Su cabeza ardía, su cuerpo estaba cubierto de una transpiración pegajosa, le temblaban las piernas, le atormentaba una sed insaciable.
Al final de Muerte en Venecia (1912), Gustav von Aschenbach, un prestigioso escritor e intelectual de principios de siglo XX, está ya el hombre fatal. El deseo que siente por Tadzio, un bello adolescente que no ha podido quitarse de la cabeza desde que lo viera por primera vez entrar con su familia en el vestíbulo del hotel, lo va a llevar a la muerte. Cuando ya ha renunciado a toda posibilidad de escapar de Venecia, una ciudad fantasmal asolada por la peste de la que los turistas están huyendo, toma conciencia de su desastrosa situación: “Allí estaba el escritor de gloria oficial, cuyo nombre había sido ennoblecido, y cuyo estilo servía para formar a los niños en las escuelas”.
Pero al mismo tiempo que se sabe hundido, siente nacer en él una extraña fuerza que le ilumina, una iluminación no exenta de malicia, “de vez en cuando brillaba un momento, burlona y avergonzada, una mirada”. La fiebre termina convirtiendo esta reflexión en un ensueño en el que se entrelaza un pasaje del Fedón que, como tantos otros textos clásicos, el sabio escritor se sabía de memoria:
Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible, Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que este es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos?, ¿comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza, a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma, pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú.
(Trad. Martín Rivas)
Unas páginas más adelante, muere. Se desploma sobre la arena
cuando trataba de levantarse para encontrar la mirada del joven Tadzio, que
desde la orilla de la playa se había vuelto hacia él. “Le llevaron a su
habitación, y aquel mismo día, el mundo respetuosamente estremecido, recibió la
noticia de su muerte”.
Puede que a alguien le suene esta frase. La repetía hasta la saciedad Angélica Liddell en La casa de la fuerza mientras describía su situación emocional, arrasada, y la de los territorios palestinos, igualmente arrasados, pero por las bombas no de un amante, sino del ejército israelí; dos tipos de demencia, pero de distinto orden.
Hace tiempo que este texto del Fedón, pasado por la lente de Thomas Mann, me acompaña. El otro día, viendo la tercera entrega de Amateur, de Rubén Ramos, volví a acordarme de él. Entre la larga lista de referencias a escritores, artistas y alguna cantante, de los que Rubén dice haber aprendido algunas de las cosas más importantes de la vida y darles las gracias por ello “cada noche y bien alto antes de dormir”, y con la que acaba el monólogo de Núria Lloansi, no aparece el autor de Muerte en Venecia, pero supongo que podría haber aparecido como tantos otros; la lista podría ser interminable. Lo que me preguntaba entonces no era por la ausencia de un nombre en esa lista, que lógicamente me daba lo mismo, sino por la ausencia de otros nombres o lugares o personas relacionados con otros ámbitos que no fuera el arte o la cultura. Me preguntaba esto porque cuando a veces me planteo de quién, de dónde o cuándo he aprendido más, me salen antes nombres de gente, lugares y circunstancias que que de libros u obras, de las que evidentemente también he aprendido y disfrutado. Quizá sean distintos tipos de aprendizaje…
El proyecto de Rubén Ramos, como indica el título, recupera la figura del que no domina bien un instrumento o un arte, un instrumento que en su caso carga además con todas las connotaciones que tiene el piano (si fuera una batería o unos bongos supongo que sería distinto); el amateur, a pesar de no dominar lo que hace, insiste en ello porque le apasiona; insiste en ello como un modo distinto de estar y sentirse vivo, no como parte de ese medio artístico, que quizá todavía desconoce, sino en la vida en general, aprendiendo y disfrutando al margen de convenciones, prejuicios y actitudes propias de esos medios cuando te metes más en ellos. Pero el amateur todavía está fuera, porque todavía no lo domina.
