La crítica diez y mil veces

Este texto comienza con el gusto, o en este caso el disgusto, y literalmente el desconcierto y la frustración de la crítica de El País por el montaje de Carlos Marquerie de Poeta en Nueva York. Es un sábado, 25 de mayo del 2024, lo sé por el periódico que voy hojeando. Estoy yendo en la línea 1 del metro a la Sala Réplika en Madrid para ver Canto mineral de Azkona y Toloza mientras abro las páginas al azar; doy con la crítica de teatro, Un ‘Poeta en Nueva York’ hermético, la firma Mercedes L. Caballero. El título podría parecer redundante, ya que el poemario al que se refiere es de por sí bastante hermético, sin embargo, aplicado ese calificativo al trabajo que Marquerie acaba de estrenar en las Naves del Español en Matadero, resulta bastante clarificador de por donde va: salvando un par de cosas, la crítica no deja títere con cabeza.

¿Son la imaginación y el deseo necesarios para la crítica? ¿O resultan más bien contrarios al rigor del análisis, la objetividad del juicio y la claridad de la exposición que se debe esperar de la crítica? ¿O son el rigor, la objetividad y la claridad excusas de un sistema para establecer con el mayor rigor, objetividad y claridad los límites entre lo que debe ser y lo que no debe ser, entre lo que vale y lo que no vale, un sistema que algunos califican como natural, otros lo explican por las categorías universal, otros lo identifican con el capitalismo y otros directamente con el patriarcado? El patriarcado como la forma más primitiva de poder, el esto es así porque es así, y tú, que no lo sabes, eres un ignorante, con todas las consecuencias que se puedan inferir de esa condición de inferioridad, entre las cuales no es la menos grave que te nieguen la capacidad de desear otros mundos, otras vidas. Los espacios para el conocimiento y la imaginación funcionan de manera inversamente proporcional; si consideramos, por ejemplo, tres mundos escénicos como el circo, el teatro y la ópera, la relación se hace evidente: cuantas más autoridades más constreñida queda la imaginación. Pero quizá lo natural, los universales, el capitalismo y el patriarcado sean tan solo formas distintas de nombrar lo mismo. Y, en todo caso, volviendo a nuestro asunto, ¿tiene razón Mercedes L. Caballero cuando concluye al final de su crítica que el Poeta en Nueva York de Marquerie es “plano, superficial y no traspasa”, o esa valoración es resultado de una impresión personal elevada a categoría de juicio, reforzado además por efecto del mismo medio en el que se publica?

Si el gusto que gusta mi gusto

gustase el gusto que gusta tu gusto

ya serían dos gustos, pero ay qué disgusto

si el gusto que gusta mi gusto

no gustase el gusto que gusta tu gusto.

Siempre me ha llamado la atención la rotundidad con la que la crítica, especialmente la crítica de los grandes medios, pone una obra a los altares o la despieza hasta dejarla irreconocible. En el modernismo, a principios del siglo XX, se decía que en una buena crítica no podían faltar tres adjetivos indescriptible, absoluto y sublime. Los términos medios no venden. Entiendo que una obra levante pasiones o nos deje indiferentes, entiendo que nos pueda encantar u horrorizar, lo que no entiendo es la facilidad con la que se esgrimen los argumentos para explicar lo que más difícil resulta explicar, el gusto, por qué a unas personas les encanta, les horroriza o simplemente no les dice nada una obra y a otras, finalmente muy parecidas a las primeras, todo lo contrario.

Pero confieso que entre las dos opciones, poner una obra por las nubes o ponerla a parir, la segunda me da una especie de morbo malsano. Cuando leo que una obra es terrible, me entran siempre ganas de verla, pienso que ahí seguramente hay algo, algo que más allá de estar bien o estar mal cabreó al crítico; lo contrario sin embargo no me funciona, se pone por las nubes un trabajo y luego te encuentras con un auténtico bodrio, cargado de buenas intenciones, pero bodrio; de estas hay muchas. Finalmente, alcancé a ver Poeta en Nueva York el último día, que acabó con un aplauso cerrado de una platea en gran parte puesta en pie. Supongo que la crítica en cuestión no entendería la reacción del público, así como otras lecturas que han definido el montaje como «una obra inmensa y vanguardista», como el público de aquella última función tampoco entendería su valoración de la obra.

