Y los huesos hablaron, uno de los últimos trabajos de la Sociedad Doctor Alonso, acaba con esta especie de mantra repetido en bucle —cutre, todo es cutre…— que denota una confianza ciega en el poder catártico de un ritmo. La escena maneja tan bien el registro de lo cutre que llega a tener efectivamente un poder liberador. Comienza Hipólito Platón en solitario, como si se tratara del actor de una tragedia de Aristófanes, y después se van uniendo los demás a la cantinela monocorde. Hipólito es un crack. Al final uno se reconcilia hasta con la cutredad.
Cierto que después de lo que había antes en la obra no quedaban ánimos para muchos excesos, aunque la ocasión lo mereciera. Ese cierre es antológico. Antes se sucedían propuestas rítmicas alusivas en algunos casos al mundo de los muertos, los huesos, las fosas; todo de forma indirecta exceptuando la intervención puntual de un especialista en el tema, René Pacheco Vila, arqueólogo forense que con increíble claridad cuenta a qué se dedican, cómo trabajan y el estado de la cuestión sobre los desaparecidos de la dictadura militar en España. En diez minutos se tiene una radiografía bastante creíble de cómo anda el asunto, y el asunto anda efectivamente mal.
Esta es la parte central del trabajo, que comparada con el preámbulo inicial, acelera los tiempos a través de intervenciones y escenas muchas de ellas sonoras que después de pasar por varios picos de intensidad, como el conciertazo de huesos de Nilo Gallego o una de romanza popular cantada a capella por Sofía Asencio, se cierra con el inefable “cutre, todo es cutre”.
Después del pase en el Centro Conde Duque de Madrid hubo una conversación a la que estaba invitado Marcelo Expósito, quien empezó valorándola como una de las reflexiones más potentes que había visto sobre los desaparecidos y las fosas comunes. Pero antes de eso retomó la coletilla final para decir que efectivamente todo es cutre, muy cutre.
Afirmar que todo es cutre en una obra o en una discusión después de la obra es distinto. En el espacio artístico el sentido habitual queda suspendido y al mismo tiempo se abre a otros sentidos. En la vida en general esto es también así, pero a menudo es más difícil pasar con fluidez del contenido a los modos, de las intenciones a los medios, especialmente cuando unos y otros no coinciden, lo que suele ser lo común entre los seres humanos, por eso se llaman humanos.
¿Todo es cutre? Seguramente no todo es cutre, quizá casi todo o muchas cosas son cutre. En el contexto de la obra preguntarse si todo es realmente cutre no tiene mucho sentido. Pero si lo podría tener cuando Expósito toma esta afirmación como punto de partida de una argumentación que quiere llegar a plantear la efectividad política de los modos como se cuenta la historia. A este respecto decir que todo es cutre es solo una construcción retórica. Sirve para desahogarse y poco más.
En todo caso tampoco tiene sentido alargar este excurso sobre la razón o la sinrazón de Expósito, que además usó esta coletilla simplemente para romper el hielo. A lo que iba es que no es lo mismo decir o hacer algo dentro o fuera de uno u otro contexto. Una obviedad. Por la misma regla de tres tampoco es igual plantear un trabajo documental desde el ámbito del teatro o dentro de un museo, un seminario académico, un festival de cine de no ficción o en forma de libro, aunque por suerte los límites entre estos círculos hayan empezado a ser más porosos.
Hay otro detalle de aquella conversación que me llamó la atención y que quizá sea el motivo de estas reflexiones. Creo que fue también Expósito quien explicó que le había gustado especialmente el trabajo porque, a diferencia de lo que había visto antes, no trataba de exponer documentos reales, exceptuando el paréntesis del arqueólogo, sino interpretaciones o expresiones más libres, subjetivas o artísticas. El mundo de las sonoridades y especialmente de los huesos, explicó a modo de ejemplo, le hizo revivir su experiencia en los campos grabando las excavaciones y todo ese ritual impresionante que se genera de forma espontánea en el momento en que se descubren huesos. Algo que seguramente no hubiera llegado a sentir, continuaba diciendo, si se hubiera proyectado un vídeo de una excavación.
