Advertencia: Quien quiera ver la primera temporada de la serie alguna vez, que no siga leyendo. Quien quiera disfrutar de la experiencia y mantener intactas sus expectativas, que se quedé aquí. No queremos spoilear.
Viernes 7 de noviembre a las 22 h. en La Casa Encendida
Episodio 3. Día dos. Número de bajas insignificante. Las diez en punto y se nos reúne en la misma antesala en la que se desarrolló el primer episodio. Un papel: “Clean Room: En capítulos anteriores…” nos sitúa. Quince minutos de espera, pero no estamos ensimismados, no somos gente haciendo cola ante la puerta de un espectáculo. Nos conocemos un poco ya . De vista. Ya habíamos cruzado algunas palabras el miércoles. Así que charlamos, este con aquel, esa con aquella. No sabemos qué va a pasar pero nadie parece preocupado al respecto. Estamos entre bambalinas y quizás pronto el regidor aparezca llamando al ejecutante del siguiente número… Pero surge Juan Domínguez y nos indica el camino hacia lo que será propiamente el comienzo del espectáculo. Una sala muy iluminada. “There is a light that never goes out” de nuevo. Y sillas enfrentadas dos a dos que dibujan una gran serpiente ocupando todo el espacio. Nos sentamos al tun tun. Ahora surge La Voz. La misma voz. Pero suena diferente. Nos hace pregunta directas a cada uno de nosotros, sobre lo que sentimos, sobre lo que somos. Nos obliga a un ejercicio de introspección. Pero nos resistimos, hay algo violento en ello. Tanta luz. Miramos y somos mirados. Somos conscientes de no estar a solas. La voz, esa voz, no es hipnótica hoy. Es intimidante. Es el juez invisible al que se enfrenta Josef K. La voz de nuestra conciencia poniéndonos a prueba. Hay preguntas que no quiero responder, que no deseo contestarme. Surgen risas pero no me suenan naturales. No veo dónde está la gracia. ¿Nervios? No lo sé. Y cambia el sujeto sobre el que se nos interpela, abruptamente, ya no somos nosotros mismos. Debemos fijarnos en la persona sentada enfrente. Debemos fabular sobre sus orígenes, sus intenciones, su modo de vida. De lo superfluo a lo más profundo. Y nos miramos a los ojos y nos sentimos incómodos, se nos fuerza a crear una intimidad con un desconocido, es todo muy embarazoso y a la vez revelador. Nos hemos mirado y ahora miramos afuera y en todo ello hay una conexión inexplicable. ¡No nos hablamos! Nadie dijo que no se pudiera pero no nos decimos ni una palabra los unos a los otros. Visitamos los lugares propios y exclusivos del ser humano pero se deja de lado la expresión oral. Tan sólo está la voz de María Jeréz. Cambiamos de posición y enfrentamos a una persona distinta, mas lo que había, esa magia improbable, se desvanece. Fin del episodio.
Episodio 4. Noche cerrada. Volvemos al patio central, que se ha convertido en un salón elegante. Luz tenue. Una veintena de mesas de cuatro con manteles blancos, velas, copas y vino tinto -El Pícaro, bodegas Matsu-. Nos sentamos al azar, elegimos o no a nuestros compañeros de velada. Nos servimos, brindamos, bebemos. ¿Qué es lo que está a punto de pasar? Pues se trata de una invitación a combinar intelectualidad y sensaciones. Mientras se va sirviendo un menú degustación en miniatura continúan llegando preguntas apelando a lo más profundo de cada cual. Pero algo ha cambiado. La Voz ha enmudecido y ahora la voz está en nosotros. Se nos devuelve el habla. Y no nos contestamos en silencio a nosotros mismos; contestamos en comunidad, respondemos para los otros, escuchamos sus respuestas, nos decimos, conversamos, algo se ablanda, bajamos la guardia, se abren grietas en los caparazones… La cosa se desarrolla más o menos así: Unos camareros sigilosos traen unos vasitos con un extraño ajoblanco negro. Vista. Paladar. Y llega una tarjeta con una pregunta escrita. Hablamos sobre ello o tal vez pasamos. Una cucharada de ensalada caprese y otra pregunta. ¿Estamos en lo que nos proponen o somos colegas bebiendo vino y charlando? Un mini steak tartar y varias preguntas más, de golpe, ya sí hacemos que nuestra conversación la determinen estas tarjetas, y llegan más, el ritmo se incrementa y queremos hablar de ello. Arbitramos un sistema, como un trivial, leer por orden contestar por orden. A mí me interesa lo que cuentan el resto de comensales. Lo que creo que van a contar. Seguimos bebiendo y decimos cosas íntimas, nos lo tomamos en serio, no tengo ni idea de por qué. Tensión cero. ¿El resto de mesas? Ni puta idea. Un mini gin tonic verde cierra la ronda gastronómica y vemos que se nos acaba el tiempo aunque nadie lo dice y queremos contestar a cada una de las preguntas… Y la música brota sin que nos percatemos y ya está fumando la peña y algunos bailan y antes de acabar nos intercambiamos los regalos que se nos instó a traer de casa y eso sucede de a dos y a mí me mola.
Ha sido cojonudo.
(Me fastidia ser tan entusiasta, parezco Marcos Ordóñez, copón.)
Por cierto, ¿a qué género cinematográfico pertenece tu vida?
Guri Petre
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