Del 22 al 24 de octubre hablaré y propondré ejercicios de teatralidad y performatividad en el marco del XIII Seminario Internacional de Arte, en Barranquilla.
Organiza: Grupo de Investigación Feliza Bursztyn, adscrito a la Facultad de Bellas Artes, y la Vicerrectoría de Investigaciones, Extensión y Proyección Social de la Universidad del Atlántico, en asocio con el MAMB.
Este texto de Rolf Abderhalden es el punto de partida.
El arte es lo que hace la vida más interesante que el arte. Robert Filliou
¿Artes vivas?
Acaso existen “artes muertas” se podrán preguntar ustedes, si no con disgusto, probablemente sí con escepticismo o desconcierto. Abundan, como los muertos en vida, respondemos con certeza, sabiendo, claro está, que las certezas no son eternas, ni tampoco garantía de verdad absoluta. Digo pues “certezas”, verdades provisorias, sentidos que se producen desde y para un determinado diagrama de fuerzas que agitan un contexto particular.
Se trata, es un “abrebocas”, de una provocación. Lo que no le resta seriedad y rigor, y una razón de ser a estas dos palabras, artes vivas, transcritas aquí entre signos de interrogación: ha sido necesaria para la construcción de nuevos procesos de pensamiento-creación en el arte, desde el cuerpo y con él, indisociablemente. Una construcción de enunciados por fuera de su tradicional escisión, pensamiento y/o creación, práctica pensante y/o práctica artística.
La provocación hace parte de una práctica antropofágica –postura ético-estética propia de nuestro continente– que rige el trabajo que hemos venido desarrollando algunos pensadores, artistas o teóricos, desde varias décadas en Latinoamérica. Una política del deseo que consiste en hacerse vulnerable a otros imaginarios, a otras poéticas y modos de hacer, en toda su heterogeneidad y extrañeza.
In-corporarlos, digerirlos, hacerlos nuestros, (sub)vertirlos en acontecimientos1, provocando fricciones en nuestros propios cuerpos, en nuestras subjetividades, que buscan forma en gestos y acciones artísticas, individuales y colectivas -corporales, coreográficas, cinematográficas, escénicas, escriturales, musicales, plásticas, sonoras, vocales, visuales, cartográficas. Fricciones que nos llevan a otros enunciados y dispositivos como este que nombramos artes vivas2, potenciadores de posibles desplazamientos en un paisaje de paradojas y contrastes como el nuestro: opulento y miserable, abierto e intolerante, convencional y creativo, recatado y desfachatado, todo a la vez.
Tras las (mal) llamadas “crisis de la representación” que tanto repercutieron sobre nuestros modos de hacer y de pensar el arte, desafortunadamente más en el plano de las formas que de los conceptos, y del auge de la “sociedad del espectáculo” y de la “industria del entretenimiento”, que las acompañaron de lejos mientras se metían imperceptiblemente en nuestras camas, sentimos con urgencia y obstinación la necesidad de dirigir nuestra energía creativa hacia un campo poiético, poético-político, más allá de las disciplinas. Un campo no solo abierto –un arte en el campo expandido– sino indisciplinado, un arte decididamente no ideológico, no canónico, no normativo.
Nada novedoso hasta ahora: soplarle vida al arte, al deseo, cuando el aire parece agotado, no ha sido una preocupación exclusiva de nuestros tiempos, sino de todos los tiempos. Muchas otras iniciativas han actuado en este sentido, siempre que esto ha sido necesario. Artistas de distintas épocas y contextos, bajo condiciones incluso inimaginables, han hecho los gestos necesarios para salvar la excepción, de la regla. No como proyecto mesiánico sino como táctica de sobrevivencia, como forma de resistencia y de celebración, en medio de la banalización de la muerte y, por lo tanto, de la vida.
Por eso quizás ha sido aquí, precisamente, en este lugar del mundo atravesado por tan antiguas y permanentes prácticas de violencia, y sometido a tan diversas formas de colonización, desde la lengua y el cuerpo hasta la representación, que hemos querido traducir nuestra singular experiencia antropofágica en una suerte de “contra-dispositivo” artístico (Agamben), que permita la emergencia del deseo y sus potencias y lo conecte con las fuerzas de la vida y de la creación, contra-dispositivo al que he llamado de esta forma: artes vivas. Más allá de toda genealogía, podríamos expandir el concepto de artes vivas a cualquier forma de desplazamiento vital que se ha producido en las prácticas artísticas, toda vez que los cánones vigentes han impedido dar cuerpo a las fuerzas que agitan la realidad y su contexto.
