Noé, su mujer y sus hijas, si Dios les hubiese otorgado el don de la higiene, podían tirar toda la mierda de la barcaza por la borda organizándose con unas rutinas de limpieza estrictas. Poco más tenían que hacer en el santo día más que barrer cagarrutas y fregar las tablas con agua de lluvia. El Conde de Torrefiel nos dice lo contrario. Piensa que estarían de caca hasta las cejas. En fin. Cada uno a la suyo. La Biblia no nos saca de dudas a este respecto. Pero claro, esto tiene que ver con regenerar, con curar el cáncer -no con una tirita- sino desde la puta raíz. Esto tiene que ver con lo bien que nos vendría un diluvio universal (lo mismo pensaron los futuristas de la guerra).
Conclusión: hay que profundizar. Los textos no dicen lo que dicen, muestran lo que late por debajo. Punto uno de la dramaturgia de El Conde: no es oro lo que reluce. No es diamante lo que brilla. Piensa un poco, público. No rías por reír. Los textos de El Conde son bisturís en la mesa de operaciones de la sociedad. De acuerdo. Bravo. Comprado.
Los textos del Conde de Torrefiel son irónicos, políticos, rebosantes de humor cabrón, frescos como una lechuga, ensayísticos -propios de un manual de sociología contemporánea-. Narrativos. Líquidos. Concretos y cotidianos. Flirtean con el arte del relato. Jugosones y juguetones. Canallas. Jugadores del tópico. Con un ritmo musical que se pierde en la monotonía de la escena. Ambiguos y desmontables: como debe ocurrir en casi cualquier cosa que vaya dirigida a una audiencia. Hablar con una audiencia es promover el debate y el libre pensamiento (si acaso esto existe). Publicitarios: con tirón de eslogan. Tuiteables. Fragmentados. Algunos con la capacidad de meter el dedo en la llaga. Costumbristas. Contradictorios. ¡Qué preciosa la contradicción!
Lo peor que tienen los textos del Conde de Torrefiel es que se pierden en la escena porque no han sabido desembarcar para hacer bailar y conquistar al público. Son demasiado ajenos al público. El público no les importa a los textos de El Conde, y en las artes escénicas habrá pocas cosas sagradas, pero si solo hubiese una cosa sagrada esa cosa sería el público. Sagrado para quitarle la sacralidad si hace falta. No hay que confundir la monotonía con la neutralidad; la monotonía es un runrún que acaba convertido en palabras despojadas de significado. El público podrá entrar en trance, pero no se habrá enterado de tu discurso. Y no sé por qué pienso que lo del discurso en El Conde de Torrefiel es importante. Es importante porque de verdad es importante. Lo que dicen es importante y necesario. Puede que quieras que el público no ría con el desastre de la sociedad contemporánea, pero habrá que dejarle digerir un mínimo para que no se pierda. Si encadenas dos párrafos, con dos ideas diferentes, sin ni siquiera un punto y seguido: estás jodido -valga la rima como chiste-.
Los tiempos están bien metidos. Un tiempo pausado. Algo chicloso. El espacio sonoro, con risas enlatas y partidos de cestapunta, está logrado: te lleva -esto sí-, te suben la música cuando toca, te la bajan cuando toca; es un puzle que encajaba chachi. Las luces están muy bien: geométricas, fauvistas, algo bauhaus: mucho recorte y filtro de color. Pero la propuesta de imágenes escénicas es escasa, las acciones son escasas, cuando el espectador pierde el hilo del texto si no puede engancharse en una imagen, le has perdido. Y un espectador perdido es un espectador que difícilmente puedes recuperar. Las imágenes del espectáculo son: una clase de tai-chi (quizá la más interesante), dos fiestas: una de heavies y su lenguaje de pelucas y otra de electrochonis revolcándose y desnudándose unos a otros, un micrófono con dos actrices -imagen que se repite en su contrario, es decir, una vez el micrófono de espaldas al público, otra de frente-, el baile de los culos, ¿el libro 2666 de Bolaño?, ¿una planta?, un heavi con el brazo en alto y la cabeza gacha, una composición de dos chicas desnudas…
Otra cosa sería una propuesta de pieza hablada con gran protagonismo del texto (con la acción en el texto), solo texto. Aquí el texto tiene una gran protagonismo; pero se ve arrebatado de él no sé sabe muy bien por qué. El texto es el texto. Y el texto es El Conde de Torrefiel o una gran parte de él. Una de las que más se recuerda, al menos. Al texto lo único que pueden hacerle los labios es acariciarlo, el texto va marcando una sonoridad, Si la sonoridad es arrebatada, el texto dicho (oral) muere. Los hombres somos seres musicales a nuestro pesar. No vayan a creerse ahora que el verso o las misas cantadas eran cosas que se le ocurrió a un buen hombre sin ton ni son. El relato debe contonearse, conquistar, envolver.
