texto de roc escrito como anexo a una pieza sin título para ¡volumen! la casa encendida, enero 2014.
La continuidad en la persistencia de nuestro entorno es un hecho que damos por senta – do y que, al menos a nuestra escala temporal y en esta región del Universo, parece ser uno de los rasgos distintivos de la realidad. Dicho de otro modo, las cosas que nos rodean no aparecen ni desaparecen de golpe, y cualquier ruptura perceptible de la continuidad provoca una deformación grave de eso que entendemos como normal . Esa es la clave del éxito de los trucos de magia, que incluso cuando sabemos que no tienen nada que ver con lo sobrenatural, nos transportan a un territorio extraño, de duda, de sorpresa. Los clichés más baratos del cine de terror, como el asesino que aparece cuando se abre y se cierra la puerta de la nevera o el armario-espejo del baño, son otro buen ejemplo de lo efectivo de la discontinuidad. Ver el asesino acercarse lentamente no causa el mismo efecto que la irrupción repentina de su figura (ver http://bit.ly/espppejo).
De forma parecida, nuestra fascinación colectiva por la fotografía proviene probablemente de la inercia de vivir en un aparente flujo. El momento congelado, el espacio-tiempo convertido en unidad discreta, supone romper lo que percibimos como un continuo. La fotografía es precisamente eso que nunca podemos ver/vivir en el mundo real, donde el cambio y la entropía son constantes e inevitables. Michael Haneke llevó al extremo la ruptura de la entropía en la famosa escena del mando a distancia de Funny Games (1997), donde la disolución de la direccionalidad de la flecha temporal adquiere dimensiones dramáticas. La fotografía como distorsión del continuo hace posible doblegar momentáneamente la flecha del tiempo, revivir segmentos del flujo a los que ya no tenemos acceso. Un truco de magia colectivo que implica múltiples capas de narra – tiva que volcamos sobre cada uno de esos segmentos congelados.
En un coloquio en 1974, el pionero de la fotografía de calle Garry Winogrand reducía la fotografía a “la ilusión de la descripción literal de cómo la cámara ve un trozo de espacio y de tiempo”. Desnudándola de las cualidades narrativas que normalmente se le atribuyen, Winogrand concebía la fotografía no como un reflejo de la realidad, si no como una realidad por sí misma. “Una vez existe, la foto no mantiene ningún tipo de relación con lo que se fotografió. La foto no tiene que reproducir con exactitud el contraste de luz del espacio fotografiado, sólo tiene que ser racional respecto a ella misma. No puedes extraer mucha información (…) nunca sabes exactamente qué pasó allí, sólo sabes cómo se veía eso a través de la cámara. La foto tiene que obligarnos a la suspensión de la incredulidad, simplemente porque es una mentira: reducida, en blanco y negro, bidimensional”. En su enumeración de las limitaciones cromáticas, de detalle, de escala y de profundidad del medio, Winogrand describe de hecho una problemáti – ca común a cualquier acto de representación/percepción. Thomas Metzinger dice que “el proceso constante de la experiencia consciente no es una imagen de la realidad si no un túnel a través de la realidad”. Y no parece muy difícil trasladar la metáfora de Metzinger fuera del ámbito humano. En definitiva, ese efecto de túnel no es patrimonio exclusivo del homo sapiens. La cámara fotográfica, el espectrograma, el microscopio deelectrones, el micrófono ambisónico, el sismógrafo, el papel de carbón, el telescopio, la placa de Chladni, el plano de la red de metro, la partitura, la sonda Wilkinson de anisotropía de microondas, el Mandala tibetano, el osciloscopio, el abecedario, el cuentahilos, el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, la pantalla de serigrafía, la imprenta dactilar, el planetario, la balanza, el cuentakilómetros, la radiografía, el sello de goma, el código fuente de eBay.com, el reloj de cuarzo, la cámara estenopeica, el cilindro de Edison, la cinta de cromo, el LaserDisc, el contador Geiger, el espejo, la GameBoy Printer, el árbol genealógico, el radar, la fotocopiadora, la tabla periódica, el proyector 3D, el ca – lidoscopio, o el detector de murciélagos heterodino, también proyectan una versión deformada de la realidad exterior. Todos ellos constituyen poco más que instantáneas (para volver al lenguaje fotográfico) que aportan información fragmentaria sobre el todo que pretenden ilustrar. Y nuestra experiencia es a menudo una superposición de diferentes pedazos de espacio-tiempo desconectados, provenientes de varios túneles (no solamente el nuestro). Diferentes sistemas solapados, cada uno con sus respectivas limitaciones técnicas, imperfecciones y personalidad, a partir de los cuales intentamos reconstruir el mundo exterior. Lo que comúnmente llamamos realidad no es más que nuestro modelo de la realidad, y eso depende de las necesidades de cada observador. Un murciélago requiere de un modelo diferente al de una larva de mosca o un virus, y cada modelo está indisolublemente ligado a sus respectivos sistemas perceptivos: fruto de sus necesidades y consecuencia de sus limitaciones.
