Crónica del Ciclo Experiencias del Festival Escena Contemporánea 2002.
Publicado en Primer Acto, nº 292, del 2002.
En el 2009, en Escena Contemporánea, se pudo ver tres obras del proyecto “Anatomía Poética” que Córdoba comenzó en el 2007. En esa ocasión pudieron verse las tres primeras piezas: “La mujer de la lágrima”, “El aire…” y “Todo lo que se mueve está vivo”. Ahora, en esta edición podrán verse las últimas tres: “La mujer y la herida” (que ayer se hizo en el Aula Magna del Colegio de Médicos de Madrid -impresionante- y que se estreno en las Noches Salvajes de La Porta en Barcelona) y “Expulsadas del paraiso”. Pero la relación de esta creadora con el Festival viene de más lejos. Aquí publico una crónica sobre el Ciclo Experiencias de la edición del 2002 del Festival donde Córdoba estrenó “Los negocios acaban a las diez”. Este seguimiento, o acompañamiento, del festival con esta coreógrafa madrileña me parece más que saludable. Abro con este “post” al mismo tiempo una serie de artículos sobre Escena Contemporánea que combinaran algunos ya publicados de ediciones anteriores con otros de nueva escritura sobre esta edición.
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ESPACIOS PARA LA POLÉMICA
Mi primera sensación es que en la elección de los espacios para el Ciclo Experiencias -exceptuando la discoteca Coppelia-, no ha habido un derroche de imaginación, y en algún caso el sitio no ha sido el principal acierto de la propuesta. Algo que creo queda claro si pensamos que de los ocho trabajos mostrados en este ciclo, seis se repartían entre la Casa de América y el Círculo de Bellas Artes. La segunda sensación es que como ciclo no llega ni por asomo a la importancia que el festival le está dando (Javier Yagüe, rueda de prensa de la inauguración del festival: “El Ciclo Experiencias es la quintaesencia de lo que este festival quiere ser”). En el momento en el que escribo, aún no se han estrenado los trabajos Güerquinprogres -fruto de un seminario de Rubén Schumacher en Casa de América-, y Disparate Nº 5, de Mónica Valenciano. De las otras seis propuestas, las dos primeras estuvieron enmarcadas dentro de lo que fue la fiesta de inauguración del Festival en el Círculo de Bellas Artes. Fiesta extraña. Primero, fue Franko B -artista y “performero” italiano afincado en Londres-, con I miss you. Más de cuatrocientas personas, televisiones, fotógrafos, el catering esperando, desbordamiento, gente apelotonada que se queda pegada al cristal para ver si ve algo… Y allí sale Franko B.. en una pasarela futurista y decadente (aquí acertaron con el emplazamiento, con un pasillo lunar, propio de un paisaje de Blade Runner). Interesante fue verlo manejar la situación con una cara-abismo tremenda. Pero su pieza, en la que su sangre caída de los brazos va formando un cuadro abstracto en la pasarela de tela, se perdía y se malinterpretaba. Creo, y sé que es una de las preocupaciones del festival, que al público (me siento incluido, me pasé tres días flipando con el “event”) hay que orientarlo y cuidarlo. Cosa que si se hace, aparte del agradecimiento del respetable, seguro que también agradecerá el artista. Fue muy interesante ver cómo Franko B. hacía frente a la situación y fue divertido ver al esnob, ya con canapé en mano, comentando el momento tántrico que creía acababa de vivir. Valle-Inclán seguramente se hubiera relamido al describir esta corte alternativa de los milagros. Pero, ¿dónde quedó Franko B. y su propuesta? Para ver este trabajo que suscita polémica, es decir, para poder discutirlo con un poco de lógica, lo primero que se necesita es otro lugar y otro tempo. No creo que Franko B. sea espectáculo, que su trabajo sintético y de gran potencia, surgido del dolor, la soledad, el rechazo, la crítica y la seriedad, deba verse así. Consecuencia para la organización de haber decidido enmarcar el trabajo de Franko B. en la fiesta de inauguración: te promocionas como el mejor, pero provocas el rechazo y la incomprensión de una parte del público para un trabajo muy potente, y apenas consigues una debate serio sobre el asunto.