Desde que empezó el proyecto de Rubén ha ido pasando por
distintos momentos, desde las experiencias de juventud narradas en la primera
entrega al hilo de la música de Gibbons, o ese cara a cara detenido, justo e intenso,
teñido todavía de una cierta ingenuidad, con ese monstruo del arte que son las Variaciones Goldberg, hasta esta suerte
de ajuste de cuentas, si miramos la obra desde ese monólogo final, no tanto con
el mundo del arte sino con el mundo simplemente, con la vida, a través del arte
y la propia vida de Clara Schumann.
Inevitablemente, en esta tercera entrega se habla del Romanticismo, que es algo ya estaba latente en los otros capítulos, porque es a partir de este movimiento que la pregunta por las relaciones entre arte y vida va a quedar sin resolver, pero ya claramente enunciada, a la espera de una respuesta que aún no han recibido. Los románticos, como muchas otras corrientes que vendrán después, jugaron al todo o nada, que es algo muy del arte. Y, claro, perdieron, o según como lo veamos, ganaron. La apuesta del amateur parece encontrarse en un punto medio, pero no es menos compleja.
El mundo de la performance y toda la constelación de prácticas que giran a su alrededor arranca ya directamente de este rechazo explícito de la profesionalidad del artista, lo cual no ha impedido paradójicamente que algunos de sus practicantes reclamen para sí la ortodoxia de la verdadera performance frente a los advenedizos. No hace mucho un director de teatro colombiano me gritaba hecho una furia, tras una conferencia que acababa de dar, que la performance era un atajo para actores que no querían pasar por la escuela. A mi vuelta se lo contaba a un performer ya histórico como Jaime Vallaure y me decía, totalmente, eso es la performance, un atajo. No es casualidad que en Amateur confluyan estos dos aspectos: una reflexión puesta en práctica del lado performativo y experiencial de la interpretación musical con la reinvidicación del amateurismo.
No hace mucho también un actor me hacía la siguiente reflexión, por qué los directores buscaban actores no profesionales y no buscaban directores de fotografía no profesionales, técnicos amateurs o productores aficionados. Profesional es una palabra que en ciertos ámbitos del arte, cargados aún con buenas dosis de romanticismo, y que sea por mucho tiempo, causa rechazo; pero en realidad, si lo miramos bien, no tiene nada de malo. ¿Qué hay de malo en saber hacer bien un trabajo? El problema no es hacer bien o mal algo, sino las actitudes, modas y convenciones, en muchos casos derivadas de la economía del medio, unidas a este profesionalismo.
Rubén, como dice a menudo a lo largo de la serie, no es un profesional del piano, como seguramente tampoco se considere un profesional de la cultura, aunque su nivel, como el de todos los que estamos relacionados con este mundillo, seguramente está por encima de la media, por ejemplo, de la media del público del auditorio del Centro Cultural del Distrito de La Latina en Madrid, en su mayoría gente del barrio ya jubilada que no se cortó en ir compartiendo en voz alta lo que pensaba de lo que iba viendo, como si el monólogo de Núria fuera en realidad un diálogo con ellos, cosa que en cierto modo es así, solo que la convención teatral, impuesta por la profesión, establece otros modos. Charlando después de la obra hubo quien comentó que el público no conocía esas convenciones. No creo que no las conociera, sino más bien que no les apeteció acatarlas, sabiéndose con la seguridad que dan los años y sobre todo que jugaban en casa y estaban en su barrio. Aunque esto de estar por encima o por debajo de las medias es siempre relativo. Si esta suerte de recital escénico se hubiera presentado en el Palau de la Música, hubiera sido distinto. Pero una de las ventajas de empezar poniendo por delante la figura del amateur es que se deja claro que aquí no se trata de ver quién sabe más o quien la tiene más larga.
A la salida, refiriéndose a la actitud que había tenido el
público, Rubén me contaba que en uno de los primeros bolos de Amateur la gente andaba por ahí tomando
cervezas mientras él, de espaldas al público, tocaba el piano, y tan pichi: de
eso se trata el proyecto justamente, me decía.