Si le quitamos el interludio informativo la obra trata de muchas cosas aparte de los desaparecidos. La charla del arqueólogo ayudaba a cerrar una de las posibles lecturas. Detalle que parte del público agradeció, ya que sin esa píldora aclaratoria se hubiera quedado más perdido, y en los tiempos que corren parece que es importante dejarlo todo si no totalmente claro al menos bastante claro, más aún si se trata de una investigación sobre algún tema de referencia. El registro documental termina haciendo sentir aquella coletilla que hace tiempo se utilizaba en películas de serie B: esta historia está basada en hechos reales, lo que parecía darle un valor añadido. La pregunta sería más bien qué historia no está basada en hechos reales.
El trabajo de la Sociedad Doctor Alonso no responde a los formatos que últimamente han proliferado para trabajar en escena con documentos reales, aunque en el término documento ya está implícito esto segundo. Decir que el teatro documental, o el arte como forma de trabajar con documentos, se ha convertido en una moda puede sonar peyorativo, y seguramente lo sea. Depende de cómo consideremos el término moda, que seguramente es más complejo de lo que parece.
Si por un lado las realidades que denuncia el teatro documental no son nada nuevo y por otro tampoco son una novedad los lenguajes, actitudes y recursos desarrollados para responder a esta demanda, nos podríamos preguntar qué ha pasado en los últimos años para que esto se haya convertido en una corriente impulsada por instituciones y otro tipo de mecenazgos y ayudas a la creación, y por tanto una forma de legitimar y promover unos determinados formatos artísticos. Sin duda hay buenas razones para todo esto, como el aumento de la sensibilización hacia ciertos tipos de violencia. Pero esto afecta no solo las tendencias artísticas, sino sobre todo la economía de los medios de comunicación y las estrategias de márketing de grandes empresas, como nos contaban Txalo Toloza y Laila Azkona hace no mucho en relación con las campañas publicitarias de Benetton en Tierras del Sud, otro ejemplo de proyecto documental.
Desde la invención moderna del arte, este ha necesitado cada vez más lo que alguien llamó las buenas causas, sobre todo si se plantea desde el punto de vista de las instituciones y centros públicos o privados de producción, y desde su consideración como servicio público. Las figuras del activista, el antropólogo, el historiador o el pedagogo han sido algunas de las más utilizadas para sostener el rol social del artista. Esto explica también su acercamiento, promovido igualmente desde las instituciones, al modelo del investigador y del arte como forma de producción de conocimiento, incluso si las implicaciones de todo esto no acaban de estar claras, pues quizá este umbral de indeterminación su mayor potencia. Este sistema de desplazamientos también funciona en sentido inverso: activistas, antropólogos, pedagogos e investigadores metidos a artistas. Si en otros momentos de la historia, como los años veinte y treinta, o los sesenta, las corrientes de teatro documental respondían a contextos más específicos, ahora se trata de un cambio estructural en el modo de plantear la actividad artística como construcción pública.
El registro documental puede entenderse como una de las posibles puestas en escena del espacio intermedio abierto por estos movimientos. Estos espacios son interesantes y no fáciles de sostener, porque todo tiende, como decía antes y siguiendo una lógica más bien simplista de lo documental, a ser lo más claro posible: o eres activista, antropólogo o historiador, o eres artista. Esto hace que estos márgenes de indefinición que disparan la creatividad y el pensamiento cuestionando lugares comunes terminen identificándose con uno de los lados sin por ello moverse necesariamente del circuito habitual de producción. Es decir, seguimos en el museo, el teatro o el centro de artes, pero lo artístico queda como un recuerdo tibio de lo que podría ser y no es, un decorado para que la lección sea más digerible, o pero aún, algo que termina molestando porque directamente sobra.
La pregunta no es, por tanto, si el arte puede servir para documentar, denunciar y concienciar, sino qué es lo que el medio artístico puede aportar a este tipo de trabajos sin renunciar a su lado más complejo y potente, su lado también más desestabilizante e incierto. No renunciar a lo artístico, sea lo que sea que signifique esto, cuando lo fácil parece que sería más bien lo contrario, podría entenderse como un gesto de romanticismo conservador, un resabio del elitismo en el que se ha forjado nuestra tradición moderna. Sin embargo, este planteamiento no tiene que ver con el hecho de reivindicar lo artístico como una bandera de la que podría prescindirse tranquilamente si fuera necesario, sino de preguntarse para qué nos sigue valiendo, además de para aportar otro tipo de recursos y nuevos contextos de producción y difusión. Qué implica documentar algo desde la escena, contar una historia en vivo en lugar de hacerlo en vídeo, en libro, en formato de conferencia o a través de un seminario de investigación.
