch la hubiese compuesto alguien como Wolfgang Rihm. El caso es que la pobre mujer estaba precisamente en el estado que busca Rihm en el espectador.Cuando abráis el programa antes de empezar, os sugiero que os saltéis el argumento (realmente no lo hay), vayáis directamente al poema de Octavio Paz, y al análisis de Russomanno por la importancia del teatro de la crueldad de Antonin Artaud, auténtico motivador de esta obra.

La disposición poco convencional de la orquesta y el coro logra efectos musicales bonitos, con notas y dinámicas que se filtran constantemente en esta maraña sonora. La representación se vuelve casi esférica con el buen trabajo de los músicos y unas excelentes voces, que a veces nos envuelven, acercan o alejan de la butaca. La importancia de la percusión, perfectamente ejecutada, queda patente al comienzo, me quito el sombrero. Un trabajo escénico muy logrado ,la impresionante Ausrine Stundyte en el papel de Montezuma (sólo canta en dos funciones), y la presencia en el escenario de Ryoko Aoki como Malinche ponen la guinda a un denso pero interesante pastel.

Últimas recomendaciones: No se os ocurra sentaros sin ir a mear, puesto que son 105 minutos sin descanso, y sabed que hay importantes descuentos para menores de treinta y de última hora.

Que la disfrutéis, o no.

El Duque del Kas

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Nuestro turno

 

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En estos días he leído con gusto todo lo que se ha escrito sobre el último espectáculo de Angélica Liddell. Todos los perros han estado muy afinados y precisos. Me parecía que no hacía falta añadir nada más acerca del mismo. Sin embargo, han pasado los días y me he dado cuenta de que sigo dándole vuelas al asunto y he acabado sentándome a escribir para ver si así se me aquietaba la cosa.

Lo que me tiene entretenida es el movimiento que se ha generado a partir del estreno y las opiniones que han ido apareciendo. Como han apuntado algunos perros, resultó mucho más inquietante lo que sucedió fuera de escena que lo que se mostró dentro. Es duro ver a Luis María Ansón de pie aplaudiendo entusiasmado; son duras las risas complacientes durante el show; es duro ver a las fuerzas vivas del poder gaylor haciendo genuflexiones; es duro entrar en los Teatros del Canal (sin más); y es duro, en fin, la complacencia generalizada que ha rodeado a la Liddell en su último estreno. Ya nos habíamos olido algo cuando la descubrimos haciendo de Gran Dama de la Escena en la portada de un suplemento de moda de un periódico de viejos. La mediocridad de las fotos, el error del estilismo, y el hecho mismo de que ella apareciera ahí, haciendo eso y diciendo aquellas cosas que decía en la entrevista, daba que pensar. Y piensa mal y acertarás: lo que sucedió alrededor de la obra confirmó que las cosas han cambiado y que las posiciones conocidas hasta ahora se han puesto en cuestión.

Ahora, nosotras somos las traicionadas. “Nosotras” somos las que seguimos a la Liddell desde sus comienzos; las que reconocimos a la fiera; las que descubrimos su poder; las que hemos venerado su talento; las que hemos devorado sus textos; las que creímos que la justicia cósmica se encarnaba en sus palabras; las que gozamos sin fin viajando con su voz. Nosotras éramos Las Buenas, estábamos en el lugar correcto, junto a ella, en el punto de la salvación: frente al Mal, contra lo establecido, en guerra constante con la estupidez, plantándole cara a la mendacidad. Pero ahora, para nuestro espanto, hemos descubierto que el Señor Puta y sus secuaces se han infiltrado entre nosotras y, ahora, parecemos militar todas en el mismo bando.

No han llegado por su propio pie sino que ha sido ella la que les ha invitado. Ha resultado que lo que ella hace ahora es seducir y complacer a aquello de lo que nos iba a librar. Las cosas han cambiado: en vez de estar rabiando y retorciéndose de dolor al oír sus palabras, en vez de pagar por sus pecados como hacían antes, Las Malas, Los Señores Puta, se corren de gusto cada vez que ella abre la boca. Lo que dice, no solo no les duele, sino que les da placer y les hace más fuertes.

