A Pablo C., para que la melancolía siga poniendo el mundo en peligro.
¿Cómo celebrarías el mundo tal y como lo conocemos cuando se haya terminado de acabar, ya del todo?
Después de
numerosos pronósticos fallidos la historia se termina definitivamente. Con la
abolición del trabajo como actividad para cubrir las necesidades materiales y
la posibilidad de elegir libremente el nivel de vida, pudiendo incluso variar si
llegado el caso te aburres de ser demasiado rico o demasiado pobre, se llega a
un acuerdo mundial de que aquello, teniendo en cuenta las circunstancias y a
pesar de algunos problemas que quedan sin resolver, es lo más parecido al
paraíso que se va a poder alcanzar en la Tierra. Las religiones, por extraño
que pueda parecer, aceptan el nuevo orden y escenifican cada cual a su manera
sus respectivos juicios finales dando por cerrado los negocios por falta de
clientela. La época histórica pasa paradójicamente a la no-historia como el
período más negro que atravesó y atravesará nunca el mundo, peor incluso que la
prehistoria. De algún modo hasta los presidentes de las grandes naciones declaran
que aquella paranoía del progreso y la acumulación de bienes no daba más de sí
y que mejor cambiar de historia.
Sin embargo, a
pesar de la bonanza y pasado un momento inicial de euforía planetaria, empiezan
a surgir ciertas comunidades, consideradas por muchos como sectas, que por pura
melancolía se reúnen por las noches para rememorar la vida cuando había
historia. Estos encuentros amenazan con desestabilizar el buen rollo mundial, y
sin llegar a prohibirse directamente, para no caer en los métodos de la época
pasada, la melancolía, asociada en muchos casos con la falta de sueño, empieza a
ser considerada como un estado de ánimo peligroso que debe ser evitado por el
bien de la humanidad.
A pesar de las
advertencias estos grupos no solo continúan con sus reuniones, sino que se
multiplican. Parece que ya que no pueden dormir se lo pasan bien. Las
celebraciones se producen con la máxima discreción para no aguar el buen
ambiente general, pero debido al secretismo no se conoce con exactitud qué se hacía.
Por lo que dicen, hay un grupo que se hace pasar por gente que regresa de la
historia y se escenifica un encuentro con otro grupo de la etapa paraíso. Entre
ambos tiene lugar una conversación un tanto delirante (parece que se utilizan
drogas), donde unos y otros se interesan por cómo es la vida de los otros, intercambian
opiniones sobre los pros y contras (sin llegar a las manos), en la que en todo
caso suelen ganar por goleada los del paraíso. Luego se hace un pequeño ritual
en el que el grupo de los históricos propone un juego para experimentar los
modos de vida durante la historia, y luego el grupo de los poshistóricos hace
lo propio para compartir las virtudes del nuevo estado. Las reuniones acaban
con una fiesta al modo de los históricos en la que terminan siempre
sobresaliendo estos últimos. Al parecer, no obstante lo negro del período, la
historia pasa también a la no-historia por su fama haciedo fiestones.
¿Cómo organizaríais
uno de estos encuentros, qué juego propondría el grupo de la historia para
compartir sus modos de vida, y el grupo del paraíso?
Esto es una vieja historia. Es la historia de alguien que un día se siente distinto o distinta. Y aprovecha para vestirse de otra manera. Pongamos que ese alguien se siente un poco más hombre de lo habitual o al revés, se siente más mujer que otras veces, aunque podría sentirse más bombero, o más artista, o más jubilado de lo habitual. Pongamos que se siente simplemente mujer al cien por cien, a pesar de no saber exactamente qué quiere decir eso, pero se lo imagina. Se imagina que las mujeres o los hombres al cien por cien se deben sentir como ella o él se siente en este momento. Y se viste de esa manera. Después de hacer varias pruebas y jugar con todo lo que se encuentra en los cuartos de sus dos compañeras de piso, se termina sintiendo no sabe si a gusto, pero en todo caso distinta, y ese sentimiento le provoca una especie de excitación. Se siente feliz. Después de mirarse un buen rato al espejo, de pasear por la casa en plan de actriz de Hollywood, de volver a mirarse nuevamente en el espejo, decide salir a la calle para poner a prueba el invento.
Todo esto no serviría de nada si ahora no salgo a que me vean, piensa. Así que respira hondo, se arma de valor y baja a la calle. Se pone a caminar fijándose disimuladamente en la reacción de la gente. Pero quitando el caso de algún mirón que le pareció más bien un profesional que igual podría mirarle a él o al poste de la farola, no notó grandes cambios. Esto lo tranquilizó. Pensó que quizá se había vestido tan bien que nadie notaba la diferencia. Pero, por otro lado, la decepcionó un poco. Hubiera esperado más reacción por parte del “público”. Tenía ganas de un poco más de juego. Así que, para seguir probando el experimento, decidió encaminarse a la facultad, donde estaba dando las clases de teoría del arte en sustitución del catedrático, que andaba de conferencias por el caribe. Aprovecharía la ocasión para hablarles de teatralidad.
Convertirse ella misma en la clase le producía un divertido cosquilleo. Era una teoría con americana, corbata y pantalones cortos, o con tacones y gabardina roja, o con chaqué y aletas de buzo, era una teoría pingüino. Daba los mismo, lo importante es que cada vez que se bañase desnudo en el mar helado volvería a tomarse el tiempo para sentir si esa era realmente la idea, la posición o el argumento menos aburrido, menos moralista, más delirante o más ético.
Ya cuando se acercaba al edificio de artes, donde conocía a mucha gente, notó que efectivamente el cambio empezaba a causar los efectos esperados. Acostumbrados a como iba habitualmente, la gente empezó a quedarse a cuadros. Para evitar explicaciones previas a lo que consideraba su estreno, decidió no detenerse y dirigirse directamente al aula 122, donde a juzgar por el barullo que había frente a la puerta ya debía haberse corrido la voz. Excitados ante las expectativas de una clase más movidita de lo acostumbrado, los estudiantes se apresuraron a entrar según vieron que llegaba.
Hoy vamos a hablar de teatralidad, les dijo. He estado pensando estos días en cómo abordar este tema, que es complejo por un lado, pero muy sencillo por otro. Y no he querido complicar el planteamiento más de la cuenta, así que he decidido tomarme a mí misma como ejemplo práctico, aunque cuando digo a mí misma, en realidad ya estoy haciendo trampas, como podéis ver. Yo mismo soy también yo mismo y vosotras mismas, y este lugar y esta situación en la que nos encontramos ahora, porque todo esto, el yo, el vosotros, este lugar y esta situación, no funcionaría sin la mediación de los otros. Somos nos-otras, y remarcó con su cuerpo la separación entre las sílabas dando un saltito —más bien ridículo— hacia delante, los que hacemos que esto sea una situación viva, real, cambiante, y no se quede solamente en la inercia de un movimiento previsto por el sistema.
Lo de la teatralidad no es cuestión de que alguien se vista o se comporte de un modo más o menos llamativo. Eso sería una teatralidad un tanto hueca, que no es lo mismo que vacía, que se agotaría en el efecto sorpresa y en todo caso en el propósito buscado a través de un modo de vestirse o actuar que escapa a los códigos habituales. La teatralidad despliega todos sus matices y potencia cuando no se utiliza solamente como un medio para provocar una determinada impresión, sino como un fin en sí misma.
Esto no es una crítica a lo superficial o anecdótico, justamente la teatralidad se juega en las superficies y las distancias cortas, a través de anécdotas y pequeños momentos, silencios y errores. Es un saber de la piel, lo llevamos aquí por encima.
Y comenzó a pasarse las manos por todo el cuerpo demorándose en sentirse a sí misma en ese momento. Se dio cuenta de que estaba más nerviosa de lo que pensaba. Se le rebobinó entonces lo que llevaba de día, como un vídeo puesto al revés, hasta llegar al momento en que empezó a jugar con la ropa de sus compañeras de piso. Se sorprendía de ver cómo había llegado hasta ahí sin ni siquiera proponérselo. Notó un cierto vacío, como un miedo del que no quiso deshacerse, porque sintió que era su mejor aliado en ese momento, y se volvió nuevamente hacia los estudiantes, que empezaban a perder cualquier certeza acerca de qué iba todo aquello. El miedo es el verdadero motor de la teatralidad, les dijo, y en un golpe que a ella le pareció maestro se puso a hacer como si tocara aquel violín del mago Tamariz que había imitado tantas veces de niño cuando le salía bien un truco.
El auditorio se relajó con la broma, y nuestra catedrática de estética queer aprovechó para reconducir la charla. No es que el mundo se haya hecho más complejo, les dijo. Esa complejidad siempre ha estado ahí. La diferencia es que desde hace tiempo estamos luchando por contar con ella y ponerla sobre la mesa. Por eso el teatro es nuestro mejor aliado. No me refiero al teatro que se hace en los teatros oficiales, sino los pequeños teatritos que nos montamos todos los días para iluminarnos con una verdad que no es la mía ni la tuya, es otro tipo de verdad. Los teatros que nos inventamos para hacernos un homenaje, vaya. Para darnos un gusto, disfrutarnos y dejar que los demás disfruten de nosotras. Los teatros que nos montamos para vivirnos y pensarnos de un modo no previsto.
Seguro que conocéis a Richard Sennett, el famoso sociólogo estadounidense, que debe de andar tan mayor el hombre… dediquemos esta clase a Richard Sennett, y aprovechemos para decirle con todo el cariño que aun sabiendo que estamos equivocadas no estamos de acuerdo con él. Insistir en el error, o mejor dicho en la errancia, en el error que nos lleva, es algo propio de la teatralidad. Sennett afirma que el declive del hombre público, en un libro de los años setenta que lleva este mismo título El declive del hombre público, se debe a que estas complejidades del mundo interior, que él identifica con el plano de las emociones y lo íntimo, saltaron a lo público. Pero la exteriorización de los afectos no ha servido únicamente para alimentar lo que luego se conocería como el capitalismo de las emociones, haciendo más difícil que haya unas convenciones que organicen con claridad las reglas del espacio público. Si cada uno se hace visible en el ruedo de lo público apelando a sus neurosis, miedos y debilidades, jugando con sus emociones y las de los demás, cómo vamos a sostener un espacio común en el que entendernos, llegar a acuerdos y administrar de forma eficaz los recursos públicos.
Más allá de que ese mundo ideal del hombre público (porque lo de la mujer pública no suena bien) haya existido realmente, la historia no sucede en vano, y esas complejidades que ciertamente hacen que sea más complicado construir espacios comunes porque cada cual se cree el ser más original, maravilloso y único (cuando no al revés, y te piensas como una perfecta mierda que no tienes nada que ofrecer y por tanto tampoco nada que exigir), todas esas complejidades, digo, han venido para quedarse, y que sea por mucho tiempo. Lo público a partir de ahora será complejo, inestable y diverso, o no será público. Costará más sostener espacios comunes, acuerdos y políticas de consenso, pero para eso estamos aquí.
No se trata de dejar de bucear en la verdad de las apariencias, como aconsejaba Chesterfield, un famoso político británico del siglo XVIII, que es el momento en que todo esto empieza a enunciarse. Este sabio estadista al que cita Sennett en su libro le decía a su hijo, seguramente con mucha razón, que el mundo iría mejor si tratáramos a las personas “como son y no como probablemente sean”.
Sabio consejo, si no fuera porque esta vieja diferencia entre lo que se es y lo que probablemente se sea, es decir, entre ser y parecer, o entre verdades aparentes y mentiras probables, planteada así, tal cual, nos terminaría llevando a ese inmenso barrizal del que vamos a salir todas apestadas de mierda. Sigamos mejor leyendo lo que dice este Chesterfield cuando se hace más banal –bendita banalidad- y pasa a comparar esto del ser y el parecer con la ropa y el modo de usarla. Ahí ya la argumentación empieza a tener otro sabor en la medida en que empieza a ponerse en relación con un cuerpo, o mejor dicho, en este caso, con la ausencia de un cuerpo. “Las prendas de vestir, continuaba este defensor de lo público, tenían un significado independiente de quien las llevara y de su cuerpo. A diferencia de lo que representaba en el hogar, el cuerpo era una forma para ser vestida”.
Y con esto llegamos al meollo de la cuestión. En ese momento miró la hora y vio que no le quedaba mucho tiempo. ¿Por dónde iba? El cuerpo, efectivamente, no es únicamente una cosa para ser vestida. Al igual que la teatralidad, sostenida por los cuerpos, estos tampoco son un puro instrumento sino un fin en sí mismos. Aunque en otras épocas e incluso ahora y probablemente en el futuro, no faltará quien piense que el cuerpo es solo un medio para vestirse, quizá por estar más atento a las superficies, no por el deseo de gozarlas y pensarlas en sí mismas, sino por su utilidad para ocultar lo que no dejan ver: todas esas complejidades, emociones e histerias que ponían en peligro un espacio público hecho de occidentales y ricos fundamentalmente. Para todas las demás, para las que vestir no es solo un modo de significar algo, sino un modo de abrirnos a un pequeño espacio de debilidades inventadas, para todas nosotras, hombres, blancos, heterosexuales e indigentes que no quisimos ser ni blancos, ni hombres ni indigentes, nunca estuvo hecho este espacio público. Es por esto que antes os decía que el miedo convertido en pasión es el alimento del verdadero teatro, aquel que no sabe todavía el personaje al que está jugando porque no sabe todavía frente a quién y en qué circunstancias le va a tocar perder. Perder en el buen sentido, claro, por el puro placer de sentirse dentro y fuera al mismo tiempo, y alimentarse de la fuerza de lo intrascendente.
Porque la verdad de la teatralidad no se juega en el plano de las representaciones y los significados. Yo no soy ahora un hombre porque lleve corbata, yo no soy lo que parezco, pero vosotras tampoco sois lo que parecéis. Somos eso combinado con mil cosas en movimiento y cuyo resultado depende de cada momento, con quiénes estamos y cómo nos encontramos.
La verdad de la representación no consiste en la representación en sí misma, sino en el modo de sostenerla, en la necesidad desde la que se asume y el deseo con el que se encarna. Ser mujer u hombre, o bombero o pingüino, no es cuestión de parecerlo, de llevar falda, tacones o manguera, sino del modo como se sostiene esa representación, que es siempre la identidad de un otro, o dicho al revés, es siempre un otro el que habita, vive y se muestra a través de estas identidades. Luchar por el derecho de las identidades subalternas es parte de la política, el resto es parte de la vida.
¿Qué así es imposible hacer leyes y política? Yo diría más bien lo contrario, que es justamente porque es así, porque somos complejos e inestables, cambiantes y fugaces, que necesitamos leyes y políticas. Porque si efectivamente una prenda de vestir tuviera un significado independientemente de quien la lleve, entonces es cuando no necesitaríamos política, sino simplemente buenos sastres. Y que esto no significa el fin de la política, sino en todo caso el fin de su política, de la política de aquellos que creen que todo tiene que estar claro antes de sentarse a una mesa, cuando es justamente al revés, nos tenemos que sentar a una mesa porque nada está claro, ni siquiera que haya una mesa.
He
dicho. Y alzando el brazo derecho, como para saludar al tendío, se dio la
vuelta al ruego imaginando que recibía los aplausos de todo el auditorio. Pero
en lugar de aplausos lo que hubo es un silencio cada vez más oscuro. Así que
trató de continuar.
La
teatralidad no opera por identificaciones, no hay verdades por un lado y
mentiras por otro, ni está lo que eres frente a lo que pareces ser. Esto no
funciona así, aunque así nos lo hayan hecho creer pensadores, filósofos y
estadistas tratando de ordenar mundos que al fijarlos se quedan tiesos, congelados,
inertes.
En ese
momento empezó a sonar la alarma de un teléfono. Se dio cuenta de que no había
nadie delante que la escuchara ni estaba dando una clase en la universidad. Que
en realidad lo que tenía que hacer era salir corriendo para asistir a una
reunión de padres en el colegio de su hija. Así que mientras se quitaba la ropa
que llevaba puesta y se ponía lo que tenía más a mano, pensó que cuando llegara
a la reunión les iba a decir a todas que lo había que hacer es vestirse del
otro sexo, que las madres fueran como padres y los padres como madres, e invitar
por supuesto a sus hijas a que hicieran lo mismo, y celebrar la reunión de esa
manera, que así lo verían todo desde otra perspectiva.
Pero según acabó de fregar los platos que quedaban de ayer pensó que por suerte no tenía hijas y que aunque las tuviera dudaba mucho que se atreviera a soltar ese speech en la reunión del colegio, y que para eso mejor ser profesora de estética queer en una universidad aunque fuera inventada, porque ella en verdad lo que necesitaba no era ni una universidad, ni niños, ni colegios, ni teorías inventadas, lo que necesitaba eran sus maravillosos zapatos de tacón y un sueldo al final de mes para que la dejaran vivir en paz, o un traje de buzo y dos o tres pisitos en la Gran Via de les Corts Catalanes para ir tirando adelante, y que si alguien quería saber qué era la teatralidad pues que bajara a la calle y se lo preguntara a las farolas, que son las que más saben de esto.
Antes de acabar de releer el post Pablo ya sabía cómo tenía que continuar su historia, así que empezó a recitarla en voz alta, en pie frente al ordenador, parándose al final de cada verso, como una actriz inglesa y decadente soñando con una época que nunca vivió:
Twelve o'clock. Along the reaches of the street Held in a lunar synthesis, Whispering lunar incantations Dissolve the floors of memory And all its clear relations, Its divisions and precisions, Every street lamp that I pass Beats like a fatalistic drum, And through the spaces of the dark Midnight shakes the memory As a madman shakes a dead geranium.
Half-past one, The street lamp sputtered, The street lamp muttered, The street lamp said, "Regard that woman Who hesitates towards you in the light of the door Which opens on her like a grin. You see the border of her dress Is torn and stained with sand, And you see the corner of her eye Twists like a crooked pin."
The memory throws up high and dry A crowd of twisted things; A twisted branch upon the beach Eaten smooth, and polished As if the world gave up The secret of its skeleton, Stiff and white. A broken spring in a factory yard, Rust that clings to the form that the strength has left Hard and curled and ready to snap.
Half-past two, The street lamp said, "Remark the cat which flattens itself in the gutter, Slips out its tongue And devours a morsel of rancid butter." So the hand of a child, automatic, Slipped out and pocketed a toy that was running along the quay. I could see nothing behind that child's eye. I have seen eyes in the street Trying to peer through lighted shutters, And a crab one afternoon in a pool, An old crab with barnacles on his back, Gripped the end of a stick which I held him.
Half-past three, The lamp sputtered, The lamp muttered in the dark. The lamp hummed: "Regard the moon, La lune ne garde aucune rancune, She winks a feeble eye, She smiles into corners. She smoothes the hair of the grass. The moon has lost her memory. A washed-out smallpox cracks her face, Her hand twists a paper rose, That smells of dust and old Cologne, She is alone With all the old nocturnal smells That cross and cross across her brain.” The reminiscence comes Of sunless dry geraniums And dust in crevices, Smells of chestnuts in the streets, And female smells in shuttered rooms, And cigarettes in corridors And cocktail smells in bars.
The lamp said, "Four o'clock, Here is the number on the door. Memory! You have the key, The little lamp spreads a ring on the stair, Mount. The bed is open; the tooth-brush hangs on the wall, Put your shoes at the door, sleep, prepare for life." The last twist of the knife.
Thomas Stearns Eliot, Rhapsody on a windy night.
