Felipe, el pastor, no se ha quedado en una fórmula de usar y tirar. Hombre hecho en la soledad de una encrucijada de caminos y tiempos, acostumbra a flirtear con el crepúsculo del atardecer, a medirse a diario con el astuto lobo y a comunicarse con ovejas y perros, a quienes bautiza con nombres tan extraños como son las órdenes que les instruye con gestos recios en extremo; su cacha, siempre en actitud defensiva y ofensiva. Hay quienes quieren ver en Felipe Quintana (Bercianos del Real Camino, 1946) un hombre adelantado a la era de Maricastaña; otros, una víctima del colonialismo cultural. Pero él se ve simple, no determinado por las barreras de su tiempo. Y esa sencillez es la clave de su experiencia : cuenta el pastor que el proyecto fue para él un ruido musical terrorífico recogido por los artistas, sin invasiones; una obra de arte aterradora incluso para los trenes.
Es Felipe persona de rusticidad y costumbres ejemplares, a quien la moda le importa un bledo. Sigue abiertamente los comentarios de San Juan (Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen) envuelto cada día en polvo, balidos y cencerros, los mismos que le dieron la fama.
Es conocido como el despertador del pueblo. Fino de instinto, su atuendo le da un aire singular, raro, extraordinario. Afronta cada jornada con una mochila, la zamarra y el saquetón de rutinaria comida, El día es para él tan sacrificado y austero como el anterior: empieza con la salida del sol y acaba al anochecer, por eso el regreso de Felipe también marca las tardes en su pueblo.
Los surcos de su rostro hablan de un hombre acostumbrado a pocos remilgos en su trabajo y sin otras pretensiones que procurar unos recursos a su casa, que es la misma que la de sus ovejas.
A su familia dedicó la sonora acción. A su familia ofrece el duro sacrificio de la soledad .
Marco Romero. Periodista.