Responder a esto no debería resultar en principio difícil, basta con echar un vistazo al panorama más reciente y no tan reciente del teatro, las artes, el cine, la fotografía o la literatura para comprobar que las posibilidades son infinitas. Pero cómo enunciar hoy este espacio de posibilidades es otra cosa.
La alusión de Expósito a la libertad artística frente a la documentación objetiva, o a la subjetividad frente a la objetividad, remite a un eje clásico que durante mucho tiempo ha servido para nombrar este campo de posibilidades. Es un viejo debate. Pero me pregunto si en este momento es esa la pregunta y pasan por ahí las posibilidades de la escena en relación con lo documental. ¿Sujeto frente a objeto, realidad frente a ficción, el mundo artístico frente al mundo de afuera, menos arte y más realidad? ¿Tenemos tan claro dónde empieza una cosa y dónde acaba la otra?
Yo diría que no por dos razones. La primera, más intuitiva, es simplemente porque este planteamiento suena a demasiado conocido y demasiado cocido, demasiado fácil de nombrar como para que esté operando efectivamente. La otra razón, que además explica por qué esta oposición puede sonar a familiar, es que esta separación aparentemente evidente entre subjetivo y objetivo implica un falseamiento de la realidad por partida doble. Por un lado, se elimina el lado subjetivo de todo lo objetivo, y por otro, la dimensión objetiva y socialmente conformada de las subjetividades, quedando estas identificadas con lo espontáneo, personal u original. Esta doble operación no va, sin embargo, en beneficio de esto último, sino que fortalece la autoridad de lo primero al tiempo que debilita el lugar del sujeto, excepto si este se convierte en otra forma de documento, por ejemplo, como sujeto de un testimonio o confesión. Y donde dice autoridad del documento se podría leer autoridad de la historia o de cualquier otro tipo de realidad aceptado como objetiva; y donde dice sujeto podría decir simplemente personas desprovistas de autoridad si no es a través de su sujeción a alguno de esos mundos “objetivos» de los que recibe su legitimación. De este modo, los valores asociados a la personalidad, la originalidad o la autenticidad, quedan atrapados por su dependencia a algunos de esos campos objetivos.
Esto es una historia bien conocida que viene de atrás y que sigue funcionando como una forma básica de sometimiento de personas o realidades que no significan mucho objetivamente por personas, agentes y realidades que sí significan mucho objetivamente, teniendo en cuenta que el patrón último para medir la objetividad se termina traduciendo en cifras. La obviedad con la que opera este mecanismo ha hecho que al menos en ciertos campos el debate se haya reformulado en otros términos en los que sujeto y objeto, ficción y realidad, poder y deseo, pasan a ser elementos de un territorio de juego más amplio del que forma parte no solo la historia contada sino también la historia presente, no solo el documento sino el modo como se construye y el público y el espacio en el que se expone. Los mecanismos de autorización y desautorización, los lugares de poder y disidencia que se ponen en juego son más complejos, también más eficaces.
Decía Roman Karmen, el director de cine soviético que rodó tantos campos de batalla empezando por el de Madrid que en la guerra no hay espacio para la objetividad, estás en un bando o en otro. Cuando las tensiones aumentan y más necesidad se tendría de hechos, datos y reflexiones objetivas, más se devalúan estos. Aunque objetivamente no estemos en guerra la radicalización de las posturas se ha convertido en algo tan normal y anormal al mismo tiempo. Las medias tintas no venden, o estás en un lado o estás en otro. Si dudas no cuentas. Seguramente parte del reinado de la cutrería tiene que ver también con esto.
