“Pero todo corazón es un testigo
y una segura prueba
de que la vida es una escala inadecuada
para trazar el mapa de la vida”
Roberto Juarroz
Lloré pocas veces en un teatro, pero recuerdo la primera vez como si fuera hoy. Fue en el Teatro Callejón, en Humahuaca 3759, Almagro, Buenos Aires, Argentina. Fue en Open House, una obra que armó Daniel Veronese y que ahora, diez, once, ¿doce? Años después se me revela como profética, como el tipo de obra que tiene sentido en este mundo dominado por un virus letal. Los actores y el director de Open House aseguraban en el programa de mano que Open House era una obra que no dejarían de hacer nunca. Si el público dejaba de asistir la iban a hacer igual puesto que ellos asumían las pérdidas y el abandono. Hay que tener en cuenta que muchas obras del under porteño duran varios años, a un ritmo de función semanal. Hay intérpretes que pueden estar en cuatro obras a la vez. Es un sistema que permite que funcione el boca oreja y que evita que mueran rápido obras que son de largo recorrido. Así, durante cuatro años estuvo con ellos Andy, su conejo, hasta que murió. Luego les abandonó el chico del bigote, pero en Open House no había posibilidad de ser remplazado, la propia obra se hacía cargo de la pérdida y funcionaba cada vez con menos personal en escena. Así, Open House fue desapareciendo de a poco, hasta que sólo quedaron las huellas de las palabras. La obra tuvo una muerte natural.
Éste es mi deseo para las obras de teatro en este mundo vírico, una muerte natural. La seguridad, bajo cualquier circunstancia, es una ilusión. ¿Cultura segura? No, gracias. La cultura es insegura, azarosa, imprevista. Aparece donde no se la espera. Por eso cada vez está más alejada de los patios de butacas, donde el entretenimiento y las risas enlatadas campan a sus anchas, y más cerca de los márgenes, la periferia, los descampados. Recemos por un teatro descampado, por favor.
La ciudad es un escenario teatral, la vida en sociedad es una obra de teatro, las relaciones humanas son eminentemente dramáticas, y todo lo que hacemos unos con otros es interpretar personajes, como ya dijeron Shakespeare y Calderón y prácticamente todos los barrocos. “Toda ciudad -nos recuerda Carolina Sanín- incluso una tan astrosa como Bogotá, está hecha para darnos la idea de que no moriremos, de que duramos en ella, que dura más que nosotros. Al salir de la obra urbana, del juego urbano, puede tenerse la oportunidad de ver o de presentir, aunque sea por un instante, algo que está detrás del escenario y detrás del libreto. O puede tenerse la oportunidad de ponerse delante del escenario, como espectadora, y de descansar de la actuación. Entonces piensa uno más tranquilamente en la muerte —en el sueño y en el despertar—, que es lo único en lo que hay que pensar”.
No hagamos más el teatro que quieren que hagamos los repartidores de invitaciones. No podemos esperar que las cosas cambien si nuestras representaciones siguen siendo las mismas, si seguimos aceptando el gusto de los burócratas del canapé socialdemócrata. Con cada “nuevo” montaje de Chéjov nacen nuevas gaviotas reaccionarias. Basta de poner los clásicos en el microondas. Escribamos nuevos clásicos o cocinemos a fuego lento. El teatro recalentado es indigesto.
Vivimos en una sociedad que nos insufla ya desde pequeños el miedo a entrar en lo desconocido, en terrenos inexplorados, como por ejemplo nuestro interior, nosotros mismos. Los profesores, los padres, los monitores saben que ese caos da miedo, y por esa razón evitan profundizar. La gente sigue diciendo “conócete a ti mismo”. Lo oímos, pero nunca lo escuchamos. No nos preocupamos de ello. Tenemos una idea en mente de que el caos prevalecerá y nos perderemos en él, nos sepultará. Por miedo al caos, seguimos aferrándonos a todo lo seguro, lo convencional, lo externo. Pero esto es desperdiciar la vida.
Un espectador, incluso uno emancipado, es en el fondo indiferente, está apagado, está en una especie de sueño. No participa de la vida. Tiene miedo, es cobarde. Se queda al lado de la carretera y simplemente mira cómo viven los demás. Eso es lo que llevamos haciendo toda la vida: alguien actúa en una película y nosotros le vemos ¡Somos espectadores! La gente se pega a sus sillas durante horas delante de una pantalla: espectadores. Alguien canta y tú escuchas. Alguien baila y tú sólo eres un espectador. Alguien ama y tú solo miras, no participas. Los profesionales hacen lo que deberías hacer por ti mismo.
Como Morelli, el personaje de Cortázar, me niego a hacer psicologías y quiero poner al espectador en contacto con un mundo personal, con una vivencia y una meditación personales. “Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?”
Escribe Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo que la desobediencia es una travesía de los espejismos, una forma de salir de las obligaciones silbando, porque uno aceptó perderlo todo, incluyendo la vida. Allí donde la resignación es exigida, aún es posible, no moderar, no argumentar, sino simplemente optar por un “no”. Dejemos de ser espectadores. Seamos testigos ¿Qué es un testigo? Un testigo es el que participa y, sin embargo, permanece alerta. Un testigo está en el estado de wu-wei. Esa palabra de Lao Tse significa acción a través de la inacción. Un testigo no es alguien que haya escapado de la vida. Vive la vida, la vive mucho más a fondo, mucho más apasionadamente, pero al mismo tiempo en lo más profundo permanece como un observador, sigue recordando que “soy una conciencia”.
“La próxima vez que te desmandes, te inoculo un virus. No un virus potente, no: un virus apenas virus, lo justo para atarantarte y, sin acabarte, hacer que pierdas un poco de tu arrogancia.
Entonces, ah, entonces, vuelves a ser eucalipto. Dulce vuelve a ser mi noche entre tus ramas”.
Yesé Amoris
*Publicado originalmente en Impúdica
**Fotografía de Francesca Woodman