Del otro trabajo mostrado en la inauguración, Miles de manos, de Akademia Ruchu, de Polonia, hay poco que comentar. Primero: la foto del programa está equivocada. Parece una tontería, pero a mí me parece que uno de los puntos flacos del festival es precisamente el programa. No creo que nadie vaya a guardarlo como un pequeño tesoro, como otros programas que son publicaciones de las que se aprende, te informas y están salteados de buenos textos a los que volver la vista con el paso del tiempo. Akademia Ruchu, decíamos, presentó una “performance-instalación” que tuvo un comienzo teatral, algo así como un recordatorio al teatro del absurdo y que, luego, bajo bases electrónicas se transformaba en la construcción de un sistema tubular que acababa por invadir el espacio del público. Esta compañía polaca con más de treinta años de andadura, demostró su veteranía (han inaugurado sitios como la Bienal de Venecia o el Kassel), pero decepcionó un poco por lo desabrido de la propuesta.
Propuestas desiguales
Pero si así fue la fiesta inaugural, todavía no había llegado lo peor. Y no quiero ser irónico, ni gracioso. Simplemente, la Experiencia Zona Cero, en la Sala de Exposiciones del Canal de Isabel II, falló, no funcionó y llegó a cotas límite.
El objetivo, creo, era buscar un trabajo conjunto entre artistas venidos de las artes plásticas y de las artes escénicas. Sin que haya culpables, esa relación, esa imbricación imaginada, no existió. Cuatro pisos y en teoría cuatro propuestas que se convirtieron en siete. Salvo en la primera propuesta, de Borja Ortiz de Gondra y Diana Larrea, la relación arte/teatro fue nula. Por otro lado, los textos sobre un tema tan presente y actual como el desastre del 11 de septiembre tampoco tuvieron una plasmación escénica que ayudase. Un buen ejemplo fue un texto que tenía cosas que decir -el propuesto por Alfredo Sanzol-, que se topó con una solución escénica ridícula y que no dejaba escuchar las palabras. Es esclarecedor el hecho de que la propuesta teatral que mejor funcionó fue la que menos se sirvió de este cóctel multidisciplinar-nuevo espacio- teatro de lo inmediato. Pablo Iglesias presentó un montaje con un escenario acotado, una escenografía de mueble y un monólogo simple tan sólo roto por el diálogo de la actriz (Blanca Portillo) con un monitor de televisión en el que aparecía ella misma. Fue una representación al uso, que funcionaba y planteaba la dificultad de implicación y de sentir del hombre occidental globalizado ante hechos de la magnitud del 11 de septiembre. Destacó teatralmente el trabajo de uno de los artistas, Antonio de la Rosa, que presentó una montaje-performance donde se unían el humor, la mala leche y una inteligente utilización de la infraestructura y los medios con los que se contaba. Su trabajo constaba de un puesto donde se vendían unas camisetas en las que se podía ver un sable árabe, que recordaba directamente al logotipo de una multinacional de zapatillas, sobrevolando la conocida panorámica de Nueva York y cortando en dos las Torres Gemelas y de la actuación de un grupo gitano callejero que tocó una versión del conocido tema Love is in the air, mientras un vídeo mostraba imágenes de baba rosa del sueño americano. Fue todo un ejemplo de ironía, irreverencia, condensación e intuición escénica. Algo que se echó en falta en el resto de trabajos.