No se trata aquí de acertar o no acertar, tener o no tener razón, como si la crítica/la razón fuera una escopeta de feria, tampoco de limitar la diversidad de miradas o censurar juicios negativos, sino del lugar desde el que se plantea la crítica y los modos de asumir un género de escritura cuya mayor virtud es la indeterminación, es decir, la dificultad para establecer con claridad, rigor y objetividad qué debe ser la crítica y para qué tiene que servir en cada momento, por ejemplo, ahora, en el siglo XXI.

Para ir desplegando ese lugar he recurrido a estas imágenes, creadas a modo de mantra como parte del proyecto La curación infinita. La crítica es efectivamente otra cosa de la que nos tenemos que curar, no solo de la crítica de los otros, sino sobre todo de la que llevamos dentro. Curarse no quiere decir aquí rechazar, poner distancia, borrar del mapa a los críticos, sino abrir los poros, dilatar, ensanchar, habitar la fisura.

La crítica es una pieza de un complejo engranaje, un eslabón fácil de manipular en el centro de esa potente maquinaria que llamamos opinión pública, en la que se conjuga placer y economía, conocimiento y experiencia, aprendizaje y pedagogía; un espacio, lo sabemos, lleno de trampas, pero son estas trampas las que le pueden seguir dando sentido a esta escritura.

Mercedes L. Caballero empieza su análisis preguntándose por “el desconcierto y la frustración final que se le queda a una en el paladar” cuando se encuentra con algo, podríamos añadir, que no era lo que esperaba. La crítica se presenta como un intento por dar respuesta a esa frustración, por explicarse a sí misma y al mundo su desconcierto. Es un buen comienzo: desconcierto y frustración son dos emociones potentes; la pena es que no se tomen como motor para ahondar en la escritura, sino como una emoción que hay que resolver, calmar, encontrándole una explicación justa; no se trata de dar vuelo a ese sentimiento, incendiarlo, celebrarlo y delirar, acercarse, en suma, a la raíz oscura, como diría Lorca, de aquello que nos ha afectado, sino de sacar el hacha y poner las cosas en su sitio. Una pena porque de otro modo en lugar de continuar calificando este Poeta en Nueva York como un “viaje que no acaba de despegar”, hubiera conseguida hacer despegar su crítica, o al menos lo hubiera intentado. Asimismo, en vez de concluir diciendo que el montaje era “plano, superficial y no traspasa”, se hubiera llegado quizá a una suerte de reconciliación con lo hermético no solo del trabajo de Marquerie, sino de la poesía de Lorca, del arte, de la historia de España, de El País, del grupo PRISA y en definitiva de la propia crítica. Importante aquí es no perder de vista los fantasmas, los habitantes del medio.

En la crítica siempre hay un tercero, que no es uno, sino muchos, entre ellos el propio medio en el que aparece. La reflexión de Mercedes L. Caballero no es solo su crítica, es también la de uno de los periódicos con mayor tirada a nivel nacional; un dato importante para este texto, porque de otro modo no solo no la hubiera leído ese sábado cuando salí de casa corriendo y agarré el periódico que estaba a mano, sino que seguramente ni siquiera se hubiera escrito, o al menos en todo caso no la hubiera escrito quien la escribió, a quien parece que no le aportó mucho no ya la obra, sino la propia escritura de una crítica reducida a un puntaje a la baja.

Referirse a la crítica como una escritura, un ejercicio o una práctica, supone reconocerla como un lugar de experiencia, como algo más que un medio que aspira a una cierta transparencia para transmitir una información o un juicio de valor, porque si algo no tiene la crítica y en general la escritura es transparencia, de ahí su obsesión por aparentarla. La crítica es el puente que se lanza entre dos puntos, un viaje entre la obra y las neuronas de quien escribe, la memoria colectiva y las vivencias personales, la plasticidad de las imágenes y la plasticidad de la razón, pero lo importante, y por esto nos referimos a ella como ejercicio, no es llegar al otro lado, sino desplegar un medio, insistir en el viaje, multiplicar caminos.