Pero si la práctica del piano y por extensión del arte se mostraba
al comienzo de la serie como una forma de estar en el mundo más vulnerable y al
mismo tiempo más plena, aunque no por ello más alejada o distante, ahora, en
esta tercera entrega, el mundo del arte se intuye como un refugio frente a las
inclemencias de la vida, tanto para Clara Schumann como quizá también para el
amateur de hoy. No faltan razones para verlo así, porque así funcionaba para
las mujeres en el siglo XIX, como se nos cuenta en la obra, y así sigue
funcionando hoy, tanto para amateurs como para profesionales. En este sentido
no hay mucha diferencia entre unos y otros. Para ambos el arte puede ser un
refugio, la diferencia es que unos cobran y se hacen famosos, y otros no. No es
casualidad que sea en este mismo momento del Romanticismo, cuando parece que se
abría este coto privado del arte a cualquiera que con mejor o peor fortuna lo quisiera
practicar, que los mismos que lo abrieron, gente como Schiller o Goethe, se
apresuraran a diseñar una campaña “contra el diletantismo” asustados por los efectos
y que estaba teniendo esto de que todos pudieran ser artistas. De este modo, aclararon
que lo que todos podían ser era diletantes, pero que verdaderos artistas,
genios, solo había unos pocos, que además eso no se aprendía, sino que se
nacía, y que además posiblemente eran hombres, blancos y de cierta clase
social.
Por eso, me decía el otro día Diego Agulló -una de esas referencias que yo incluiría en esa lista de obras vivas de las que aprendo-, que el diletante, a diferencia del amateur, no se construye ya en relación con un maestro o profesional; aunque esa era justamente la intención de Goethe y Schiller, ponerla en relación con una norma superior, de modo que hubiera diletantes buenos y diletantes malos. En todo caso, la cuestión hoy parece que no es la de saber más o menos, o al menos eso nos gustaría creer, y en todo caso por ahí van los tiros en Amateur, sino qué hacemos o cómo utilizamos eso que sabemos, o eso que nos gustaría saber, y a dónde nos lleva ese deseo (de saber) que se canaliza a través del medio artístico.
Algo de esto me venía a la cabeza mientras oía esa retahíla
de nombres, pronunciados con precisión, con ese timbre cálido que tiene Núria,
y mientras retumbaban en mi cabeza, se me mezclaban con la imagen de Aschenbach
hecho polvo en una playa de Venecia frente al majestuoso Hotel Lido observando
por última vez al joven Tadzio. En ese momento no sabía que me iba a pasar unos
días tratando de aclararme con todo esto: ¿arte y vida, deseo y muerte, arte y
muerte?
Empecemos por el principio, no por el lado del arte y de los
profesionales, sino de la vida, que para no liarnos digamos que es lo que está relacionado
con todos esos campos del saber y del arte, pero además está también y sobre
todo por fuera de todos esos campos. Visto así, la otra cara del amateur sería
su relación también como principiante, pero no con el mundo del arte, sino de la
vida.
Ser un principiante en la vida no es fácil cuando van pasando los años, y esto es justamente lo que no se espera de un profesional, ingenuidad. Aunque el diccionario identifica ingenuo con sincero, inocente, sin dobleces (virtudes que Fedón descubre en el poeta que realmente se deja llevar hasta perderse por lo que siente), socialmente se reconoce al ingenuo por su incapacidad para calibrar los efectos de lo que hace, ingenuo es aquel que no termina de enterarse de lo que está pasando, o se entera, pero a su manera. Por eso el ingenuo es aquel al que se puede engañar fácilmente, el que la caga sin ni siquiera darse cuenta; o incluso dándose cuenta, sin que aparentemente le importe, porque en realidad está en otro lugar, y no haciendo cálculos de los efectos que puede tener cada cosa que hace. El ingenuo necesita confiar en los demás, porque sabe que se equivoca con frecuencia, que sus cálculos no siempre son correctos, pero no por falta de responsabilidad o de cuidado, sino porque es un ingenuo y no se entera.
Esta actitud se suele perdonar cuando eres niño, adolescente
o incluso joven, pero con los años se perdona cada vez menos. Quizá, si tienes
suerte, se te volverá a perdonar de viejo. Pero un adulto se supone que no
puede ser un ingenuo, como tampoco un profesional. A un adulto o a un
profesional ingenuo se le llama tonto.