Este comentario de Karmen fue recogido por otro grande del documental, Basilio Martín Patino, en Madrid. Formaba parte de las reflexiones de Hans, el realizador alemán que protagoniza la película, mientras se devana los sesos por encontrar el modo de contar la historia de esta ciudad con motivo del cincuentenario de la Guerra Civil. Hans se obsesiona buscando las huellas del pasado y los rastros de una violencia para la que la mirada objetiva del historiador no le vale. En alguna ocasión, preguntado sobre alguno de los muchos temas sobre los que trabajó, Martín Patino afirmó que él no era profesor de historia, sino simplemente un director de cine. En realidad, no dijo ni director, sino un cómico, un falsario, alguien que juega y hace trampas con las imágenes. Motivo probablemente el que el realizador alemán termina siendo sustituido por la cadena de televisión que le había hecho el encargo.
Las posibilidades y conflictos que plantea el registro documental no se resuelven quitando al artista para poner en su lugar testimonios, documentos, cifras y explicaciones para dummies en las que algún iluminado cuenta en pocas palabras lo que seguramente es mucho más complejo. Quitar al artista de en medio supone también quitar muchas otras cosas asociadas con ese tipo de espacio, como un modo de sostener e interrogar la realidad e interrogar al público en relación con la realidad. En lugar de un espacio de juego y engaños, de mentiras y verdades, queda la autoridad de los documentos frente a los que hay poco que añadir más allá de asentir con la ceremonia, estar de acuerdo y agradecer a los creadores el esfuerzo y la claridad.
Me viene a la cabeza aquella escena de tortura que hacía Juan Loriente en la Historia de Ronald, de Rodrigo García, donde hacía como que se asfixiaba, con la cabeza envuelta en un tubo de papel de periódico por el que Juan Navarro no dejaba de echar comida. A la historia hay que quitarle toneladas de propaganda, se leía en una pantalla. Al documento hay que quitarle también toneladas de autoridad. Y no porque no sea cierto lo que dicen, y no haya buenas razones para cargarlos de autoridad, sino porque su realidad en el campo del arte y en general en la vida no le viene dada por argumentos históricos o metodologías empíricas que los hagan más creíbles.
La técnica del verbatim o reproducción literal de un testimonio por un actor, que se ha revelado como el recurso estrella para responder a la reciente demanda de realidad , es la expresión más gráfica de este desplazamiento del actor en favor del documento. Ahora bien, una técnica en sí misma nunca ha sido un problema, el problema es como se utiliza.
Recuerdo, por ejemplo, un trabajo de Ireneu Tranis, Alba Valldaura y Mariona Naudín, Nos maiorum, construido enteramente con testimonios reproducidos al milímetro por los actores, incluso en los acentos y modos de habla, de personas relacionadas con el problema de las fronteras en Europa y más concretamente con la de Ceuta, Melilla y el campo de Gibraltar, en el que el modo de reproducir y jugar con los testimonios, conseguía dar lugar a otro plano de orden escénico, un presente inmediato igual de incierto que la realidad de la que se trataba. El recuerdo que me queda es de testimonios que se sucedían de forma más o menos ordenada o desordenada y a un ritmo acelerado. Las voces se tenían que abrirse hueco entre el público que estaba concentrado en un pequeño espacio y tenía que apartarse constantemente para dejar espacio a los pies móviles que sostenían los focos que llevaba cada intérprete consigo, que estaban además continuamente moviéndose. Voces y cuerpos, presencias y ausencias, violencias y miserias se iban cruzando en las reducidas dimensiones del espacio y el tiempo que ocupaba la obra, poco menos de una hora en unos veinte metros cuadrados delimitados con una cinta. Como si las realidades políticas y los deseos personales, las utopías y las frustraciones se tuvieran que ir atropellando para abrirse hueco y salir al paso. La historia está hecha efectivamente de huecos a modo de agujeros negros que se lo tragan todo, a las ideas y a las personas.