Sapiens, nos recuerda Agamben al comienzo de su ensayo sobre El gusto, es aquel que no solo sabe (sapere), sino que también saborea (sapore); lo primero tiene que ver con digerir, asimilar, entender, nombrar, ordenar; lo segundo, con dilatar, sentir, disfrutar, perderse, no saber, gozar. Utilizar el sentido del gusto para referirse a la percepción a través de los sentidos en general, expresa bien la dificultad para llegar al fondo de por qué a unas personas les gusta una cosa y a otras otra, Por qué, por ejemplo, hay gente a la que no le gusta el queso. ¿Puede haber alguien a quien de verdad no le guste el queso?

El gusto no se vale por sí mismo, exige una explicación que le preste una cierta coherencia. Después del me gustó o no me gustó, vienen los intentos para dar razón, argumentos, autoridad a ese gusto o disgusto, aunque por sí mismo no los necesitaría. Por eso resulta tan cansado que te pregunten nada más salir de una obra si te gustó, como si eso fuera tan  evidente. La crítica se presenta como un medio para autorizar o desautorizar el gusto de unos y otros, empezando por los del propio crítico como representante de una cierta clase, grupo, corriente; antes que abrir los sentidos y preparar al público para un modo de escucha, una manera de estar y viajar a través de la obra, parece empeñarse en fijar los sentidos, delimitar la lectura.

Pero saltar al medio no es solo una cuestión de gusto, sino también de ética, de cuidado y equilibrio para no perder ese pulso frágil entre lo que nos autoriza y lo que nos desautoriza, entre el gusto (o disgusto) que mueve a la escritura y el peso de las razones, entre exponer los juicios y celebrar los vacíos.

No preguntarme nada. He visto que las cosas cuando buscan su curso encuentran su vacío.

Poeta en Nueva York, 1929

La crítica es un modo de situarse en un medio que lleva ese difuso nombre de “esfera pública” que nadie sabe exactamente donde empieza y donde acaba. En ese medio, que no es ni la obra ni el crítico, radica su riesgo y su potencia, también su debilidad. En la apertura de ese medio (público) consiste la novedad de un tipo de escritura que nace como un instrumento para afianzar un poder que precisaba del apoyo de unos medios nuevos que había que crear, instrumentos para sostener una autoridad que no fuera ni la iglesia ni la nobleza, ni la que viene de Dios ni la sangre; ahí surge un imaginario y una posibilidad de sociedad formada por sujetos no solo de conocimiento (teóricos), sino también de experiencias (sensibles). Y para este nuevo ensayo de comunidad el teatro va a funcionar como un perfecto laboratorio de prueba y error, no de una obra, sino de ese nuevo medio público a través de la obra, o de la obra a través del público.

A diferencia de esos otros poderes, la crítica no viene acompañada por un dogma de fe, sino que es un tipo de escritura poroso que comparte genealogía con otros géneros como el ensayo en cuanto a una posición abierta que requiere una práctica y un modo de hacer que está constantemente actualizándose.

La crítica no se agota en el análisis de su objeto, empieza siempre antes a través de la interpretación de la propia obra, que funciona también como otra suerte de crítica puesta en práctica, que en el caso del trabajo de Marquerie apunta igualmente a la frustración ante una historia y un modo de entender el arte vía las vanguardias y la recuperación de la tradición barroca que podrían haber sido y no fueron; y los efectos de la crítica continúan después.

Es por esto que la frustración y el desconcierto de Mercedes L. Caballero no es solo el desconcierto y la frustración de la crítica de El País, sino la frustración y el desconcierto posiblemente del propio equipo de artistas y técnicos que hicieron la obra, de los lectores de la crítica, del teatro madrileño, de la política cultural de esta ciudad, de la historia de un país y en definitiva de toda una esfera pública que comparte ese sentimiento, aunque llegue a él por caminos distintos y responda a él también de maneras distintas.