Contento con su actuación, se miró al espejo, encendió otro cigarro, agarró una cerveza, se puso los tacones, e imprimió el texto para salir al balcón a cantarle a la noche sus secretos de alcohol.
Las doce. A lo largo de los cauces de la calle sostenidos en síntesis lunar, susurrando encantamientos lunares, se disuelven los suelos de la memoria y todas sus claras relaciones, sus divisiones y precisiones, cada farol que dejo atrás resuena como un tambor fatalista, y a través de los espacios de lo oscuro la medianoche sacude la memoria como un loco agitando un geranio muerto.
La una y media, el farol rociaba, el farol mascullaba, el farol decía: "Observa a esa mujer que vacila hacia ti en la luz de la puerta que se abre hacia ella como una mueca. Ves que el borde de su vestido está desgarrado y sucio de arena, y ves que el rabillo del ojo se le retuerce como un alfiler torcido".
La memoria arroja y deja en seco una multitud de cosas retorcidas; una rama retorcida en la playa, devorada, lisa, y pulida como si el mundo rindiera el secreto de su esqueleto, rígido y blanco. Un muelle roto en el solar de una fábrica, óxido que se agarra a la forma que la fuerza ha dejado dura y enroscada y dispuesta a dispararse.
Las dos y media. El farol dijo: "Observa al gato que se aplana en el arroyo, saca la lengua furtiva y devora un bocado de manteca rancia". Así la mano del niño, automática, salió furtiva y se embolsó un juguete que corría por el muelle. No vi nada tras los ojos de ese niño. He visto ojos en la calle tratando de escudriñar a través de postigos con luz, y un cangrejo una tarde en un charco, un viejo cangrejo con lapas en la espalda, agarró el extremo de un palo que le tendí.
Las tres y media, el farol espurreaba, el farol mascullaba en lo oscuro. El farol canturreaba: "Observa la luna, la lune ne garde aucune rancune, guiña un débil ojo, sonríe a los rincones. Alisa el pelo de la hierba. La luna ha perdido la memoria. Una desvaída viruela le agrieta la cara, su mano retuerce una rosa de papel, que huele a polvo y agua de colonia. Está sola con todos los viejos olores nocturnos que cruzan y cruzan por su cerebro". Viene la reminiscencia de secos geranios sin sol y polvo en grietas, olores de castañas en las calles, y olores femeninos en cuartos de ventanas cerradas, y cigarrillos en pasillos y olores de cócteles en bares.
El farol dijo: "Las cuatro. Aquí está el número en la puerta. ¡Memoria! Tienes la llave, la lamparilla extiende un círculo en la escalera, sube. La cama está abierta: el cepillo de dientes cuelga en la pared, deja los zapatos a la puerta, duerme, prepárate para la vida."
La vida de Henry Darger invitaría a fantasear como seguramente habrán hecho algunos de sus estudiosos con una biografía rayana en lo monstruoso, un terreno abonado para inventar historias de violadores de niñas o sicópatas en serie. Sin embargo, al final de su vida, lo que se encontró en el cuarto que ocupó durante cuarenta años no fue una casa llena de muertos como en el caso de Jack, el protagonista de la película de Lars von Trier, sino un cuarto desbordado de papeles, recortes de revistas, más de 15.000 páginas escritas en varios volúmenes, mundos fantásticos y cientos de dibujos con figuras cuyos rostros estaban calcados de cómics y revistas ilustradas que recogía de la calle. Este espacio de operaciones, el teatro íntimo y vital de este extraño personaje, pobre, introvertido y afable, fue convertido en un espacio de exposición al ser adquirido todo él por el Museo de Arte Folclórico de Chicago tras la muerte de su inquilino, y su obra forma parte hoy de instituciones artísticas de referencia internacional. Ficciones y realidad, arte y política, el horror imaginario y el horror real se cruzan en el campo abierto de la imaginación.
Hoy escuchaba en la radio, al hilo del juicio al “proceso” catalán, un término casualmente familiar en el medio del arte (aunque desconozco si en el la política también se le da a este término la categoría de obra), el caso es que alguien afirmaba que fuera del imperio de la ley lo único que queda es el todos contra todos, a lo que otro participante, animado por el moderador para que calentara el show mediático, añadió que esa ley proviene en realidad de una ley natural y universal que tenemos todos que asumir por el hecho de ser humanos. Estas opiniones, que podrían estar tomadas de una discusión de la escolástica medieval, dichas a comienzos del siglo XXI podrían llegar a tener por la fuerza de su anacronismo una cierta potencia artística, como si se tratara de una obra de Santiago Sierra en la que detrás de una vitrina, que podría simular el estudio de radio, se viera a este grupo de contertulios modernos con sus cascos, micrófonos, el café y los logotipos de turno, repitiendo en bucle la misma idea sobre la ley natural y el imperio de la ley.
Respiración artificial es un relato que funciona como una maquinaria delirante y autónoma de creación de historias a partir de citas, teorías y relatos robados a la historia y pasados por el molinillo de la imaginación. En ella Ricardo Piglia hace coincidir a Kafka y Hitler en el Café Arcos de Praga, un lugar conocido por reunir a la bohemia de la época, durante el año que este último tras haber intentado en vano ingresar en la escuela de Bellas Artes de Viena se refugia en el extranjero para librarse del servicio militar. En este encuentro casual el inventor de los campos de exterminio le cuenta a Kafka sus sueños de gloria para el futuro del imperio alemán. Son estos sueños los que convertidos en pesadilla el escritor checo transforma en una de las joyas de la literatura del siglo XX, como si por una suerte de justicia poética el artista y el estadista, el genio y el monstruo tuvieran que estar a la misma altura aunque en distintos terrenos. El espacio común vuelve a ser la imaginación, un medio de límites difusos y con una potencia de la que seguramente nos queda mucho por aprender, que Giorgio Agamben, en un libro en el que no por casualidad habla también de Henry Darger, expone también como el lenguaje de la historia.
Los imaginarios de Kafka y Hitler, o de Henry Darger y los contertulios en cuestión aspiran a cuotas de realidad distintas. El problema, como sabía bien el Marqués de Sade, no es el imaginario en sí, sino las prácticas y modos de socialización que los sostienen. O dicho de otro modo, el problema no son los mitos, sino los ritos a que dan lugar estos relatos.
Oyendo este debate me preguntaba para quién estaban hablando, pero lo mismo nos podríamos preguntar acerca de cualquier otro personaje público, e incluso, como en el caso del no-artista de Chicago, de cualquier otro personaje no público, entendiendo que la condición de público es algo que está presente aún antes de nacer el objeto sobre el que se aplica. El problema es cómo utilizar dicha condición. El tercer ojo lo ve todo porque lo hemos creado nosotros. Tampoco es fácil dejar que nos mire, porque se trata de una invención colectiva que hace que habite en nuestras cabezas aun antes de darnos cuenta. Es como si los demás lo hubieran puesto dentro de nosotros, pero los demás somos también nosotros. Un lío que hace que finalmente no resulte fácil decidir frente a quien estamos actuando o para quién escribimos.
Recuerdo que en una obra de Juan Domínguez, Entre lo que ya no está y lo que todavía no está, a la que le dedique un texto que he recuperado ahora para este blog, aparece él mismo convertido en un pequeño buda que lo mira insistentemente mientras hace el amor. Nunca estamos solos. Nos miramos nosotros mismos convertidos en seres imaginarios, nos mira el espejo, la infancia, el pasado, la institución, la pareja o simplemente la necesidad de tener trabajo o alcanzar algún tipo de reconocimiento. Nos mira todo aquello que conocimos y ya no está, quienes conocimos y ya se fueron, pero también los que no conocimos pero intuimos, sentimos, supimos que algún día estuvieron. Finalmente somos nosotros mismos los que nos miramos, desde todo aquello que ya no somos, sosteniendo estos mundos imaginarios que terminan funcionando como un vacío que hay que llenar, puntos de fuga que abren espacios de indeterminación frente a los que reinventarnos y que por momentos llegan a poner en peligro nuestra resistencia mental.
En esta misma obra se contaba otro encuentro casual, en este caso entre el propio artista y Susan Sontag en un café de París. Entusiasmado por la oportunidad, Juan Domínguez le echa coraje y se pone a hablar con la escritora. En un momento le pregunta si ella piensa en sus lectores cuando escribe. A lo que Sontag contesta que no escribe porque haya lectores, sino porque hay literatura. Una respuesta que podríamos esperar también de Piglia y en general, pasado el siglo XX, de cualquier “artista”, entendiendo por artista cualquiera que utiliza los medios de hacerse público como un lugar para imaginar y crear, un lugar para transformar la realidad, aunque sea durante el tiempo que dure la ficción. Quien te mira ya no es el público, sino el propio medio artístico convertido en un espejo abstracto que se usa para medirse frente a esas instancias externas.
La respuesta de Sontag remite a aquellos tiempos de estructuralismos, post-estructuralismos y otros formalismos más o menos obtusos. Puede ser una manera convincente y en todo caso ingeniosa de resolver el marrón: ¿para quién escribes, para quién sales a escena, para quién haces una exposición? En aquellos años sesenta y setenta en los quese pone nombre a muchos de los fenómenos que se venían desarrollando a lo largo del siglo XX, este tipo de acercamientos formales dio mucho juego. Me pregunto si una vez que todo esto ha quedado asimilado por el medio cultural sigue teniendo la misma fuerza.
La potencia
de este argumento es que ofrece algo concreto y casi material a lo que
agarrarse, el ejercicio de la literatura, de la plástica, del movimiento; el
riesgo es caer en una espiral autorreferencial que termine prescindiendo de
todo lo que no sea la propia literatura, la propia escena o la propia imagen.
La dimensión pública de una actividad, especialmente si tiene un lado creativo, no se agota en el público al que puede llegar, un hecho bastante incierto al que a menudo se trata de reducir el sentido de una actividad en un dudoso ejercicio de democratización. Responder, por otro lado, a esa dimensión pública apelando al placer de la escritura, como propone Barthes también en aquellos años, supone nombrar solo parte del problema. Esta posición que con cierta distancia podríamos relacionar con la reivindicación en el contexto de las artes vivas de la alegría de los cuerpos y la potencia de la fiesta, ha vuelto a ponerse en boga como resultado de una necesidad de recuperar experiencias colectivas y discursos críticos de aquellos años que nos llegan hoy ya con la potencia de los mitos. Pero el problema, insisto, son las formas de actualizar y sostener estos mitos.
La creación artística tiene algo que la convierte en un fenómeno intrínsecamente público. Al mismo tiempo que se realiza una acción, se construye una imagen o se inventa una trama, comienza a abrirse un espacio público delimitado por ese tercer ojo, una mirada externa que permite situarnos de una forma imaginaria y no por ello menos real en un medio público. Creer en la eficacia de una actividad artística por los comentarios, críticas, devoluciones o simplemente porcentajes de público, ventas o visitas en internet permite sostener esa ficción teleológica que trata de salvarla en términos de utilidad, pero la ficción más potente, y más perversa también desde el punto de vista de su rentabilidad, es la que asegura que su sentido se cumple en el momento mismo en el que se está realizando. La creación empieza a tener sentido antes de que se haga pública y trate de hacer coincidir esa tercera instancia con un determinado horizonte de recepción. Este tercer ojo no es la mirada del público, ni coincide exactamente con ninguna otra realidad objetiva, sino que es resultado de un discurso colectivo, un imaginario compartido que explica también que haya arte o literatura.
El problema del arte no es llegar a identificar ese tercer ojo, denunciar su presencia o negarla, sino apropiarse de ese lugar de pérdida, jugar con él, desplazarlo o multiplicarlo. En una palabra, salir a la plaza y torearlo. Esta imagen nos permitiría reunir en un mismo ruedo a Darger, Kafka, Hitler, el Marqués de Sade, Piglia, Juan Domínguez, Barthes, los contertulios de la radio o yo mismo, toreando cada cual el toro que ha escogido.
“Todos sois hombres en esta plaza, y esto denuncia lo irreal de este sueño que es más bien una pesadilla de hombres occidentales”, me decía Simone de Beauvoir, a quien mandé este post en referencia a su ensayo sobre el Marqués de Sade. Y no le falta razón, sin embargo, tirando de este hilo ficticio, y a falta de completar el cartel de la corrida con Sontag, que aunque estadounidense y blanca, vale por mujer, podríamos invitar a otro torero más, también hombre y mexicano, aunque no racionalizado, Héctor Bourges y el equipo de Teatro Ojo, y preguntarnos por el lugar que ocupaba en su obra Lo que viene, de la que me ocupé en el post anterior, un mundo artístico como el de Darger desarrollado en soledad como una forma de supervivencia, y que solo se llegó a hacer público después de muerto y de forma ajena a su voluntad. La referencia a la práctica compulsiva de Darger en un proyecto con una clara vocación de reflexión pública y discusión abierta, funciona como una de esas contradicciones desde la que salvar la normalidad con la que se acepta esta vocación de ser públicos que termina a menudo conduciendo a lugares tan anormales.
Sentirse mirado por alguien como Darger, que vivió sin dirigirse a casi nadie que formara parte de su entorno, no es tarea fácil. Cuenta quien lo conoció que tuvo un solo amigo y que con quien llegó a demostrar un trato más cariñoso fue con el perro de la vecina. Eso le da una condición divina y monstruosa a la vez, la de mirar el mundo, como sin duda no dejó de hacer por lo que se refleja en sus dibujos y proyectos tan minuciosos como apuntar el pronóstico meterológico de cada día durante un año para constatar un permanente error de cálculo, y no mirar a nadie.
Aunque el Papa abría ahora la cumbre mundial por la pederastia diciendo que “Dios nos mira y exige de nosotros medidas concretas y efectivas”, lo anacrónico de la escenografía del encuentro haría pensar más bien en esa ley natural que lo último que admite son “medidas efectivas” como seguramente pensaba Darger, quien por otro lado era un ferviente creyente que podía asistir a misa varias veces al día. Si bien, a pesar de ello, no dejó de luchar por esas medidas en el fantástico universo de las Vivian Girls.
Esta imagen podría ser una ilustración más de los Realms of the Unreal de Darger y la guerra de estas Vivian Girls, las siete princesas que lideran la revolución de los niñas esclavas, a las que a menudo pintaba con pequeños genitales masculinos, en la Nación Cristiana de Abbiennia, impuesta por los glandelianos.
Si el universo de este extraño artista se sostiene como una actividad clandestina en mitad de las condiciones extremas en que le tocó vivir, el trabajo de Teatro Ojo apunta en el sentido opuesto, hace aflorar la memoria colectiva de los lugares para generar un debate público. No obstante, por situarse en puntos contrarios hay algo que también los cruza, al constituirse como reacciones al lugar o el no lugar que ocupamos frente a la historia, la esfera pública, la memoria colectiva y la propia institución.
El mundo de fuera, que en el caso de Lo que viene invade el escenario, abierto a lo largo de todo el día para que los asistentes lo recorran transitando entre columnas de periódicos y memorias personales, nutre igualmente la obra de Darger. La diferencia estriba en que Teatro Ojo crea una dimensión escénica y teatral efectiva que se activa con la intervención del público, los espacios y la memoria, mientras que el universo de Darger se activa de forma imaginaria en el momento en que empieza a escribir, a hacer el primer recorte, calcar la primera figura de las revistas o registrar el primer pronóstico meteorológico. Como cualquier otro imaginario con la suficiente fuerza como para sostenerse a sí mismo, el mundo de Darger es público antes de que llegue al público, como lo es también la historia de México que pone en juego Lo que viene. Las prácticas de creación, como la historia, no suceden primero y se hace pública después, sino que son constitutivamente públicas, aunque los modos de comunicarlas y sostenerlas varíen.
El desinterés
de Darger y tantos otros artistas que habrán pasado por la historia sin dejar
rastro por comunicar su obra puede responder a razones de orden muy distinto, sicológicas,
socioculturales o simplemente económicas, pero paradójicamente es el lado más
potente por lo que tiene de contradictorio desde el que pensar la dimensión
pública del arte.
Esta dialéctica de contrarios llevada a un extremo naif entre aceptación y rechazo recorre el trabajo de Darger, organizado en torno a un juego de oposiciones entre ficción-realidad, masculino-femenino, mundo adulto-mundo infantil, inocencia-culpabilidad, que inevitablemente, desde el momento en que lo convertimos aquí en objeto de debate, se termina proyectando al dentro-fuera de la institución.
La paradoja de lo que se convierte en arte sin haber nacido con la intención de serlo resulta especialmente interesante para seguir discutiendo los procesos de (des)institución artística. Sobre este delicado equilibrio de contrarios entre lo que está fuera y lo que está dentro se sostiene el sentido de una institución en tanto que proceso vivo, y no simplemente conservación patrimonial y ejercicio público de autoridad. Con esta lógica el arte no ha dejado de alimentarse de aquello que no era arte. El proceso de institución artística solo puede subsistir en esa cuerda floja con lo que no está instituido, a diferencia de un proceso de creación personal que puede llegar a prescindir de la relación el mundo objetivo.
Esta separación originaria, traducida por la sicología como una forma de culpa y expiación, es lo que hace necesarios procesos de institución de lo público no restringidos a las instituciones oficiales, y hace necesaria la imaginación como ejercicio en el que reside la posibilidad de una cierta reconciliación con el mundo. Es en este punto que la obra de Darger y el trabajo de Teatro Ojo llegan a cruzarse.
Aunque tampoco sería difícil, continuando con nuestro delirio sobre el torero mexicano, fantasear con una versión de Lo que viene realizada por un Héctor Bourges encerrado como un loco en su apartamento en el DF durante los seis años que dura el primer mandato del gobierno del PAM al que se refiere Lo que viene, ocupado exclusivamente en recortar de forma compulsiva figuras y palabras de los diarios para construir un inmenso collage fantástico hasta tapar cada milímetro de las paredes de su apartamento, mientras que por las ventanas le llega el ruido de las excavadoras construyendo el memorial por las mismas víctimas del narcotráfico que aquel mismo gobierno había provocado.
Esta versión alternativa se apoya en la posibilidad de convertir la actividad creativa en una forma de vida sostenida a lo largo del tiempo. La dificultad para compartir una práctica de creación y sostenerla de un modo colectivo abre un espacio incierto entre ficción y realidad, imaginación y política. Si desde el punto de vista de su comunicación la propuesta de Teatro Ojo resulta más eficaz, desde el punto de vista del modo como esos mundos se sostienen a través del ejercicio diario, el trabajo de Darger adquiere una potencia colosal.
La institucionalización de su obra como de otros muchos trabajos provenientes de contextos ajenos al arte y el mundo occidental no se debe en primer lugar al estilo de una escritura o la calidad de los dibujos, sino al modo como han sido construidos, cómo se han utilizado y el lugar del que proceden inseparables de unas formas de vida, lo que los salva paradójicamente de quedar reducidos a un resultado a pesar de que hayan nacido para ser usados de formas muy específicas. La obra se convierte en la forma de vida con que se crea y se practica. Si la historia como las representaciones no es cuestión únicamente de ruptura y transgresión, sino de creer en ella y mantenerlas, el mundo fantástico de Darger adquiere una credibilidad que está a la altura de su desbocada imaginación. La distancia que se abre, sin embargo, entre el modo de construirlo día a día y el mundo que le rodea, le da una condición abismal. El trabajo artístico supone lanzarse a una suerte de vacío más terrible por cotidiano cuya potencia le confiere luego la capacidad de proyectarse más allá de su tiempo.