Ahora, los dientes que se oyen rechinar son los nuestros. Como decía, han cambiado las tornas y ahora somos nosotras las ofendidas. Ahora nosotras ocupamos el lugar que antes nosotras habíamos asignado a Las Malas. Lo que hace en escena nos parece muy cuestionable y sospechamos que aquello no merece mucho la pena. Nos quedamos ancladas en un pasado que poco a poco va adquiriendo tintes míticos. Entonces, sí que era buena… En los corrillos empieza el concurso de méritos:

–          “Pues yo la vi un verano en la comentada improvisación junto al artista visual Enrique Maty, en Pradillo…”

–          “Pues yo estuve en el famoso estreno censurado de Cádiz…”

–          “Pues yo escuché aquella conferencia sobre la gastronomía que leyó por primera vez en un curso de verano de la Complutense en el Escorial…”

–          …

Nos descubrimos a nosotras mismas atrapadas en la melancolía, en lo que ella ya no es, añorando sucesos que no van a repetirse. Nos descubrimos más conservadoras que nadie. Angélica Liddell no nos va a salvar de nada, ella nunca va a traer la calma. Si antes fue azote implacable de los que ahora le aplauden entusiasmados, ahora ha llegado nuestro turno. Ahora va a por nosotras, Las Buenas, las de la conciencia crítica, las informadas, las listas. Y sabe perfectamente dónde duele, sabe, con certeza, cómo llevar a cabo su maniobra de humillación pública.  Supongo que desde el escenario, nos mira sentadas en nuestras butacas de teatro burgués y nos ve a todas iguales: Las Buenas y Las Malas, finalmente, tenemos el  mismo aspecto. Pero sospecho que, en esta ocasión, las joyas que salen de su boca van especialmente dirigidas a nosotras. Por eso Las Malas ríen con tanto gusto: como para ellas las palabras no sirven para nada y no entienden lo que dice, el espectáculo es vernos a nosotras La Buenas (las que durante tanto tiempo les deseamos lo peor) retorciéndonos  en nuestros asientos de rabia y de despecho. Las Malas no van al teatro a escuchar lo que ella tiene que decir sino a asistir a nuestra humillación demostrándonos cómo su dinero es capaz de comprar hasta a la más fiera y talentosa de todas nosotras.

Y es que quizás, al final de todo, no hay posibilidad de ser buenas. Estábamos tan equivocadas que nos ha costado entender que no hay posibilidad de salvación porque la salvación es conservadora y su precio es la parálisis. Ha tenido que llegar ella a darnos un sartenazo en la nuca para hacernos despertar: hay que ser Mala siempre porque ser Buenas nos hace esclavas de nuestros propios suplementos de dignidad.

La lección está clara: tiene que doler y si no duele es porque apesta. Da igual lo que digas: las palabras dichas en público son siempre la voz del capital por mucho que creamos estar abordando temas “difíciles” por mucho que nos creamos muy comprometidos. Ya no queda posibilidad alguna para el discurso. Lo único que tenemos es la posibilidad de herir. Esta vez nos ha tocado a nosotras recibir el golpe y sentir el dolor. Aprendamos de ello. Hasta que no pasemos el trago de asumir que somos lo mismo que Ansón; que damos tanto asco como la Botella; que nos creemos las noticias de los periódicos porque nos conviene; que vivimos en Majadahonda aunque aspiramos a llegar a Aravaca; que compartimos con la mafia gayer la pasión por el confort, los marcos incomparables y la ropa bonita; que somos tan poco inteligentes como Rajoy; que levamos bigote como Aznar; que nos morimos por Tamara; y que somos muy modernas, no saldremos de este agujero cuyos bordes hemos sentido gracias al show con el que la Liddell ha vuelto a comerles la polla a todos esos indeseables de los que tenemos tanto que aprender.

Yo ya he empezado: me leo la “Hola!” de esta semana desde el principio hasta el final sin rechistar y sin pararme en las fotos.

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Paquita

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Invisible o la apoteosis del espectador

Invisible. Victor Iriarte. MNCARS. Ciclo: Narraciones sin final.

Si se creen los cineastas, artistas plásticos, literatos o músicos que están a salvo de la saliva de esta Perra, déjenme decirles una cosa: se equivocan.