Creo que el mayor problema -por sacar punto al lapicero- que encuentro en el montaje es no saber bailar lo suficiente con las palabras y sé que está apreciación personal puede ser rebatida con fiereza, es solo una opinión argumentada. Lo siento hijos míos. Supongo que aún se encuentran en proceso de investigar cómo dar vida a las palabras sin que resulte un tostón. Que, por cierto, no resulta un tostón. Hay algo punqui en los textos que no se acaba de trasladar a la escena y tampoco se juega a lo contrario, a lo aséptico, pues las acciones planteadas no están lo suficientemente limpias para jugar a ese juego. Un ejemplo que no tiene nada que ver, a ver si consigo explicarme algo mejor: Loriente poniendo en escena la neutralidad de los textos de Rodrigo sabe conquistar al público, se detiene, enfatiza, se repite; baila, acompaña la sonoridad de las palabras, hace guiños, se mueve. Rodrigo ha encontrado la manera de dar vida a sus palabras en un escenario y que recorran niveles variados.
El montaje comienza y acaba con ese titileo de los fluorescentes a las mil maravillas. No tanto las transiciones, dichosas transiciones, entre cuadros del espectáculo; funcionan, pero son algo planas. Entrar y salir. Entrar y salir. Entrar y salir. Por la derecha o por la izquierda.
No creáis que no me gustó. El jueves vuelvo a ir. Pasa que pienso, sin conocer ni hablar con nadie, que este espectáculo supone para El Conde de Torrefiel un espectáculo de transición. Obra en el Festival de Otoño, gran acogida de crítica y público en apenas tres años. Obra al canto cada año. Festivales, viajes. Etc.
Y pienso (con una aire paternalista odioso -crucificadme-) que según cómo se tomen las alabanzas, que sé que recibirán -merecidas-, podrán evolucionar y convertirse en una compañía de referencia o se deshinchará la burbuja que se les ha creado a su alrededor. Por eso quiero meter un dedo en la llaga del montaje. Para continuar con la misma fuerza necesitan repensarse y seguir indagando en su próxima creación, comenzar algún nuevo sendero para no agotarse sin dar todo lo que pueden dar. Lo sé.
Digresión. A La Tristura le pasó. Después de Actos de juventud (su mejor montaje), regresan con Materia Prima (un montaje que no deja de ser el mismo con un aire nuevo y profundiza y ofrece otros significados: bien); pero al no saber repensarse en condiciones -o eso imagina el menda- años después regresan con la hecatombe del El Sur de Europa: un espectáculo desafinado en todos los sentidos del que creo tardarán en recuperarse, por lo menos tardarán en recuperar mi confianza, yo que era fan… Una lástima. Aún no he tirado la toalla. Fin de la digresión.
Otro Perro Paco en anteriores montajes de La Tristura
El Conde de Torrefiel puede que lo tenga todo para convertirse en una compañía de referencia. De esas de las que no abundan en esta España nuestra. Tan necesarias. Tan buen oxígeno. Depende de cómo se tomen sus éxitos y sus fracasos. Yo confío. Aunque hoy en día esté tan de moda la desconfianza.
Otro Perro Paco
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