La institución se organiza en torno a una serie de relatos. Son los mitos que una sociedad actualiza a través de ritos como el del arte. Una historia necesita actualizarse a través de prácticas colectivas. Durante siglos el teatro ha sido la expresión literal de esta necesidad de celebración de la historia a través de la imaginación. Si el teatro íntimo y personal de Darger es hoy una pieza de museo, el reto de la institución consiste en activar su teatro íntimo y personal, como se hacía en el trabajo de Teatro Ojo, de manera que continúe vivo a través de su uso y formas de hacer. Este modo no está exento de la corrupción a la que está sujeto todo lo histórico, y en la que el arte y la propia institución es un campo abonado. La contradicción del término “instituciones oficiales” es una clara expresión de estos procesos de corrupción, y más en el caso del arte.
Una institución en tanto que proceso vivo implica un ejercicio de empoderamiento colectivo que funciona con recursos públicos, cuyo fin debería ser plantear espacios de transición y contaminación entre el mundo de fuera y lo ya instituido. La obra de Darger constituye hoy una de las referencias de un modo de entender y usar la actividad artística desde fuera del mundo del arte. Sin embargo, esta perspectiva es la que nos proyecta hoy la institución artística. Si alguien le hubiera dicho a Henry Darger que quien le estaba mirando era en realidad la institución artística, hubiera pensado que el loco era efectivamente quien le miraba, dios, el padre, la ley, la historia, la institución o el medio público al que nos asomamos cada mañana.
El problema de las instituciones es a quién representan. Por ejemplo, la institución artística. ¿Cuántos agentes del medio, técnicos, artistas, gestores, críticos, curadores, público en general, que trabajan en las instituciones o mantienen algún tipo de relación con ellas, se identificarían como sus representantes cuando a menudo ni siquiera se sienten representados por ella? Y cuando se habla de los represntados casi inevitablemente se llega a la pregunta por los representantes. La dialéctica entre inclusión y exclusión que se genera en la constitución de un espacio público y el cierre de la institución como ejercicio de autoridad, a lo que me refería en el post anterior, nos lleva a la tan citada crisis de las instituciones característica de las democracias liberales.
La crisis de los sistemas de representación, no solo en política sino también artes, es el relato que ha servido para representar una sociedad que, con una cierta ingenuidad visto desde hoy, cuando no cinismo o arrogancia, ha querido construirse sobre el principio del rechazo a las representaciones, los mitos y los relatos ya construidos, en favor de la originalidad, el momento de la experiencia y la inmediatez de la acción. La forma de entender este rechazo se ha ido desplazando de lo representado (contenido, ideas, relatos, ideología, valores) no solo a los representados y por ende a sus representantes, sino al complejo juego de relaciones entre los distintos agentes que sostienen dichas representaciones. La aparente falta de credibilidad de los mitos colectivos (en realidad fueron sustituidos por otros con un increíble poder de convicción, como la economía) ha sido el horizonte sobre el que la cultura contemporánea se articula: el valor de la experiencia y la posibilidad de un nuevo punto de partida, la posibilidad de otra historia. Pero dos siglos de revoluciones, transgresiones y manifiestos, han hecho patente que el problema no consiste únicamente en el momento de la ruptura y la acción, sino en los medios para sostenerla en el tiempo, en los medios de co-instituirla a largo plazo como un espacio creíble capaz de generar nuevas representaciones de nosotros mismos, espacios capaces de sostener no solo una historia distinta, sino otros modos de hacerla. Lo que terminó fallando no fue lo representado (valores, ideologías, formas), sino los vínculos entre los representantes y los representados y por extensión de un tejido más amplio de factores en juego, como el pasado, la memoria colectiva, el espacio o la institución.
Es por esto que tras una larga tradición de prejuicios, críticas y negación de la representación, definido como el momento negativo de la dialéctica, volvemos a encontrarnos con trabajos como las apologías de la representación de Andrea Greppi en el campo de la política, o los Cuerpos ajenos, de José Antonio Sánchez, originalmente titulado Ética y representación en el de las artes. Arte, política y otros ámbitos públicos vuelven a cruzarse movidos por una necesidad común de presentarse como espacios capaces de sostener historias y relatos colectivos. El rechazo de la representación fue el lujo de una sociedad que se hizo tan ilustrada que creyó poder dejar atrás sus oscuridades, fantasmas y muertos, para poner toda su fe en un único motor de la historia aparentemente transparente, la economía.
El problema no es solamente que la maquinaria esté permanentemente averiándose, sino que la amenaza de su colapso total forma parte de su propio funcionamiento. Cuando esto ocurre, que está constantemente, el problema ya no consiste solamente en recuperar una historia, un momento de ruptura y un nuevo punto de partida que nos reconcilie como sociedad de animales pensantes, como decía Nietzsche, quizá no tan inteligentes como habían creído, sino en sostener la historia que se nos viene encima con sus vacíos, fisuras y ausencias, en hacerse cargo no ya de aquellas narrativas trituradas por los mecanismos de la deconstrucción y los discursos formales del siglo XX, y cuyos restos, convertidos por la escena moderna en frases de movimientos, imágenes en bucle o textos en cascadas sonoras, parecen hoy mensajes cifrados lanzados a un porvernir que ya había llegado, sino de los pedazos sueltos que no dejan de aparecer entre las rendijas de la historia, pedazos a los que pertenecen todo aquello que termina excluido por la eficacia de dicha maquinaria en la gestión de los sistemas públicos. Legiones de expropiados en forma de personas, formas de vida, actitudes y modos de pensar, de las que es difícil no sentirse parte. No se trata, por tanto, de buscar la coherencia imposible de un relato de violencia, sino de sostener un territorio inestable de representaciones en el que representantes y representados aparecen como fichas en un campo de operaciones que está sin resolver. Ya no es la acción contra la representación, o el cuerpo frente a la historia, o el hacer frente al pensar, sino la acción, los cuerpos y las prácticas como posibilidad de una historia fragmentada, colectiva y por hacer.
Este es un lugar para repasar el sexenio que termina. Recordar los últimos seis años de nuestra vida. De la vida de cualquiera de nosotros. De quien quiera hablar en voz alta. ¿Cómo vamos a contar esto? Lo que nos pasa. Nuestra vida. La vida de cualquiera.
(Teatro Ojo, 2015)
Esta es la presentación de un espacio de representaciones con la que se encontraba el público de Lo que viene,un proyecto de la plataforma mexicana Teatro Ojo. Entre ese futuro inminente al que apunta el título y el pasado sobre el que se invita a reflexionar, emergen los restos de una historia difícil de sostener. Rodeados por un laberinto de periódicos de los últimos seis años, mesas de trabajo, y micrófonos abiertos al público, se lanzan preguntas:
¿Cómo ha sido tu vida en los últimos seis años?
¿Cómo ha sido tu vida en los últimos seis años?
¿Qué te preocupa?
¿Recuerdas algún sueño que hayas tenido en los últimos seis años?
¿Tienes algún presentimiento?
¿Extrañas algo del pasado?
¿Qué has cambiado en tu vida en los últimos seis años?
¿Cómo está tu familia?
(Teatro Ojo, 2015)
La pregunta por dónde estamos, qué ha pasado y qué podemos hacer son las que dan sentido a un proceso de institución de un terreno de juego que es también espacio de representaciones. Son las preguntas que se hace un grupo cuando quiere tomar conciencia de su lugar y sus posibilidades en el mundo. La cualidad cada vez más escénica, performativa y teatral de los ámbitos artísticos no responde ya a la necesidad de poner en escena el hecho artístico para mostrarlo por dentro a partir de un juego de distancias con el espectador, como fue en otro momento, sino a la actualización de estas preguntas, que no parten de una determinada subjetividad, sino de un cruce de agentes, sujetos, pasados, espacios públicos y deseos. Otra forma de plantear esta pregunta, que dejo para otro momento, es por quién nos está mirando, frente a quién estamos actuando.
Teatro Ojo empieza a
trabajar en 2002 pero es en el 2007 con S.R.E.
Visitas guiadas cuando abandona el formato
de dirección de actores y la sala teatral. Este trabajo consistía en un
recorrido para un solo espectador por la memoria de un edificio abandonado que
había sido testigo de la matanza de los estudiantes en 1968 en la mítica Plaza
Tatlelolco. A partir de ahí han desarrollado herramientas y formas de trabajo que
les han permitido intervenir en espacios y contextos distintos, multiplicando
las posibilidades de una escena que podía adoptar ahora el formato de la exposición,
el debate, la conferencia, el vídeo hasta la intervención por radio o
televisión o la propuesta de talleres abiertos al público.
Este desplazamiento remueve
no solo el lugar del público, que pasa de ser el receptor de la representación
a verse dentro de una situación extendida en el tiempo, sino por una pluralidad
de actores entre los que están los creadores, la historia política, el pasado
personal de cada cual, sus deseos, miedos y frustraciones, y el propio espacio público
del teatro; un tejido de relaciones que aflora a partir de las condiciones
particulares y la memoria de los sitios. Los asistentes se convierten en un
agente más dentro de una red de actantes puestos en relación durante el tiempo
suspendido al que da lugar la obra.
Lo teatral deja de ser un
protocolo heredado de ciertos ámbitos y formatos de representación
identificados como teatros para convertirse en una potencia capaz de emerger en
un lugar cualquiera y entre personas cualesquiera. La emergencia de lo
teatral como forma de instituir un espacio público es resultado de un complejo
juego de miradas, presencias y sobre todo ausencias, y unas memorias
compartidas por una pluralidad de actores que tienen la conciencia de estar
formando parte de una misma situación abierta e imprecisa.
Teatro Ojo es uno de los nombres de referencia en
el campo de la investigación teatral y los nuevos lenguajes en México. La
difusión de su trabajo en España, donde casualmente Bourges estudió cine
documental —un dato interesante para entender la génesis de su trabajo—, ha
sido más bien escasa, quizá por un tipo de trabajo que exige tiempos extendidos
y no se traduce en un producto al uso (aunque dudo que estos términos sigan
teniendo algún sentido más allá del supermercado de la cultura). Además de su
participación en distintas exposiciones colectivas, como en el Museo Reina
Sofía (Madrid) en Playground. Reinventar
la plaza, en La Alhóndiga (Bilbao), dentro de la exposición El contrato, comisariada por Bulegoa, o
más recientemente en la Bienal de Jafre (Girona), la última vez que estuvieron
por aquí con un proyecto más escénico fue con la Gran Rifa d´un fabulous viatge a Mèxic, en colaboración con el
grupo catalán Obskené para la Fira Tàrrega en el 2014, y Ponte en mi pellejo, en el ya desaparecido Fringe de Madrid en el
2013 en Matadero.
En el 2016 Bourges participó también en el seminario organizado por Artea y el Museo Reina Sofía, Dispositivos escénicos y modos alternativos de ser público, con una intervención en forma de exposición, debate y encuentro, “Lo que viene (abrir y cerrar los ojos)”, para la que invitó a artistas y académicos a reaccionar ante un atlas de imágenes de la violencia en México. Para este trabajo retoma el nombre de aquel proyecto del 2012 con el que volvieron a la caja negra del teatro. Sin embargo, tanto en este último trabajo más puntual como sobre todo en la obra original no se trataba de reconstruir una historia, sino de desorganizarla como una especie de puzle difícil de recomponer. ¿Cómo se reconstruye el puzle de la historia de la que formamos parte?
Lo que viene nace, como muchos proyectos de esta plataforma, como respuesta al momento histórico que se vivía en México en 2012 tras el primer sexenio del PAN (Partido de Acción Nacional). La guerra abierta contra el narcotráfico declarada con la llegada al poder de Felipe Calderón elevó los índices de violencia hasta límites desconocidos. En las inmediaciones del Teatro del Bosque, donde les invitaron a hacer este proyecto, el gobierno estaba levantando un memorial por las víctimas de la violencia del narcotráfico de las que él mismo era en cierto modo responsable, un monumento que estaba todavía en obras cuando se hizo el trabajo.
Aunque no se utiliza la escena como espacio de representación en el sentido tradicional, insisten en que tenía que hacerse en el escenario, frente a otras opciones que les habían propuesto como el hall o espacios aledaños que podían parecer más adecuadas puesto que no había “actores” y se trataba más bien de una exposición. ¿Cuál es el valor del teatro, y por extensión de una institución artística, cuando ya no se utiliza según los usos ya aprendidos?, ¿cuál es la potencia de un teatro o un museo cuando las funciones tradicionales que lo articulaban dejan de darse tal y como las hemos conocido?
El
espacio de actuación se convierte en una suerte de exposición viva, un lugar de
cruces y reflexión con y sobre la memoria de un periodo que acababa de
concluir. Para ello reunieron un ejemplar del diario de La Jornada de cada día durante estos seis años, que expusieron
agrupados en seis filas, una por año, de doce columnas cada una, y se colocaron
varios micrófonos por los que el público podía compartir reflexiones a partir
de las preguntas y los materiales propuestos, y cuyas voces se oían también en
el exterior del teatro. A un lado del escenario había dispuestas mesas con
material de papelería para intervenir los diarios. También era posible
responder las preguntas desde fuera llamando por teléfono. Finalmente, en uno
de los laterales se proyectaban las imágenes grabadas durante el día del
progreso de las obras del memorial por las víctimas que se estaba construyendo
unos metros más allá.
La obra incluía otros elementos, como la referencia al mundo fantástico del escritor y artista visual Henri Darger, que se ocupó a lo largo de toda su vida en la delirante historia de las habitantes de un extraño planeta, las Vivian Girls, que luchan por abolir la esclavitud infantil, un trabajo ingente de más de 15.000 páginas para cuya ilustración en centenares de dibujos utilizó imágenes de los diarios, cómics y revistas ilustradas que recogía de la basura. Este ejercicio detenida y un tanto mecánico del collage, la copia y el calco era propuesta por Teatro Ojo como una manera de reflexionar e intervenir en un sentido más material y plástico, casi a modo de meditación, sobre las imágenes con las que se hace la historia. Estas y otras cuestiones sobre la producción de Teatro Ojo pueden ampliarse en el estudio de Rodrigo Alfaya (2019) “El silencio está por venir”, a quien agradezco el trabajo, que aparecerá en breve en el libro Tiempos de habitar.
El público de Lo que viene, confrontado con una
memoria común, es el objeto último de una exposición viva que funciona como un entorno
de reflexión colectiva. El hecho de tratarse de un teatro acentúa la cualidad
social, afectiva y emocional, la condición de actores de los asistentes y el
sentido colectivo de lo que está ocurriendo. La autoría individual de la obra
se deshace, y los tiempos también varían con respecto a los usos habituales del
teatro, ahora este pedazo de memoria pública es accesible a lo largo del día y
su activación, que es la activación de un pasado, puede empezar en cualquier
momento.
Unos años más tarde, en
el 2018, Teatro Ojo vuelve a transformar el Teatro El Galeón en una exposición
de voces de gente común. Deus ex machina
consiste en un call center abierto
durante varias horas al día desde el que se llama a números al azar dentro de
México. Las conversaciones se oyen en toda la sala, mientras que en una
pantalla grande se ve el Estado de México con el que se está hablando. Cuando alguien
contesta se le explica la situación:
Agente/ llamador- Buenas tardes, mi nombre es (…) y le llamo desde el teatro El Galeón del Instituto Nacional de Bellas Artes ubicado en la Ciudad de México. Estamos realizando una breve entrevista para el desarrollo de un proyecto de arte público. No le pediremos datos personales. Su voz será escuchada en el teatro. ¿Desea participar? (Bourges, 2019)
La entrevista se desliza por tonos y temas
distintos guiados por preguntas que como en el caso de Lo que viene podían ir desde lo más cotidiano —qué estaba haciendo cuando sonó el teléfono, qué está viendo ahora—,
hasta cuestiones políticas, datos históricos, miedos, sueños o presentimientos.
El público podía seguir el transcurso de las conversaciones o sentarse en uno
de los puestos para escuchar conversaciones pasadas y documentación sobre el
proyecto.
En principio se trataba de generar una escena desterritorializada que se dispersara de manera simultánea por todo el país, que intentaba hacer aparecer voces provenientes de los lugares más recónditos del territorio nacional. Una acción reiterada —y no carente de angustia— que buscaba invocar a esos otros que están fuera de escena. Reconocer en la unicidad de cada voz, en la diversidad de sus tonos, acentos y matices; cómo y de quiénes somos contemporáneos en este Estado-Nación al que llamamos México.
(Bourges, 2019)
Donde dice México
podríamos poner cualquier otro Estado. Lo que queda por fuera de la institución
o está en las zonas invisibles de un Estado es el umbral desde el que medir la
salud de un sistema público. Un proceso de institución se hace inteligente en
la medida en que reacciona, responde y abre canales con el mundo de afuera, y
pierde inteligencia en la medida en que se cierra sobre sí mismo. Una
institución que se cree sabia en función de su patrimonio, su pasado, sus
archivos, su historia y sus valores, corre el riesgo de quedar petrificada,
como aquellos animales idiotas de Nietzsche, mirando a la nada, mientras que ese
capital cultural pierde actualidad al no ponerse y exponerse como servicio
público. Por eso, como decía al comienzo de estas reflexiones, la pregunta no
es si se trata de teatro o museo, sino la incertidumbre y el grado inclinación que
sostiene un proceso de (des)institución pública.
Referencias
Bourges,
Héctor, Entrevista realizada por Fernanda Villegas en el Centro de Artes Dramáticas
C. A. (CADAC). 12.07.2012. Vídeo
You Tube
Bourges,
Héctor, “La conversación infinita: ¿Es el arte un modo de intervenir en la
esfera pública?. En Óscar Cornago y Zara Rodríguez, coords., Tiempos de habitar. Prácticas artísticas y
mundos posibles, Cuenca, G9 ediciones / Universidad de Castilla-La Mancha,
2019, pp. 121-143. (En prensa.)
Herrera
Alfaya, Rodrigo, «El
silencio está por venir. Un acercamiento al debate de lo público desde las
artes escénicas y la defensa de la palabra». En Tiempos de habitar. Prácticas artísticas y mundos posibles, eds. Óscar
Cornago y Zara Rodríguez, Cuenca, G9 ediciones / Universidad de Castilla-La
Mancha, 2019, pp. 239-255. (En prensa.)
Teatro Ojo, «Teatro Ojo». En No hay más poesía que la
acción. Teatralidades expandidas y repertorios disidentes, eds. José A. Sánchez, Esther Belvis,
México D.F., Paso de Gato, 2015, pp. 217-232.
Y finalmente quizá dé lo mismo si es teatro o museo, lo importante es cómo funcionan, para qué valen y qué tipo de valores, formas de representación y prácticas se movilizan a través de estos imaginarios institucionales. En 1973 Marcel Broodthaers, anticipando lo que luego se conocerá como crítica institucional, se preguntaba por «el papel de lo que representa la vida artística en una sociedad —a saber un museo»; se preguntaba por el papel de la institución artística por definición, el museo, o dicho de otro modo por el tipo de sociedad que se articula a través de estas instituciones (artísticas), que no estuvieron al margen, sino al contrario, en la formación de lo que hoy conocemos como esfera pública.
¿A qué tipo de sociedad
da lugar el arte? Esta pregunta hizo de motor de la obra del artista belga,
construida como una ficción autónoma, como él mismo la definió, que se
superponía a la propia institución. Broodthaers no crea solo una obra para ser
expuesta sino un museo, una institución o un contexto de exposición para su
propia obra. La obra ya no se reduce al objeto exhibido, sino que se apropia y
cuestiona las condiciones, discursos y marcos que la convierten en un hecho
artístico. Desde el plano de la ficción se interviene en el contexto en el que
se expone. Las condiciones de producción y formas de uso del espacio artístico
se convierten en parte de la ficción que una vez institucionalizada daría
legitimidad a la obra y organizaría la esfera pública del arte.
