Ahora que el derecho a la movilidad está restringido en tres cuartas partes del mundo, quizá sea un buen momento para reflexionar sobre las ausencias como una forma de presencia, o lo que es lo mismo, sobre las presencias como un modo de ausencia. Ahora que el virus nos ha recordado que la frontera entre estar y no estar es tan incierta, quizá sea un buen momento para reflexionar sobre los cuerpos y los vacíos, los medios, la economía y los recursos.
Latente, el proyecto de Teatro Ojo presentado en forma de vídeo/instalación, disponible en la web del Festival, está dividido en 7 imágenes que avanzan a un ritmo de intensidad creciente, como una especie de rapsodia fúnebre del mundo civilizado. La tercera imagen se detiene en los detalles del plano de un barco del siglo XVIII, el Brookes, usado para el transporte de esclavos de la costa oeste de África a Norteamérica. El dibujo da cuenta de la minuciosa organización de los cuerpos hacinados en las bodegas de la nave. Reducidos a mercancía los cuerpos se confunden con la máquina.
A modo de ensayo audiovisual, el trabajo se presenta como “apuntes y especulaciones para un proyecto teatral por venir”, como si fuera algo que no estuviera acabado del todo, a pesar de que todo el montaje, como si fuera un instrumento de precisión para interrogarse, está cuidadosamente elaborado. El tipo de composición puede recordar a los montajes de Harum Farocki en Como ves, pero también al archivo benjaminiano, en el que las relaciones lógicas saltan por los aires para entrar en una órbita misteriosa, a veces fascinante, a veces siniestra. El ritmo intenso mantiene la escucha alerta, como si imágenes, conceptos y relatos fueran parte de un jeroglífico cuya solución se fuera desvelar en algún momento. Pero lo podríamos estar mirando en bucle, una y otra vez, de forma hipnótica, y el secreto seguiría ahí.
El ensayo profundiza en distintos escenarios del colonialismo, de los colonialismos antiguos y los modernos, los que ocurrían en las afueras del imperio y los que ocurren ahora en el corazón del imperio. Es la otra cara de un sistema económico y una mentalidad que llega hasta nuestros días. En el siglo XVIII el comercio de esclavos era un negocio floreciente, como hoy puede serlo a otras escalas el desplazamiento forzado de personas.
Los dibujos de este barco fueron ampliamente difundidos en su época. El que sean fruto de un encargo del propio movimiento abolicionista como parte de una campaña contra la esclavitud no les resta verdad, pero ayuda a explicar lo impactante del resultado. Entonces no podían imaginar que tres siglos más tarde la esclavitud estaría prohibida por la ley, pero continuaría existiendo bajo otras formas de un modo igualmente sistémico como parte de un sistema más complejo y menos evidente. Abolir la esclavitud puede parecer hasta un objetivo más abarcable que acabar en la actualidad con los movimientos forzados de población. Hoy habría que prohibir una manera de pensar y de estar en el mundo. ¿Pero no era eso lo que sostenía la esclavitud?
Los recursos son los medios y los medios son los cuerpos. Además de la tierra, el aire, el agua, las plantas, la memoria, la historia, las inteligencias o las experiencias compartidas, que decía Dewey, medios son sobre todo los cuerpos. No podemos considerar un medio al margen de los otros, por eso les llamamos medios y no fines. El principio de esta economía, que es en realidad un modo de pensar, es en todo caso el aprovechamiento de estos hasta su agotamiento. Como si consumirlos fuera el único modo de disfrutar de ellos, de disfrutar de la tierra, del aire, del agua, las inteligencias y los cuerpos.