Si de algo estamos convencidos es de nuestra absoluta falta de prejuicio a la hora de valorar, experimentar y reflexionar sobre cualquier manifestación artística. Lo que no nos da la escena, que nos lo de la pantalla.

Así, Tu Perra se acercó a ver la primera película de Victor Iriarte, Invisible, al Museo Reina Sofía. Películas y museos. Ese otro cine. Bla bla bla. Desde aquí una advertencia: Siempre que a un grupúsculo de artistas (ya sean cineastas, poetas, escritores, músicos o teatreros) les cuelguen la etiqueta de “alternativos”, nuevo cine, secciones irregulares, los raros, los nuevos, los experimentales, los rompedores, escupan al que lo dice. Sin preguntar. Escupan. Y que solo se libre del salivazo aquel que acompañe su etiqueta con dinero. O con visibilidad. O con apoyo. O con recursos. Y si no: escupitajo a la cara. Sin preguntar. Y antes de que consigan que todos juntitos se metan en el saco de la vanguardia, de los diferentes, de los rompedores, de los novedosos. Y antes de que hagan grupito y se hagan amigos y se sientan contentos de haberse conocido y haber encontrado un entorno o un contexto o unos compañeros o una sala o un festival amigo, piensen en lo que significan esas etiquetas. Y dónde les coloca. Y a qué o a cuánto les da acceso. Y a cuánto no. Y qué lugares les van a dejar para desarrollar su trabajo. Y con qué proyección. Y con qué dinero. Y qué público conocerá su trabajo. Y cuánto podrá ese público multiplicarse. Y qué se consigue a cambio de vivir bajo un techo. El techo de lo diferente. El límite de lo experimental. Y entonces, una vez hayan conseguido pensar en esto, una vez hayan dejado de chuparse las pollas y lamerse los coños unos a otros, piensen a quien le conviene encerrar lo nuevo. Acotar la disidencia. Explicar lo diferente. Y a quienes les conviene controlar la Ruptura. Y pregúntense, también, cuánto tiempo van a aguantar viviendo bajo ese techo. Y en qué condiciones. Y cuando se hayan preguntado todas estas cosas, entonces, miren hacia atrás. A hace diez años. A hace veinte años. Y piensen qué era lo nuevo, lo diferente, lo alternativo, lo rompedor entonces. Y qué edad tenían aquellos rompedores alternativos de la música, del teatro, del cine. Y qué hizo ese techo con ellos. Y qué hizo con aquellos que pusieron el techo y aplaudieron y les dejaron sus salas para alternativos, y sus circuitos para alternativos. Y el público que eso creó. Y el que no. Y sin llegar a conclusiones, piensen, cuestionen, replanteen. Dónde, cómo, cuándo, para quién y en qué condiciones quieren desarrollar su trabajo. Y después, escupan. A no ser que la etiqueta se acompañe de recursos, de dinero, de visibilidad, de apoyo real, escupan. A todo el que encierre en lo emergente, en lo nuevo, en lo rompedor. Y traten de localizar a los vampiros. A los que sonríen a lo alternativo y chupan la sangre de lo alternativo. Al que aplaude lo alternativo y somete lo alternativo. Y okupen los teatros públicos, los museos y las salas comerciales, los festivales de alto abolengo y las fiestas de los pueblos, las ayudas públicas, las portadas de periódicos, la mirada de todos los agentes de la cultura. No se encierren en lo minúsculo, en lo confortable, en lo resistente. No se dejen avasallar por la incultura generalizada. Sí, qué risa lo de Angélica, ¿no? Qué fácil hacer leña del árbol que está por caer. Qué fácil agitar el hacha. País envidioso y pequeñopensante. Imiten a Angélica. Piensen en grande, joder. Y nunca nunca se conformen con ser alternativos (¿alternativo a qué? ¿a la mierda reinante?).

Pero no nos alejemos, que esta Perra se pone muy pesada: Invisible. Victor Iriarte.

 

 Ella escucha cosas que nosotros no escuchamos.

 

En la introducción, Victor en persona nos dejó una imagen con la que comenzar el visionado de la película. Una noche lluviosa. Un coche. Encender las luces, subir el volumen de la radio y arrancar. Y mirar de frente a ese negro que todo lo engulle, donde las imágenes se desdibujan y se tornan invisibles.

