El Concierto de Ovejas soñado por el pastor Felipe Quintana y dirigido por el músico Nilo Gallego se celebró en un oscuro, ventoso y húmedo atardecer de otoño de 1999. Quince días antes, algunos invitados pudimos asistir a un ensayo en lo que fue una tarde luminosa y soleada, mucho más placentera desde el punto de vista sensorial, pero también menos intensa.
En ambas ocasiones, la naturaleza se impuso al acontecimiento que allí, en un paraje de Bercianos del Real Camino, tenía lugar.
La acción titulada «Felipe vuelve a casa con las ovejas sonando», llevaba fraguándose más de un año. Desde el día en que el pastor le contó al galerista leonés Carlos de la Varga (promotor de un centro de Arte en la Naturaleza en esta zona oriental de la provincia leonesa) que tenía «metida en la cabeza» desde que era un niño, la idea de «un ruido musical terrorífico». Carlos de la Varga se lo contó a Nilo Gallego, quien empezó a recrear ese concierto con Felipe, acompañándole en sus largas jornadas de pastoreo, escuchándole a él, pero también al monte y al rebaño. Conoció por el pastor las distintas variedades de cencerros, que siempre han usado las ovejas. Y aprendió a distinguir cada rebaño por su sonido singular.
Se trataba de realizar una acción sin forzar nada: ni a las ovejas, ni a Felipe, ni a la propia naturaleza. «No invadir», fue uno de los postulados de Nilo para este concierto.
El 23 de octubre de 1999, el gran día de la puesta en escena del concierto, Felipe Quintana había salido de mañana con su rebaño de churras más sonoras que nunca. Toda la noche se la había pasado con su familia colocando los cencerros al cuello de los animales. El pastor, como cada día, echó unas horas de camino por valles y montes, hasta encontrar los mejores pastos.
Desde el primer momento, la jornada se presentó bastante desapacible. Poco sabemos de lo que ocurrió en esas horas previas. El hecho es que a media tarde ya estaba de regreso. A una hora del pueblo, en el valle de Horcada, le esperaba el público del concierto, al otro lado del canal para acompañarle algunos kilómetros en su vuelta a casa con las ovejas sonando. Pasaban de las seis cuando Felipe Quintana apareció en el horizonte ataviado con una gorra y una capa impermeable de plástico verde. Empezaba a llover.
Uno de los objetivos del concierto era que el público pudiese sentir las mismas sensaciones que el pastor a la caída de la tarde. Aquel día hubo que aguzar el oído, filtrar los rumores del viento y la lluvia, desafiar a la climatología y el poderío de la naturaleza para escuchar la riqueza de matices del rebaño.
Durante toda a acción, Chus Domínguez y Marino García estuvieron muy ocupados intentando registrar imágenes y sonidos del concierto, para unir al vídeo que llevaban algún tiempo preparando en compañía del pastor. También llegaron periodistas de programas con altos índices de audiencia, intentando captar la gracia o lo grotesco del evento, con el fin de divertir posteriormente a los telespectadores. Gran parte del público se negó a colaborar en ese circo televisivo que desde un principio tergiversó el sentido de la acción.
Al llegar a un puente, cerca ya del pueblo, rebaño y público se mezclaron en un sola formación. En ese momento llovía mucho, de cara; el barro cubría hasta los tobillos y dificultaba el avance. El viento y los ruidos humanos se mezclaron con los balidos y la música de los cencerros, mientras los perros se afanaban en localizar, esperar y azuzar a las ovejas más rezagadas. Al terminar, tanto Felipe Quintana como Nilo Gallego definieron el concierto como «un éxito». La mayor preocupación, al llegar la corral, fue quitar los cencerros para que las ovejas no dieran la noche al pastor y su familia.
Estas son algunas de las cosas que dijo a los periodistas Felipe Quintana con motivo del concierto:
«Con las ovejas hay que saber andar, hay que conocerlas muy bien una a una y hay que ser casi veterinario. Cuando nace un cordero y estoy en la habitación de dormir sé de sobra, por su berrear, si ha sido abandonado o si la madre lo está lamiendo». Él, que a veces llega a casa con un cordero recién nacido en el morral y la oveja madre detrás, presume de conocer más el monte que su propia casa. A la pregunta de si ser pastor es tan duro como parece, respondió: «Más que duro es un castigo». Y a la de si ha visto alguna vez al lobo, dijo: «Antes que él a mi. Mete los ojos en el suelo y se agacha como si fuera un tomillo; es muy listo, pero también muy miedoso».
Eloisa Otero. Periodista.