El gesto no es nuevo, ya
Duchamp redujo sus trabajos de escala para poder llevarlos en su famosa boîte en valise que le servía a su vez
de espacio expositivo. Sin embargo, no hace falta inventar la ficción de un
museo para que la actividad artística se haga cargo del entorno que la produce,
o al revés, para que el entorno se haga cargo de la obra. En una y otra dirección
esta relación es inevitable. La institución no se construye al margen de los
proyectos, obras y actividades que produce, ni tampoco estos pueden entenderse
si no es con el horizonte de fondo de la institución que los programa, aunque
sea para cuestionarla, transgredirla o bendecirla.
En los últimos años es cada
vez más frecuente asistir a un teatro y tener la impresión de que lo que
estamos viendo podría tener lugar en un museo, galería o espacio de artes
llamadas visuales, y también al revés, exposiciones que se activan, museos que despliegan
formas de teatralidad o galerías convertidas en escenarios, que podrían formar
parte de la programación de un festival o centro de artes calificadas como
vivas. ¿Desde dónde plantear estas confluencias? Más allá de la necesidad de
experimentar con los horizontes de expectativas y formatos de unas y otras
instituciones, o de solucionar necesidades de orden más pragmático como la
búsqueda de otros canales de producción y públicos distintos, en qué se traduce
la apertura de estos espacios comunes.
A lo largo de la historia
una institución acumula un saber, unas formas de hacer y representar(se), una
tradición y unos valores. Como parte de su función la institución guarda un capital
cultural y simbólico cuyo sentido no es simplemente ser expuesto, actualizado o
divulgado, sino fundamentalmente ofrecer un servicio público. Las instituciones
sería como cajas de herramientas y recursos de los que una sociedad dispone
para afrontar las preguntas, retos y problemas de cada momento. Bajar esto a
tierra es, sin embargo, más difícil que simplemente enunciarlo.
¿Cómo convertir una
institución que además lleva el calificativo de artística en un servicio
público?, es una cuestión que nos lleva a plantear a nivel colectivo la tan
traída y llevada pregunta por la utilidad del arte. Ahora bien, si realmente es
este el lugar en el que estamos, preguntándonos acerca del sentido de la
institución artística, que obviamente no son solamente los edificios que la representan,
hemos dado ya un paso con relación al controvertido interrogante por la
utilidad del arte. Por lo menos ya sabemos que valga para lo que valga no es
cosa de uno solo, sino de muchos, o al menos de una pluralidad de agentes que
no se agota ni en el artista ni en la obra.
La confluencia entre
museo y teatro puede entenderse de distintas formas. Con frecuencia ha sido
explicada siguiendo con la tradición formal de la modernidad por la tendencia a
la contaminación y el diálogo entre lenguajes distintos, como si juntándose
pudieran llegar a algún tipo de unidad perdida en la que códigos y prácticas distintos
se complementaran. Este argumento se puede retrotraer a los inicios del mito
romántico del arte y el sueño de la obra total capaz de integrar al público en
una comunidad de creadores.
Sin embargo no es ahí
donde estamos, en parte porque esos cruces e hibridaciones ya se han dado y en
parte porque ya hemos conocido la cara más oscura de estas comunidades
aparentemente ideales. Esto es una batalla que ya se ha librado. La relación
entre lenguajes, instrumentos y materiales diversos forma parte ya del hecho
artístico. Por esta razón utilizar a estas alturas el imaginario del museo o del
teatro para experimentar con las posibilidades formales de un proyecto performativo
expuesto como si se tratara de una exposición, o al revés, plantear una
exposición como si fuera una coreografía o un trabajo de dramaturgia, puede
tener su gracia, pero dejarlo simplemente ahí es quedarse cortos.
El punto de partida para
repensar hoy la relación entre distintas instituciones, y no solamente artísticas,
tiene más que ver con la pregunta de Broodthaers acerca de la clase de esfera
pública producida, preguntarse por el mundo al que el arte da lugar y al que
podría dar lugar. Una cuestión que no solo afecta a las artes, sino también a
la educación, la investigación, la salud, el trabajo o la justicia entendidos también
como ámbitos en constante proceso de institución. ¿Qué mundos o qué clase de
sociedad producen los centros educativos, la universidad, las instituciones
dedicadas a la salud, la actividad laboral o los tribunales, y en general
cualquier otro sector instituido públicamente?
En lo que al arte se
refiere la pregunta no está formulada desde la perspectiva de la subjetividad
del creador, la problemática de un lenguaje artístico o una determinada
poética, y esto no quiere decir que todo ello no forme parte de la obra de Broothaers
y de cualquier otro artista, sino desde el tipo de mundo público donde el arte
empieza y acaba, una esfera más amplia de la que forma parte y que lo supera.
La construcción de una obra que se extiende en el tiempo y que se presenta como
una forma de museo, y quien dice museo dice archivo, institución, comunidad,
estado, es una respuesta a esta condición pública del arte, un gesto que
expresa toda la potencia del arte, pero también su impotencia. Con el tiempo la
crítica institucional se ha convertido en un lugar fácilmente reconocible que a
menudo se queda estancada en lo segundo, un gesto de resignación por no poder
ocupar otro lugar en el mundo. En todo caso, este diálogo explícito entre obra
e institución, en el que la crítica institucional fue solo una fase inicial, no
hay que entenderlo como un punto de llegada, sino unos de los motores en el
desarrollo de un fenómeno determinante que es la toma de conciencia de la condición
y posibilidades del arte como actividad pública.
Lo que quiera decir “público” y cómo hacerse cargo de ello a través de las prácticas artísticas es la pregunta que está provocando estos desplazamientos en distintas instituciones que se están preguntando justamente lo mismo. La diferencia entre otras instituciones y las artísticas es que estas últimas ponen en práctica esta pregunta a través de la propia actividad que promueven y la forma de gestionarla y hacerla pública. Las instituciones artísticas serían aquellas que tienen la capacidad de reflexionar, poner en común y actuar con relación a un proceso abierto de institución y desinstitución por medio de la propia actividad que generan. La capacidad autorreflexiva de las prácticas de creación es justamente lo que ha puesto en valor el arte de cara a otras instituciones.
Lo público hace pensar no
solo en un campo de relaciones entre una pluralidad de agentes, personas,
objetos, tiempos, memorias e intereses, sino también en el tipo de servicio o
intercambio que puede darse entre dichos agentes. Lo público hace pensar en
algún tipo de servicio, finalidad, negociación o intercambio. Esto explica que
el mundo de la pedagogía, la educación, los aprendizajes y los cuidados se hayan
convertido en ejes transversales de muchas instituciones necesitadas igualmente
de repensar su función como servicio público. Aprender (y enseñar) se ha
convertido en un modo básico de articular un espacio que se instituye como
público. En todo caso, y sin ánimo de tratar de resolver esta ecuación ahora,
sí podemos acordar que público es algo más complejo que hacer una obra en la
calle, mover a los espectadores de un lado para otro o tratar temas sociales.
Si bien en los últimos años se han prodigado
los diálogos explícitos entre la escena y la galería o el teatro y el museo presentándose
con el conocido efecto de novedad con el que una institución y el propio
público parecen obligados a poner en valor una actividad, se trata de un
fenómeno que cuenta ya con una larga historia. La confluencia entre teatro y
museo está inscrita en la génesis de estas instituciones dentro del proyecto
artístico de la modernidad. Las numerosas denominaciones de museos
experimentales que se han sucedido a lo largo del siglo XX son prueba de este
intento por conjugar la quietud del objeto con el presente vivo del
acontecimiento artístico. Así, por ejemplo, ya en los años veinte el living museum de Alexander Dorner en
colaboración con El Lissitzky, o el museo del living art de Albert Eugene Gallatin en Nueva York, y ya en los años sesenta
y sobre todo en los setenta, cuando las posibilidades de la exposición se
multiplicaron con proyectos como When
Attitudes Become Forms, de Harald Szeemann, o las exposiciones
colaborativas y vecinales, como las realizadas por Group Material, los museos
bailables de Coco Bedoya ya en los ochenta en Argentina y Perú, o el post-museo
de Hooper-Greenhill en los noventa. Aunque estos y otros proyectos que podrían
añadirse apuntan en direcciones muy distintas, es común el deseo de conjugar la
exposición con un tiempo presente que potencie sus relaciones activas con el
entorno en el que ocurre.
El conservadurismo de la
institución del teatro o la danza explicaría que un rastreo desde el lado del
lado de las escénicas no arroje resultados tan evidentes, pero no porque las
condiciones no estuvieran dadas. Algunos ejemplos recientes juegan
explícitamente con esta relación entre el museo y el teatro como el trabajo de
varias horas de duración Um museo vivo de
mémorias pequenas e esquecidas, un proyecto seminal en el trabajo de Joana
Craveiro y el Teatro do Vestido, el conocido museo de la danza de Boris
Charmatz o Una exposición coreografiada,
comisariada por Mathieu Copeland, centrados en la exposición documental de
distintas formas de danza, coreografía o actuación, o los proyectos más
recientes inspirados en estos últimos de Amalia Fernández Expocoreografía y Exporetrospectiva.
Pero estos son solo algunos ejemplos casi literales de un panorama de cruces y desbordarmientos que se ha ido haciendo cada vez más complejo desde los años setenta. Evidentemente no es necesario nombrar ni el museo ni el teatro para poner en juego los saberes y prácticas que remiten a estos espacios simbólicos. A pesar de las diferencias históricas entre ambas instituciones la vocación transversal del hacer artístico se ha ido abriendo hueco en ese umbral de inestabilidad que queda entre la dimensión escénica y performativa y el plano expositivo y estático. Siguiendo la huella abierta por el trabajo con lo real a lo largo del siglo XX han sido las corrientes artísticas a partir de espacios y entornos humanos específicos las que más han incidido en el desarrollo de estructuras espacio-temporales que juegan con la dispersión a la vez que crean un plano expositivo, en los que los límites entre mirar y actuar, hacer y estar, el lugar de la creación y la realidad exterior se desdibujan. Los comisariados recientes de Rosa Casado de los encuentros de nuevas formas artísticas en la Alhóndiga de Bilbao, Prototipoak, serían un buen exponente de estos territorios abiertos de confluencias entre formas de hacer y comunicar trabajos en los que participan agentes a niveles distintos.
La escena se convierte en un archivo de tiempo y situaciones que interrumpen el acontecer lineal para generar un presente suspendido del que forma parte el público. Al igual que el museo puede entenderse como un espacio de representación de hechos artísticos, el teatro se transforma en un museo vivo de representaciones colectivas, uno de cuyos sujetos principales son los asistentes; no en vano el teatro siempre ha tenido algo de museo al que el público acude para verse actuar. Este es el lugar que recrea la obra de El Conde Torrefiel al convertir el escenario en el objeto pasivo y extraño de una mirada sostenida por los asistentes. En ella los personajes, como proyección del público, asisten ensimismados al día a día de su realidad cotidiana transformada en un paisaje surreal.
Y si los escenarios desplazan a sus intérpretes para colocar en el centro al público, la misma operación van a hacer los museos y galerías. Sin embargo, hay que tener en cuenta que los asistentes son solo la punta visible de ese iceberg de lo público formado por una infinidad de agentes, memorias, tiempos y espacios. Estos son los planos que se entremezclan en la obra de Dora García, por ejemplo, en la que el aquí y el ahora de la exposición se transforma en un paisaje complejo de acontecimientos que fácilmente podría proyectarse al espacio exterior al museo o la galería. Si las figuras que pueblan como zombis los escenarios de El Conde Torrefiel descubren el mundo que les rodea convertido en un show de televisión, en Narrativas instantáneas, de Dora García, son los espectadores los que se sorprenden al verse reflejados en el texto proyectado en una pantalla en el que se describe en tiempo real su deambular por el museo, la ropa que visten, sus actitudes y movimientos. Artistas como Juan Muñoz bajaron las esculturas de los pedestales para dispersar sus figuras en un territorio compartido con el público, mientras que los creadores escénicos sacaron a los intérpretes de los escenarios para presentarlos como esos actores anónimos con los que nos cruzamos todos los días, figuras que el público redescubre bajo una mirada de extrañamiento, como ocurría con aquellos adolescentes que habitaban con esa actitud indolente característica el bosque en el proyecto que recientemente presentaron Pablo Gisbert y Juan Navarro en el TNT.
El desbordamiento de los
protocolos artísticos fue el paso previo para replantear la institución por
fuera de la propia institución, más allá de sus edificios y espacios asignados.
Sin embargo, los límites de la institución, como de los Estados y los sistemas,
ya no se encuentran por fuera de estos, sino que los atraviesan. La crisis de
los marcos de homologación de las formas de exponer
las representaciones o de representar
las exposiciones ha movilizado los elementos básicos de la puesta en escena
de la exposición desplegando una infinidad de combinaciones en función de las
condiciones, el contexto espacial y la experiencia que se quiere provocar.
Es esta perspectiva de lo
público la que marca la diferencia entre entender el hecho artístico como
resultado de la actividad de un artista individual o poética específica, o
tomar como punto de partida la institución pública de esa actividad a través del
museo, el teatro o cualquier otro espacio imaginario de producción artística.
Una y otra perspectiva no son contrarias, pero tanto desde el punto de vista de
la creación, forma de gestión y producción, como desde el punto de vista de la
recepción, valoración y en general el modo de situarse en relación con el
trabajo, movilizan cuestiones distintas y se articulan también de distinta
manera. Hacer una obra es un ejercicio de institución y desinstitución, es
decir, un medio para tomar la temperatura de un cierto tejido público e
intervenir en él. Aunque lógicamente estos territorios están relacionados por
una dinámica cuya complejidad va más allá del vínculo continente-institución y
contenido-obra, adoptar una u otra aproximación, la mirada individual del
artista y la obra, o la mirada colectiva de un territorio público por hacerse, pone
en juego posiciones distintas.
Estas reflexiones no
quieren llegar a una respuesta de las preguntas que plantea la introducción de
las artes escénicas en los museos ni la dimensión expositiva en los teatros, se
trata simplemente de situar estas preguntas con relación a los conflictos y
posibilidades que estos desplazamientos están provocando en un proceso abierto
de institución y desinstitución de lo artístico que se pregunta no solo por la
manera de hacerse cargo de una función pública que no está determinada de una
vez ni para siempre, sino por el papel, como decía Broodthaers, que tienen y
pueden llegar a tener estos procesos de institución en los entornos en los que
opera.
Si lo público hace pensar en un ámbito inclusivo, un espacio abierto a todas, sabemos bien que la génesis y realización histórica y sobre todo económica de este ideal se ha traducido en una forma de inclusión cuya otra cara es un avanzado sistema de exclusiones con un potente efecto de invisibilización de quien no está legitimado dentro de este espacio. Poner en práctica hoy la dimensión pública de las artes, más que una posibilidad para seguir reinventando los lenguajes artísticos, supone una oportunidad para replantear las formas de construcción de un campo de actuación público como la escena artística cuya potencia y necesidad está más en lo que oculta que en lo que muestra, en lo que excluye que en los que ya estamos incluidos, en lo que está por fuera de lo públicamente instituido que en lo ya instituido.
Broodthaers, Marcel, «Extractos de la conversación de Marcel Broodthaers, Jürgen Harten y Katharina Schmidt» (1972). En Marcel Broodthaers. 24 de marzo – 8 de junio, 1992. Catálogo de la exposición. En Martínez-Garrido, Susana, coord., Madrid, Ministerio de Cultura / Museo Nacional Reina Sofía, 1992, pp. 222-223.
Cuadrado. Dicho de una figura plana. Perfecto, cabal.
Ameba. Protozoo rizópodo cuyo cuerpo carece de cutícula y emite seudópodos incapaces de anastomosarse entre sí.
¿Investigación, prácticas, obras, procesos, resultados, metodologías, impacto, publicaciones? Si el conocimiento heteronormativo está adscrito a una identidad individual sobre la que revierte en forma de autoridad legitimándola como actor social, y funciona por acumulación (mientras más mejor), el conocimiento práctico, admitiendo que cualquier práctica tiene una dimensión sensible, es un saber que se produce de forma colectiva a través del hacer, funciona no por acumulación, sino por actualización a partir de unas condiciones precisas, es decir, es un conocimiento situado, y remite a una experiencia de desconocimiento con respecto a lo ya sabido. Pensemos que una actividad que no genera algún tipo de conocimiento deja de ser una práctica que tiene que ver con un proceso de aprendizaje para convertirse en una rutina.
Transformar este tipo de conocimiento colectivo, sensible, situado y distribuido en un modo de investigación de manera que sea evaluable por una instancia externa, contrastable y sobre todo que pueda ser comunicado y compartido más allá del momento en el que se realiza a través de su actualización despliega lógicamente un campo de conflictos cuyo mayor potencial es que tiene que ser resuelto de forma práctica atendiendo a situaciones específicas y no en función de generalizaciones. Tratar de resolver el conflicto entre la teoría y la práctica, los discursos y la acción, o las formas de representación social y los campos de experiencia, a través de una relación de complementariedad, como suele ser lo habitual, bajo la promesa de llegar a algún tipo de fundamentos o criterios comunes, supone de forma casi inevitable terminar quedando atrapado en el polo de la teoría, los discursos y las representaciones. Y no es que esto último no sea necesario, el problema no radica en las teorías, las ideas o los fundamentos, sino en la invisibilidad de las prácticas (de la propia teoría) frente a otro tipo de prácticas y la jerarquización y prejuicios que se deriva de ello.
Si consideramos el conocimiento desde un punto de vista práctico, no por lo que es, sino por cómo se usa y para qué nos vale en el espacio más inmediato de su pragmática, es fácil terminar aterrizando en la ecuación fundamental que sitúa el conocimiento como una pieza clave en la lógica del poder. Hablar de conocimiento tal y como se entiende oficialmente es hablar de poder, y esto no ocurre porque el conocimiento en sí mismo sea un tipo de poder, sino porque el poder debe apoyarse en algún tipo de conocimiento autorizado que se presente como razón asumible de ese poder. Esto explica no la economía del conocimiento, sino el negocio del conocimiento.
Sin embargo, conocimiento y poder tienen lógicas distintas; no llegan ni siquiera a ser opuestos, sino que responden a economías y formas de administración diversas, lo que queda bien ilustrado en la famosa sentencia de Castellio cuando Calvino condena a Servet a la hoguera: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”. Pensar que el conocimiento tiene algo que ver con el poder es solo resultado de una tergiversación justamente práctica del conocimiento. Salvando las distancias, sería como pensar que estas amebas son resultado de una reflexión colectiva sobre principios geométricos.
Resulta difícil imaginar un mundo en el que el conocimiento basado en prácticas de creación fuera lo común. Es como el cuadrado y la ameba, si el primero es una abstracción fácilmente identificable sobre la que es fácil estar de acuerdo, lo segundo no sabemos lo que es aunque nos lo expliquen, porque habría que hacerlo antes y cada vez que se hace sale distinto, y además cómo se hace una ameba.
Esto no significa que este tipo de saber, como se ha planteado con relación al arte según una tradición romántica que llega hasta hoy, sea algo inefable sobre lo que no se puede afirmar nada ni que el conocimiento práctico sea una suerte de ameba que nos rodea por todos los lados pero sobre lo que somos incapaces de establecer algún orden. Aunque en una investigación práctica la metodología es, como trataremos de exponer a continuación, uno de los campos centrales de trabajo, medio y fin, proceso y resultado al mismo tiempo, esto no impide plantear modos, formas y maneras que actualmente podemos vincular con la investigación basada en prácticas de creación.
