Sant Cugat nos aburría un poco, pero aceptamos igual la propuesta. Si somos proletarios de la cultura, actuamos como tales. En Sant Cugat hoy jueves casi todos van con mascarilla. Dicen los que saben que el municipio encabeza las demagógicas estadísticas covid-19 de estos días. Parece que celebraron la Festa Mayor a todo trapo y ahora pagan las consecuencias. Tampoco me imagino mucho desmadres aquí, en este pueblo tan burgués como catalán, con todo lo que ello implica. En cualquier caso, Robert apareció motivado y saludó a los paseantes uno a uno. Excepto una señora todos los demás le dieron la mano, sonrientes y nerviosos. Un señor alto le advirtió que él estaba en contra del silencio, que no podía dejar de hablar, incluso cuando no se le requería. Una paseante nos abandonó a la mitad por tener una cita con la vacuna. Otra se fue tras la escena de la cantante arguyendo que debía regresar con premura a Sabadell. Y un tercero, el parlanchín, mencionó compromisos insoslayables pocos segundos después de haber declarado que sus zapatos eran “saludables”. En cualquier caso, que fuera un paseo menguante no fue óbice para que nos encontráramos bares de nombre azucarado, como Mermeladas express, restaurantes con una foto de una jovencísima Sofía Loren sujetando una pizza, o remakes de Matisse adosados a una pared. En la librería Alexandria escuchamos al librero decir que estaba harto de “los grupos de freakies”, antes de entregarle a Robert un libro de Jordi Cussá, gran escritor catalán fallecido hace unos días. Luego nos detuvimos frente a la casa de los Häsler. El patriarca, Rudolf, falleció en 1999, tras una vida errante que lo llevó al desierto argelino y a Cuba, dónde se casó y dónde lideró los primeros años de la política cultural de la Revolución hasta que se dio cuenta que la burocracia y la falta de libertades iban a tirar todo por la borda. Ahora quedan sus hijos en esta casa de aires cubanos y atmósfera artística: Ana es cantante lírica, Rodolfo poeta y Alejandro pintor. Justamente fue Alejandro quién nos recibió en su casa hace dos días y con quién conversamos un buen rato sobre el artista Adolf Wöffli, escritor, compositor y pintor suizo, esquizofrénico, que estuvo también internado, como Walser. Wöffli tiene una sala dedicada a sus pinturas con textos en el Museo de Arte Moderno de Zurich. Fue un precursor del pop, un loco muy genio También mencionamos a Kusama, una artista japonesa que vive internada en un manicomio, aunque con licencia para viajar y exponer sus magníficas instalaciones. Para que haya un loco tiene que haber alguien que sea cuerdo, dijo Alejandro. La locura es una suerte de estigmatización, respondimos. Los locos tienen una honestidad que casi les hace daño, continuó. Estuvimos de acuerdo que son los portavoces de todo el drama familiar, su cloaca, puesto que reciben toda la mierda acumulada en generaciones. Alejandro nos recordó que España es el país de Europa con más gente medicada. La gente funciona, relativamente, con normalidad, escondiendo el sufrimiento bajo las pastillas. A juicio de Alejandro la epidemia de separaciones está relacionada con las enfermedades mentales. Alejandro Häsler nos cuenta que ha tenido siempre alergia al poder. Educado en la escuela suiza, se acuerda como se indignaban los profesores suizos ante la chulería del niño español, que recibe el castigo diciendo la última palabra en lugar de agachar la cabeza, como los suizos, o los japoneses. Una educación destinada a someterte. Sin ser “mala”, tenía este handicap autoritario. Luego nos mostró el balcón desde dónde hoy hizo su cameo. Dijo una frase que no recuerdo, pero que sintetizaba este fragmento que escribió Walser en Los hermanos Tanner.
“Además, no tengo el menor deseo de hacer carrera. Lo que para otros es lo máximo, para mí es lo mínimo. Hacer carrera es algo que, Dios es testigo, no puedo respetar. Me gusta vivir, pero no afanarme en pos de una carrera, cosa que se considera extraordinaria. ¿Qué hay de extraordinario en ello? Espaldas prematuramente encorvadas a fuerza de estar de pie ante escritorios demasiado bajos, manos llenas de arrugas, rostros pálidos, pantalones de trabajo raídos, piernas temblorosas, vientres prominentes, estómagos estropeados, cráneos pelados, ojos cargados de encono, torvos, insípidos, descoloridos, sin brillo, frentes extenuadas y la conciencia de haber sido un perfecto idiota cumplidor de sus deberes. ¡Gracias! Prefiero seguir siendo pobre pero sano, renunciar a una casa lujosa a cambio de una habitación barata, aunque dé a la más oscura de las callejuelas, prefiero los apuros económicos al compromiso de tener que elegir dónde debo ir en verano a recomponer mi arruinada salud; cierto es que sólo soy respetado por una persona: yo mismo, pero es alguien cuyo respeto es el que más me importa; soy libre y puedo, cada vez que la necesidad lo exige, vender mi libertad por un tiempo para luego ser nuevamente libre. Vale la pena ser pobre a cambio de la libertad. Tengo qué comer, porque poseo el talento de saciarme con muy poco. Me indigno cuando alguien me viene con la palabra «trabajo fijo»; y los compromisos que ella supone. Quiero seguir siendo un ser humano. En una palabra: ¡me gusta lo peligroso, lo abisal, lo flotante y no controlable!”
Dejamos a Alejandro feliz en su casa de aires indianos y seguimos paseando atraídos por la voz de Anna Farrés, que nos regaló esta vez su versión de la Casta Diva, provocando entusiastas muestras de aplauso entre oficinistas, paseantes y niños de Sant Cugat. La futura gran cantante en persona del Vallés disfruta cantando en estos lugares donde la colocamos, como la terraza del Centro Arte Maristany, nuestra entidad anfitriona en Sant Cugat. El resto del paseo transcurrió tranquilo y soleado hasta desembocar en un bello final bajo los árboles. Tras los saludos de rigor, constatamos la presencia de una paseante argentina que nos contó que nos sigue desde que fue público activo de una representación de Juego de cartas que llevamos a cabo en el balneario de Ostende hace dos años y pico. La argentina le dijo a Robert, al irse, algo flipante: que no sabía quién era Walser, que lo había googleado ayer, que había descubierto en Wikipedia que Walser había trabajado en la gráfica Speyer… y que Speyer era su segundo apellido, el de la madre, y que por eso, además, vino hoy, corriendo, a ver lo que hacíamos, con escalofríos por la coincidencia… De hecho, Robert le dio la mano al principio y se presentó diciendo su nombre, que olvidó, y su apellido: Speyer. Son este tipo de conexiones que valoramos por encima de todo, estos encuentros y reencuentros transformadores, estos aprendizajes mutuos que nos regalan estas obras de bolsillo que regamos por el mundo.