Eli Hirsch propuso uno de mis ejercicios mentales favoritos para hablar sobre lí – mites y criterios de identidad, imaginando un lenguaje en el que la palabra “car” (coche) se sustituye por las dos palabras “incar” (los coches que están absolutamente dentro de un garaje) y “outcar” (los coches que están absolutamente fuera de un garaje). Cuando un coche está medio dentro, medio fuera, la palabra incar se aplica solo a la parte que se encuentra dentro del garaje, mientras que outcar sirve para definir la parte que está fuera. Cuando un coche se mueve desde el interior hacia el exterior de un garaje, la descripción en ese lenguaje imaginario sería algo así como: “un incar se dirigió hacia la salida, y comenzó a reducir su tamaño hasta que finalmente desapareció. Simultáneamente, un outcar apareció en la parte exterior de la salida, y creció gradualmente hasta alcanzar el tamaño y la forma del incar original”. Este juego lingüístico y conceptual parece ridículo porque estar dentro o fuera de un recinto cerrado como un garaje no cambia de ningún modo la condición y cualidades del coche, pero no está tan lejos de algunos conceptos que definen nuestra forma de entender el mundo, como la idea de isla . Para un organismo capaz de vivir cientos de metros bajo el nivel del agua y cientos de metros por encima del nivel del mar, igual no tendría tanto sentido manejar el concepto de isla, útil solamente para una experiencia de la orografía terrestre limitada como la nuestra. Para ese organismo, la montaña que empieza a cientos de metros bajo el agua, sube y sube hasta la cima, independientemente de la presencia de agua. Si pudiéramos ver rayos de luz infrarroja, o microondas, o escuchar la mitad de frecuencias, o apreciar al tacto el volumen de una molécula de agua, el mundo aparecería distinto ante nuestros sentidos.
El ojo humano está preparado para detectar ondas electromagnéticas de longitudes entre 370 y 730 nm, pero no las ultravioleta (por debajo de 370 nm), demasiado cortas para nosotros. El ojo de la abeja, en cambio, es sensible a longitudes de onda de 300 a 650 nm, y dentro de ese rango percibe perfectamente la luz ultravioleta, pero no es capaz de detectar ondas más largas, de 650 a 730 nm, que nosotros percibimos como“rojo”. No voy a meterme el pollo de los qualia, de si la rojez es verdaderamente una propiedad de las cosas rojas o algo fabricado por el cerebro del observador, aunque es una pregunta interesante aplicada al sonido. Y un apunte importante: el observador ni tan solo tiene que ser un animal.
Es fácil encontrar en la red vídeos tomados con cámaras que capturan imagen mediante una técnica llamada rolling shutter, consistente en escanear línea por línea el campo de visión, con lo que las partes de la imagen que varían a mucha velocidad pueden producir distorsiones y artefactos en el vídeo, deformando drásticamente la apariencia de la escena. Retomo aquí la cita de Winogrand para extenderla a lo digital: “la ilusión de la descripción literal de cómo la cámara ve un trozo de espacio y de tiempo”. La mayoría de dispositivos electrónicos (bombillas, pantallas de ordenador, televisores, etc.) explotan el hecho de que nuestros sistemas de visión están estructurados para percibir eventos de una duración determinada, aprovechando los límites del umbral de fusión del parpadeo – la frecuencia a la que un estímulo de luz intermitente parece ser estable o continuo. Un tubo fluorescente se apaga y se enciende constantemente, pero nuestra visión no es lo bastante rápida como para detectar el parpadeo, con lo que la luz parece constante.
Cada sistema sensorial tiene sus propios límites de resolución. Lisa Randall explica ese proceso de pérdida de información en términos del concepto de “teoría efectiva”, que “sólo pregunta por las cosas que uno puede aspirar a medir o ver. Si algo se encuentra más allá de la resolución de la escala a la que operas, es que no necesitas percibir el detalle de esa estructura. (…) Vistos desde lejos, la pintura de una pared o una cuerda para tender la ropa son ejemplos de cosas que parecen tener menos de tres dimensiones. Pasamos por alto la profundidad de la pintura y el grosor de la cuerda”. Para otros sistemas perceptivos no-humanos, las irregularidades en una pared o la to – pología de una cuerda resultan vitales y por lo tanto evidentes.