Entre los
días 12 y 13 de diciembre se organizaron unas jornadas en el Institut del
Teatre de Barcelona sobre la investigación aplicada a las artes, coordinadas por
Jordi Fontdevila a través de la plataforma Scanner,
donde puede consultarse el planteamiento, la programación y creo que pronto estarán
también la documentación y grabación de las intervenciones. Estas reflexiones son
resultado no solo de mi intervención, sino de la sensación que me causó lo que
allí se dijo y en general el clima de discusión.
Lo de la investigación en artes no es nuevo, más bien daría la impresión de que se ha convertido en una especie de tópico del que se habla mucho pero que no resulta fácil concretar en términos de para qué, cómo y cuándo. Por momentos podría pasar por una suerte de jarrón chino a la entrada de una casa en la que no viven ni chinos ni alfareros. Si antes había artistas y espacios de creación, ahora hay artista investigadores y espacios de creación e investigación. Algo parecido salvando las distancias se podría decir de la proliferación del calificativo de práctico aplicado a la investigación académica que cansada de repetirse a sí misma busca desesperadamente su articulación a través del mundo de las cosas reales y tangibles como son las prácticas. Aunque en ocasiones se tiene la impresión de que efectivamente algo está cambiando y tendría que seguir cambiando, no siempre queda claro el sentido de este desplazamiento. ¿Basta simplemente con una actitud, un término que últimamente se oye mucho y que durante las jornadas apareció también, distinta para asumir el rol de investigador además de artista, o implica otra serie de movimientos más evidentes? ¿Podríamos afirmar que esto de la “investigación” ha marcado un antes y un después en la manera de entender el trabajo y la economía artística, y en general los parámetros de la investigación y el conocimiento, o se trata de una moda pasajera de la que dentro de medio siglo nadie se acordará?
La práctica ha pasado a ser un valor añadido. Esto no es una
novedad; el ámbito de las prácticas, de la experiencia y la acción es una
asignatura pendiente que quedó planteada hace ya mucho, al menos desde que el incansable
de Marx le reprochara a Feuerbach y a todo el materialismo idealista de la
época el que apelara a la contemplación para escapar de las abstracciones pero
sin llegar a entender lo sensorial como “una actividad humana práctica”. Aun
sospechando que muchas de las referencias actuales a las prácticas y el arte
tienen algo también de intento de protegernos de las teorías, los academicismos
y las abstracciones, algo parece sin embargo que estuviera moviéndose con
relación a este asunto, al menos a nivel de las ideas.
Pero esta es justamente la trampa: decir que algo puede cambiar con relación a las prácticas y el conocimiento pero a nivel teórico revela ya de por sí una contradicción y un riesgo, el riesgo de que incluso las prácticas lleguen a reducirse a un discurso teórico. Sería como tratar de meter una ameba en un cuadrado. Es imposible reducir el volumen acuoso de la ameba a la superficie rígida del cuadrado, y si lo conseguimos nos quedamos sin ameba.
A diferencia del uso instrumental o metodológico de las prácticas en otros campos de trabajo, en el caso de las artes las prácticas, y por tanto las amebas, no son solo un medio sino también un fin, aunque por momentos parezca un tanto informe. Ser un medio y un fin al mismo tiempo complica considerablemente las cosas, sobre todo en una economía que busca resultados claros. Esta dualidad sitúa ese capítulo tan molesto de las metodologías en un terreno resbaladizo. La metodología se refiere a la forma del camino, no al punto final de ese camino, sino al modo de recorrerlo. Es como si después de un viaje alguien nos preguntara no por los lugares que hemos visitado, sino por los modos del viaje, por los tiempos, ritmos y maneras de hacerlo. El relato es más difícil de hacer. Si antes nos valía con una cuadrícula en la que desplegar —parametrizar—salidas, llegadas y destinos, ahora tenemos que dar cuenta de una materia tan informe como el tiempo que nos atraviesa. Decía alguien que la metodología era el tipo de saber más difícil de alcanzar. Esto nos puede consolar de lo incómodo que resulta rellenar el dichoso apartado de las metodologías en una solicitud para un proyecto, sobre todo si hacemos el esfuerzo de no recurrir a los tópicos de turno y tratamos de poner algo que realmente pueda tener sentido. ¿Pero cómo saber previamente los tiempos y los modos de un viaje que todavía no se ha hecho?
Sin embargo, reducir la investigación en artes a una moda sería
una simplificación de un asunto más complejo que no afecta solamente al medio
artístico. Cuando se utiliza algo, aunque sea una palabra como “investigación”,
quien lo usa también es usado por el medio que utiliza. El discurso de la
investigación basada en prácticas artísticas implica agentes y factores que atraviesan
el ámbito de la creación pero van más allá. De hecho, lo que estamos
discutiendo aquí no es solo cómo aplicar los parámetros de la investigación al
arte, sino en qué medida la investigación desde las prácticas (artísticas)
puede cambiar lo que entendemos por conocimiento y sus campos de funcionamiento.
Dicho de otro modo, no se trata solo de investigación en artes, sino de
investigación a partir de las artes, entendiendo por artes un conjunto de
prácticas, actitudes y maneras cuyos límites están continuamente
redefiniéndose.
Para empezar, lo de la investigación no está enunciado desde
el ámbito propiamente artístico, sino desde instituciones relacionadas con la
producción de conocimiento, que es el medio al que remite el término de
investigación. Entre todos los movimientos que se han sucedido para darle al
arte una utilidad ya sea social, política, sicológica o pedagógica, el de las
artes como investigación es sin duda el que ha movilizado mayores recursos
institucionales hasta el punto de transformar no solo las estructuras
relacionadas con la actividad artística sino también otras instituciones que estarían
replanteándose la relación con los entornos en los que operan. Es un complejo
aparato público el que se ha desplegado para desarrollar nuevas formas de
plantear la construcción de lo público, y el conocimiento es una de las piezas
claves de este edificio. La pregunta es qué se está poniendo en juego, qué se
puede ganar y qué se puede perder. Qué le aportan las artes al mundo del
conocimiento y qué puede sacar de provecho el medio artístico.
Para analizar esta discusión conviene echar un vistazo a la historia. Si bien actualmente este asunto puede sentirse como una corriente que va desde los espacios institucionales hacia el artista como una exigencia para adaptarse a la sociedad del conocimiento, esto solo ha sido así a partir de los años noventa cuando las instituciones tomaron conciencia de las articulaciones que se venían produciendo en el campo artístico. Entre otros factores hay dos que determinaron el nuevo horizonte del arte como espacio de creación de conocimiento no ya acerca del campo propiamente artístico, sino en relación con otros ámbitos de conocimiento. Uno de estos factores fue el descubrimiento del espacio como resultado de la actividad humana, no como un continente previo, sino como un producto social en el que participan variables diversas que desbordan tanto su representación abstracta como sus representaciones sociales, una doble perspectiva a la que Henri Lefebvre le sumó un tercer plano, el espacio vivido resultado de la experiencia concreta. El otro gran descubrimiento en cierto modo derivado de esto último es el mundo de lo cotidiano como resultado de prácticas igualmente concretas que a pesar de su aparente insignificancia determinan la vida social. Estos dos fenómenos abren para las artes un amplio campo de posibilidades y de algún modo están detrás de las corrientes más novedosas en la segunda mitad del siglo XX marcadas por la necesidad de poner el trabajo artístico en relación al entorno en el que se desarrolla.
Esta pequeña digresión es solo para recordar que el
potencial de las artes como forma práctica de conocimiento no es algo que provenga
originariamente de las instituciones de investigación, sino que se desarrolló
por fuera y progresivamente fue integrado por estas y proyectado nuevamente hacia
fuera en forma de modelos, metodologías y patrones cuyo origen fue sin embargo el
cuestionamiento de los espacios ya instituidos desde los que ahora se enuncia. Es
bueno no perder de vista esta relación de exterioridad con respecto a la
institución, pero tampoco podemos perder de vista que las instituciones de hoy ya
no son lo que eran hace cincuenta años. Las nuevas formas de institucionalidad,
sin dejar de ser cuadradas, han aprendido también a ser amebas.
El tema de la investigación conduce inevitablemente a la discusión del papel de las instituciones o, mejor dicho, de los modos de co-instituir un espacio público, algo que figuraba también como uno de los puntos centrales en las jornadas del Institut. Esto no es casualidad. El conocimiento es un fenómeno que está directamente relacionado, como tan bien sabía Marx, con las formas de hacerlo público, más aún si se considera desde el punto de vista práctico de su rentabilidad. No hay conocimiento si no se puede enseñar, comunicar, compartir, discutir, si no se presenta como un bien público, y esto no puede ocurrir sin unas formas, protocolos y prácticas de dicho conocimiento. Si bien el conocimiento oficialmente instituido, identificado por la tradición occidental como conocimiento teórico no ha dejado de obviar su dimensión formal, o sea, el tipo de lenguaje, escritura, prácticas y espacios que lo legitiman, por otro lado, lo que entendemos en la vida cotidiana como conocimiento, aferrándose a su dimensión práctica, ha ido transformándose no solo en sus contenidos, sino fundamentalmente en sus formas desbordando los límites de lo instituido.
Considerando todo lo
anterior podemos llegar a una serie de puntos que no determinan la metodología
de una investigación práctica pero sí nos pueden ayudar a entender los modos de
afrontarla. En primer lugar, una investigación práctica, en este caso en el
sentido casi literal de este término, debe comenzar tomando conciencia del
campo de batalla en el que se va a situar, teniendo en cuenta que vamos a jugar
con unas reglas que no nos valen pero con las que de todos modos hay que
contar. Una visión táctica y operativa. Este campo de conflicto se irá reconfigurando
a través de la dimensión práctica, colectiva y sensible de la investigación,
por un lado, y las formas de rescatarla, evaluarla, documentarla y compartirla,
por otro. Las formas ya instituidas de producción artística o de conocimiento introducen
un nivel de abstracción que convierte el espacio de la experiencia y las
herramientas de creación en una unidad intercambiable, ya sea la “obra”, si se
trata de los espacios de producción y exhibición, o imponiendo algunos de los
formatos autorizados por las instituciones de conocimiento especializado en una
conferencia, TFM, tesis, artículo de investigación, etc.
Recuperando la relación de exterioridad con la institución, las
prácticas operan creando espacios de des-institución en los que las formas legitimadas
quedan temporalmente en suspenso, lo que progresivamente permitirá modificarlas
abriendo nuevos canales de comunicación entre un afuera y un adentro. Esto hace
que la identidad del artista en la institución adquiera un carácter
conspirativo, como si de un agente secreto se tratara, alguien que está al
mismo tiempo jugando a diversos juegos. El arte recupera así su sentido
etimológico como trampa, juego o engaño, en este caso un juego con la propia
institución cuyos límites se están constantemente renegociando. Con este fin la
investigación práctica tiene la posibilidad de buscarse aliados que puedan
colaborar a llevar adelante el plan (secreto).
La investigación práctica es disposicional, como dice Bourdieu en su estudios sobre teoría de la acción Razones prácticas, esto es, se alimenta de la potencia de las agencias y agentes con los que colabora y la inteligencia generada por las situaciones que produce, inteligencia entendida como la capacidad de estas situaciones de pensarse y reaccionar con relación a los objetivos propuestos.
Este sería el segundo punto importante: estos nuevos agentes-aliados
ya no provienen únicamente en el medio artístico, sino que pueden provenir de
ámbitos diversos que entran en relación con el trabajo a partir en muchos casos
de conexiones imprevistas, tangenciales o simplemente imaginarias. A diferencia
de lo que ocurriría en una investigación académica, donde la posición y función
de los agentes está jerarquizada según su pertenencia y el lugar que ocupan en
el campo de trabajo, la investigación práctica se desarrolla en un plano
horizontal de relaciones entre agentes diversos. Entre estos actores no hay que
contar únicamente a las personas, sino también las ideas, espacios, imágenes,
tiempos, objetos o teorías que hayan podido mover la investigación. Proyectando
este planteamiento a toda la institución, reconocida como espacio de producción
de un conocimiento público, es la misma institución la que conspira contra sí
misma como modo de abrirse a su entorno y escapar a las lógicas de poder que desvirtúan
el uso del capital acumulado en forma de conocimiento y recursos por las
instituciones. Recientemente Jesús Carrillo, el que fuera responsable del
departamento de programas culturales del Museo Reina Sofía, en unas discusiones
sobre la emergencia de nuevos instrumentos y prácticas de trabajo en
instituciones artísticas, recogidas en Glossary
of common knowledge, desarrollaba esta dimensión conspirativa:
Conspiracy involves a detachment from our traditional structures of legitimation and may bring unexpected travel companions, people you would have never recognized as your peers, since conspiracy means negotiating with others. Conspiracy means a commitment with a collective cause, but it also implies secrecy, to operate within a dead angle from which you will not be seen by power and the risk of being discovered, exposed and erased. Conspiracy, the art of blowing together, may be the only way we have today to build institutions today.
Y por último, el tercer punto clave de estas formas de investigación
serían los modos de documentar, compartir y comunicar el trabajo. Estos
formatos de salida son la manera de actualizar y poner a prueba el tejido,
tácticas y prácticas; un tejido en cuya manera de hacerse radica realmente la
inteligencia del trabajo como forma social de conocimiento. Los formatos
propuestos para comunicar el trabajo, que tradicionalmente es un problema que
se asume al final del proceso, son ahora un medio constante para ir probando la
metodología y debe plantearse como un plano en constante reelaboración. Dicho
de otro modo, la investigación en lo que tiene de proceso práctico y creativo
no se cuenta solamente al final cuando se supone que se ha llegado a los
resultados definitivos (todo esto es un vocabulario heredado de otro tipo de
investigaciones), sino que se cuenta en cada momento de una manera distinta.
Contarlo es un modo de hacerlo (público), aunque en cada estadio habrá que
pensar en la manera que más conviene. El trabajo no se hace por un lado y se
muestra por otro, sino que el modo de mostrarlo determina el proceso de
búsqueda.
Lo que se sabe no es independiente del modo como se sabe, y el público ya no son unos extraños frente a los que se les expone unos resultados que ya nada tienen que ver con quienes lo presentan, sino una instancia más de un actuación, o mejor dicho, la instancia por definición de actuación, y un medio más para continuar ahondando en el trabajo, nuevos agentes aliados para seguir cuestionando los modos de hacer, incluso cuando el trabajo ya haya concluido y solo queden las situaciones-documentos-obras generadas. En este sentido el mejor resultado de una investigación es aquel que transcurrido el tiempo sigue teniendo la capacidad de interrogarse e interrogar acerca de su propia forma de hacerse y comunicarse, de su metodología y pertinencia con relación a su medio. Este tipo de conocimiento en cierto modo incompleto por ser dependiente del medio en el que opera, expresado a través de un material sensible y compartido, es al que apunta una investigación basada en prácticas de creación, a diferencia del conocimiento heteronormativo vinculado a unas prácticas de poder, de carácter afirmativo, acumulativo, conclusivo y cerrado. Ahora bien, lo primero no excluye lo segundo, el mundo artístico es un campo abonado para el desarrollo del conocimiento teórico que disimula las prácticas que subyacen, así como para los juegos de poder. Dicho de otro modo, una ameba puede ser también un cuadrado, y un cuadrado una ameba. Aunque es cierto que a los cuadrados las amebas le resultan indiferentes, y que para estas últimas los primeros no son más que accidentes puntuales, aunque frecuentes.
Publicado el24 enero, 2019porÓscar Cornago|Comentarios desactivados en Cuadrado contra ameba. Sobre la investigación en artes
La situación no está clara. Es parte del juego. Adán y Eva cuentan lo que les pasó, ya sabemos la historia, que han comido del árbol prohibido, que dios los está mirando, que han decidido vestirse porque se sienten desnudos y que se tienen que ir del paraíso. A partir de ahí se abre un amplio abanico de posibilidades. La situación cambia radicalmente cuando no nos enteramos de lo que pasó por un mito, un relato o un rumor, sino porque alguien nos la cuenta. Ahí se abre lo que llamamos un mundo de posibilidades, porque el mundo está hecho justamente de todas esas posibilidades, hasta el punto de que el propio mundo además de otras cosas es una posibilidad.
En el mito bíblico no aparece el público al que Adán y Eva se dirige. La ausencia de los destinatarios, reales o imaginarios, es parte del poder del mito, la aparente intemporalidad que le hace ir más allá de un momento y una situación concretos. Plantear un relato como respuesta a una situación particular le resta universalidad. Por eso, en principio, para la elaboración de la historia, el público no solo no es necesario, sino que es contraproducente. Interesa que aparezca pero solo después. Inicialmente basta con los actores principales: Adán, Eva, Dios, la manzana y la serpiente. Temporalmente, uno de ellos hará de público. Pero no es casualidad que el lugar de ese personaje colectivo suprimido de la historia vaya a recaer justamente en Dios. Imaginad el papelazo que le va a tocar desempeñar luego al público.
La mirada de Dios, cabreado por el comportamiento de los hombres, inaugura la representación y con ella la historia, que se inicia con la expulsión y el comienzo de un viaje a lo desconocido en busca de otros paraísos. Es cuando ya están fuera, huyendo, que Dios va cediendo su papel de público a las masas que seguían a los líderes de la huida, y se hace más actor, un actor justiciero. Siglos después, con la secularización, el público tendrá más protagonismo, tendrá un lugar propio y sobre el recaerán todas las miradas y kilos de teoría; aunque su destino divino pesará siempre sobre él, pasando de la noche a la mañana de ser dios a demonio, de ser la principal fuente de legitimidad a ser la causa de todos los problemas. No en vano terminará de recibir su identidad más potente como una de las piezas claves de un sistema económico en el que lo público está conformado básicamente a través de las formas de trabajo. En otras palabras, se convierte en la invención más acabada del capitalismo. Pero no adelantemos acontecimientos.
El valor del mito no responde a la veracidad de la historia, sino a los efectos que provoca y la utilidad que se le encuentra. Y este mito ofrece sin duda muchas posibilidades si nos preguntamos qué otras posibilidades ofrece.
¿Se creyeron todos la historia de Adán y Eva con la suficiente fe como para vestirse y seguirlos en la huida?
¿O pasaron más bien de aquel cuento de la serpiente, dios, la manzana, y los únicos que empezaron a ir vestidos, cogieron sus cosas y se marcharon, en realidad más porque tenían ganas de irse que por otra cosa, fueron ellos tres, Adán, Eva y su Dios?
¿Pero será cierto que Adán y Eva se creyeron realmente todo aquello de Dios y el pecado, o era solo un cuento para manipular a los demás, decirles lo que tenían que hacer y convertirse en los actores centrales de la historia?
¿Hicieron todos como si de verdad se creyeran la historia, un poco por jugar con ellos, porque en realidad Adán y Eva eran unos tipos muy guays con mucha imaginación y muy divertidos, y se fueron incluso del paraíso, para llevarles la corriente, pero pasado un tiempo se cansaron de jugar a eso de la culpa y el exilio y propusieron nuevos juegos, en los que Adán y Eva y algunos otros ya no quisieron participar?
¿O fue al revés, un invento de todo el mundo que cansados de estar en el paraíso le gastaron una broma a Adán y Eva para jugar un poco con ellos y que hicieran de líderes, que en el fondo les gustaba, porque en realidad nadie quería hacer ese papel?
