Para momentos de indecisión es bueno volver a los referentes. Una entrevista reciente a Isidoro Valcárcel Medina (vista en Youtube, en el canal del Cendeac) me hizo rememorar los días que compartimos en Madrid en marzo del año pasado y que desembocaron en una entrevista silenciosa que le hicimos con Esteban en el escenario del Círculo de Bellas Artes, como escena cumbre de una función de Yo sé perder. Diez intensos minutos que formaron la que seguramente fue una de las experiencias más bizarras, lúcidas y mágicas del 2023.
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En esta entrevista que acabo de ver, de hace mes y medio, Isidoro recomienda nuevamente ir por la calle con la antena sintonizada, con la actitud que tienen los niños en el carrito de bebé, atentos. También cuenta que participó en una exposición colectiva en el IVAM con otros quince artistas. Le dijeron: “estas obras son para dar a entender un respecto hacia el público”. Entonces Isidoro salió a la calle y se pasó una mañana diciéndole a la gente que se encontraba, oiga, que tengo esta tarde una exposición y no tengo nada que exponer, o sea, no me he traído nada, ¿usted me podría dar algo? Una señora sacó una barra de pan. Muchas gracias, ya sabe usted que a las siete es la inauguración, le dijo, por si quiere venir. Otros le ofrecieron dinero, que Isidoro rechazó, imagínese, ahora no puedo ir a comprar nada y si lo pongo allí llegará la gente y lo cogerá. Todo esto es puro delirio, admite Isidoro, pero ese cachondeo lo llevó a pensar. Isidoro puso sobre su mesa de exposición este título: “objetos recogidos por el autor esta mañana en la ciudad por entrega voluntaria de los ciudadanos”. ¿Qué pasó? Que ninguno de los donantes fue a la exposición. ¿Cómo lo interpretamos? ¿Se creyeron esas personas explotados o faltados al respeto por el artista? En la exposición hubo público, claro, porque había quince cosas más, pero a Isidoro le dejó muy chafado que nadie de los que había expuesto una obra fuera a verlo. No se lo explica. Una señora le había dado un cepillo de dientes, ¿qué puede ser mejor que un cepillo de dientes para exhibir en un museo?, se preguntaba. Pues no hay manera, no vino la señora. En fin, un fracaso más, pensó. Yo sé perder.
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¿Para qué sirve un museo, Isidoro?
Para contar a los visitantes
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Salgo de la clase de yoga muy relajado, liviano. Camino lento, disfruto del color del cielo que asoma entre los edificios de mi barrio. Me fijo en los colores de las fachadas de la calle de la Jota, tonos ocres, rosados o amarillentos. Justo al lado de la entrada de la Biblioteca de Vilapicina hago contacto visual con un hombre que yace encima un colchón, bajo una manta. Medio incorporado, fuma mientras observa con cara seria el movimiento de gente y palomas en la plaza. ¿En qué estará pensando? En comparación, mis inquietudes me suenan a caprichos de niño malcriado. Sin techo donde guarecerse, presumo que el hombre asume su destino con resignación. Quizás debería preguntarle, pero opto por entrar y pedir un libro de Janouch que tengo pendiente, Conversaciones con Kafka. Salgo y lo miro de reojo. Me alejo en dirección a Fabra i Puig. Compro un tarro de miel de romaní a mi bodeguero de confianza. Llego a casa. Me preparo un té y una tostada que uno con olivada. Escribo mi diario.
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En otra entrevista Isidoro dijo que consideraba la escritura como la «salvación del mundo». Era una de sus exageraciones, claro… “Pero he de decir que leo muy mal, pero escribo muy bien; no que tenga buena letra, sino que me es fácil expresarme por esa vía. Y por eso me pregunto: ¿Y si escribiéramos todos? Dejemos aparte la calidad. Manifestemos en ese lenguaje, mucho más complejo que el de la expresión oral, esforcémonos en convertirnos en hombres y mujeres en la ola de la Historia. Este pequeño desvío no cambia mi vida, pero la dificulta, la hace más compleja y más rica”.
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