Sin embargo, es por este fallo de medida que la ingenuidad está
también relacionada con la belleza, si entendemos por belleza el efecto
producido por la magnitud del desconocimiento que algo o alguien tiene acerca
de sí mismo. En esto radica la belleza de Tadzio a los ojos de Aschebach, no
solo en su físico, sino en su actitud y en su incapacidad para hacerse cargo de
los efectos que produce. El adolescente todavía no sabe utilizar su cuerpo con
corrección, apenas está empezando a descubrirlo. Esta es la belleza de la
adolescencia y de muchos no adolescentes que por momentos recuperan esa capacidad de no saber.
La ingenuidad y la belleza abundan en el género humano, que es
la especie más ignorante que existe porque es la única que ha establecido el
criterio del conocimiento como medida del sujeto; el sujeto se define como
sujeto de conocimiento, de modo que quien es capaz de acreditar más saberes,
más autorizado está. Este hecho calificado por algunos filósofos y personas
sensatas como un acto de arrogancia o de estupidez sin límites, es considerado
por otros, quizá menos sensatos, como un gesto de ingenuidad de efectos
incalculables. Todo depende de cómo se utilice o a dónde nos lleve ese deseo de
conocimiento, y en qué medida sea también un acto de desconocimiento acerca de
nosotros mismos y lo que estamos haciendo.
Aunque a menudo va de duro y resulta insoportable, el ser humano es tierno como un osito y tiene una capacidad abismal de hacer cosas que no responden a unos cálculos previos. Es por esto también que en algunas culturas como la nuestra se insiste de forma obsesiva en la necesidad de conocernos a nosotros mismos, conocer el terreno en el que nos movemos y los efectos, el impacto o la rentabilidad, de lo que hacemos, incluso tratándose de un proyecto de creación, ya hay que tener claro el punto de llegada. Estos fondos abismales, no por terribles sino por infundados, de todo aquello que yerra en sus cálculos integran el mundo de lo sensible; aunque esto no impide que sea también parte de un tipo de demencia que puede llegar a cobrar proporciones históricas, y esto tiene ya poco que ver con el arte, aunque sea fácil sacarle réditos. Con esto no quiero decir que no haya que pensar en las consecuencias o los efectos de lo que hacemos, sino que no hay solo un tipo de lógica para medir estos efectos.
Ser tierno o ingenuo en un mundo de machos no estaba bien
visto en la época de Platón y sigue sin estarlo en la nuestra, por eso ya Fedón
relacionaba la actitud del poeta con una sensibilidad que identifica con la de
las mujeres, como si eso fuera una forma de restarle dignidad, sabiduría o
rectitud, una relación que 25 siglos después sigue teniendo actualidad.
Resulta paradójico que el arte te encierre, por un lado, en esa
especie de montaña mágica o sanatorio para una élite de inadaptados
hipersensibles, como lo describe Thomas Mann, y por otro te expulse hacia fuera,
de cabeza a la vida, dejándote desnudo, a la intemperie, enfrentado con tus
propios deseos, que son los que finalmente terminan llevando a Aschenbach a la
muerte.
La identificación del deseo con la muerte es un clásico que cobra
sello de marca en el Romanticismo. Pero hay otro tipo de muerte, menos
romántica y más ruin, que es la muerte de aquello que no tiene otro sentido que
responder del modo más eficaz posible al fin para el que ha sido programado.
Son dos muertes distintas. El riesgo de los profesionales no es hacer bien las
cosas, sino haber olvidado por qué había que hacerlas bien.
En ese otro monólogo, no el que ocurre en la cabeza
afiebrada de Aschenbach, sino el que dice Núria mientras se despelota al final
de Amateur, otro joven aprendiz, con
un gesto de despecho, le reprocha al mundo ser tan cotilla y querer saberlo
todo, fingir ser adultos cuando en realidad nadie deja de ser un niño y meter
la pata, a lo que el público, como decía, no se priva de responderle que su
vida no les interesaba una mierda (no lo dijeron así, pero esa era la idea);
ciertamente, se dieron por aludidos; el monólogo era bueno.