¿Se tomaron el juego demasiado en serio y se les terminó yendo de madre y fue todo un desastre?
¿Fue todo un delirio de la serpiente, que aburrida de estar en aquel árbol, se inventó unos personajes humanos a los que tomar el pelo?
¿Hay alguna versión de todas estas que no se construya finalmente como un tipo de engaño, juego o ficción?
¿Tendrá todo esto algo que ver con el arte (del teatro)?
Para lo que sin duda han servido las prácticas artísticas es para inventar otras formas de estar y utilizar un espacio, formas en principio abiertas, no tan claras en cuanto a su finalidad posterior, pero sí en cuanto a sus modos y maneras de estar. A lo largo de la historia estas formas de leer un libro o escuchar un concierto de música, visitar una exposición o asistir al teatro, han tenido distintas configuraciones públicas que se han cristalizado en las correspondientes instituciones materiales, cuando las hubo. Esto no ha impedido que fueran evolucionando. El término de “práctica”, que desde hace relativamente poco se ha generalizado para referirse a la actividad artística, insiste precisamente en esta capacidad que tiene un proceso de creación de transformar el entorno en el que se realiza planteando otras formas de usar el espacio, de ponerse en relación con él y los agentes que lo transitan. Especialmente si lo calificamos como público, el espacio es una dimensión básica de la política, entendida como administración de las formas de estar, transitar y juntarse, o no juntarse en un determinado lugar. Pero hablar del espacio y sobre todo de política supone hablar también de las fronteras. Una política no se puede limitar a la regulación del funcionamiento interno de un espacio, como si se tratara de un ente aislado, sino que debe plantearse desde los límites de ese espacio. Es lo que queda fuera, lo que no tiene cabida en un entorno definido como público, es decir, al servicio de todos, lo que marca a su vez los límites de estas políticas, espacios o instituciones, señalando sus deficiencias y posibilidades de desarrollo. Si adoptamos ahora la perspectiva de una política que pudiéramos definir como artística, es decir, una política que trabaja con la imaginación poética y la construcción de otros mundos sensibles, y en este sentido cualquier política debería poder calificarse de artística, la pregunta no sería por el modo en que se está y lo que se hace en un sitio y un momento determinados, sino por el cómo se podría estar y lo que se podría llegar a hacer; no se pregunta solamente por los que están y lo que sucede, sino también de lo que no está y no sucede, pero podría suceder. La imaginación colectiva de estas posibilidades puestas en práctica introduce un movimiento de desinstitución pública que abre los huecos necesarios para formalizar nuevos procesos instituyentes que deberían estar ocurriendo continuamente.
Tanto De sol a sol, el concierto de Llorenç Barber y Montserrat Palacios, como Madrugá, de Vértebro, las dos intervenciones que abrieron y cerraron el programa de Habitar el aire en las Naves de Matadero, propusieron contextos temporales extendidos a los que se hace referencia desde los títulos. No es casualidad que esta dimensión temporal estuviera también presente en los talleres de Los Bárbaros, Desayuno con lecturas, en cuya presentación se aludía igualmente a ese momento incierto de la mañana en torno a una taza de café, un momento de intimidad y dispersión, de concentración y fuga. Aunque las dramaturgias y el tipo de prácticas de estas propuestas sean muy distintas, una situación temporal extendida en el tiempo y las formas de utilizarlo y estar en un espacio, sirvió para organizar la estructura central de una dramaturgia que podría calificarse de lo público en la medida en que está propuesta en función de la posibilidad de que pueda darse otro tipo de encuentros y campos de experiencias no sujetos a los límites convencionales de los marcos de producción artística. Para ello, paso número uno: una cuidadosa intervención en las normas, explícitas e implícitas, que regulan el funcionamiento de un espacio y las formas de circulación y roles de los agentes que lo transitan. Podría afirmarse que cualquier obra implica una dramaturgia de lo público ya que propone unas formas de organizar la circulación de personas y objetos en un espacio durante un tiempo.
El concierto de piano de Ignacio Marín Bocanegra, otra de las actividades programadas dentro de Habitar el aire, se atenía a las convenciones de cualquier concierto de música clásica. Sin embargo, considerado desde esta perspectiva espacial, estas convenciones no son sino una posibilidad más entre otras muchas de pasar juntos un tiempo. El concierto deja de ser la finalidad para convertirse en un medio, medios que en muchos casos están cargados con una historia, unos valores y una tradición. Podría parecer que con esto se relega la obra a un segundo plano, volviendo al lugar que ocupó el arte en tiempos pasados y que a menudo todavía hoy ocupa, pero no se trata de convertir la realización artística en una excusa decorativa, sino de abrir un plano de tensiones y desplazamientos en relación al entorno en el que se realiza la obra, entendiéndola justamente como un práctica; un entorno habitado no solo por las personas que asisten al evento, sino por la memoria de los espacios, la historia inscrita en el lugar y los cuerpos, las presencias y ausencias que lo ocupan, y la política que lo sostiene.
En el caso de un centro como las Naves de Matadero uno de los niveles más básicos de trabajo afecta a la propia estructura laboral de la institución, el reparto de las funciones, la ejecución de los plazos en relación a una determinada programación y el tipo de tareas de las que se responsabiliza o no se responsabiliza cada uno. Al cambiar los tiempos y modos de la producción artística surge una situación inédita que la institución tiene que afrontar. En este sentido obras de creación y obras de construcción como la de la casa de Recetas Urbanas se sitúan en un mismo territorio. Formas de trabajo, actitudes y modos aprendidos deben reaccionar ante unas circunstancias distintas que dan pie a un espacio compartido de conocimiento en el que la imaginación y la inventiva se convierten en recursos fundamentales para resolver situaciones inesperadas. La propia institución que acoge estos eventos, el personal administrativo, los encargados de seguridad, pasa a formar parte de un espacio de aprendizaje que estaría dejando de tener normas fijas. El saber de la institución se moviliza para entrar en relación con otras formas de hacer, que implican otros modos de conocerSE. La institución recupera una capacidad de conocimiento práctico que parecía no necesitar cuando se consideraba como un lugar autorizado que no tenía que recibir sino más bien “conservar, fijar y dar esplendor” a un saber y un patrimonio ya fijado. Este saber termina funcionando como un saber ordenar en el doble sentido de poner en orden y mandar, en todo caso, como una forma de poder.
Es cada vez más frecuente encontrar en instituciones y festivales este tipo de propuestas en las que el artista se convierte en una especie de anfitrión que da la bienvenida al espacio donde se va a desarrollar el trabajo, a menudo un espacio institucional, dada además la complejidad que a menudo conlleva la producción de estos eventos públicos. La propuesta funciona como mediación no solo entre el espacio en el que ocurre y la gente, sino también entre las memorias de ese espacio, las particularidades de su forma de producción, la singularidad de las personas que asisten, y un largo listado de elementos heterogéneos que pueden emerger o no emerger según la propuesta. En todo caso, el espacio, y la propia institución cuando es el caso, se convierten en uno de los agentes centrales. Si el tipo de espacio es un factor importante en cualquier propuesta artística, en estas se convierte en uno de los personajes centrales de una historia en la que el público pasa a ser una potencia colectiva e indeterminada cargada de posibilidades. Lo que termina sucediendo, la manera como cada cual vive la experiencia, el ambiente que se crea o la trama que se construye, termina confundiéndose con la obra sin que sea posible delimitar hasta dónde llega esta y a partir de qué punto todo aquello que se genera está más allá de la obra.
Tampoco es condición imprescindible que los tiempos sean largos, no se trata de una cuestión de cantidad como de cualidad del tiempo y lo que se hace con él. No sería difícil encontrar ejemplos de obras con una duración convencional construidas igualmente a partir de estos parámetros de creación de situaciones de (des)encuentro no dirigidas. Aunque es en las experiencias que se alargan más en el tiempo donde más se ponen a prueba las posibilidades y resistencias de la propia institución, del espacio, del público y de la propia obra. Dicho esto, y volviendo al caso que nos ocupa, las circunstancias, lenguajes y modos de intervención que proponen este tipo de obras no deben incluirse en un saco común bajo una etiqueta x, como si fueran todas parecidas, ya que en muchos casos se trata de trabajos totalmente distintos.
Estas obras exigen una formalización más precisa de lo que puede parecer cuando se observan desde fuera. Momentos de dispersión, tiempos en los que aparentemente no pasa nada o situaciones caóticas demandan justamente un trabajo riguroso de construcción formal. Sin embargo, no tendría mucho sentido reducir la discusión de estas propuestas a su lado más formal o técnico, como se ha hecho a menudo con otro tipo de obras analizadas desde una tradición formal que ha llenado gran parte del siglo XX, obviando las condiciones reales en que se produce y aquello que se llega a provocar. Lo que pasa con la obra es también la obra.
Por otro lado, estos desbordamientos es lo que hace que estas obras se puedan poner en relación más fácilmente con otro tipo de prácticas o actividades sociales que no se plantean desde el campo artístico, aunque en muchos casos no quede lejos, como los procesos de autoconstrucción de Recetas Urbanas. Es a partir de ahí que se crea un territorio común que está más allá de la especificidad de cada ámbito para hablar únicamente de la condición pública de un grupo de gente, un espacio, unas circunstancias y unas historias. En esos momentos de desbordamiento o desinstitución, las personas, como el lugar y su pasado, dejan de responder únicamente a una inscripción profesional en tanto que artistas, arquitectos, gestores, o en tanto que teatro, museo o centro social, y en su lugar surge un territorio común formado con los materiales del día a día, cansancio, excitación, agobios, emoción, pereza, deseo, rabia, inteligencia.
La actitud con la que se asiste a este tipo de eventos y a una obra con un formato habitual es obviamente distinta, aunque un mismo trabajo pueda ser considerado de las dos perspectivas. La convención que regula la relación entre obra y público queda suspendida y abierta a una suerte de negociación implícita que debe ser aceptada por todos, empezando por los trabajadores de la propia institución y promotores artísticos de la obra. Esto exige una confianza frente a una experiencia compartida de colaboración en la que pueden surgir numerosos imprevistos, y obliga a abandonar, no solo por parte del espectador, modos aprendidos, convenciones y resistencias.
La comparación entre la situación generada por el concierto de Llorenç Barber y Montserrat Palacios y lo que provocó el trabajo de Vértebro, resulta significativa en este sentido. En De sol a sol, un proyecto probado en numerosas ocasiones, aunque siempre al aire libre y generalmente en entornos naturales, la situación de encuentro y dispersión, aun pasando por momentos distintos a lo largo de la noche, se canaliza a través de un mismo plano sonoro con una disposición muy clara en cuanto a las posibilidades de habitarlo. Seguramente no sea tan casual el hecho de que tanto esta propuesta como el germen inicial de Madrugá, que fue Juerga, la primera de las Peregrinaciones, se realizaran en entornos naturales, lo que denota una clara voluntad por parte de la institución de abrir sus espacios a proyectos que puedan transformar los modos de utilizarlos forzando sus límites convencionales a partir de modelos de convivencia generados en otros ambientes. Pero más allá de este origen común, la relación de escucha, atención y cuidado hacia los sonidos y los sitios donde se iban ubicando los intérpretes se establece como consigna ya desde el comienzo a través de las instrucciones que se dan en la página de Matadero acerca de qué cosas se pueden llevar y cuáles no, como, por ejemplo, envoltorios o esterillas que puedan resultar ruidosas, o la breve presentación que hace Llorenç Barber al comienzo. Son las reglas del juego, la base de una dramaturgia sonora que opera sobre el espacio y la gente que lo ocupa. Se puede deambular libremente respetando los lugares donde están los instrumentos, y no se puede hacer ruido, de modo que si se quiere comer o hablar es necesario hacerlo con cuidado. Esta atmósfera de escucha tiñe la actitud y reacciones de la gente dispersa por el enorme espacio vacío de la nave 11, donde solo destaca la casa suspendida en el aire, iluminada de distinto modo a lo largo de la noche, y que el público aprovechó como cobijo para concentrar debajo o en sus proximidades sacos, esterillas, mantas y cojines. La propuesta vence desde el principio las resistencias del espacio y del público, seducido por las sonoridades, en alguna ocasión, como al comienzo, con un formato participativo, y la libertad para moverse y acomodarse como cual prefiera. El lugar del teatro, que es el uso habitual que se le da a esta sala, se transforma en una situación abierta y sostenida que envuelve en un plano horizontal a actores y público, agentes animados e inanimados.
La Madrugá puso las cosas más difíciles, más difíciles para el público, pero también para la propia estructura y dispositivo de la obra y, por ende, también para la institución y el espacio. La propuesta no se había probado previamente —costaría hablar de “estreno” para este tipo de trabajos— y las reglas del juego y consignas básicas, aunque marcaban ciertos límites para la actuación del público, al mismo tiempo invitaban a superarlos. Se establece así un juego que queda en manos de un público joven con ánimo de fin de semana y poco proclive a comulgar con misticismos que no le entraran antes por el cuerpo y los sentidos. El margen de posibilidades imprevistas sitúa la Madrugá en un lugar muy distinto que De sol a sol, aunque en ambas se tratara de recorrer toda una noche juntos.
La diferencia no radica en que se proponga una experiencia más o menos mística o festiva. Eso sería solo una diferencia de contenido, la clave consiste en el lugar que se le ofrece a esa potencia de desconocimiento que es lo público, de la que los espectadores son solo una parte, la más visible y con más capacidad de reacción inmediata, pero no la única, público también es el tiempo compartido, o el espacio, materiales y lenguajes que se utilizan para organizarlo. En el caso de Barber y Palacios ese umbral de desconocimiento atravesada por sonidos improvisados se proyecta sobre un vacío que lo hace inmenso, esa es la potencia del concierto, pero la interpretación sonora, que es el medio que sostiene el evento, no forma parte del objeto colectivo de experiencia , es únicamente un medio cuyo conocimiento y valoración posterior queda para los intérpretes. En la Madrugá, sin embargo, el dispositivo teatral, revestido de una cierta sacralidad religiosa, porque la cultural en cierto modo ya la tiene, es juez y parte al mismo tiempo de la obra, es el instrumento de construcción y también el fin puesto en juego como parte del sentido del evento. Esto hacía que, en definitiva, fuera la misma obra la que termina poniéndose en juego en un pulso abierto con el público. La formalización instrumental, a modo de peregrinación a lo largo de la noche, materializada tanto en el dispositivo escénico como en la casa, se hacía visible como un personaje más, por momentos extraño y seductor, por momentos incómodo y disciplinar. Al público le tocaba como colocarse frente a todo aquello.
La capacidad de actuación provocada por un evento que, siguiendo el símil religioso, excitaba la potencia de los fieles allí reunidos se hacía imprevisible. Una vez superada la impresión inicial y casi parálisis que causaba la visión al fondo de la mole elevada de la construcción con sus enormes patas metálicas iluminado por una potente luz blanca y adornado con un humo que podría pasar por el aliento de la diosa, el público fue sintiendo la posibilidad y el deseo de apropiarse del espacio, de jugar con él y llevarlo hacia lugares menos normativos. Las expectativas ante lo que pudiera ocurrir a lo largo de la noche fueron en aumento. Se sabía que había unas normas. Se había repartido a la entrada una lista de recomendaciones y un plano de los espacios “de actuación”, dentro y fuera del templo, con la organización de toda la peregrinación y las horas en que tendrían lugar los distintos momentos. Existía, por tanto, una dramaturgia que servía para orientarse acerca de lo que ya había pasado y lo que estaba por venir, pero cuál era el modo finalmente de habitar cada uno de esos momentos y las posibles formas de transgresión dependía de cada cual.
La expresión simbólica más imponente de ese orden dramatúrgico fue el propio dispositivo escénico que organizaba todo el espacio con dos enormes gradas enfrentadas que dejaban un pasillo central al final del cual se veía la casa convertida en una suerte de divinidad. Aunque no había ninguna instrucción sobre si el público debía ocupar las gradas, la actuación de los tres intérpretes iniciales, subrayada por la iluminación, hizo que el público aceptara la convención teatral, a pesar de que el ánimo de los asistentes, entre los que se habían repartido las primeras cervezas, invitaba a otro tipo de ocupaciones. Estas tres primeras intervenciones, a modo de monólogos, plegarias o rezos frente a la misteriosa estructura cuidadosamente iluminada para la ocasión, fueron el punto de partida de una travesía por la oscuridad que había de conducir hasta el amanecer. Los fieles, convertidos en una masa alineada en sus correspondientes asientos y arropados por la oscuridad, se adueñaron de la situación tan pronto como acabó el último de los rezos, rompiendo la rigidez que imponía el dispositivo.
A partir de ahí se fue armando la fiesta y el barullo, acompañado de música, luces y proyecciones, que constituyó el bloque central del evento, denominado como éxtasis en el cuadernillo de festejos. Este momento acabó con la expulsión del templo, que se vivió como una suerte de condena divina o al menos teatral, y la salida a la intemperie de la planicie infinita del patio de atrás de Matadero donde estaba amaneciendo. Dos horas después, ya hacia las siete, se colocó en mitad del patio una mesa alargada cubierta con manteles blancos donde se repartían churros y chocolate. Hasta ahí se fue acercando todo el mundo, muchos ya con caras desencajadas, como si de un momento de comunión se tratara. Los churros debieron de significar para algunos de los que todavía quedaban el fin de la madrugá. Para el resto, los pocos resistentes que aún estaban allí, no fue fácil volver a la disciplina de las gradas y la quietud de un escenario-templo animado primero por los rompimientos de gloria, juegos de luces con la claridad que entraba por las ventanas, a lo que siguió una conversación en el interior de la casa, cuyo sonido se amplificaba al exterior, con Recetas Urbanas y mujeres de los colectivos feministas, y como cierre un acto de “humildad y fe”, quizá ninguno de los títulos tan acertado como este, en el que se aprovechaba el nombre de la propia agrupación musical de viento y percusión que estuvo tocando como cierre de la madrugá. Escenarios estos últimos que después de toda la noche terminaron cobrando tintes surrealistas.
Esta imagen sacada de contexto podría hacer pensar en lo que no es. Puesta en relación con los marcos habituales de presentación de un evento musical dentro de una sala, nos haría suponer o bien que el concierto estaba siendo muy aburrido, al menos para este grupo de espectadores, o bien que estos estaban muy cansados y tampoco les interesaba mucho, en cuyo caso habría que preguntarse qué les retenía en la sala. Si este último tramo de la Madrugá hubiera estado abierto a un público nuevo que se hubiera sumado a la obra ya por la mañana, tendríamos un tercera mirada, la de los nuevos espectadores, que nos harían tomar conciencia de hasta que punto a estas alturas de la madrugá el público que había todavía allí era tan actores como los propios músicos, aunque por las inercias de la propia dramaturgia les hubiera tocado hacer de nuevo de espectadores, un rol que ya se ajustaba con el estado de los cuerpos.