Por aquel entonces, antes de la Gran Guerra, cuando ocurrieron los hechos de los que se informa en estas páginas, todavía importaba si un hombre vivía o moría. Cuando uno era retirado de la multitud de los terrestres, no llegaba otro enseguida para ocupar su lugar y borrar la memoria del difunto, sino que quedaba un hueco donde este faltaba, y los testigos de su desaparición, tanto los cercanos como los lejanos, callaban cuando veían ese hueco. Si el fuego barría una casa de la calle, el lugar del incendio permanecía vacío por mucho tiempo. Los albañiles trabajaban despacio y pensativos, y los vecinos más próximos, al igual que los transeúntes ocasionales, recordaban, cuando contemplaban el solar vacío, la estructura y las paredes de la casa desaparecida. Así era entonces. Todo lo que crecía necesitaba mucho tiempo para crecer. Y todo lo que desaparecía necesitaba mucho tiempo para ser olvidado. Pero todo lo que una vez había existido dejaba su huella, y se vivía de los recuerdos igual que hoy en día se vive de la capacidad de olvidar rápida y deliberadamente.
J.R.
No hay que extrañar que en una cultura en la cual el que no produce no cuenta, las ausencias, sean borradas con rapidez. Si algo positivo puede traer la pandemia es que ha colocado las ausencias en primera línea. Antes los ausentes eran los otros, ahora somos también nos otros. El mundo se ha hecho extraño. No es que no lo fuera antes, es que no lo veíamos. El virus nos ha recordado que todo puede dejar de ser, que todos estamos dentro y fuera de la historia.
Latente es una partitura de cuerpos, mercancías y máquinas, una danza, como dicen ellos, oscura que nos atrae por lo que oculta. Con estos hilos se teje un ensayo de ideas transformadas en imágenes e imágenes que son conceptos: desmantelar, bodega, oculto, negro, latir, ladrar, latente, mercancía, encantamiento. Detrás hay una compleja maquinaria intelectual sostenida por el mismo vacío que da vida a este ejercicio de invocación de los que no están. “La durabilidad del mundo depende de nuestra capacidad de resucitar sujetos y cosas aparentemente muertas”, se escucha en el vídeo, y esa es también la función del teatro, a decir de Héctor Bourges en el coloquio posterior, también incluido en la grabación del FIT. Son esos huecos entre medias de los cuerpos reducidos a objetos o de las máquinas destripadas como organismos fantasmales, los que se proyectan hacia fuera convertidos en preguntas sobre lo que no vemos aunque lo tenemos delante, lo que sentimos aunque no podemos nombrarlo.
Los muertos son la imaginación de los vivos.
Quizá sea efectivamente la capacidad de la maquinaria teatral de trabajar con un sentimiento de deuda y pérdida la que pueda resultar más actual en los tiempos que corren. El teatro se ha discutido y rescatado desde distintos lados: la historia que cuenta, el texto, la puesta en escena, el actor, la acción y el que más atención ha recibido últimamente, el público. Focalizar la atención en cualquiera de ellos hace que terminemos perdiendo de vista el resto, cuando la potencia de la teatralidad reside en el tejido de relaciones inciertas entre una heterogeneidad de elementos entendidos como variables de una ecuación imposible de resolver. De esta inadecuación, y de los huecos que deja, surgen los fantasmas: cuerpos sin historia, máquinas que simulan mecanismos vivos, actores sin vida, imágenes huecas, voces sin rostro. Resolverla es un triste ejercicio de autoengaño forzando la correspondencia entre personaje y actor, cuerpo e imagen, relato y experiencia, cuando el secreto reside en las brechas. No se trata de hacer historias, sino de desarmarlas, lo que quizá sea otro modo de hacerlas, pero bajo el signo de la duda.
La partitura de Teatro Ojo, tras incluir en su danza episodios más recientes de esclavitud, otros modos de cuerpos-mercancía, personas congelados en las bodegas ahora de un avión o asfixiadas en las tripas de un camión, toma como motivo central a Mame Mbaye, el mantero senegalés que murió en el barrio de Lavapiés de un paro cardíaco en Madrid huyendo de la policía. La imagen en bucle de mesas y sillas estrellándose contra los escudos de la policía en medio de una revuelta en la Calle Mesón de Paredes es la expresión rotunda de la fortaleza de una maquinaria de exclusiones e inclusiones, que es también un sistema de producción de presencias y ausencias, de cosas que cuentan y cosas que no cuentan. ¿Acaso no es este el objeto del teatro?