Así pues, no es posible definir las artes vivas como una disciplina sino, más bien, como un campo, ya que todo en ellas es in-disciplina. Incluso inscritas, en la actualidad, en un programa académico que lleva su nombre, ni siquiera la tan en boga “interdisciplinariedad” de las artes hace parte de sus inquietudes y objetivos. Soportes, medios y formatos son portadores –potenciadores– de significado, pero solo adquieren plenamente sentido cuando devienen la expresión de necesidades y preguntas, planteadas en contextos particulares. La producción de acontecimientos estéticos –su “eficacia”– no radica en un “efecto de montaje” sino, más bien, en el desplazamiento y la deslocalización de sentido(s) que son efecto de las fuerzas de un pensamiento-montaje. Su rigor está en desordenar, minuciosa y poéticamente, nuestro ordenamiento territorial, des-territorializando la propiedad privada que detiene el arte, el capital cognitivo, cultural y económico, el orden moral vigente y las normas preestablecidas, y en particular el cuerpo adiestrado y obediente, vigilado y controlado en sus predios por barreras limítrofes o por peligrosos perros de seguridad y vigilancia. Se vale, por supuesto, de códigos y convenciones artísticas tradicionales; de creencias y comportamientos culturales; incluso de la doxa en vigor, pero siempre con el propósito de interrogar, problematizar, re-significar y re-vitalizar su lugar y su sentido con el objeto de producir su desplazamiento.
Una no-categoría, demasiado heterogénea, vasta e indefinida para serlo, que hace uso de todas las herramientas disponibles del pensamiento-creación, sin privilegiar ninguna ni someterla a priori a una jerarquía determinada, para darle cuerpo a una sensación que busca salida, en su fricción con el mundo, actualizándose en un modo de expresión –un gesto: “La especificidad del arte como modo de producción de pensamiento consiste en que las fuerzas que desestabilizan la textura sensible se encarnan, presentándose en vivo. (…) Pensar este campo problemático impone la convocatoria a una mirada que no se hace desde ninguna disciplina ya que están imbricadas allí innumerables capas de realidad, tanto en el plano macro-político (los hechos y los modos de vida en su exterioridad formal, sociológica) como en el micro-político (la fuerzas que agitan la realidad, disolviendo sus formas y engendrando otras en un proceso que abarca el deseo y la subjetividad)”, afirma Suely Rolnik, una de las pensadoras que más ha inspirado este proceso que ella misma nombra “pensamiento-creación”.
La columna vertebral de las artes vivas no podría estar en otro lugar que el cuerpo, los cuerpos, con todas sus fuerzas y en todas sus formas; en sus posibles configuraciones y des-configuraciones –físicas, simbólicas, políticas– pero, sobre todo, en su presencia viva, ineludible, inaplazable, incluso cuando este está ausente, y que aparece –en su silencio y cruda desnudez– como promesa de un acontecimiento.
Si el o la Performance es una praxis que la constituye y antecede, es en particular lo performático (o performativo), no solo de ciertos actos y operaciones artísticas, sino de distintos escenarios de la cultura y dinámicas del cuerpo social, lo que nutre las acciones y reflexiones de las artes vivas. Así como es la teatralidad, y no el teatro, el mecanismo de figuración de la realidad que nos permite tender el arco entre las fuerzas y las formas de la vida y entender su potencia para la construcción de acontecimientos. Ahora bien, si lo performático y la teatralidad, entre otros, son dispositivos de lectura de las fuerzas que mueven las formaciones socio-culturales, también lo son, sobre todo, para la producción de actos vivos sin la cual la lectura no haría posible el acontecimiento. Estos actos vivos pueden ser gesto, escritura, performancias, teatros u otras, posibles e inagotables, formaciones de arte. Las artes vivas no escapan a la representación, pues el problema no es la representación en sí sino las políticas de su producción: desde aquellas (políticas) que producen mera repetición hasta aquellas que producen diferencia, entendiendo esta última como una actualización de fuerzas que agitan un determinado contexto. Las artes vivas son laboratorios de cuerpos, de voces, de textos y de texturas, de imágenes y de sonidos; escenarios de caos y conflictos; campos de fuerzas, puntos de fuga; dispositivos de actualización y montaje, poético-político, de pensamiento-creación. Si opera y produce objetos, estos son tácticos, táctiles, testimoniales, conductores de afectos y traductores de experiencia. Son rastros del mundo, huellas, sobrevivencias que dan cuenta de la vida o de su ausencia. Así, los dispositivos propuestos por los artistas (sobra decir, investigadores, creadores provenientes de todas las disciplinas pero que transitan con sus cuerpos en sus bordes) re-inventan y re-definen permanentemente el campo, es decir su propio campo –sea este cual fuere– como artes vivas. No siendo esta una disciplina, sino una postura que las atraviesa para inquietar, problematizar y activar su sentido (hasta su re-afirmación o eventual disolución), la definición de su objeto de estudio es el acontecimiento que resulta de su proceso artístico-investigativo. Sus acciones dibujan y desdibujan, dicen y contradicen, afirman e interrogan los paradigmas y diferencias tradicionales entre “artes de espacio” y “artes del tiempo”, “obra” y “proceso”; “autor” y “espectador”; “espacio de trabajo” y “espacio de representación”; “espacio privado” y espacio público”, entre otros, privilegiando la experiencia del acontecimiento, allí donde este advenga.