Que el actor se eche a un lado para abrir huecos no es en sí un problema, además de que es un movimiento que afecta no solo a los actores de teatro, sino a todos los actores sociales en general, es sobre todo una posibilidad, el problema es cómo llenar luego esos vacíos, o mejor dicho, cómo sostenerlos. Reemplazar la autoridad del actor por la autoridad del testimonio no contribuye a replantear la historia. Más bien parece quitar a un rey para poner otro. La cuestión no es dar más peso a los testimonios o invitar al público a ejercicios de inmersión o juegos seudo participativos para que empatice con las víctimas, sino insistir en un movimiento de desplazamientos e inconsistencias, empezando por los lugares más fácilmente reconocibles, el lugar del testimonio, de la víctima y el victimario, por un lado, y el lugar del teatro, el centro de artes, la universidad o el mercado cultural, por otro. Mientras más estables y seguras son estas posiciones más aisladas quedan, aisladas de su contexto, del momento en el que se actualizan y del público frente al que se muestran, que pasa a ser espectador de un drama que siente tan cerca emocionalmente como distante a su realidad de todos los días, mucho más banal e intrascendente.
Aunque, por lo general al teatro de actor, tan marcado por una tradición de directores, maestros, métodos y otras formas de autoridad como los propios textos, le ha costado más dar el paso para sostenerse en el filo de su propia inconsistencia.
Los ejemplos, sin embargo, no faltan, aunque la necesidad de explorar el documento por todos sus rincones hace que este territorio haya sido un campo abonado para la experimentación entre campos artísticos y no artísticos muy diversos. Como en los trabajos de Rabih Mroué sobre la construcción de la memoria, imágenes de violencia o relatos de mártires durante la guerra del Líbano; o los proyectos de documentación de Olga de Soto del estreno de obras de referencia en la historia de la danza y el público que asistió y cómo les afectó; o la recreación de juicios históricos por Milo Rau con personas involucradas en los juicios reales; o el proceso de trabajo en sus múltiples vertientes sobre el Sumario 3/94, de Vicente Arlandis, la obra de Debora Pearson recientemente presentado en Conde Duque History, history, history, donde la memoria de la primavera húngara se cruza con el fútbol, el rodaje de una película protagonizada por el abuelo de la artista y la emigración de su familia a Canadá; o más hacia las artes visuales, el Archivo F.X. de Pedro G. Romero y concretamente su reciente exposición Habitación sobre las chekas del ejército republicano y sus cruces delirantes con la historia del arte. De formas distintas en todos ellos el objeto de documentación se expande, se ramifica y se transforma hasta quedar convertido en una cartografía móvil de cruces imprevistos entre objetos documentales y sujetos de la documentación, entre realidades y ficciones, víctimas y victimarios, traumas, olvidos y mitos, que terminan involucrando el presente de la obra y la mirada del público.
El arte no funciona con la lógica de las verdades y las mentiras, sino del juego, las rupturas y las incertidumbres. Su verdad tiene que ver con su consistencia, que se articula, como dice el diccionario, en la trabazón o coherencia entre las partículas de una masa o elementos de un conjunto, una consistencia que se deja sentir en la medida en que se pone en riesgo confrontándose con su propia inconsistencia. De este modo, la historia se deja sentir por su propia imposiblidad, y las presencias por medio de los que ya no están, y lo objetivo por su condición subjetiva, y las ficciones por su increíble realidad, y la violencia por los vacíos de un relato insuficiente.
Quizá por esto una de las cosas que más agradecí del trabajo de la Sociedad Doctor Alonso fueron aquellas escenas iniciales de conversaciones atravesadas de silencios que te llevan pero no te empujan. Escenas procedentes de una metodología de trabajo relacionada también con los desenterramientos, pero de palabras, que son también desenterramientos de tiempos y capas de realidad, como dicen ellos. El resultado son conversaciones a varias voces atravesada de tiempos muertos, momentos de intensidad y cambios de sentido. Pero sin perder la continuidad de un hilo que hace que el grupo se mantenga cohesionado en un estado de dispersión que genera una extraña atmósfera. El público de estas excavaciones tiene la sensación de quedar literalmente por fuera, como de hecho se encuentra situado alrededor del corro de los participantes, y sin embargo no por ello deja de participar de un extraño pacto colectivo que tuviéramos que sostener sin saber exactamente a donde nos lleva. Y esto no es cuestión de más o menos subjetividad u objetividad, sino del tipo de pacto, de juego y de relaciones, el tipo de consistencia e inconsistencia que sostiene un momento, de formas de autorizar y desautorizar un encuentro entre actores y espectadores, entre la obra y el público, o entre la historia y la experiencia, siempre al filo de su extinción. Porque para misas nos sobran catedrales.