Estoy un poco harto de la carnaza que se reparte en todos los corrillos madrileños esta semana. Hay que decir al rey que está desnudo. Vale. Esta semana ya hemos leído tentativas de cómo hacerlo. Probemos con otra. Me voy a poner clásico. Con Angélica. Sí. Hablemos de la obra y menos de ella. Con Mourinho nadie hablaba de fútbol, y los que salieron perjudicados fueron quienes les gusta el fútbol. Hablemos de “Todo el cielo sobre la Tierra (El síndrome de Wendy)”. Sigamos descentralizando las narraciones.
Antes de empezar, querría compartir un sentimiento. No sé vosotros, pero Un Perro Paco echa de menos a Pablo Caruana. A sus textos. Pablo, donde quiera que estés, vuelve a escribir. En el medio que sea. Queremos más. La Carta a un joven imbécil #1 nos supo a poco. Te seguimos esperando.
En primer lugar, hay que agradecer a Angélica este y cada uno de sus montajes. Cada–uno–de–sus–montajes. Hace unos meses una amiga valenciana me recordaba lo injustos que hemos sido en este país con Rodrigo García. Y es verdad que lo hemos sido. Con Fernando, con Rodrigo, con Óscar, con Angélica y con tantos otros. Más allá de que nos gusten o no sus textos, su forma de “interpretar”, sus posicionamientos éticos, estéticos, sus efluvios escénicos, sus contradicciones… hemos de agradecer a Angélica cada uno de sus montajes. La razón, si amas algo, sé agradecido con todo aquel que se preocupa por lo que amas. Si amas (u odias) el teatro, agradece a Angélica todo lo que ha hecho por él. Seamos agradecidos con todos aquellos que han puesto en cuestión la validez de las fórmulas escénicas, a todos los que las han transformado, nos guste o no la transformación. Lancémonos al cuello, critiquemos sin piedad a los que pretenden estancar a las artes vivas, porque así se sienten cómodos sin que nadie pueda arrebatarles el territorio que han conquistado a base de reciclar y reutilizar basura. Gracias, Angélica, aunque este montaje tenga muchas muchas más sombras que luces.
Hablando de luces y sombras, puede que me equivoque, pero hasta ahora no he oído ni leído nada sobre la iluminación de Carlos Marquerie. De verdad, entiendo el morbo que despierta Angélica, que bien podría llamarse el síndrome de Angélica, pero no alcanzo a comprender que las luces de Marquerie pasen desapercibidas en los corrillos y las publicaciones. Ya va siendo hora de hacer una petición popular al ayuntamiento (minúsculas) para exigir que inauguren una calle, una plaza o una parada de metro que se llame “La iluminación de Carlos Marquerie es la hostia”, o algo por estilo. Desde que se enciende el primer foco hasta que se apaga el último, disfrutamos de un recital de fotones. La iluminación se convierte en una experiencia plástica en sí misma. Moholy–Nagy se hubiera frotado los ojos varias veces. Un debate interesante sería lo que cambiarían (y cómo cambiarían) los montajes de Angélica sin la iluminación de Carlos Marquerie.
Pasemos a la dramaturgia. ¿Qué coño es eso de la dramaturgia? Próximamente en Perro Paco. “Todo el cielo sobre la Tierra” se divide en dos grandes partes claramente diferenciadas, y lo que las diferencia es preocupante: si Angélica está sola o acompañada.
En la primera bailan todos y en la segunda Angélica baila sola. La primera parte es lo que dios (minúsculas) tuvo que hacer aquel dominguete, sentarse a ver su creación. Exceptuando el inicio de la obra en el que se folla a esa especie de túmulo–isla, Angélica se detiene a contemplar participativamente lo que se le pudo pasar por la cabeza comiendo fideos chinos mientras pensaba en lo de Utoya. Como dios o Kantor. No pasa nada. O sí. Y además, por varios motivos.
Uno de ellos es que, joder, Lola y Fabián siempre me han parecido muy buenos y muy desaprovechados, pero en esta obra su desaprovechamiento empieza a incomodar. Algunos pasajes de la primera parte me recordaron a la escena de “Cómo ser John Malkovich” en la que el “verdadero” Malkovich se encuentra en una bar con réplicas suyas y sale corriendo. Angélica no sale corriendo. Se siente cómoda rodeada de sus réplicas o sus otros yoes. Puede que sólo así se encuentre a gusto. Me da igual. Ahora que ha puesto en evidencia que necesita a los otros, a su público, es chocante ver a Angélica tan “sola” en escena. Sindo es otro tema, y las chinas y la nórdica cantan y eso y además dan ese rollito Torre de Babel que mola tanto.
En cuanto a la consistencia de la dramaturgia, muchas de las obras de Angélica, aún con el barroquismo que la caracteriza, poseen un núcleo dramatúrgico nítido. No entiendo la relación entre las dos partes. A no ser que la primera sea un hago lo que me da la gana, con los medios que te cagas que tengo, todo para mi propio disfrute como demiurgo, y de paso alimento el deseo de ver la Pasión de Angélica que todo el público sabe que llegará. Luego cuando llegue digo algo de Utoya, de China y de Wendy y lo conecto todo. Chimpún. Clap, clap, clap.
