Vivir, habitar, ocupar: Estas tres actividades responden a condiciones distintas: vivir, en su sentido más básico, es el resultado de una condición biológica, habitar es la respuesta a una necesidad social y ocupar es su traducción política, una de las formas clave de los movimientos de protesta convertida hoy ya en un modo artístico y hasta una forma de trabajo, como decía Hito Steyerl. La relación de estos tres ámbitos con el espacio en el que se producen hace que no dejen de cruzarse: el cuerpo, la casa, la calle son lugares que aunque administrados por separado en busca de su mejor gobernabilidad se superponen constantemente. Vivir es un destino biológico, ocupar un derecho, habitar una necesidad. Pero como ya dijo Aristóteles, no se trata de vivir, sino de vivir bien. Ahí empieza la política, los límites, el escenario y la acción. Sobrevivir, obviamente, no es vivir bien, habitar tampoco es vivir bien, sino un estado previo que hace posible esa vida necesaria.
La casa del CDN se vive y se ocupa, pero no se habita. Esta es la desmedida en cierto punto inhumana desde la que se afirma como obra en diálogo y conflicto con ese otro espacio de un centro dramático nacional y su dimensión institucional. La niñez y la vejez son las dos edades identificadas por naturaleza con el habitar. Antes y después de la edad del trabajo se desarrollan otros modos de estar. La intensa actividad física a la que obliga La casa (el lugar sin límites) no la haría apta para que ella en ella trabajaran niños o viejos, al margen de que el teatro no recomiende a los primeros la asistencia (¿puede dañar la educación de un niño ver a una persona masturbándose?). Sin embargo, como sugiere el subtítulo de la pieza, no se deja de apuntar indirectamente en estas direcciones. Su despliegue físico se alimenta de una condición humana excesiva por naturaleza que idealmente daría cabida a niños y viejos, las limitaciones se asumen después, cuando decidimos participar de unas convenciones artísticas o institucionales. Los límites en sí no son malos, mientras sean resultado de una negociación viva por parte del grupo que los asume. Esto, que sin duda ha ocurrido en el equipo que presenta la obra, fuera del ámbito artístico resulta casi excepcional.
El peligro que puede suponer la obra para menores de edad o para la sensibilidad en general del público, como reza el anuncio de rigor, no es la única advertencia. También te informan a la entrada que esta dura casi tres horas y que si tienes ganas de ir al servicio lo hagas antes de entrar; ante mi asombro un trabajador quizá más veterano puntualiza que en una situación de necesidad se podría hacer una excepción. Esta nueva advertencia, más original que la anterior, de los riesgos de asistir al teatro es parte de un régimen de normas cuyo carácter impositivo en el plano de artístico suele dar buenos resultados, pero que fuera del arte inmovilizan las formas de vida hasta el absurdo.
La actividad de los intérpretes a lo largo de estas tres horas puede llegar a resultar, como se dice en el texto de presentación, árida, pesada, previsible y extenuante, cuando no angustiosa. La duda sobre si eyaculará o no eyaculará no es la única que asalta a un espectador que termina entrando en un mundo que al comienzo invita casi a abandonarlo. A partir de una enorme cantidad de materiales, en su mayor parte de madera, apilados al fondo del escenario, se despliega un ejercicio incesante de construcción y destrucción de estructuras que harían pensar en pequeños hogares. Vigas, puertas, palets, cajones, plafones, contrachapados, un inodoro y hasta una rueda son algunos de los elementos con los que se componen y descomponen estructuras cada vez más complejas. Desde la primera colocación de objetos por toda la superficie, con un ritmo tranquilo y unas maneras que citan claramente un abecedario coreográfico bien conocido, se pasa a la construcción de volúmenes y desplazamientos de materiales en un juego de aceleraciones y pausas hasta llegar a situaciones cada vez más arriesgadas, como la violenta destrucción de algunas estructuras, la composición en un plano vertical o el intento de incrustar todos los materiales en una de las salidas laterales de la sala. Las estructuras tienen algo de precario e incluso de peligroso por su inestabilidad, pero también de implacables en su misma precariedad reconstruida una y otra vez. La necesidad de tener que seguir adelante opera como una suerte de imperativo biológico o escénico. Tras la primera hora aproximadamente, en la que la dispersión de objetos por todo el espacio para volver a agruparlos donde estaban antes tiene algo de ejercicio de preparación zen -como explicaba la directora en la conversación que hubo con ella- para lo que había de venir después, asistimos a una intensa actividad que termina dando cuerpo, sudor y vida a esta abstracción espacial y física adoptada como punto de partida.