Como medio por antonomasia para invocar fantasmas han funcionado siempre las voces y los sonidos, una lógica táctil y envolvente alejada de la perspectiva visual y patriarcal que ha servido para organizar los modos representación en Occidente, transformando el espacio en una cuestión de cálculos y medidas. En Latente es una voz metálica, una voz de máquina, la que preside este ejercicio de desvelamientos, una voz impersonal que nos confronta con el interior oscuro de estos sistemas de representación.
Para La pandemia en germinal, presentada igualmente en el FIT, Marcelo Expósito recurre también al plano sonoro, ahora ya con ausencia total de imágenes visuales, para dar cuenta de los meses de confinamiento a través de conversaciones y reflexiones sobre lo que ocurrió durante este tiempo. Su Elegía global de la pandemia, como subtitula el trabajo, pareciera dialogar con esa otra elegía del colonialismo de Teatro Ojo. Tiempos de elegías, composiciones donde se lamentan muertes, separaciones, ausencias. El trabajo de Marcelo Expósito es una grabación sonora dividida en tres capítulos donde se entretejen voces, referencias y pensamientos, suyos propios y de otras personas, intelectuales, activistas y agentes culturales a los que entrevistó durante estos meses. La voz del autor hace de guía, conduciendo al público por este mundo de voces y ruidos. El público está sentado en las gradas de un teatro a oscuras confrontado con un escenario en el que se adivinan varias filas de sillas vacías. Son dos horas de grabación con numerosas referencias cuidadosamente tejidos al hilo de una reflexión de fondo en la que la capa intelectual termina pesando más que el trabajo material con los sonidos y las imágenes.
La pandemia se presenta como la etapa final de una época neoliberal que se abrió con otra pandemia, la del sida. La tercera parte, quizá la que más perdura en la memoria del espectador por la crudeza de lo que narra, es una descripción literal, segundo a segundo, del vídeo donde quedó registrado la muerte en directo de George Floyd asfixiado por la rodilla de un policía cuando trataban de detenerle como sospechoso por haber pagado con un billete falso de 20 dólares. Latidos que cesan, cuerpos que se asfixian, ritmos que persisten, son el mantra de una realidad cambiante en la que nada es lo que parece.
El ritmo es también el medio de la Societat Doctor Alonso para enfrentarse a las ausencias invocadas por los huesos. Estos presiden materialmente el escenario, donde son arrojados al comienzo, formando una pequeña montaña como si fuera la mercancía de un mantero vendiendo lo último que le queda, huesos falsificados. Y los huesos hablaron consiste en hacer hablar a los huesos, no en sentido figurado, sino en hacerlos sonar literalmente. De ese espacio rítmico se encarga Nilo Gallego, un maestro en hacer que las cosas suenen. Este trabajo con los ritmos y las voces se extiende a las conversaciones, bailes, canciones, poemas e imágenes. Una de las escenas finales, antes de entonar a capella ese antológico cutre, todo es cutre mantenido en bucle hasta que el público abandona la sala, hay literalmente un baile de muertos y huesos, como sombras chinas de una danza macabra.
El ritmo es una forma ancestral de transmitir saberes. Cuando se inventó la escritura el conocimiento y la autoridad pasaron a los textos; pero antes el que mandaba, cantaba; también cantaban los otros como un modo de participar de ese saber/poder, pero hoy solo cantan los otros. El ritmo como otros lenguajes sensoriales quedó relegado como formas ilegítimas de saber, conocimientos sin genealogía, saberes ausentes. A estos se refiere lo del conocimiento práctico y la investigación a través de las artes, de lo que tanto se habla aunque no sepamos bien cómo nombrarlos. Cuando hoy se habla de ritmo lo primero en lo que se piensa es en los ritmos de trabajo, ritmos que nos superan, nos asfixian, marcando el paso de esa danza secreta de cuerpos y mercancías de la que hablaban los de Teatro Ojo.
