Escuchar música es una actividad asociada frecuentemente al mundo afectivo y emocional; a la música no se le reconoce un significado concreto, y su disfrute no parece implicar procesos cognitivos, más bien remite a una experiencia espontánea de carácter sensitivo. De ahí que desagraden ciertas combinaciones de sonido, y se tomen otras por naturales. Estas ideas sobre la música evidencian una limitación y un error de base. La música, más allá de presentarse como una sucesión de sonidos en una consonancia natural, resulta ser una consecución de elementos sonoros insertos en una estructura compleja, un sistema codificado que aprehendemos tras un proceso cognitivo. Si el acto de la escucha implica dicho proceso, el de componer, desde un punto de vista tradicional, supone ordenar los sonidos en una estructura formando un discurso; discurso que, lejos de estar libre de contenido, remite a múltiples significados que parten de su misma abstracción sonora.
El s.XX ha llegado a eliminar esta concepción; primero destruyendo el sistema tonal, sustituyéndolo por múltiples sistemas que sitúan la escucha en un presente continuo, haciendo de cada elemento sonoro un acontecimiento con entidad propia; es el caso de los sistemas seriales. Más tarde, se cuestiona el mismo concepto de estructura. La composición se traslada a la selección de elementos sonoros, hasta el punto de situar la creación musical en el acto volitivo de la escucha. Esta forma de entender la música aparece por primera vez en la obra del compositor americano John Cage (1912-1992); a partir experiencias relacionadas con el silencio y la filosofía zen, llega a la conclusión de la imposibilidad del silencio físico, y a la escucha como acto creador. Sumergirse en el paisaje sonoro como forma de compromiso con la realidad.
La música, al igual que otras artes del s.XX. con las que se funde, se convierte no sólo en escucha, sino en acción. Satisface la necesidad de eliminar las barreras entre arte y vida, y la de convertir el proceso en la auténtica obra, palabra cuyo significado tradicional entra en crisis. Aparecen nuevas “formas” expresivas como el happening o la performance, que se convierten en elementos unificadores de la expresión.
Pocas acciones se mantienen tan fieles a los presupuestos de Cage como la que nos proponen el músico Nilo Gallego y el pastor Felipe Quintana. Como primera intervención, nos sitúan en un paisaje sonoro diferente del que estamos habituados; y emplean elementos del lugar que nos remiten desde el comienzo, no ya a un significado, sino a un punto de partida de significados, a un origen. El paisaje visual, el conjunto de ovejas autóctonas, el pastor convertido en guía de su rebaño y del “rebaño” de espectadores, el músico supervisando la escucha de los receptores a través de su propia escucha.
Ante cualquier tentación de manipulación, se opta por una mínima intervención. No se concreta la cadena de eventos sonoros, ni se propone una acción ajena a la que tiene lugar cada día en la vida del pastor. Felipe no ofrece una coreografía, ésta es consecuencia del momento. Los compositores se limitan a proponer el acto de la escucha, se convierten en organizadores de las condiciones del sonido. El único elemento extraordinario es el conjunto de diferentes cencerros que portan los animales. Además de servir de nuevo vínculo a las raíces sonoras de la acción, se convierten en “tema” principal del paisaje sonoro. Pero no se trata de dirigir la atención única a este elemento de la acción, más bien se pretende seleccionar algunos de los eventos que compondrán el paisaje sonoro, dejando el resto a la inevitable aleatoriedad de la situación y el espacio concretos.
Junto al pastor y las ovejas, ahora convertidas en involuntarias procuradoras de múltiples combinaciones sonoras, se sitúa el conjunto de los oyentes. Éstos se transforman en voluntarios receptores, no a través de una actividad concreta, sino en virtud de lo que en la filosofía zen supone una pasividad activa; dejan de ser oyentes, para convertirse en escuchantes. Y en su escucha, van ofreciendo las infinitas versiones de la acción.
Hasta ahora han aparecido componentes visuales, sonoros y temporales. Pero otra parte imprescindible en la acción es la espacialidad.
En un primer momento, la acción transcurre en un plano diferente al de la escucha; los receptores son espectadores ante un escenario separado de ellos a través de la frontera natural del agua. Más tarde, el conjunto de las ovejas y el de los espectadores inician un recorrido, uniendo su transcurso al del agua que los separa. Por último, los diversos planos se unen, y los receptores pasan a formar parte de la acción. Se conforma una peculiar deriva, en la que aparece un componente fundamental, de raíz situacionista: la selección de unas coordenadas espacio-temporales a las que se dota de un significado imprevisto. Significado no equivalente a un contenido concreto, sino a una nueva valoración de las experiencias cotidianas; e imprevisto en el momento en que cada oyente selecciona una parte de los elementos sonoros, ahora unidos a los visuales, olfativos y táctiles a modo de experiencia global. Una experiencia significativa, colectiva a la vez que individual, y que se convierte, desde su raíz estética, en un auténtico compromiso con la realidad.
Nilo Gallego y Felipe Quintana, desde presupuestos diferentes, nos hacen ver que este modelo de expresión, lejos de estar muerto, mantiene una extraordinaria vitalidad. El hecho de remitirnos a nuestra experiencia cotidiana vuelve a hacer fuertes los vínculos comunicativos entre el creador y el receptor, más allá de los convencionalismos. La composición musical, como la obra de arte, supera su función de provocar para pasar, en palabras de Llorenç Barber, a la mucho más difícil tarea de convocar.
Ignacio García Hernando. Musicólogo.