Cuando llegué a la Sala Réplika pregunté a unos amigos si habían leído la crítica de El País y fue en ese momento, tratando también de entender mi desconcierto, cuando tuve un momento de revelación al recordar que a través del teatro de Carlos Marquerie se podría recolectar una antología de las peores críticas de la historia del teatro madrileño, empezando por aquella de Enrique Centeno a El hundimiento del Titanic, cuya referencia le debo al intempestivo archivo de Pablo Caruana, un montaje de principios de los 90 a partir del texto de Enzensberger, cuya crítica apareció con el título de “El hundimiento de la Pradillo”.

La Pradillo ciertamente no se hundió, lo único cierto de este tipo de críticas es el disgusto o desorientación de quien la escribe, y eso es quizá lo que me produce un cierto morbo, pensar que finalmente y aunque sea de un modo imprevisto las obras tienen su efecto, pese a que somos justamente los entendidos, armados con nuestras buenas razones, los que más nos resistimos a aceptar lo que escapa a estas razones. Hace 30 años Marquerie presentaba su trabajo en esa sala recién abierta, en los márgenes del mundillo teatral, que se llamaba La Pradillo, y su teatro no era reconocido como teatro, era más bien un híbrido, como el de todas y todos los que pasaban por aquel entonces por allí, de los que hoy continúan trabajando una mínima parte, a los demás los borró el sistema del medio, quizá también por falta de claridad. Hoy Marquerie está en las Naves del Español y su teatro, bendecido por la academia como posdramático tiene ya un lugar en la historia, pero eso sí, hay demasiadas cosas que no se entienden, como comienza diciendo la crítica de El País, o, lo que es lo mismo, no hay nada que entender, tal y como concluye.

Después de Canto minero, hubo un encuentro en el bar de Réplika con los artistas, cuando casi estaba concluyendo, Txalo Toloza se anima a decir una de esas verdades de Perogrullo que hace que por un momento todo vuelva a cobrar un cierto sentido, dice simplemente que se alegra de ser artista porque los artistas, a diferencia de los científicos, no tienen que demostrar lo que dicen; aunque sí tienen, podríamos añadir, que demostrar lo que hacen, lo que abre otro campo de investigación específico de las artes. ¿Te puede gustar algo sin entenderlo, solo por el modo como está hecho? ¿Se puede entender algo y que no te guste, solo por el modo como está hecho? Entre una cosa y otra se sitúa la crítica.

El gusto, del que el saber popular afirma que no hay nada escrito, es en realidad aquello sobre lo que no se deja de escribir, justamente por la imposibilidad de agotarlo. Esta paradoja se traslada al campo del arte, identificado, por un lado, con la libertad, la imaginación y la creatividad, y, por otro, saturado de prejuicios y dogmatismos.

Estar en el medio es un riesgo. Giordano Bruno, practicante de la hermética en el siglo XVI, nos ofrece algunas pistas acerca de este término. La hermética es una corriente de pensamiento que conjuga las artes de la memoria con la adivinación y la magia. A Giordano Bruno, que dijo ya hace cuatro siglos que el universo era infinito y que todo estaba en relación con todo, le queman vivo un 27 de febrero de 1600 en el Campo de Fiori en Roma. Aunque la acusación era por herejía, el pecado fue mezclar el conocimiento, que en aquel momento provenía de Dios, con la imaginación, el arte, la magia. Este fue un caso más de los muchos y muchas asesinadas por no estar ni en un lado ni en otro, sino en medio, hablando con los fantasmas. De estas cenizas nace la idea moderna de ciencia, que se irá trasladando del paraguas de la iglesia, que empezaba a tener goteras, al tejado de la economía. Una apuesta de ganadores; conocimiento sí, pero que sirva para algo.