De esta manera, Iriarte nos introduce en un experimento fílmico que funciona de modo multicapa. Un mecanismo preciso de montaje y construcción. Así tenemos una banda sonora multipista que se convierte en protagonista. El soundtrack es la película.

Invisible es una película en la que casi no hay película. Es lo menos que dan como película. Es cine de cartilla de racionamiento. Cine anoréxico. Es la película que no has querido hacer en tu casa por falta de talento o por pereza. Invisible es un musical y la grabación de la música del musical. Invisible no es la película que necesitas ver cuando echas de menos Breaking Bad. Invisible son las putas proyecciones de texto que te encuentras en cualquier obrita de teatro contemporáneo, de esas que te hacen preguntas profundas mientras alguien se embadurna con nocilla o se mueve espasmódicamente. Invisible es un poema del todo a 100, pero también es una película honesta de cojones. Y el hueco que Invisible deja al espectador, es tan oscuro y profundo que asusta.

Y lo mejor es que Invisible es una película que extrema la paciencia del espectador de forma que ni Dios la vea (y es una pena), y en esa exageración de su apuesta, es donde encuentra su potencia. Resumiendo: si me vas a tocar los cojones, tócamelos pero bien. Y nosotros, los espectadores, decimos: si yo voy a hacer tu puta película por tí, y voy a tener que montarla en mi cabeza por ti, y llenarla con todos mis putos recuerdos por tí, pues qué cojones, deja la pantalla negra y así sabemos a qué estamos jugando. Invisible se convierte en una experiencia cojonuda para currar. Y está muy bien que el espectador curre, y se juegue el cuello, se juegue la vida, su vida, enfrentándola con lo que (no) ve en la pantalla. Enfrentándola a la oscuridad. Ahora, si no te apetece hacer el esfuerzo, mejor acércate a ver otra cosa. Porque aquí, ver, vas a ver poco.

Invisible es una película hecha desde el dolor por alguien que sabe dejar de lloriquear y ponerse a trabajar. Es el documental que tú nunca hubieras hecho.

El comienzo es brutal y te enfrenta a una manera de mirar, o mejor dicho, de no mirar, y de encogerte en tu butaca y de acojonarte un poco ante lo que vas a tener que poner de ti en la película. Y entonces cualquier palabra, cualquier nombre de ciudad, te meten el miedo en el cuerpo. Porque no quieres recordar. E Invisible es la fascinación ante la construcción de la belleza. Y la fascinación ante la dignidad del que construye la belleza. Y cada corte, cada herida rojo sangre en la pantalla, acechen tu pupila.

La película se articula como un mecanismo multicapa. El negro, las palabras escritas en blanco de ÉL, las palabras escritas en amarillo de ELLA, los violentos cortes a rojo, la voz del cineasta y la música de mursego. La únicas imágenes que vemos son el registro preciso y enmarcado de las grabaciones de Maite Arroitajauregui (aka. Mursego). Vemos construir y superponerse las capas de música, creando estados emocionales de alta intensidad. Una amalgama de sonoridades, un canto ancestral, una mixtape de valses, operas barrocas, conciertos punk y alaridos deliciosos. El negro sigue siendo el mismo, pero nosotros ya no.

Jugando con estos elementos, Iriarte nos introduce en un relato, en una ficción, la noche, la pareja, los encuentros, los recuerdos, el bosque, la separación. El relato se convierte en un retrato, el retrato en el minucioso documento del trabajo del artista, el documento en una carta de amor, la carta de amor en la historia de un amor perdido, la historia de amor perdido en una película de vampiros y vuelta a empezar. En el fondo Invisible es un musical, y del mismo modo que Coppola traicionaba el original para hacer de Drácula una historia de amor a través del tiempo, Iriarte nos cuenta que está haciendo una película de vampiros para no reconocer que está reescribiendo una historia de amor. O el recuerdo de una historia de amor. O el intento de volver a contar un amor, un encuentro compuesto de muchos encuentros, de viajes y confidencias, que hace ya dos años que terminó (y entonces la voz amarilla susurra: ya casi tres).