Después de Zona Cero llegó Aktion 398. la acción que Franko B. efectuó en la Casa de América el 25 de enero. El artista presentaba su trabajo como un tributo a los “aktionistas” vieneses. En este caso, el tributo no tenía nada que ver con la mimesis o el recordatorio. Franko presentó una acción pasiva y reflectante, donde los papeles público/ artista se invertían; él, perro encerrado en una caja insonora, contemplaba el paseo de la gente proveniente de la urbe. El espectáculo comenzaba en la sala de espera, y luego el público pasaba a verlo de uno en uno. La expectación, el nerviosismo de un enfrentamiento individual, crispaba y arañaba comentarios breves, cómicos o espasmódicos. Nerviosismo urbanita que este italiano contrarrestaba con un cuarto simbiótico, neutro, y su presencia tranquila, sajada y amigable. La línea de trabajo de este artista parece estar en intentar elevar preguntas en el público. La sensación posterior es extraña. Si bien Franko B. trabaja con elementos polémicos y provocadores, el uso que hace de ellos es antiprovocador; si la provocación es agitación, él trabaja con la armonía, con la belleza silenciosa. Este “performer” de clara formación en las artes plásticas trabaja con tabúes, con elementos violentos y los transforma en sosiego. Ese choque entre lo esperado y lo que se encuentra genera preguntas en el espectador: por qué yo estaba excitado, de qué manera estamos construidos socialmente para que segreguemos ansiedad, excitación y aceleración cuando nos tocan ciertas cuerdas… Franko B., por otra parte, nos muestra una amplia mirada de lo que es arte o puede serlo. Desde Baudelaire, quedó de manifiesto (y también con Goya, Víctor Hugo o Poe) que el arte es amoral, que no inmoral. Parece que todavía eso cuesta. Franko B. utiliza y acciona sobre el público -ahí está la clave: en que queriéndolo o no, en Aktion 398 no eres espectador- con conceptos como la violencia, la sangre, el estupor, la soledad o el sida. Y les da otro valor, los trata de manera inesperada, te descoloca. Te descoloca y te lleva a un lugar incómodo por intransitado y por no heredado, pero donde uno se plantea si realmente manejamos nuestras vidas, si pensamos con nuestras cabezas o con las de otros, si cuando nos afirmamos en una opinión no es el primer paso para la asepsia de pensamiento, para que pensemos lo que se quiere que pensemos. Preguntas nada nuevas, insertas en el arte desde siempre, pero nada fáciles de suscitar.
La intimidad y el frenesí
Otra de las Experiencias fue Por cierto…. la “cena contada” de Candido Pazo. Conteiro gallego con inmensas tablas, frecuentador de institutos y bares, que se vio metido en el desafío de cenar pimientos rellenos con salsa de gambas y otras exquisiteces ante Quevedo y Calderón, en una biblioteca palaciega de la Casa de América. Once comensales, espacio que imponía tensión y provocaba un cambio de ambiente para el “conteiro”, y triunfo final del relato oral. Una de las cosas buenas de esta experiencia es que Pazo ha tenido la oportunidad de transformar el espacio y su relación con los comensales; ha sido un acierto que pudiera celebrar su contada durante dos semanas. Eso también ha permitido que fuese un público variopinto, gente que no sabía bien a qué iba y se encontrara con esa cercanía y la extrañeza de oír cuentos sobre muertos, sobre gente del pueblo gallego, gente que pasaba por el bar, que se ilusionaba con unos zapatos o que iba a la fiesta de Arousa caminando por los montes, todo amenizado de meandros, de ocurrencias, de tiras y aflojas con el presente, que demostraban el arte del que sabe contar.