Si la presencia de los anfitriones en De sol a sol se hacía patente a través de la música que estaban interpretando en directo, recordando al público el lugar en el que se encontraba y las reglas que lo definían, en la Madrugá la presencia simbólica de los anfitriones, pues físicamente nunca estuvieron presentes, a través de la ordenación dramatúrgica y el dispositivo escénico que la sostenía, terminó funcionando como un reclamo teatral o religioso, para el caso daba igual, que como ocurre en la Semana Santa y cualquier otra fiesta popular cada cual utilizo como quiso. En este caso sirvió mayormente para sostener una experiencia de desbordamiento en la que por momentos la estructura dramática se perdía de vista o no era fácil de acompañar. La desinstitución pública del dispositivo escénico se hizo literalmente explícita. Un acto de desinstitución cuyos resultados ya estén previstos sería como el “teatro” de la desinstitución, una farsa para mantener al público y a la institución satisfechas con su cuota de transgresión. Y este no fue el caso. Se utilizó el teatro, dejándolo en suspenso, para que ocurriera algo más que el teatro. Se provocó un acontecimiento. Se abrió una fisura por la que se jugaron hasta el final las posibilidades, pero también las resistencias, de un público que vino a pasárselo bien y se lo pasó bien en el sentido más genuino del término, música, cerveza, baile, tiempos de descanso y gente con la que estar.
Ya en los años sesenta y setenta, algunos artistas y colectivos recurrieron a la alegría de los cuerpos como forma de disidencia y producción de una inteligencia colectiva no sujeta a la lógica de las palabras, en ocasiones todavía en tiempos de dictaduras, ofreciendo respuestas menos lineales pero en cierto modo más efectivas y en todo caso más liberadoras. Si en aquellos tiempos la fiesta surgía en los márgenes de la cultura y de forma clandestina, hoy la fiesta se propone desde la institución. Una fiesta institucional tiene algo de contrasentido. Como decía en la primera parte de este texto, la institución y las posibilidades de situarse frente a ella han cambiado enormemente en el último medio siglo. Hoy las formas de violencia, que antes se ejercían desde la institución, no son menos eficaces, pero sí más complejas y menos visibles. Si una fiesta supone un acto de institución, como suele suceder a menudo, o de desinstitución, depende de los contextos que moviliza, los huecos y desplazamientos que propone y las relaciones a las que da lugar, no solo al interior del evento, sino de este con otros agentes y maneras de pensar, decir y estar habitualmente excluidos de la institución.
Imaginemos que la fiesta de la Madrugá hubiera sido presentada como una celebración de fin de temporada de las Naves de Matadero, como podría ser también considerada. La situación hubiera sido distinta. El hecho de que esta confluencia de energías, voluntades y pensamiento que fue la Madrugá, con los signos visibles del cansancio inscritos en los cuerpos, se haya producido en conflicto con un dispositivo de representación, cargado de connotaciones religiosas que por otra parte nunca ha dejado de tener, exhibido sobre el mismo vacío que lo sostiene, en conflicto con un proyecto de arquitectura social cuya finalidad quedó débilmente enunciada en medio de la fragilidad que se respiraba ya durante todo el tramo final de la mañana, y sobre todo en conflicto con una institución, y sus formas de saber (hacer), que intenta replantear abiertamente sus límites y funciones, permite rescatar este evento como un espacio de reflexión puesto en acto, del que este texto es solo una posibilidad entre otras que puedan darse. Este momento abierto de reflexión es lo que sigue a cualquier acto de desinstitución para que se convierta en motor de nuevos procesos de institución de nuevas prácticas, formas de hacer y conocer.
Cambiar el conjunto de valores, prácticas y representaciones que configuran una esfera pública como el arte, el trabajo o el amor, es una tarea compleja que no se puede hacer solamente desde dentro de la institución, materializada en unos edificios, personas, presupuestos y estatutos, sino en relación a esas otros esferas públicas más o menos visibles, de las que es totalmente dependiente. Los espacios con una verdadera vocación pública nunca son autosuficientes, su telón de Aquiles, pero también su posibilidad de transformación, no está en su centro, sino en sus márgenes e insuficiencias. Si en otro tiempo la capacidad de apertura de una institución artística se reflejaba en el tipo de programación y los lenguajes más o menos experimentales que apoyaba, hoy esto solo es solo un indicador de las tendencias que conviven dentro de un juego político que en Madrid por fin, afortunadamente, parece que se va equilibrando, pero todo esto pasa a formar parte de un mecanismo de producción cultural ya previsto. Solo hay que ver la rapidez con la que después de tanta falsa controversia se ha impuesto en la escena madrileña la programación de los teatros públicos que recientemente cambiaron de dirección. Razones sobraban desde hacía mucho tiempo. Pero una vez dentro de la institución el criterio discriminante no se sitúa ya en el tipo de contenidos o lenguajes, sino en los modos de producirlos y utilizarlos, al igual que en la forma de producirse a sí misma como institución y reinventar el uso de sus espacios, potencialidades y presupuestos, en una palabra, en el modo de relacionarse con el mundo, no solo el mundo propio al que pertenece y al que se dirige, sino sobre todo con los otros mundos que solo aparentemente no le conciernen. Es en estos gestos de desinstitución que se abre un horizonte común de trabajo para instituciones artísticas y no artísticas que antes parecían claramente diferenciadas según sus funciones.
En solo un año de actividad de los centros públicos dedicados al teatro en Madrid que cambiaron recientemente su dirección, el paisaje de las artes escénicas en esta ciudad se ha transformado más que en los veinte años anteriores, al menos en cuanto a visibilidad, reconocimiento y proyección pública. Una amplia variedad de lenguajes escénicos que desde los años noventa se fue desarrollando refugiados en los contados espacios de los que disponían han pasado a convertirse de pronto en puntos de referencia reconocidos. Razones no faltaban, pero lo cierto es que si en los años sesenta y setenta una de las posturas frente a la institución consistía en el rechazo radical y la posibilidad de colocarse al margen , desde entonces las instituciones artísticas no han hecho más que crecer en cuanto a capacidad de actuación y construcción de relatos colectivos.
El grito de guerra del Mayo francés “La Gioconda al metro” se habría transformado hoy en “El metro al museo”, no en el sentido de mejorar las comunicaciones de espacios que funcionan como centros de atracción turística y especulación urbana, sino en el de transformar los centros públicos de creación en entornos capaces de entrar en relación con la compleja diversidad humana e intensidad social que se respira en el metro a hora punta. Como muchos otros eslóganes de aquellos años los sueños no se cumplieron, aunque las posibilidades de actuación en, para, por y frente a la institución se han abierto caminos que no dejan de reinventarse.
Por desinstitución pública del teatro, en lo que nos hace pensar la Madrugá, de Vértebro, cuyas imágenes acompañan este texto, o de cualquier otra esfera social —pensemos en la desinstitución pública del trabajo, de la sanidad o del amor—, se alude a un movimiento de apertura y transformación de la institución entendida como un conjunto de saberes, prácticas y representaciones; un conjunto de valores y modos de hacer que atendiendo a prácticas, saberes y representaciones diversas que quedan fuera de lo instituido den lugar a nuevos procesos instituyentes que permitan seguir reinventando las formas de hacer arte, de trabajar, de curarnos o de amar. Esto pone en marcha una dinámica de reaprendizaje por parte de la institución, un proceso de autocrítica y cuestionamiento que permita desarrollar una escucha más atenta hacia su entorno. Frente a la institución vertical y afirmativa, tendríamos una institución caracterizada por su capacidad deautoaprendizaje y cambio, una institución sostenida sobre un eje horizontal de relaciones abiertas con agentes y circunstancias diversas que escapan a la propia institución. Una institución en una dinámica de pequeñas desinstituciones que hagan posible nuevos procesos instituyentes.
Habitar el aire, proyecto con el que cierra la temporada 2018 las Naves de Matadero, no se podría entender sin la presencia de la propia institución como uno de los actores centrales de su dramaturgia. El proyecto ha supuesto una compleja propuesta de programación que cuestiona los límites y funciones de una institución artística. Los tiempos extendidos de las actividades relacionadas con este proyecto han hecho visible el propio espacio como un personaje más de esta trama. Los tiempos largos hacen hablar al lugar en el que estamos. La historia inscrita en los espacios termina aflorando, y aunque esta lectura difiera según quien la interprete, el espacio se convierte en una voz más. La finalidad, provocar otras formas de encuentro y conocimiento, otros modos de estar y ponerse en relación con actitudes aparentemente ajenas a la institución y al mismo tiempo con la propia institución. Uno de sus efectos más visibles ha sido la apertura de los espacios a prácticas y usos que no eran los habituales. Los usos definen el sentido de los espacios. Darle a un espacio otra utilidad hace que ocurran otras cosas. Para ello se han cruzado y descolocado proyectos y agentes provenientes de distintos contextos con el fin de crear territorios de cruce que generen conocimiento acerca de otros modos de utilizar los espacios públicos de un teatro. En el aire quedan distintos interrogantes sobre la función de un centro público de artes (vivas), cómo articular esta potencia pública para ponerla al servicio no solo de formas de creación que escapan a los marcos habituales, sino sobre todo de otras formas de pensar, hacer y decir.
El trabajo de Recetas Urbanas con la construcción de la casa, que ha funcionado como eje transversal de todo el proyecto, dejaba patente desde el comienzo la voluntad de poner en contacto mundos diversos. Jugando con el título del proyecto, “habitar el aire” podría entenderse como modo de supervivencia para un trabajador fuera de la institución y de los marcos reglados de producción cultural, esa situación de suspensión y provisionalidad es la que se abre ahora como un espacio de trabajo, de reflexión y creación en el interior de la propia institución. Se trata de provocar la ocasión para que las cosas cambien desde dentro. La tarea no es fácil. Las inercias son fuertes. Instalar en el corazón de la institución un virus a modo de vacuna que le reste verticalidad en favor de un plano de horizontalidad expuesto a realidades heterogéneas corre el riesgo de provocar reacciones inesperadas.
Es desde esta reconsideración de “lo público” como potencia en movimiento que el imaginario de lo teatral y más en general de lo artístico adquiere una dimensión escénica protagonizada por el mismo público, la gente, los otros, los que no están actuando como artistas. El interés por poner las prácticas de creación en relación con contextos próximos y entornos inmediatos es lo que ha servido para revalorizar herramientas escénicas y formas de teatralidad que son ya comunes a todo el paisaje artístico. Esto explica también que cada vez sea más frecuente asistir a eventos en un museo o centro de artes que podrían estar pasando en un teatro, entendido también como centro de creación contemporánea, y viceversa.
Este juego de enmascaramientos y desplazamientos entre el afuera y el adentro de la institución ha sido una de las características del trabajo de Santiago Cirugeda al frente de Recetas Urbanas. Desde sus inicios el arquitecto sevillano ha trabajado a partir de situaciones concretas, pero no por ello ha dejado de operar dentro de marcos institucionales. La contradicción que sostiene el proyecto de Habitar el aire no es en este sentido una excepción. No son pocas las personas que al ver la casa se preguntaron cómo se podría llevar esa estructura, alzada varios metros por encima del suelo, con aberturas laterales sin cristal y con el techo sin cerrar, a un solar al aire libre para que funcionara como un espacio itinerante de diversos colectivos feministas. La segunda pregunta sería por qué no se construyó directamente en la ubicación en la que vaya a funcionar, y en todo caso traerla al teatro una vez que haya sido utilizada, cargada ya con otras historias. Pero por el momento la única historia con la que cuenta la casa es la historia de su propia construcción y de las ilusiones y modos que la animaron, un proceso colectivo, participativo, de talleres a lo largo de un mes. Visto así, la casa que estuvo en la nave 11 no es la que terminará funcionando algún día en algún barrio de Madrid, aunque los materiales básicos y su diseño general sean parecidos. La segunda casa habrá que adaptarla a las condiciones del terreno y terminar de acabar los mil detalles para que sea funcional. Se tratará en todo caso de dos realidades y dos contextos distintos. La primera casa cita a la segunda como una proyección en el aire, no porque los acuerdos administrativos estén más o menos avanzados, sino porque se trata de una potencia aún no realizada. Su utilidad opera como una posibilidad abierta que el público de las distintas intervenciones aprovechó para actualizar de distintos modos.
Habitar el aire es un proyecto con una doble cara, su máscara artística esconde su rostro social, pero esto también funciona a la inversa: su voluntad de intervenir de manera activa en la vida pública de la ciudad está inscrita en la historia de su construcción en un centro de artes para un uso artístico. ¿Uso artístico, finalidad pública? Este juego a dos bandas no es nuevo para Recetas Urbanas, al contrario, es a partir de ahí que se despliega un espacio de tensiones que caracteriza las intervenciones de este colectivo, y que Cirugeda no pierde de vista:
El proyecto “artístico” se planteará abordando la realidad sobre la que queremos participar, mostrándola enmascarada y oculta tras una imagen llena de artisticidad y erudición que lo sitúe a la altura de la institución que financie la acción. Jamás se delatará a los verdaderos beneficiarios, apareciendo como principal preocupación el disfrute y deleite de los espectadores y aficionados al arte. (Santiago Cirugeda, Situaciones urbanas, ed. Llorenç Bonet, Barcelona, Tenov, 2007, p. 9.)
Esta estrategia discursiva explica cómo estar en una institución y no estar al mismo tiempo, o cómo no estar, porque finalmente el proyecto apunta hacia otro lugar, pero sin embargo estar. Pero más allá de la retórica, este modo de estar y no estar, que desarrollado en ciertos sentidos remite al hecho mismo de habitar como una forma de relacionarse con un espacio no guiado por las funcionalidades más evidentes, dando lugar así también a otros tiempos, pone en juego un espacio táctico de desplazamientos y posibilidades de actuación no previstas. Esto termina beneficiando tanto a la institución que se ofrece a producir proyectos que no empiezan ni acaban en su propio ámbito de acción, y que le pueden servir para repensar sus prácticas y formas de representación más o menos (im)propias, como a los beneficiarios últimos del proyecto que, independientemente de que se sientan ajenos al mundo del arte, pasan a ser un agente más de un tejido público sobre el que la institución termina perdiendo el control. La institución artística se deja de construir desde sus centros de poder, en torno a las funciones con las que históricamente está identificada de conservar, promover y difundir un determinado patrimonio, para centrarse en sus márgenes de apertura y negociación con un mundo de afuera ajeno en principio al ámbito artístico y por ello doblemente necesario.
Estas dinámicas de desinstitución introduce en la institución un plano de inestabilidad, una fuerza menos controlada, pero también más viva, desde la que repensar qué significa realizar un servicio público. Posiblemente, entre los colaboradores de Recetas Urbanas, muchos de ellos estudiantes en prácticas o que han terminado recientemente los estudios, sea el propio Cirugeda quien más consciente es de este juego de desplazamientos entre lo artístico y los ciudadanos de a pie, entre las instituciones culturales y las necesidades reales de un entorno que terminaría de dar a la construcción su sentido más propio. Pero en el arte, como en el día a día de quienes están obligados a habitar espacios que no siempre sienten como suyos, lo que predominan sin embargo son los sentidos impropios y los usos desviados. Prácticas de supervivencia. En este sentido la para-arquitectura de Cirugeda funciona no solo como una forma de construcción que atenta contra las jerarquías y lugares autorizados, sino también como una maquinaria que a niveles distintos atraviesa la institución generando saberes prácticos a partir del modo de hacer habitable un espacio, como el de los talleres, por ejemplo, convertidos en un entorno de conocimiento compartido, en un sitio como las Naves de Matadero que en principio pareciera que no es el lugar que le corresponde:
La para-arquitectura propuesta en la acción se alimenta de intenciones provisionales, de construcciones efímeras, de formas no patrimonializables, en definitiva, se presenta silenciosamente evocar la incapacidad de la institución de acotar la compleja realidad humana. (Espacio Escala, Deconstruyendo la ciudad. Catálogo de la exposición comisariada por Paco Pérez Valencia, Sevilla, Caja Sol / Obra social, 2008.)
Durante un mes Recetas Urbanas convirtió una de las salas de la nave 10 en un taller de construcción. Donde antes había artistas en residencia o salas de ensayo, se instala un taller abierto de autoconstrucción con sus máquinas y materiales. El discurso que dio sentido a esta propuesta era hacer una casa que pudiera tener después un uso social, de ahí el protagonismo que en esta dramaturgia cobraron las mujeres de distintos colectivos que se harían cargo posteriormente de la casa. Ahora bien, si por un lado esta era la finalidad, inscrita desde el comienzo en el frontispicio del proyecto como una leyenda que asegurara el sentido de lo que se estaba haciendo, por otro, la construcción tenía lugar en un centro de artes con el propósito inmediato de permanecer en la Nave 11 suspendida en una enorme estructura metálica. La casa se convierte en un objeto estético de contemplación. La contradicción entre la utilidad social para la que ha sido proyectada y su uso inmediato plantea una serie de tensiones y desplazamientos dejando en el aire no solo la casa, sino algunas preguntas acerca de las formas de utilizar, no ya solo esta casa, sino en general la institución y el dinero público. Si a nivel estético la casa, iluminada de distintos modos según las horas y las propuestas artísticas que la intervinieron, despertaba una sensación de extrañeza, como de estar ante un objeto raro procedente de otro universo, por otro lado, a nivel simbólico y material, evocaba una realidad cercana relacionada con el habitar en sentido básico, una casa construida en madera con materiales baratos o reutilizados, y decorada de modo funcional. Desde su altura la construcción parecía inaccesible. Aunque había una escalera por la que se accedía, esto era posible casi únicamente en horarios y días concretos y, quitando alguna excepción, fuera del tiempo de las intervenciones artísticas. Durante el transcurso de estas la casa permanecía clausurada y con vigilancia. Objeto de observación y vigilancia, cuidadosamente iluminada, la construcción se convierte en una suerte de nave espacial, algún tipo de no lugar desde que parecía provocar algún tipo de reflexión sobre los modos de estar y utilizar los espacios y más concretamente, en este caso, los espacios hechos para ser utilizados, como esta casa o una institución pública. ¿Pero quién decide cómo se utilizan los espacios públicos?
Cuando el verano pasado vi que finalmente no iba a subir a Barcelona a ver el último trabajo de Juan Domínguez, Entre lo que ya no está y lo que todavía no está,estuve buscando alguna reseña en internet para ver de qué iba. Tenía curiosidad. Juan llevaba tiempo desarrollando proyectos con grupos de gente que en el caso de la Serie era el propio público, y ahora de repente volvía a ponerse en escena, solo, frente al público, con una especie de monólogo. Es un artista que tiene la capacidad de pasar por formatos distintos y en muchos casos las opciones no dejan de sorprender, como aquel dúo estupendo con Amalia Fernández o esa colaboración delirante con Los Torreznos. ¿Quién iba a decir que Juan iba a hacer una obra con Los Torreznos? Por no hablar de procesos como el que desarrolló con La Ribot y Juan Loriente para al final terminar no saliendo nadie a escena, o el megaproyecto de la Serie Clean room. Y ahora volvía a estar solo en escena. Desde luego no creía que fuera solo un capricho o una casualidad. Es admirable encontrar en alguien que pasa los cincuenta esta capacidad de reinventarse, mirar para atrás, dar un salto mortal, hacer un quiebre y terminar bailando lo que sea…, como dice en su último trabajo, Juan what?
Finalmente encontré una reseña de Quim Pujol, donde sin
embargo no contaba nada de la obra, en su lugar desarrollaba algunas ideas que,
como él decía, seguramente no tenían mucho que ver con la obra. No recuerdo de
qué iban, estaban interesante, pero en aquel momento no es eso lo que buscaba,
así que me quedé con el gesto, el de Quim, que ya había conocido en otra
versión más vistosa lanzando una botella al mar que contenía la crítica de una
obra de Sergi Faustino, y sobre todo mi propio gesto cuando pensaba encontrar
uno de esos comentarios tan finos de Quim y me encontré con nada. Sí recuerdo,
sin embargo, el comienzo de su texto valorando la trayectoria en general de
Juan Domínguez y con lo que concuerdo absolutamente. Me gustó leer esa
presentación escrita de forma tan clara y tan rotunda. Intuía de todos modos,
por lo que había leído de la obra y por cómo viene trabajando Juan, que cualquier
reseña iba a tener que lidiar con esa especie de nada o tiempo en suspensión sobre
el que seguramente giraba la pieza. Aún así seguí buscando y encontré otra
reseña, menos elegante que la de Quim, que trataba de contar mal que bien lo
que pasaba en escena. No me dijo mucho, pero me sirvió, así que traté de ver la
obra en la siguiente ocasión que tuve, que fue en Escenas do cambio, en
Santiago de Compostela.