Tras la obra los espectadores compartieron la emoción que les había producido el trabajo: fosas, desapariciones, huesos, desenterramientos, memoria, ocultaciones, ofreciendo distintas interpretaciones. En torno a estos temas existe un imaginario potente; discursos, representaciones y posiciones ya establecidas. Casi al cierre del coloquio, el micrófono pasó por las manos de Nilo, que aprovechó para añadir un pequeño detalle: se lo habían pasado muy bien preparando la obra. Dicho así a bote pronto la declaración quedó un poco en el aire, lo que le obligó a extenderse un poco diciendo lo mismo pero con más palabras. Fue como el punctum, del que hablaba Barthes para referirse a esos pequeños detalles que desde los márgenes revelan el sentido oculto de una fotografía. Aunque a bote pronto aquello de pasárselo bien parece que no aporta mucho al debate sobre los desaparecidos, que lógicamente había tenido un tono más trascendental, el inciso sirvió para llamar la atención sobre algo que nos podíamos estar perdiendo. La línea divisoria es sutil y se escapa a menudo: podemos hablar de los fines o de los medios, del lugar al que hemos llegado o del modo de hacer un camino y usar unos medios; pero es importante no perder de vista este cambio de perspectiva. Para ahondar en la idea de Nilo, Sofía Asencio, directora y dramaturga del grupo, aclaró que se habían centrado en la parte material y sonora de los huesos. Los huesos tal cual. Que habían convivido con ellos, y hasta con sus gusanos, tratando de esquivar tópicos y discursos establecidos. Y que habían querido hacer una obra blandita, quizá como contraste con la dureza de los huesos y del tema. Esto no quiere decir que hubieran escurrido el bulto, dejándolo a cargo de un arqueólogo forense de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que en esta ocasión no pudo venir pero lo escuchamos en audio (momento conferencia). Esta toma de distancia es otro modo de colocarse frente a un tema desde un lugar más incierto por un lado, pero más cierto, material y concreto por otro. Aclarar ese punto no contradice las interpretaciones del público. Hablar del modo como se trabaja, que es el terreno por definición de la actividad artística, no significa darle una interpretación, sino al contrario, abrir huecos a una y muchas interpretaciones. El arte es una apuesta por lo que se puede tocar, oler o escuchar.
La distancia entre como los artistas se relacionan con su trabajo a un nivel más íntimo y dan cuenta de él, a veces solo cuando no les queda otro remedio, y como se recibe e interpreta desde fuera suele resulta llamativa. Un lugar no excluye el otra, pero da qué pensar que en un momento en el que se está tratando de romper con el mito romántico del genio creador proponiendo otros modos de socializar la actividad artística, hablar del trabajo con los materiales a un nivel más concreto, sin demasiadas mixtificaciones, siga estando a menudo limitado al ámbito cotidiano de los creadores, mientras que de cara a su discusión y recepción pública lo que siga predominando sea el discurso teórico y las interpretaciones sesudas. Daría la impresión de que en el balance que podemos hacer de ese giro hacia fuera, el lado más intelectual y abstracto, a menudo legitimado con un contenido político, no tanto en la forma, pero en el fondo, es el que va ganando y por goleada. Quizá habría que repensar esta relación, no para negar las potencias del pensamiento, sino para ponerlas en valor desde lugares más inmediatos, desde el sitio en el que estamos personas, objetos, sonidos, relaciones e imágenes cuando somos solo solo personas, objetos, sonidos, relaciones o imágenes, porque es ahí cuando estos se cargan con sus sombras y ausencias, con sus historias no contadas, fantasías y deseos. Son las bodegas de los medios, que los mantienen en movimiento, vulnerables y sin hacer.
Confiar en las imágenes, los ruidos, la sonoridad de las palabras o la fragilidad de los cuerpos significa insistir en el vacío que les da vida más allá de cualquier interpretación que legitime su valor. Es un viaje a ninguna parte, un lugar de paso desde el que continuar para otro sitio. Pero nunca un destino final. Por eso los de Teatro Ojo insisten en este como en otros trabajos en su condición de materiales para hacer luego otra cosa, que tampoco saben si se hará o no se hará, lo que sí saben es que lo que han llamado Latente, por llamarlo de algún modo, está sin acabar, no porque no esté suficientemente elaborado, sino porque lo vivo está incompleto, por eso está vivo.
(Este texto, que habla de ausencias, está pensado y tramado con Carlota Bustos.)