Y llegó el último trabajo de Elena Córdoba, que en coproducción con el festival, ha sido, hasta ahora, el más sorprendente de este Ciclo. En Los negocios acaban a las diez, han confluido muchos aspectos a destacar: un emplazamiento acertado (que buscó la misma Córdoba durante semanas yendo de discoteca en discoteca), la confluencia de unos bailarines en escena de varias generaciones y lugares (Félix Santana, Emilio Tomé, María José Pire, Montse Penela y Lola Jiménez), que demuestran, por un lado, un camino de futuro y, por otro, la influencia de esta creadora que desde hace diez años, y sin compañía, monta espectáculos por los que ya han pasado un gran número de bailarines y está teniendo una gran continuidad en el aspecto docente. El número de gente que está aprendiendo a bailar y moverse desde la libertad que propone Córdoba empieza a ser muy importante. Otro aspecto, que dice mucho, es el nivel de trabajo con el que llegaron al día del estreno. Los negocios… es una obra coral y complicada que el día de su debut mostró movimientos y aciertos fruto de los ensayos y una coordinación con el ” d ‘ j ” asombrosa. La música de D j Shadow, D j Krush, Unkel, Boards of Canadá, Mark B y Tre Suse 76, entre otros, parecía, después de pasar por manos de D’j Boti, realizada expreso para el espectáculo. El nivel de creación y de preparación, es decir de seriedad, ha sido ejemplificador. Pero la obra se enmarca en lo que creo es una constante de todo el grupo de influencia donde Córdoba se mueve. Con un lenguaje de danza, Córdoba ha creado una de las piezas más duras que han surgido de ese equipo activo e inagotable formado por Fernández Lera, Rodrigo García, Marquerie, Carlos Fernández, Santamaría, etc. Uno de los temas que recorre el trabajo de todos de manera obsesiva, y claramente éste de Córdoba, es la caída. “Tras haber echado a perder la eternidad verdadera, el hombre cayó en el tiempo (…) El proceso de esa caída y ese amoldamiento se llama Historia (…) Pero mira por dónde, lo amenaza otra caída, cuya amplitud resulta aún difícil de apreciar. Esa vez ya no se tratará de caer de la eternidad, sino del tiempo, y caer del tiempo es caer de la Historia, es —suspendido el porvenir- encenagarse en la inercia y la tristeza, en el absoluto del estancamiento en el que el propio verbo se hunde por no poder elevarse hasta la blasfemia o la imploración “. Este fragmento de Cioran parece apuntar el terreno donde mira la obra: La caída, o la vida convertida en una mera sucesión de golpes, caídas y levantamientos. El grupo, las relaciones de dos, de más de dos, la vuelta a la soledad, la destrucción del grupo, la transformación del hombre en mueca, en rata atrapada que se arrastra, el que ayuda a levantarse será el que caiga después, el dolor, el empecinamiento, las luchas perdidas de antemano, llorar, desfogarse bailando. Pero nada pasa aislado; siempre, alrededor, pasa algo, otra cosa, más terrible, diferente, más ridicula, más tierna o menos simulada. Es ese el maremágnum que Córdoba consigue a través de una propuesta coral, con cinco bailarines en escena, sin coreografías, e “in situ”, es decir, bajo el neón. Los negocios acaban a las diez consigue la multiplicidad de perspectivas, de acciones simultáneas, de ocupación asistemática y precisa del espacio, de variedad de registros -acción, teatro, danza-, y lo consigue bajo una estética de movimientos, luz y sonido que ponen la acción en hoy Madrid, 11 de febrero del 2002. Todo refleja el afuera, el transitar rápido, el caerse y desmentirse más rápido, el golpearse de confusión, la violencia de espacios asfixiantes, la sensación de ser movido sin consentimiento, o sin ser uno consciente, pero eso sí, de ser movido siempre con virulencia. Rasgos de la vida actual, tantas veces vista y vivida. Tras ello, cinco bailarines que se escapan, destrozando lo que saben es mentira y además va a ser derrumbado antes o después, bailando a morir, dando belleza a su desplazarse, ayudando al de al lado, luchando sabiendo que no, y que además es imposible. La obra, en sus repeticiones, en sus bucles, muestra estos intentos de escapada como un seguir caminando para caer. No hay escapada a otro lugar, no hay niño que queda al final corriendo en la playa, ni conclusiones, sino muestra de unos ojos que ven y reflejan. Esta obra, que presentaba también en el Festival Alternativa 2002, de Santiago de Compostela, a finales de marzo, tendrá, esperemos, una vida más agitada que la última maravilla que creó Córdoba, Sin correa, que ahora irá a París, al Teatro de la Bastille, pero de la que en España parece que nadie quiere darse por enterado.
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