A raíz de la presentación en Santiago escribí un texto, que
me pidió el propio Juan. Era una suerte de disección de esa especie de nada,
que le pasé luego a Fernando Gandasegui y este me dijo de publicarla en
Teatron. Yo no veía ese texto en este medio, no tanto por una cuestión de
contenido, sino sobre todo de forma. Escribir para un medio u otro, a partir de
un contexto u otro, o simplemente como respuesta a una persona u otra, te
coloca en lugares distintos desde los que tratas de dar sentido y forma a lo
que estás haciendo. Le di algunas excusas a Fernando, pero no fue hasta que me
puse a revisar lo que había escrito con el propósito de preparar algo para
Teatron que me di cuenta por qué no lo veía ahí, y me puse a escribir este otro
texto que estás leyendo, que comienza con ese gesto que se te queda cuando entras
a un sitio buscando algo y te encuentras con nada. Por algún motivo este gesto se
me vino a la cabeza releyendo aquel texto y me pareció que era la imagen justa
para empezar esta reseña. Entras a donde pensabas que había algo y te
encuentras con que está vacío. No es cualquier tipo de vacío, es un vacío
cuidadosamente construido. Se te queda una cara rara, una mezcla de decepción y
sorpresa, que según cómo te lo tomes te coloca en otro lugar. Puede ser un
regalo, y también una decepción.
Juan lleva tiempo
dándole vueltas a esto del secreto. Toda obra tiene algo de secreto. Yo no creo
que desvelar lo que ocurre en una obra destripe de ningún modo un trabajo.
Saber que al final de su última obra te termina invitando a tomar un helado, te
puede dar una pista de algo, o ni siquiera eso. Es cierto que te puede
confundir sin piensas que sabiendo eso ya sabes lo que es la pieza, pero si
crees eso quizá lo mejor es que ni vayas a verla. Un secreto consiste en algo
que no se puede contar, pero no por fidelidad a alguna causa o persona, sino
porque no hay manera de contarlo. Si supieras cómo contarlo ya no sería
secreto, porque un secreto lo hace uno mismo y también le hace a uno, es parte
de quien lo guarda y lo cuida, pero guardarlo por obediencia o mandato no es
guardar nada sino simplemente obedecer. O como decía otro, para qué hacer obras
si las podemos contar. Por eso toda obra que de verdad esconde algo es siempre un
secreto. A veces ni siquiera lo notas cuando estás viendo la obra, y te viene
tiempo después una cierta sensación, o no te viene nunca. O crees que has
entendido algo cuando la estabas viendo y después te das cuenta que no
entendiste nada, o que no había nada que entender, por lo menos para ti en ese
momento. El sentido de una obra no es algo estable, a pesar de que esa
estabilidad convertida en forma de autoridad ha sido lo que ha buscado la
historia y la crítica y por contagio el medio en general, cuando todos sabemos
que el sentido de algo depende de mil factores que están en movimiento, y de lo
que menos depende es de la trama, golpe de efecto o sorpresa que pueda esconder
el trabajo, porque esto al fin y al cabo es la parte fija de la pieza, la que
menos cambia. Tomarse un helado con un grupo de personas es lo mismo ahora,
hace veinte años o dentro de medio siglo, pero el sentido que puede tener tomarse
ese helado como parte de una obra en un momento u otro puede variar mucho. Esto
se podría decir para cualquier expresión artística, pero en el caso del teatro,
las escénicas, las artes vivas o como lo queramos llamar, es todavía más
evidente, aunque esa misma evidencia lo haya transformado en algo tan
inoperante como un tópico, aquel de que cada representación es distinta.
Hace no mucho leí un pasaje de un libro de Koselleck donde
refiriéndose al mundo de las logias masónicas del siglo XVIII decía que el
secreto de la fraternidad era el arcanum.
Afirmar que el secreto de una obra es también un arcanum puede sonar a lugar común dentro de la tradición romántica
del arte, distinto sería si dijéramos que la fraternidad es el secreto de una
obra. Esto está a punto de convertirse también en un lugar común, pero de un
romanticismo de cuño más reciente, el de la época de los afectos, las políticas
sin política, el procomún y el capitalismo emocional. El problema no son los
tópicos, de los que alguien por otro lado dijo que son una verdad repetida mil
veces, sino la historia. La historia de los tópicos y de las obras y de los que
hacen las obras y de los que ven las obras. Y la historia no es un secreto, es
básicamente una putada, pero una putada que no queda más remedio que asumir,
porque o bien te haces cargo de ella o ella se hace cargo de ti, que es lo que inevitablemente
va a terminar pasando, pero mientras tanto estamos ahí. Es una putada y es
también una oportunidad, una maravillosa oportunidad, o si no maravillosa, al
fin y al cabo la única oportunidad que tenemos, en otras palabras, como se dice
en algún momento en Entre lo que todavía
no está, “nada se ha terminado, tenemos que continuar”. La pregunta es en
todo caso cómo, cómo continuar, en esto consiste a un nivel muy esencial, pero
también por ello decisivo, lo de las escénicas, en decidir cómo te colocas en
escena, cómo te diriges al público, si le hablas directamente o pasas de él, cómo
le miras y cómo dejas que te miren, cómo sales vestido, si te mueves o te
quedas quieto.
Así salía, por ejemplo, Juan Domínguez hace quince años:
Así sale ahora:
La primera imagen es de Todos
los buenos espías tienen mi edad, otro solo de tipo autobiográfico, una de
sus primeras obras, que quince años después todavía continúa haciendo. Esta
obra, a la que André Lepecki le dedicó un capítulo de su libro Agotar la danza, se convierte en un
referente de algo que en algún momento vamos a empezar a identificar como danza
conceptual, un término tan desafortunado como aquel otro que saldría poco
después de teatro posdramático. La repercusión de esta obra, salvando todas las
escalas, sería comparable al trabajo de Jerôme Bel, The show must go on, en el que el propio Juan Domínguez participó
más o menos por aquellos años, y que aún hoy se sigue haciendo con distintos
elencos de cada ciudad.La utilidad que
términos como danza conceptual o teatro posdramático tuvieron en su momento se
volvió rápidamente en su contra, porque estaban tratando de definir lo que
pasaba a finales de los años noventa con perspectivas de los años sesenta, y
así no había manera de ver para dónde iban las cosas, sí quizá de donde venían,
pero no hacía donde iban, que era para lo que en realidad se estaban utilizando,
y en ese sentido hay que reconocer que el francés lo tuvo más claro, aunque es verdad
que el pasado que tenían a sus espaldas uno y otro era muy diferente. Lo cierto
es que aquel trabajo de Jerôme Bel, como algunos otros que ha hecho
recientemente, tienen más que ver con esta última producción de Juan Domínguez
que con aquella otra de sus comienzos. Pero como digo el tiempo pasa para todo
y para todos, el tiempo nos hace y lo hacemos. Es por eso que tampoco se ve hoy The show must go on como se vio en
aquel momento con el horizonte de fondo de la “danza conceptual”, como tampoco
verá del mismo modo la gente que tenga todavía la oportunidad de asistir a esa
joyita que fue Todos los buenos espías
tienen mi edad y los que la vieron en el momento de su estreno pensando en
el salto mortal que suponía ese trabajo en relación al ámbito de la danza
contemporánea del que provenía el autor.
En aquel texto que tenía escrito me dedicaba a analizar las diferencias entre una y otra obra, trazar el camino que iba de una imagen a la otra, qué cosas habían cambiado, cuáles seguían iguales, dónde estábamos antes y dónde estamos ahora. Pero como decía antes, para un medio “interactivo” -como se suele decir- como este, incluso si esa interactividad se quede a menudo en una proyección imaginaria, pensé que prefería plantear preguntas más que tratar de dar respuestas. Cualquier texto es una suerte de diálogo con no sé sabe quién, que al final en algún punto es siempre uno mismo. Sin embargo, ese “no sé sabe quién”, que no por imaginario resulta menos real, es distinto según para dónde escribes, aunque Susan Suntag le dijera una vez a Juan Domínguez, según nos cuenta en algún momento de la obra, que no escribía porque hubiera público, sino porque existía la literatura. Convertir al público en un elemento más de un sistema de comunicación fue solo un modo histórico, característico del horizonte intelectual del Estructuralismo de los años sesenta y setenta, de tratar de resolver la incógnita que el arte, como la política, nunca va a tener resuelta, la incógnita de los otros, del para quién o para qué. Al final lo cierto es que cualquier cosa puede terminar saliendo en cualquier medio y presentándose a no sé sabe quién, más aún desde que tenemos internet, pero esto no evita lo anterior, el hecho de que uno salga a escena de una manera u otra dependiendo de cómo se imagina el lugar al que va y la gente frente a la que se va a colocar. La empresa está llamada al fracaso, o como decía mi amigo Agamben, ser contemporáneo es asistir a una cita a lo que solo se puede faltar, que luego algún gamberro cambió por follar. Y a la cita de la escena, que es finalmente la cita con la historia, con un presente, un grupo de gente y una situación concreta, no tenemos más remedio que salir a faltar, faltar en relación a tu propio horizonte histórico, el marco en el que trabajas, las reglas de producción que te convierten en un producto más, si realmente queremos estar donde queremos estar, en un lugar que aún no conocemos porque está por hacerse, y no donde ese mismo contexto, situación y convención nos obliga a colocarnos. La historia ya la conocemos, tenemos la suerte de poder leer en el siglo XX como si fuera un libro abierto. Esta es la lectura, por ejemplo, que hacía Benjamin condensada en un dibujo de Paul Klee:
Esta historia, como digo, ya la conocemos, al menos en algunas de sus versiones ya contadas. Si alguien quiere leer el texto que acompaña al dibujo lo encuentras fácilmente en internet, es como el padre nuestro del siglo XX, es la novena tesis sobre filosofía de la historia de Benjamin, escritas poco antes de suicidarse en España temiendo que iba a caer en manos de los nazis. Asumir este escenario no significa ser contemporáneo, por más que citar a Benjamin se haya convertido más que en una moda en un destino, significa simplemente asumir un pasado como algo ya hecho y que se va a repetir de forma inevitable. Ser contemporáneo supone, sin embargo, volver a ese escenario y cagarla un poco, por ejemplo así:
Benjamin es una de las referencias de una larga serie de
amigos reales e inventados, pasados y presentes, a los que Juan Domínguez va
echando mano a lo largo de su obra y a los que agradece al final nombrándolos
uno a uno el haber estado ahí en algún momento de su vida. Le faltó citar, si
acaso, a Juana de Arco. En el caso de la cita del Ángel de Klee ya no se trata
de un ángel, sino de un actor, él mismo, que mira al público, que es el pasado,
del que se aleja el intérprete atrapado por la corriente del progreso, pero
este ángel ya no ve solamente las ruinas y desolación que deja la tormenta del
tiempo, también ve a su vecina o al perro de su vecina, ve risas, ve gente
gozando, ve una monocicleta rosa y muchas cosas más que van quedando medio olvidadas
en el tiempo. La obra supone una mirada atrás, como también la había en Todos los buenos espías, supone también
la construcción de un lugar presente, escénico, y una cierta proyección hacia
al futuro. Estos tres elementos están inevitablemente entrelazados, cada uno
depende del otro. Si en Todos los espías
el público era el futuro (de una idea, de un proyecto o de una obra), en esta
última el público ocupa el lugar de un pasado que congela al artista en una
imagen, un nombre o una identidad. La construcción de un escenario implica no
solamente arrojar un presente a un umbral de inestabilidad, sino también un
modo de asumir lo que ya pasó y en cierta forma de abrirse a lo que pueda
pasar. Entre una y cosa otra tenemos el presente, un presente más incierto,
frágil, detenido y desconocido en este último trabajo, menos conceptual, pero
paradójicamente más filosófico en
sentido etimológico, con más amor por un saber que es en definitiva un saber
vivir como espacio de desconocimiento y reinvención frente a los demás, un
espacio para amar, como dirá en algún momento de una obra, más cercana en
ciertos momentos que aquella otra del 2002, aunque infinitamente más lejano y
oscura en otros. Tiene algo de la lejanía de la muerte, del que está dejando de
estar, que es la lejanía que impone la escena, un espacio de muertos, o al
menos de ausencias que la obra, como el Ángel de Benjamin, trata de revivir, de
hacer presentes.
Lo que ha pasado entre una obra y otra, por un lado, es
evidente, son los 14 años que separan el dejar de ser joven para empezar a ser
viejo. Pero esta es solo la parte biológica, la más evidente, solo
aparentemente más fácil de entender, en cierto modo la más universal. Falta la
otra, la más difícil, el lado histórico. Una y otra, sin embargo, no van por
separado. La escena es un lugar biológico, pero es por ello también el punto
ciego de la historia, la fisura que se abre entre lo ya fue y lo que todavía no
es, un lugar delicado. Esa fisura es una oportunidad, es el momento en el que
hay que jugársela, puede ser la parte más divertida, también la más jodida, de
ahí viene lo de ser un fisurado, que es alguien que se quedó atrapado en la
fisura, el único momento que finalmente cuenta. Lo demás ya está hecho o está
por hacerse. El problema es que es también el momento menos visible, y por ello
el más secreto. Estas dos obras implican modos distintos de hacerse cargo de
esa fisura, de ese momento entre medias. Juan Domínguez tiene la virtud de haber
ido tocando a lo largo de sus obras notas claves de la escena, y esta del
momento fugaz que se abre entro lo que ya no está y lo que todavía no está es,
sin duda, una de ellas. En el 2002 construyó un mecanismo que funcionaba de
forma automática, lo que luego se iba a divulgar con el término de dispositivo.
Esa obra era un verdadero dispositivo, un aparato de lectura en el que el
intérprete, identificado entonces con la figura del bailarín, a pesar de, o más
bien justamente, por estar vestido con traje y corbata (más interesante es
entender que todavía siga identificado con esa figura), cuya “coreografía” se
limita a estar sentado en una mesa frente al público pasando textos que se proyectan
sobre una pantalla. Al final de la obra se levanta y se pone una máscara con el
aspecto que tendría cuando llegara a los sesenta años. Pero la coreografía no
acaba ahí evidentemente, esta consiste en el viaje del público a través de palabras
que hablan y se presentan como cosas, sensaciones, aventuras e ideas, espacios
y tiempos durante los meses previos a la obra, describiendo una línea temporal
que de forma imprecisa va avanzando hasta el momento justo en el que entraría
el público y empezaría la obra real. El público lee los textos y leyéndolos se
hace presente. Es un viaje interior a través de una situación presente, un
momento íntimo de lectura compartida. Viaja con el artista a lo largo del
proceso, recorre ese tiempo pasado, se encuentra imaginariamente con él, que funciona
como una suerte de operador, presente y ausente al mismo tiempo, una función
más del dispositivo. De hecho es una de esas obras que fácilmente podrían
funcionar en plan de franquicia, o como se suele decir, performance delegada
(apunta la idea, Juan). Algo mucho más difícil de hacer con esta última, y que
de llegar a hacerse iría transformándose en obras muy distintas dependiendo de
quién fuera el intérprete (un experimento que por otro lado podría ser
interesante: distintas personas colocándose Entre
lo que ya no está y lo que todavía no está), pero no serían distintas obras
porque el helado estuviera mejor o peor; el secreto no está en que un grupo de
personas se tomen un helado juntos, sino en un cuerpo que se pone en relación,
que se abre, juega, se esconde, se acerca y se aleja, se expone, te seduce, se
protege, se ríe, probablemente disfruta y sobre todo está, está con el público,
para terminar haciendo nada o casi nada, una nada cuidadosamente construida, hilvanada
de actitudes, emociones y tiempos que se van modulando.
El interior de la obra, ese espacio entre medias, es como
uno de esos vacíos que uno siente cuando entra en un lugar buscando algo y se
encuentra con que no hay nada o casi nada, y sin embargo no deja de encontrar
algo, quizá simplemente a uno mismo o a nadie, o un tiempo muerto, o a otros
que ya pasaron por allí, o un pasado que no conocía o una oportunidad que no se
esperaba, o vete tú a saber qué, para eso va uno al teatro, para encontrarse en
medio de algo que no sabes lo que es, o al menos algo distinto de lo que
podrías haber esperado, distinto no por sorprendente, espectacular o extraordinario
(eso es justamente lo que nos han enseñado a esperar), sino porque es nada, al
menos nada que se pueda contar fácilmente, una nada difusa, el secreto que unos
cuantos deciden que sea secreto, como la experiencia compartida de un grupo de
niños degustando en silencio el helado con su tío, y por eso es secreto, porque
quieren que lo sea. Esta voluntad de guardar algo, de cuidar un momento, es el
comienzo de una historia cuyo único sentido es tener algo que viviste y te unió
a otras personas, algo especial no por diferente sino porque fue lo que fue,
algo que no se puede contar fácilmente, algo que cuidar, la forma más básica de
inventar algo, el barro de la fraternidad; pero por otro lado, y abusando de Koselleck,
diría que ese secreto protege también la promesa de felicidad de un sistema de
producción que antes se llamaba capitalista y que ahora que hasta los afectos
son capitalistas ya no sabemos cómo seguir llamando, y que ha terminado
sustituyendo el presente de la historia por la historia de un presente previsto
antes de que pueda tener lugar, como si fuera un producto más de esa historia
que es también un secreto vivido por cada uno de forma distinta. Por eso
también Benjamin decía que había que utilizar el propio ensueño en el que nos
sumerge el capitalismo para despertar de ese mismo sueño convertido en
pesadilla. Pero como dije al comienzo, prefiero cortar aquí este recorrido y
retomar la pregunta inicial para que cada cual encuentre, si acaso, alguna
respuesta. Alguien dijo que el teatro era como una brújula para ver dónde
estábamos. Si esto es verdad y reconstruimos mentalmente la obra del 2002, la
ponemos junto a esta última y nos preguntamos qué ha pasado en esos quince
años, qué cosas han cambiado, cuáles siguen igual, qué nos ha pasado, dónde
estábamos y dónde estamos, qué podríamos responder.
ENCUENTRA LAS 10 DIFERENCIAS
Ayer vi de nuevo la obra en Madrid. Es raro volver a ver una obra de la que te has llevado una determinada impresión, y percibirla igual y al mismo tiempo tan distinta. Es como estar delante de unos hermanos gemelos, iguales y totalmente diferentes. Ayer Entre lo que ya no está y todavía no está había más silencio y más vacío y más ausencia, había más falta, falta de faltar, de no estar o no llegar a tiempo o haberse ido ya. Había menos risas y más ceremonia, quizá también más muerte. El teatro, y en esto da lo mismo el antiguo y el moderno, el dramático y el escénico, tiene una carga de rito que es uno de sus elementos más poderosos. Ayer se me mezcló la imagen del público haciendo cola para recibir el helado con la de los feligreses yendo a comulgar, aunque ya no fuera por fe en un dios trascendental, sino en un momento compartido que se consume en lo que tarda uno en comerse un helado. Ah, y sí estaba Juan de Arco al final. Se apareció.