La típica superficie blanca, el cubo blanco dentro de la caja negra, la conquista de la abstracción, el trabajo con el plano, la invención de estructuras y funciones hechas visibles formalmente, son parte ya de una historia, ahora toca repensar qué significa moverse y para qué la caja blanca y esos espacios polivalentes que sirvieron para todo hasta quedar convertidos en escaparates culturales. Después de las ideologías, que participaron del mismo proceso de abstracción denunciado por Lefebvre en los años 70, toca recuperar formas esenciales de convivencia con las que rehacer las prácticas de lo público y el sentido del trabajo en común. Toca reconstruir la casa y la caja, volúmenes y oscuridades, espesuras y representaciones. Replantear la posibilidad de lo colectivo desde sus formas más básicas, es ahí donde nos viene la pregunta: ¿vivir, ocupar o habitar?
En este contexto habitar llega a convertirse en un gesto de disidencia, un arma política o un ejercicio crítico puesto en práctica de forma colectiva, una utopía compartida con la que por otros motivos sueñan también promotores inmobiliarios y directores de centros culturales. ¿Pero qué significa habitar? En la tríada vivir-ocupar-habitar, los dos primeros se situarían en los extremos más visibles (y por ello más rentables) del vivir como acción física llevada hasta el final o de la ocupación como postura política, que también vende mucho. Naturaleza en bruto y política son dos grandes caras del espectáculo contemporáneo. Entre un extremo y otro estaría el difuso y amplísimo espacio intermedio del habitar, en el que se han cebado arquitectos, interioristas, promotores urbanos, diseñadores y multinacionales del mueble y la decoración que nos diseñan la vida cotidiana. Lo aparentemente menos marcado, como el habitar, un estado teñido por la dispersión y la fragilidad, se convierte en una actividad incierta por su incapacidad para imponerse en su inmanencia. Queda así en un lugar de nadie que todos tratan de administrar. Habitar supone la creación de un medio sensible donde dejar de hacer lo que habitualmente se hace, lo que demanda una esfera pública hoy ya identificada totalmente con el ámbito del trabajo. Habitar es un dejar de trabajar, pensar, calcular, comportarse y representarse, para pasar a trabajar, pensar, calcular, comportarse y representarse de otro modo. Es un modo de estar dejando de estar, una forma de despreocupación y juego, una necesidad y un placer, un modo vital que convertido en una situación artística o política insiste en una relación disfuncional con el entorno.
La casa de Aitana Cordero y su equipo tiene algo de estética de ocupación justamente por esta disfuncionalidad, aunque en este caso la disfuncionalidad se termine imponiendo por su misma funcionalidad. En algún momento nos vino a la cabeza aquella otra casa, de la fuerza, con la que Angélica Liddell justo hace diez años ya no pudo repetir en el CDN, aunque sí fue aquí, en el piso de arriba, donde presentó su trabajo anterior, Perro muerto en tintorería: los fuertes, una tintorería que también se vivía, se ocupaba e incluso se llegaba a habitar en ciertos momentos de dispersión que se permitían sus habitantes, que tenían también mucho de supervivientes. La nueva casa del CDN podría entenderse como una nueva casa de la fuerza por la insistencia en la vida en crudo. Ambas tienen algo de ocupación, una actividad espacial que se genera desde dentro pero se dirige hacia ese afuera, a un más allá de la obra o la institución. Las comparaciones, sin embargo, se acaban ahí. El mundo sin palabras de esta nueva casa, sus movimientos coreografiados por el trabajo en grupo y su funcionalidad estructural van por otro lado. El espacio oscuro, frío e inhóspito de la caja desnuda del Valle-Inclán es el horizonte de partida de una aventura colectiva e impersonal. Esta maquinaria había de tener algo de imponente y desbordante para ponerse a la altura del lugar donde se encontraba, un lugar ciertamente con muchos límites. Demasiado trabajo por hacer en dos periodos de ensayo que no sumaron mucho más