 

El cineasta y su musa. Un vampiro del recuerdo. Un vampiro cinemático.

Es difícil hablar de una película que se esconde, que deja esa noche abierta frente a los ojos, en la que cualquier palabra (bosque, nieve, Berlín) entra en resonancia con nuestros propios recuerdos, nuestras propias vivencias y, cuando queremos dejar de rellenar la película con nuestras cosas, con nuestras vidas, el espacio oscuro se llena de esas sonoridades profundas y dolorosas que invaden nuestro cerebro y golpean nuestros oídos para que no podamos dejar de vivir nuestro Invisible. Nuestro recuerdo.

La película funciona de manera violenta en sus pausas y en sus rupturas coléricas. Y por supuesto, es un viaje al particular universo de Maite Arroitajauregi, el rostro detrás de Mursego, una artista de la que sólo vemos su trabajo artesanal y minucioso, insistente y concentrado en la búsqueda de inspiración. del momentum. Construyendo capa tras capa, sonoridad tras sonoridad, edificando el espacio a solas. Su meticuloso proceder, siempre con los cascos escuchando todo aquello que nosotros no, inunda el espacio de la imagen, cantando, gritando, repitiendo y variando cada vez, tocando timbales, pianos, xilófonos, flautas, maracas y extraños instrumentos. Y tocando el cello, de manera suave y violenta, con arranques de furia desafinada y musicalidades deliciosas. Siempre que vemos a Maite, el relato se detiene, la narración desaparece y sólo observamos su búsqueda solitaria. Cuando la imagen ocupa la pantalla sólo escuchamos aquello que producen sus dedos o su garganta, hasta que un brusco fogonazo rojo sangre nos devuelve a la oscuridad y entonces sí, entonces todas las capas sonoras se superponen, provocándonos con sus texturas. Rellenando la oscuridad.

El problema es que cuando la película establece sus coordenadas y el negro envuelve tu mirada y tus recuerdos empiezan a llenar la pantalla, la película pierde importancia. Y te vas. Te vas de la película porque la película eres tú. Y entonces la película ya da un poco igual. Llegamos al paroxismo de la apuesta de Iriarte. Y el espectador, emancipado, se desprende de la película, descubriéndose el protagonista de lo que su imaginación crea.

Sin embargo, el quehacer y el rostro concentrado de Maite, sus manos y su garganta, sus dedos y sus ojos, nos devuelven una y otra vez al territorio inmanente de la creación. Y no podemos dejar de observar la evolución de esas melodías, de preguntarnos por cómo van a re-componerse todos esos sonidos. A sumarse, a potenciarse. Y vuelve el negro y la masa sonora nos vuelve a arrastrar.

Iriarte dice que es una película de vampiros. Una película en la que al final moriremos. Sin embargo al final, por fin, aparece el bosque, y no es de noche, sino que el día nevado se posa en las ramas de los árboles. Escuálidos los árboles, escuálida nuestra mirada. Vemos a Maite levantarse del suelo y caminar. Resucitada como en un sueño. Y con las pupilas encogidas por la luminosidad del recuerdo, cerramos los ojos. El viaje ha terminado y sólo queda la luz.

Victor, al terminar la película nos miente o no nos cuenta todas las verdades, y dice que lo que terminará haciendo es simplemente cantar. Subirse al escenario y cantar. Pero antes de cantar ha decidido hacerse canto. Y oscurecer el canto. Y hacer de la noche el lugar de su recuerdo.

 

Y para terminar, un poema para los curiosos:

¿Quién es Tu Perra? Dices mientras clavas

en mi pupila tu pupila inquisitiva.

¿Quién es Tu Perra? ¿Y tú me lo preguntas?

Tu Perra… eres tú.

 

 Y una cosa más: Tiemble Messiez. Tiemble Faüstino. Tiemble El conde de Torrefiel. Tiemble el cielo sobre la tierra. Están en la agenda y Tu Perra está en celo. Guau.

