Modernity has produced many altars, altars meaning indespensible objects that are part of a sedentary individual’s everyday rituals. If there is one that can be considered as a city person’s cotidian choreography, it is probably one’s regular-ized pilgrimage to the fridge. They are fleeting moments in any given day, but nevertheless make up important liminal spaces of casual yet important decision making. ‘What will I take from the fridge to cook or eat?’ The moment one opens the fridge, the light from within is cast into the face of the hungry, or the simply bored. Then, devotion and ritual begin as one decides to make something out of what is found, or what has been earlier set-up, thanks to an earlier trip to another sacred site, the supermarket. The consumer, faced with an immediate need (hunger or socializing) becomes a priest, shaman or alchemist until his / her needs are satisfied. In rituals and festivals of many indigenous communities in the Philippines that I have studied, food (and beverage and even drugs) are important elements that shamans use as mediums for their ceremonies. The satisfaction that is acquired from the performance of preparing, behaving around, sharing and tasting (Kirshenbaltt-Gimblett) these consumables nourishes the overall texture of the festivities, they activate social spaces of negotiation and interaction, between human to human, and human to beyond human. Going back to the city, I re-situate the spaces for rituals in the everyday, in the objects that define (my) everyday, like the fridge. I also saw it in other people’s fridge, as I had the privilege to invade many strangers’ kitchens and gossip into these formidable urban altars. But the fridge has its ‘own’ specificities. Its configuration, like how most of the city life is designed is based on ideas of the individual, the private and the distancing: my food, my groceries, my portions. Where I live, sharing the flat and subsequently the fridge with three other people, we divide the spaces of the fridge. Most often, the compartmentalized patterns of city living cause for isolation and alienation. Yet, also because of this, the act of getting together becomes an event, a feast, a ritualistic celebration. It is generating this ritual of ‘getting together’, and making it a regular practice, that in the end I am most interested in, and using the pretext of leftovers to create such unusual, yet very ordinary dinner situations, is nothing but a pretext. Because we might see and be in close proximity with so many people everyday in the city, but in reality, we are so near, yet so far from them.
La modernidad ha producido muchos altares, altares significa objetos indispensables que forman parte de los rituales cotidianos de una persona sedentaria. Si hay uno que puede ser considerado como una coreografía cotidiana para una persona de la ciudad, es probablemente su peregrinación normal-izada a la nevera. Son momentos fugaces en un día determinado, pero sin embargo constituyen importantes espacios liminales que uno le hace tomar decisiones casuales pero importantes. “¿Qué voy a tomar de la nevera para cocinar o comer?” El momento en que uno abre la nevera, la luz del interior se echa en el rostro de quien que tiene hambriento, o simplemente aburrido. Entonces, la devoción y el ritual comienzan como uno decide a hacer algo de lo que se encuentra, o lo ha sido anteriormente puesta a punto, gracias a un viaje anterior a otro sitio sagrado, el supermercado. El consumidor, frente a una necesidad inmediata (hambre o socialización) se convierte en un sacerdote, chamán o alquimista hasta satisfacer sus necesidades. En los rituales y festivales de muchas comunidades indígenas de Filipinas que he estudiado, los alimentos y bebidas (incluso las drogas) son elementos importantes que los chamanes utilizan como medios para sus ceremonias. La satisfacción que se obtiene a partir de la realización de la preparación de las cosas comestibles, los comportamientos alrededor de ellas, su degustación y su reparto (Kirshenbaltt-Gimblett) alimenta la textura general de las festividades, se activan los espacios sociales de interacción y negociación, entre el ser humano a humano, y humano a más allá de humano. Volviendo a la ciudad, re-situó los espacios para los rituales de la vida cotidiana, en los objetos que definen lo (mi) cotidiano, como la nevera. Yo también lo vi en la nevera de los demás, ya que tuve el privilegio de invadir las cocinas de muchos extraños y cotillear estos altares privados formidables. Pero la nevera tiene sus propias especificidades urbanas. Su configuración, por ejemplo, cómo la mayor parte de la vida de la ciudad se ha diseñado basada en las ideas de lo individual, lo privado y insulacion: mi comida, mis compras, mis porciones. Donde yo vivo, compartiendo el piso y, posteriormente la nevera con otras tres personas, dividimos los espacios de la nevera. Muy a menudo, los patrones compartimentadas de vivencias en la ciudad viva causa aislamiento y alienación. Sin embargo, también por esta misma premisa, el acto de reunirse se convierte en un evento, una fiesta, una celebración ritual. El generar este ritual de “juntarnos”, y tratar de hacerlo como una práctica habitual, que al final lo que más me interesa. Y el uso del pretexto de restos para crear tales situaciones inusuales sin embargo ordinarios, es nada mas que un pretexto. Por que podríamos ver y estar en proximidad con tanta gente todos los días en la ciudad, pero en realidad, estamos tan cerca y a la vez tan lejos de ellos.