de mes y medio; los intérpretes no se dan el tiempo para habitar esas frágiles estructuras que construyen y destruyen sin cesar. Hay unos momentos transitorios de descanso y cuidado entre ellos, momentos de acompañamiento y contemplación de sus preciosos hogares, que sin embargo parecen funcionar como una pasajera ilustración de lo que podría haber sido y no fue, de la función que estos podrían haber tenido, porque su verdadera función no es finalmente ser habitados, y en esto consiste la dureza de la pieza. Tampoco es la función del teatro que los alberga el ser habitado, aunque este discurso se haya impuesto como el ideal de cualquier espacio público. ¿De verdad queremos que los espacios se habiten? Por el momento como funcionan es como espacios de trabajo, esta es la razón que mantiene unas maquinarias como la de la obra, cuyos hogares son la excusa para un ejercicio de convivencia y creación de un espacio común enfrentado con sus propios límites artísticos y humanos. Incluso la dimensión física, el cansancio, la resistencia, el sudor y las masturbaciones, parecen las secreciones inevitables para poder seguir atendiendo a este destino económico, escénico y biológico. Sin embargo, es la intensidad del mecanismo lo que le termina dando al trabajo, en el sentido literal del término, una verdad. La obra, como las energías que la sostienen, se hace necesaria, aunque no sepamos todavía para qué. La compleja abstracción en que la danza moderna convirtió el movimiento se reconfigura a una escala (in)humana. Una sensación de precariedad, fragilidad e incluso primitivismo contrasta con la potencia de una estructura formal que apenas se permite ciertas fisuras, momentos intermedios como los que se abren cuando la directora entra en escena para acompañar a los intérpretes, recoger los restos de maderas rotas o la secreción de fluidos, o esos otros en los que los intérpretes se cuidan, se hacen un gesto o se juntan para sentirse como grupo y recuperar fuerzas.
La sensación de frustración o incluso inutilidad, tan recurrente en el discurso artístico, ha sido el modo de proyectar en forma de disidencia una actividad como el arte cuyo sentido no es reducible a ningún discurso. Para los que han formado parte de esta aventura no cabría hablar tanto del sentido que la obra pueda tener hacia afuera, como de la fuerza interna de lo vivido, una experiencia de grupo que desborda cualquier retórica explicativa. Hacer sentir la verdad de este esfuerzo es lo que sostiene el trabajo, no solo este, sino cualquier otra actividad que remita a algún tipo de honestidad. Quizá no se trata de otra cosa: un ejercicio colectivo que se agota en sí mismo. Que a todos los que han participado en el proyecto les debe haber servido para mucho, eso se nota y le da un sentido.
La obra podría entenderse como una versión actualizada de aquellas construcciones polifónicas con las que las vanguardias rusas de los años veinte expresaron el ideal del mundo socialista. La diferencia es que estas nuevas coreografías del trabajo ya no tienen lugar en las fábricas o las oficinas, sino en la propia casa de cada uno. El obrero ya no es el responsable de realizar una función dentro de un complejo sistemas de funciones solidarias, sino que todos los obreros deben estar listos para hacer todas las funciones cuando se les necesite y sin previo aviso. El pijama es el nuevo uniforme de trabajo, o quizá como sucede en la obra, ni siquiera es necesario el pijama, con el cuerpo desnudo vale. Su disponibilidad debe ser total. Como dice la directora, un duro entrenamiento es necesario para llegar a este estadio en el que nos encontramos. Habitar se convierte en un trabajo más, que debe ser realizado con la mayor eficacia, un modo de supervivencia. Como estrategia para despertar de una cierta pesadilla sobradamente conocida parece aceptable, pero no vale con quedarse ahí, ir más allá es parte de un compromiso y una necesidad, no voy a decir políticos, pero sí en relación con el mundo de ahí afuera, la polis, la calle, la ciudad que usamos a diario, pero que tampoco habitamos.