De Marc Caellas, la obra ‘El paseo de Robert Walser’. Foto: Elisa Abion.
Aunque abiertas a múltiples y heterogéneas fuentes de inspiración, no hay lugar aquí, sin embargo, para las teorías de la comunicación que invadieron el mundo del arte y consumieron al espectador, tampoco para las retóricas discursivas que se apropiaron del cuerpo. Las artes vivas no comunican: son transmisoras, no comunicadoras; no son portadoras de información: son re-cicladoras, problematizadoras, traductoras (es decir, traidoras) de información en experiencias poéticas y acontecimientos estéticos, haciendo del acto de creación un posible acto de resistencia micro-política contra las formas que ahogan la vida13. Intentan no ocupar el lugar de la víctima ni del victimario, no los representan; no pretenden victimizar ni fetichizar el cuerpo, ni la imagen del cuerpo, sino problematizar su presencia viva, así como la presencia viva del otro y la tentación de su instrumentalización. El cuerpo no es su objeto de estudio ni tampoco su medio de expresión: es la materia viva del pensamiento y el pensamiento vivo de la materia.
Las artes vivas no ilustran ni están al servicio de las “políticas culturales” del momento; sus acciones, al contrario, pueden inspirar y proponer políticas de pensamiento en las artes que produzcan la excepción en la cultura. Su acción y su espectador, así como su lugar y su tiempo, son impredecibles. No poseen un decálogo o un manifiesto: solo algunas coordenadas flexibles, hoja de ruta de una embarcación imperceptible que construye su propia cartografía mientras navega por –entre– las corrientes de la creación artística. La única coherencia a la que puede pretender radica en asumir -con sus riesgos y contradicciones- los peligros del viaje.
Una mosca en el museo
P.S. Estamos en un museo de arte contemporáneo del distrito capital. Hago parte de una visita guiada conducida por un importante curador de una exposición sobre la obra de un reconocido artista nacional. Con agudeza y generosidad, el curador explica los conceptos de su curaduría y los criterios de su museografía, mientras visitamos las obras expuestas en las salas de exposición. Nos detenemos frente a la última obra, un retrato dibujado con líquido de café sobre terrones de azúcar. Mientras el curador habla de la naturaleza frágil, perecedera del soporte y de los materiales (el café líquido, el azúcar), del carácter transitorio, metafórico de la imagen (el retrato de un hombre), del gesto radical del artista (fijar la imagen para que desaparezca por su propio medio) y del destino efímero de una obra “viva”, advierte sobre un terrón blanco de azúcar, localizado en una esquina del retrato, la presencia de una mosca. Señalando con discreta irritación a la intrusa, el curador concluye seriamente con una nota de humor: “Esto no debería estar aquí, no hace parte de la obra” y aquí finaliza la visita. Mientras los visitantes se dirigen rápidamente a la salida, yo me quedo observando, largo rato, el retrato. Efectivamente, los cubos blancos de azúcar han absorbido, con el paso de los días, el café líquido, diluyendo el rostro dibujado hasta su posible desaparición. Pero, ¿y la mosca? La mosca no se ha movido, está ahí, es parte de la obra. No solo es el ‘punctum’ de la imagen, me digo remitiéndome a su origen fotográfico, sino que es el ‘punctum’ ‘obrando’. Este ‘acontecimiento’, poético-político, imprevisible, encuentro improbable de dos formas de presencia ‘viva’ –una mosca y el retrato de un hombre que desaparece–, esta imagen paradójica, me digo –choque fugaz entre el arte y la vida– ¿no es acaso el ‘síntoma’ que advierte y anuncia la sutil, pero abismal, diferencia entre una “obra de arte” museal y el ‘obrar’ de las artes vivas?
Una mosca, en un museo, devorando un retrato en descomposición, ‘obrando’, ante la presencia de un testigo: esto es para mí ‘artes vivas’.
Rolf Abderhalden
*Cofundador de Mapa Teatro y de la Maestría Interdisciplinaria de Teatro y Artes Vivas, en convenio con la Universidad Nacional de Colombia.