Internamente, unos temas estorban a otros. Utoya estorba a China, China estorba a Wendy, Wendy estorba a la Pasión de Angélica, que a su vez estorba a… etc. Lo de Utoya y Wendy se entiende. Su ligazón es un temazo. Pero lo de China… Poco nos importa que haya viajado a China y que allí viera bailar a ancianos, y a chicos guapos por la calle. Creo que Shangai y toda China está metida con calzador. Lo de los valses entonces también. China no es el problema. Por eso de la trilogía, digo. La dramaturgia en “Ping, Pang, Qiu” era redonda. Certera. No consigo olvidar lo de Tiananmen. Pero lo chino que tiene esta obra parece un antojo. Un antojo como el que dios tuvo al crear a los mosquitos.
Se ha hablado demasiado de la segunda parte. El rey no se enteró de que estaba desnudo. O sí que lo sabía y engañó a los espectadores haciéndolos ver el traje. Y entonces uno siente vergüenza ajena. Se podría abordar esta parte desde un punto de vista psiquiátrico, ético, económico… No ha de sorprendernos demasiado la temática. “Llevo escribiendo lo mismo desde hace 40 años”, dice ella. Sí, pero no. Angélica Lidell ha llevado la dramaturgia del yo al extremo transformándola en otra cosa. Algún día lo llamarán la dramaturgia de Angélica. Y punto. Gustase o no el contenido, antes las palabras de Angélica ardían. Lo que antes suscitaba todo tipo de reacciones, ahora se ha vaciado de contenido para generar un solo tipo de reacción, la carcajada contagiosa, cuando no un bostezo. A lo mejor fue el dispositivo de enunciación. Si enuncias como un cómico provocas risas. Si enuncias como una estrella del rock generas fans. A lo mejor fue el reflejo de la luz en sus bragas doradas lo que confundió al público. Puede que al aislarse tanto y tanto su tiempo su Pasión, el discurso de Angélica se redujera al absurdo.
El final no aporta nada. Intentó dar empaque a la obra pero fue demasiado tarde. Ya nadie se acordaba de Wendy, de Utoya ni de China. Los acólitos sólo querían que acabase para demostrar su fervor a la estrella y llegar al bar para intercambiarse los chistes. Los desengañados se preguntaban desde hacía rato ¿dónde está Angélica? ¿dónde está Angélica? ¿dónde está Angélica? Todos sufren el síndrome de Angélica. Es posible que ella esté curada. Para Lucrecia tendrá que elegir su nuevo traje. Si no le va bien, siempre puede dedicarse al flamenco.
Un Perro Paco
China es la esperanza y el desengaño, lo que no parece contaminado porque encarna un enigma, los cuerpos bellos que se quiere follar la vieja Wendy y no puede, otra isla pero de aislamiento y curación. China es el refugio de Wendy y la segunda parte la rabia de Wendy.
Estoy de acuerdo en que las conexiones son muy vagas y las dos partes muy diferenciadas y descompensadas. Me quedo con la primera. A pesar de ello, como dice la crítica del otro perro, sigue haciendo teatro de champions (minúsculas). Y se agradece el agradecimiento, valga la redundancia, porque se percibe mucha saña y mala baba en la perrera.
Sobre la consistencia de las dos partes, la propia Angélica lo deja claro en el programa de mano:
“Y sueñas, sueñas con trasladar Shangái a un escenario […] Y empiezas a trabajar para hacer realidad el sueño […] este trabajo pertenece a un empeño insuperable”.
La primera parte es el deseo, o el capricho, de Liddell por traer unos bailarines de China, unos músicos de nosedónde, un compositor de Corea… ¡Una artista global!
La segunda parte es el peaje: el show de Angélica, que es por lo que el espectador paga la entrada, cobra el productor y se satisface el programador.
El Maestro Marquerie ha dado a los espectáculos de A. la cuota de dignidad escénica que falta a sus puestas en escena basadas en estampitas e imágenes congeladas y la vida viene de la luz. En cuanto a la dirección de actores brilla la irrelevancia que se preocupa en concederles, insiste en convertir a sus actores en autómatas, piezas del mecano milimetricamente ajustadas, con forma pero sin alma porque el único alma que hay que mostrar es el suyo, el único alma, el único sufrimiento, el único gozo, la única entraña… Nadie hace sombra a A. incluso cuando parece que está pidiendo a sus actores improvisar está marcando la línea de la que no hay que salirse (en Perro muerto…, pasó algo así) Vende frescura crionizada. Siempre bella la palabra y la imagen.
La perrera no está rabiosa, la perrera está ruidosa y está bien que haya disenso donde siempre hubo consenso. Y esta bien reconocer el mérito y el hastío. Y seguiremos yendo a ver su teatro que pese a todo no nos deja indiferentes y da para encontrarnos y hablar.
Ah! Por cierto. Caruana, te esperamos.
“El maestro marquerie ha dado no se que a no se quien….” Los mimbres de un equipo de trabajo son débiles. Cuidemos. Nunca nada fue así, lo explican mal… Y sobretodo no entienden el silencio. Que a veces está bien. Y la pausa.