La aventura de estos soldados-obreros-bailarines acaba con una enorme construcción central de tres pisos, un alarde de ingeniería humana. Todo el recorrido alcanza así su final. El escenario queda en penumbra. Se encienden las luces del público. El ritmo de la actividad se ralentiza. Por primera vez se respira una cierta tranquilidad, los cuerpos se aflojan. Se oye una música de fondo. Algunos espectadores, quizá avisados, entienden que la obra ha acabado y salen. A otros nos parece que ahora que las luces están dadas, los intérpretes se demoran en pequeños arreglos, las puertas abiertas, empezaría, sin embargo, lo que de verdad importa, como si todo lo demás hubiera sido un preámbulo —el preámbulo que siguió al otro preámbulo de la primera hora—. ¿De verdad ha acabado la obra? Los artistas no salen a saludar, no hay aplausos, pero efectivamente la obra ha acabado. La convención se impone del mismo modo inevitable con que se ha ejecutado toda la partitura. Los últimos intérpretes, imaginamos que con un cansancio de esos que te dan todavía más vida, abandonan lo que sin duda de algún modo fue su hogar. ¿No preferirían quedarse un rato más compartiendo ese momento del después de, invitar incluso al público, despreocuparse finalmente, incluso de la obra? ¿Después de haber pasado por todo esto, no queda nada más por hacer? El público que todavía aguanta permanece a solas con una enorme construcción que como una esfinge oscura le interroga acerca de lo que ha visto, y de lo que no ha visto. Los espectadores se preparan a desconectar con la memoria todavía en el cuerpo después de tres horas de actividad. Supervivientes escénicos, como quizás, de otra manera, los mismos funcionarios que advertían a la entrada de los riegos de la obra, resultados ellos también de un medio en el que trabajan y viven sin llegar a habitarlo. Cuerpos moldeados —¿explotados?— por el miedo o el placer con el que se asume la obediencia a unos principios laborales o artísticos. ¿Es que no es lo mismo?
A la salida, pero todavía dentro del edificio, el público se encuentra con una instalación construida con los restos de maderas que se han ido rompiendo y que la directora fue sacando. Es el broche final. La obra se cierra sobre sí misma resolviéndose como construcción formal y objeto visual. ¿Pero qué es en realidad lo que una obra tiene que resolver? Aquel problema de la obra abierta que animó toda la modernidad tiene que ser hoy planteado desde una perspectiva no únicamente estructural.
Desde finales de los años noventa se ha ido acumulando un saber –hacer- en el ámbito de lo que, para entendernos, podríamos denominar coreografías expandidas. Lo que hace diez o quince años hubiera sido un solo o pequeños ensayos de danza conceptual se ha convertido en grandes obras con una tremenda complejidad formal y riqueza de recursos. Pienso en los últimos trabajos de Cris Blanco, Amalia Fernández o este que nos ocupa, potentes mecanismos relacionales montados sobre los ritmos recreados escénicamente de las comunicaciones por internet, los ritmos de las canciones o de este ejercicio de construcción y destrucción. Retomando este dialéctica quizá fuera necesario pensar en una dinámica paralela de aprendizaje y desaprendizaje. No estoy cuestionando la validez de estos lenguajes que algunas creadoras han llegado a manejar, partiendo a menudo de presupuestos raquíticos, con una increíble maestría, más bien al contrario, lo que planteo es que ahora que se dispone de lo que pedantemente llamaríamos un “capital cognitivo” habría que pensar cómo utilizarlo para que continúe sirviendo para lo que sirvió siempre, cuestionar, remover y desplazar los límites de la obra, la idea de artista, la relación con el público, etc, etc., y finalmente el lugar de la creación escénica frente a las instituciones y frente a nosotros mismos.
La casa de Aitana Cordero es una obra desde el comienzo hasta el final, una labor de gente que ha sabido hacer bien lo que se han propuesto, y eso hay que agradecerlo, pero sería triste reducirlo a esto, a una obra, un trabajo, un ejercicio colectivo. Digamos más bien que se trata de una maquinaria con una potencia expansiva que va más allá, más allá del recinto del CDN y de los cuerpos bien formados que la llevaron a cabo, una maquinaria que ganaría fuerza a medida que se expandiera a otros espacios y otros cuerpos. No cuatro, sino diez, veinte, cincuenta personas de todas las edades construyendo y destruyendo hogares que apenas consiguen habitar. Un frenesí colectivo de catarsis, liberación y masturbación frente a la especulación inmobiliaria y la especulación artística. Pero el CDN cierra a media noche, y además no hubiera sido fácil conseguir los permisos para sacar los trastos a la calle. Y además este ni siquiera ha sido el objetivo de la obra, sino en todo caso el delirio personal de un espectador flipando en su butaca.
(Publicado originalmente en el blog de El lugar sin límites.)