La conclusión de este texto no es que al amateur de Rubén (cuya obra que me ha servido para continuar con estos archivos y desarchivos de conceptos que no sé bien a dónde conducen), le falte ingenuidad, tampoco es la intención justificar que este último amateur me haya parecido un poco más hecho, no sé si por ello más profesional, pero sí más obra, más acabado, con más cálculo acerca de los efectos que debía producir cada cosa que se hacía o se decía en escena. Fue distinta la impresión obviamente cuando la vi un día antes en otra versión en la que estaba solo Rubén con el piano, más desprovisto, más solo, sin el acompañamiento de las performances, ni el monólogo, ni ese trío de cuerda que, por otro lado, es una auténtica gozada, ni el baile final del propio amateur-adolescente, que también es muy tierno. Pero lógicamente uno solo está siempre más solo. Habría que preguntarse cómo transformar Amateur en Amateurs para que no queden unos en los márgenes y otro en el centro.
La gracia del amateur no radica en hacerlo mejor o peor, sino en la posibilidad de recuperar esa cualidad de eterno aprendiz que cantaba Gonzaguinha en aquella samba, vivir y no tener la vergüenza de ser feliz; ser aprendiz más allá de ser más o menos profesional, porque en lo esencial no se trata de ser aprendiz de artista o de cualquier otra profesión, sino aprendiz de la vida, hacer algo solo por la posibilidad de seguir aprendiendo, un territorio del que el error es una parte importante.
Enamorarse, como le ocurre al personaje de Thomas Mann, es una oportunidad no solo de cagarla, sino también de volver a ser aprendiz, o volver a ser adolescente, de volver a estar lleno de conocimientos y desconocimientos, enamorarse de una persona, de un piano, de un paisaje o un libro, es igual, porque se trata siempre en definitiva de enamorarse de la vida. No se trata tampoco de comparar unos modos y otros, para ver si resulta más rentable enamorarse de los libros, del arte, del ayurveda o de un adolescente; la respuesta además sería fácil. Tampoco consiste en meter la pata más o menos, esto es solamente un efecto secundario, producto no de la mala fe, ni de la falta de cuidados, sino de un error de cálculos; un error que en algún momento queda suspendido, porque todavía no es error; ese es el momento más bello, el momento en el que todavía no hay acierto o error, éxito o fracaso, cuando todavía estás en ese lugar y al mismo tiempo en otro, cotidiano e insondable, volando, un estado de amor que te hace creer ciegamente en ese momento y en esas personas, incierto, ingenuo.
Evidentemente, llegados a este punto, hemos de advertir que donde dice artista debe decir simplemente persona, porque cualquiera es en potencia un artista, o un aprendiz de artista, aunque no haya escrito nunca un libro, no haya salido a un escenario o no haya compuesto una canción; llegado un momento, dadas unas circunstancias y sobre todo unos tiempos, cualquiera terminaría derivando de un modo u otro hacia ese lugar. No hace mucho me preguntaba mi amigo Pablo si no tenía ganas de hacer mis propias obras en lugar de escribir sobre lo que hacen los demás. No es difícil identificarse con la lógica de este planteamiento, más difícil quizá resulta sacudirse el asunto de los egos y ver cómo viven las obras más allá de su tiempo y sus autores, y cómo nos llegan como parte de una tradición. Las obras no son de nadie, como tampoco las ideas o las teorías; las hace alguien como parte del género humano al que pertenece y al que están dirigidas. Obviamente no es lo mismo participar de esa condición humana como artista, público, técnico o gestor, como no es lo mismo ser Rubén Ramos que Thomas Mann, pero no estamos hablando ahora de los picos que sobresalen del iceberg, sino de la inmensa masa de hielo que los sostiene. No estamos hablando del arte y los artistas, sino de placeres intensos e idas de olla, de momentos de fuga y pérdida, y otros de desidia y aburrimiento.