 

TU PERRA

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El monstruo de Angélica

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Angélica ha conseguido con su público lo que nunca llegó a conseguir el cristianismo plenamente: aquello de poner la otra mejilla. Ya no importa lo que nos lance, cualquier cosa nos entra hasta el fondo. Angélica ha creado hooligans incansables capaces de pelearse con su santa madre con tal de defender a una creadora cuyo discurso, precisamente, es el látigo frente a todos, apóstoles incluidos o apóstoles sobre todo, ya que para los demás su discurso se deshincha y de caustico pasa a invisible. ¿Qué ha ocurrido?

¡Sorpresa! Pese a lo que creíamos, Angélica, no es el monstruo, sino la creadora del monstruo. Uno que ha ido a todos sus espectáculos desde hace unos cuantos años ha ido viendo cómo el monstruo se iba haciendo fuerte. Al monstruo se le vio en El año de Ricardo, tímido, arrinconado en una butaca, silencioso pero ya vibrando en su interior la enormidad que llegaría a ser. Se le vio en La casa de la fuerza revolviéndose pues no se le daba lo que él quería tanto como él requería, soltó alguna risita cuando Angélica se lo permitió. En Maldito sea el hombre que confía en el hombre rompió aguas, echó a andar, con esa Angélica cabreada con los técnicos “que no daban una” y el monstruo ya arengaba. En Ping Pang Qiu el monstruo ya había crecido, se había corrido la voz, ya no tenía miedo y se exhibía sin ningún pudor en el patio de butacas de los Teatros del Canal. ¿Qué hay que hacer con el monstruo?, ¿habría que matar al monstruo?

El discurso corrosivo de Angélica, de repetitivo, ha explotado como una pompa de chicle. Pero, ¿quién es el culpable? El mayor culpable, suponemos, es Angélica. La creadora que no ha sabido reinventarse bien (¿acaso hay que hacerlo?) (aunque, desde nuestro punto de vista, lo haya hecho en espectáculos como La casa de la fuerza o Ping Pang Qiu). Otra parte de culpa la tiene el haberse constituido casi en multinacional, exportadora de marca España. ¿Es Angélica la Inditex del teatro?

El discurso de Angélica ha pasado de barroco a manierista. Nos gustaba más la Angélica barroca, con tanta autorreferencialidad se pierde potencia discursiva. A pesar de todo nos sigue gustando Angélica, sigue jugando en la Champions. La pregunta es: ¿ha cambiado su discurso o el problema es que sigue siendo el mismo discurso, sobre todo en forma, y la gente se ha hecho tanto a él que está desarticulado?

¿A quién habla Angélica?, se pregunta Tu Perra. Angélica habla a su público, el monstruo. El monstruo va a lo que va, no va a que le montes bellas imágenes ni bailecicos, no va a ver a Lola ni a Fabián ni a Sindo (escenografía hecha cuerpo, que le llama una amiga), el monstruo la espera ansioso, el monstruo va a ver a Angélica largar el dolor y la mierda porque es lo que les pone cachondos y la disfruta como quien disfruta de una noche de monólogos del Club de la Comedia. El monstruo se ha convertido en lo suficientemente plano como para disfrutarla sin digerir. Angélica fast food -a su pesar-.

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Sentado detrás de mí, en la función de Ping Pang Qiu, había un gafa-pastis barbudo, de esos que ahora abundan en las callejuelas madrileñas. Mientras Angélica hacía lo suyo le oía por detrás: qué buena es, qué frases, qué cojonuda. Luego de pronto soltaba una carcajada en mi puta nuca. A mí me entraban ganas de darme la vuelta y liarme a hostias. Lo curioso era que la carcajada no era sólo de él, sino de la mitad del teatro que se descojonaba. Yo me preguntaba -pero, ¿lo están entendiendo? ¿o se creen que han venido a la Paramount?- A mí me da que no, que no lo han entendido. Quizá todo este fenómeno del monstruo se ha intensificado en Todo el cielo sobre la tierra. Al viejo monstruo se ha unido carne joven que sabe lo que quiere. Por eso bosteza en la primera parte, porque les da igual lo que haya planteado la creadora, se la sopla, ellos lo que quieren ver es a Angélica y están dispuestos a sobrevivir entre bostezos a una primera parte que no es que consideren mejor o peor, es que ni consideran. Quieren a Angélica sin teloneros, sin soplapollas, quieren a Angélica sin obra, la quieren a ella, ya, ahora.

