La tecnología y la tradición pueden ir de la mano. Los pliegos de cordel pueden ser útiles en estos tiempos de proyecciones, luces y arroceras cuckoo. Son estas últimas unos pequeños electrodomésticos surcoreanos, mezcla de minicadena con forma de huevo y freidora, sonrientes con luces LED y dulces voces artificiales.
Hay poesía en la propuesta, pero sobre todo denuncia. Destaca la segunda parte, extremadamente política. Jaha Koo capta y expresa el sentimiento trágico de la vida. A pesar de centrarse en el caso coreano, podría ser cualquier sociedad donde el individuo es presionado hasta explotar, aislado en su carrera feroz hacia el número uno o incluso, hacia la supervivencia. No en vano en Corea se preguntan, a modo de saludo: ¿qué tal has comido? Corea es una tierra que no se cultiva bien.
La obra está hecha de vídeo, música electrónica y voz. Se agradece el idioma coreano, protagonista de la segunda y tercera parte, tras casi desaparecer en el final de la primera, con un elocuente fundido a negro mientras Jaha Koo recita el poema de la montaña.
Mirar hacia fuera acelera la curva de aprendizaje. Pero para que el individuo esté anclado y no sea arrancado de cuajo y zarandeado por los huracanes del progreso, es necesario que enraíce en algo. No tiene que ser un lugar físico, tampoco unas creencias dogmáticas. Probablemente hay un momento en el desarrollo de toda persona en el que exige estas raíces. Los gestos de Jaha Koo son enérgicos y furiosos cuando manipula el arroz. No podía ser menos, hasta seis amigos suyos han perecido en la verdadera epidemia de nuestros tiempos. En Corea del Sur una persona se suicida cada 38 minutos.
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De una cosa no hay duda, viva Portugal. Cuando sobre la escena un portugués pone voces de psicoanalista y egocéntrico tyrannosaurus rex para hablar sobre la tristeza, pueden pasar cosas extraordinarias. El comienzo en silencio, con poéticas y líquidas imágenes y el sonido del aire inflando el traje del tyrannosaurus rex nos hace flotar. Soltamos lastre, nos concentramos, entramos en el teatro. Hay escenas sublimes. Bellísimas. Sobre todo, en la primera parte. A partir de la mención de Walter Benjamin, la obra desciende ligeramente. Toda obra de teatro es un nacimiento y una muerte. Entre medias, si hay poesía, mejor.
Resuena la escena de la música árabe acompañada de unas delicadísimas imágenes de una cinta de casete viajando por un riachuelo, sorteando sus orillas, flotando y hundiéndose, mojada hasta la última nota. Escribir en el agua, como John Cage. Tras este sublime momento también hay risas, también hay certeras reflexiones, pero antes era mejor. Antes. ¿Dónde duele? Antes. La enfermedad de la nostalgia.
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