Por ello la experiencia, que ya había sido reconocida como principio de conocimiento, y que no venía ya de ningún Dios, sino de uno mismo, garantía de nuestra condición como personas, individuos y sujetos libres, será aceptada, pero siempre y cuando pueda ser narrada, cuantificada, demostrada, traducida en números; números que desligados de la imaginación se convertirán en otra forma de inquisición. El precio que hubo que pagar fue la escisión de la imaginación, que quedó del lado del arte. Si eres artista, puedes imaginar.

Activar la imaginación en terrenos que no son estrictamente artísticos da problemas. A García Lorca no lo matan por hereje, sino por rojo, los mismos que tres siglos antes lo hubieran matado también, pero su pecado no fue tampoco la política, sino imaginar a través del cuerpo, o vivir el cuerpo a través de los sentidos.

Estar en el medio, no ser suficientemente claro, perder el rigor o la objetividad, termina molestando, por eso la crítica, cuando quiere quitarse del medio o quitar del medio a los demás tiene que echar cuentas, ponerse de un lado o de otro, identificar nombres y referencias, decir si estuvo bien o estuvo mal, situarse allí donde las cosas se pueden ordenar, contabilizar. Es así como salen las cuentas, la del conocimiento y las otras.

La crítica se mueve entre la impronta pedagógica heredada de la Ilustración, a la que se intenta rebajar la losa paternalista, y la maquinaria de producción en la que estamos inmersos, que es en realidad la parte que más nos afecta, pero la que menos nos interesa, el me gustó o no me gustó, las estrellitas, la visibilidad. Por eso, al final, lo que más terminamos salvando es el lado informativo de la crítica. Nos conformamos con eso, al menos que nos informe. Pero información sin imaginación se convierte en una forma de economía, sin riesgos ni vacíos.

La escasa autoridad del gusto por sí mismo hace que a menudo lo veamos enterrado bajo una montaña de términos abstrusos, pero en el fondo estamos hablando de eso, de cosas que nos gustan o no nos gustan, que nos afectan, nos alegran, nos sacan de nuestras casillas, nos trasladan, nos hace creer en lo que no somos o ser lo que creemos.

Este texto acaba con otro aplauso, otro aplauso cerrado, sostenido, con el público puesto en pie; es el final de la Consagración de la primavera de Israel Galván acompañado por dos excelentes pianistas. Impresionante. Fue en ese momento, con la emoción de ese aplauso, que este texto terminó de escribirse una vez más; igual que se había escrito antes mientras caminaba hacia la Sala Réplika y daba vueltas a lo que había leído en el metro; igual que volvió a escribirse al llegar y preguntar a Marta y Rubén qué les había parecido la crítica y darme cuenta que en realidad no era una crítica nueva, sino que era la misma crítica que también se volvía escribir una y otra vez; e igual que volvió a escribirse mientras veía Poeta en Nueva York en las Naves del Español y pensaba en esa línea extraña que separa lo que está bien, lo que no está bien y lo que no está; diez y mil veces podría volver a escribirse este texto, como se dice en lengua mapuche, marichiweu, porque volver a escribirse es una forma de reaccionar ante la frustración, de celebrar el desconcierto.

En verdad te puede gustar algo sin entenderlo, incluso y sobre todo sin entenderlo, lo que no quita que luego queramos ponerle nombre y buscarle explicaciones. Las alegrías no contadas son medias alegrías, dice la Celestina. Los herméticos relacionan ese instante fugaz cuando el conocimiento y lo sensible coinciden con el goce sexual, el conocimiento divino. Es entonces que uno se reconcilia con el mundo, del que tampoco entendemos mucho. Por eso es importante la crítica, para que siga habiendo un medio con el que seguir entre medias de la emoción y el conocimiento, la razón y los sentidos, hablando con los fantasmas cuando la obra ya pasó y de aquel momento, experiencia, origen solo quedan las sombras, la memoria y las ideas, la potencia del relato para hacernos revivir lo que pasó y lo que no pasó, allí donde estuvimos y no estuvimos.

 

 

 

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