En relación a esas limitaciones, Oliver Sacks cuenta algo interesante en su descripción del proceso de mapeado de la información que genera la cóclea en el cerebro humano, cuando el rango de frecuencias audibles se asigna a las diferentes áreas de la corteza auditiva primaria encargadas de procesar diferentes frecuencias. En general, el mapeado favorece las frecuencias relevantes para el habla humana (aproximadamente de 125 a 8000 Hz), pero incluye otros rangos. Lo más interesante es que la correspondencia no es estática, si no que “puede cambiar a medida que las circunstancias varían. Muchos de nosotros lo hemos experimentado al adquirir un nuevo par de gafas o un nuevo audífono. Al principio, estos distorsionan los sentidos hasta el punto de parecer intolerables, pero en cuestión de días u horas, nuestro cerebro se adapta a ellos, y podemos hacer pleno uso de nuestros sentidos mejorados. Algo parecido ocurre con el mapeado de nuestra imagen corporal en el cerebro, que se adapta rápidamente si hay cambios en el aparato sensorial o en el uso del cuerpo. Así, si un dedo se inmoviliza o se pierde, su representación cortical disminuye o desaparece por completo, y las representaciones de otras partes de la mano se expanden para llenar su lugar. Si, por el contrario, el dedo se utiliza mucho, su representación cortical se ampliará, como sucede con el dedo índice de una persona ciega que lee Braille o con los dedos de la mano izquierda de un intérprete de cuerda”.
Los manuales de acústica siguen encasillando nuestro rango de frecuencias au – dibles entre los 20 y los 20000 Hz, pero varios estudios en los últimos años indican que nuestro sistema perceptivo capta mucho más que eso. El experimento de James Boyk, recogido en un ensayo con el brillante título There’s Life Above 20 Kilohertz!, demuestraque “en cada familia de instrumentos musicales – cuerdas, vientos, metales y percusión – hay por lo menos un miembro que produce energía a 40 kHz o más”. Por ejemplo: un 40% de la energía de vibración observable de un platillo crash ocurre entre los 20 y los 100 KHz. Muy por encima de lo que suele considerarse el rango de resonancia de la membrana basilar, responsable de la respuesta en frecuencia del oído humano.
En otro experimento de referencia en Japón se realizaron grabaciones de gamelán a una frecuencia de muestreo de 60 KHz, que luego se reproducían en un sistema de amplificación con un tweeter especial para las frecuencias por encima de 26 KHz. Los encefalogramas de los sujetos del estudio mostraban cambios notables cuando el tweeter extra estaba conectado (a pesar de que aseguraban no oir nada cuando el sonido se reproducía exclusivamente por ese altavoz). Al otro extremo del espectro audible, en el rango infrasónico, hay decenas de casos igual de interesantes que inciden otra vez sobre los efectos de esas bandas no audibles sobre el metabolismo humano. Uno de mis preferidos es la teoría de Vic Tandy, según la cual las ondas de alrededor de 19 Hz (cerca de la frecuencia de resonancia del ojo humano) pueden provocar ilusiones ópticas que tal vez explicarían fenómenos paranormales como fantasmas y otras apariciones.
Estudios médicos indican que es posible recuperar funciones básicas de audición en casos de sordera grave o total, mediante ultrasonidos transmitidos a través del cráneo. En otras palabras, que es posible percibir sonido prescindiendo totalmente de la coclea (lo cual plantea cuestiones fuertes sobre la misma naturaleza de la audición).
Pero incluso si nos ceñimos al rango convencional de 20 a 20000 Hz, es evidente que las porciones extremas de ese espectro, por debajo y por arriba, están más ejercitadas hoy que hace 500 años. El antropoceno trajo consigo una ámplia gama de generadores de sonido que ocupan con autoridad esas partes limítrofes del espectro audible. Estudios como el de Boyk indican que muchos de los sonidos que han formado parte del día a día humano durante milenios, contienen porciones infra- y ultrasónicas, pero la magnitud y la ubicuidad de las infraestructuras de comunicación y producción de nuestra era eclipsan fácilmente la dinámica de otros estímulos acústicos. Turbinas, reactores, motores, sistemas de climatización, redes de distribución de energía y otros procesos, han influido radicalmente en ese remapeado cortical del que habla Sacks.
Los límites del oído parecen estar cada vez más estimulados. Y eso no es necesariamente bueno: las conclusiones recientes de la bioacústica deberían generar algo de alarma. Pero se hace difícil no reconocer el potencial creativo que presentan esas regio nes remotas del espectro audible a las que no tenemos acceso directo. Al fin y al cabo, la humanidad lleva miles de años dedicada a hurgar en lo sublime, lo inalcanzable, lo trascendente, y en todo lo que se encuentra más allá del plano físico en el que vivimos. Explorar los límites del sistema perceptivo puede ayudarnos a entender de otra manera nuestra relación con el entorno. Un prisma raro a través del cual deformar la realidad.
Roc Jiménez de Cisneros. Barcelona, diciembre de 2013. En recuerdo de Zbigniew Karkowski (1958-2013), que siempre me habló de estas cosas
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