Dios me guarde de decirle a nadie si se puede reír o no en el teatro. Ahora bien, lo que sí puedo decir es lo que a mí me parece que quiere decir esa risa. La risa del monstruo. A mí me parece que la risa del monstruo quiere decir que no se entera de nada. La risa del monstruo quiere decir que escucha sólo la frase epatante por el placer de ser epatado pero no por la reflexión que la frase conlleva. Quiere decir que realmente no está escuchando. La risa (y hay muchas formas de risa, la del monstruo de Angélica es una carcajada, no es una risa incómoda, irónica, no es un sonreírse, ya no) y los vítores del monstruo son los de la arenga política vacía, los del mitin, los del partido de fútbol, los del concierto del Rockin’ Río. La risa y los vítores del monstruo son los de alguien que espera su droga y por fin se la dan, los que vivían en la oscuridad pero son iluminados, pero iluminados, como la droga, sólo un rato, sólo en una simulación de luz, luego nada.

Entre los amasijos del monstruo está el que acude con libreta a los espectáculos de Angélica. Esa clase de monstruo, en la oscuridad de la sala, apunta las frases más contundentes. La gran belleza de una pluma que cuando se lo propone escribe como los ángeles. Todo el mundo sabe qué tipo de frases son. Ya nos las hemos aprendido. Cuando escuchas una, sabes que alguien la estará transcribiendo. Esos apóstoles son los que escriben los evangelios de La Liddell.

Y por último, están los baños de multitudes que se pega la propia creadora. El sexo con el monstruo, porque al monstruo hay que follárselo. Ese cagarse en todo para luego salir sola al escenario y que un tsunami de aplausos la lleve hasta la gloria. Quizá lo único que se puede pedir es que sea consecuente con su discurso. Y esto no quiere decir que se suicide (mal pensados). Cioran no se suicidó y era bien consecuente con su discurso. Cuando sale ella sola, el monstruo la está esperando, y como quién aprieta el botón de eyección en un caza bombardero se levanta de sus asientos velozmente y aplaude y silba y vitorea. A Angélica, por mucho que nos la intente colar por la escuadra, todo eso la encanta. En ese momento Angélica se convierte en un parodia de sí misma. La Liddell se convierte en un amago de La Xirgu.

¿Por qué ocurre esto? Quizá sea porque en esta sociedad del buenrollismo sea necesario un poco de escupitajo. Quizá sea porque en esta sociedad de lo políticamente correcto nos la ponga dura el insulto que se queda solo en insulto. Quizá sea porque en esta sociedad del no enfrentarnos, necesitamos que alguien se enfrente a nosotros desde la comodidad que da el saber que no pasará nada nuevo. Un sadomaso indoloro. Una política sin política. Una guerra sin guerra. De esto habla Zizek en Bienvenidos al desierto de lo real muy requetebién.

La culpa de todo esto no la tiene el monstruo, sino la creadora del monstruo, que viendo su creación, tendría que pensar qué hace ahora con ella, si es posible (y si le sale del coño) hacer algo, claro.

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Herman y Otro Perro Paco

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¿Por qué lo llaman Lepage cuando quieren decir Castellucci?

Seuls. Wajdi Mouawad. Centro Dramático Nacional. Una mirada al mundo.

 

Uno vuelve siempre a los mismos sitios donde amó la vida.

Tu Perra favorita no pierde ocasión de morder algunos restos de carne en los huesos que los programadores madrileños lanzan a la calle. Esta vez lo nuevo de Mouawad. No vimos Incendies ni la siguiente ni pollas. Así que fuimos al teatro vírgenes y en pleno celo.

La Valle Inclán hasta arriba de invitados. El escenario es una ventana recortada en una pared al fondo y una cama bajo la ventana. Un actor sale a escena en calzoncillos (luego entenderemos que es el propio Mouawad, manía que tenemos de no leer los programas) y nos cuenta que está desarrollando su tesis doctoral (sociología del imaginario, lo repite en distintos momentos y a la gente le hace mucha gracia, nosotros no entender). En el desarrollo de esa tesis a la que no encuentra conclusión, descubre el teatro de Robert Lepage (sí, amigos, Mouawad advierte desde el principio que es una obra inspirada y deudora del escenógrafo canadiense que dirige), y decide centrar su tesis en el marco o fondo que Lepage convierte a través de proyecciones y trucos, en un espacio infinito. Un marco, un límite, que permite, paradójicamente, desplegar el infinito. Liberar al cuerpo de sus ataduras. Un cuerpo que, entonces, puede caer, volar, sumergirse, vencer a la gravedad, cambiar de lugar, transgredir el tiempo. En fin, todo aquello que vimos en La cara oculta de la Luna, en Elsinor, en Opio y agujas. La reflexión está bien, porque es tonta y sencilla, como sólo podría serlo en una tesis doctoral (todos hemos escuchado y sufrido tesis doctorales sobre casi cualquier detalle estúpido ya, cuanto más diminuto y más insignificante, mejor). Bien, pero no nos desviemos.

Así asistimos a una larguísima primera parte en el que este hombre en calzoncillos habla una y otra vez por teléfono con su hermana, con su director de tesis, con la secretaria de Lepage, con su padre. Descubrimos la oferta de un puesto de profesor aprovechando la muerte de otro, lo que obliga a adelantar su encuentro con Lepage para terminar su tesis, descubrimos la distancia afectiva con su padre, la falta de reconocimiento que sufre por parte de éste, etc. Todo esto nos da un poco igual, la verdad, y para que no nos quedemos dormidos o desconectemos del todo, Mouawad nos entretiene con algunas proyecciones un poco gratuitas en esa ventana-marco, también llueve ceniza o nieve en la habitación y un doble de nuestro protagonista se pasea por la pared a veces como simple sombra y otras como un doble fantasmático que le observa y acompaña. También intentan usar ese marco de ventana a la Lepage intentando que se convierta de un dentro a un afuera, de una ventana a un fotomatón, pero tiene poca magia el jueguito y parece una copia cansada del trabajo del canadiense.

Entre llamadas de teléfono y paseos por la escena se cumplen los primeros ¡75 minutos de obra! y entonces al padre le da un infarto cerebral.

Mouawad se sienta en una silla y habla y habla sin parar a ese padre en coma. En este monólogo la obra empieza a coger vuelo y siembra la historia del hijo pródigo. El hijo que desea volver y ser abrazado sin reticencias, violentamente celebrado, se explica sin ataduras a un padre muerto que es un público callado.

Y cuando parece que vamos a retomar esa aburrida historia de tesis doctorales y homenajes chapuceros al Lepage más banal (¿hay un Lepage profundo?, se pregunta esta Perra), Mouawad se saca un conejo de la chistera y como si estuviéramos en un hype del cine de terror, transforma toda la escena en su contrario: esa habitación en la que le hemos visto deambular se convierte en una cárcel. Sin aspavientos, con un simple movimiento, Mouawad nos introduce en el cerebro paralizado de nuestro protagonista. El que está en coma es él. El que no puede hablar es él. El que se hunde en el abismo es él. La sombras de su hermana y de su padre le acechan sin poder establecer contacto. La obra se rompe en dos. Adiós Lepage, adiós tesis, adiós trama. El sexto sentido. Los Otros. O algo así.

Y también paran las palabras. Mouawad deja de escribir la escena con palabras y se pinta de rojo para llenarla de color. Pausadamente, va desplegando esa pared del fondo y pintando con colores primarios y chillones el suelo y las paredes. Marcando con sus manos blancas, rojas, azules el espacio de su encierro. Con esta prolongada paint-action llegamos al final. El hijo pródigo de Rembrandt se proyecta en el marco de la ventana y el cuerpo embadurnado en color lo atraviesa. Resuenan las palabras en ese espacio colorido: ¿dónde está el lugar al que queremos regresar? ¿y quién nos esperará allí?

Echamos de menos un trabajo plástico más elaborado en esta tercera parte. Si recordamos la sublime “Sobre el concepto de rostro en el hijo de Dios”, de Romeo Castellucci, que nos congeló el aliento en las Naves del Español, esta nueva obra de Mouawad se nos antoja una obra hermana, mucho más dispersa y débil, amable y descafeinada. Pero todos sabemos que Castellucci sólo hay uno. Y aquí, viene poco.

TU PERRA

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