Deseos y derrumbes

©Miquel Coll

La noche anterior de ir a ver la performance de Laia Estruch en el MACBA, soñé que iba a ver la performance de Laia Estruch en el MACBA. El sueño no había deformado demasiado ni el ambiente de la plaza del museo, ni su acceso por la entrada principal. A la izquierda estaba la tienda. En el mismo sitio, también, las rampas y la escalera de caracol. Subí al último piso y entré en la sala. La performance empezó en semipenumbra. Reconocí, sentados, a algunos amigos y conocidos que al día siguiente no estarían en la performance real. Llegué tarde y ya no había sitio para mí, lo que quizá un psicoanalista interpretaría como una especie de dificultad, bastante común por otro lado, de ocupar determinados espacios, de tomar presencia. 

La sala era cuadrada y el suelo de madera. Las paredes blancas. En el medio había un agujero rectangular. Parecía muy profundo. Me llamó la atención la rectitud, la perfección de los cortes en la madera. Claros. Minuciosos. Supe que abajo estaba Laia porque surgía una voz femenina, un grito prolongado que adquiría modulaciones diversas conforme pasaba el tiempo. Comencé a andar, muy lentamente, hacia el agujero. Había un rectángulo de sillas que lo rodeaba, a una cierta distancia, pero quienes estaban sentados no podían ver lo que había dentro, tan solo, si acaso, sus bordes limpios. Había otras personas de pie, merodeando alrededor de las sillas, y del agujero. Sí, también del agujero. Nadie lo suficientemente cerca. Eso no. Yo seguía andando hacia allí: quería olerlo, tocar sus cantos, asomarme para ver. Entonces creo que vi a Laia, desde arriba. Sobre todo la cabeza, el pelo oscuro. Solo unos pocos segundos. Era muy profundo el hueco. Sentí que me derrumbaba. Era una fuerza centrípeta, potente, que me quería llevar.

Al día siguiente Laia, después de la performance, me hablaría de una pieza que hizo dentro de una piscina. Ya para entonces, seguramente debido al sueño, había comprendido que en su trabajo era importante la división del espacio en planos materiales y simbólicos, en alturas de a dos, o de a tres, que delimitaban y dividían el espacio que una ocupa, el que ocupan lxs otrxs, y el que una podría o desearía ocupar. 

©Miquel Coll

Entro por fin en la performance, llamémosla, real. La sala será unas seis veces más grande que la del sueño, menos cozy, más brutal. Me siento con Virginia en primera fila, en una pareja de sillas esquinadas, junto a la puerta y junto a la red. En frente veo a Elvira, a Mariana, a Max. 

El espacio parece recolocarse. Siento de forma muy clara el arriba, el abajo, el medio. Cuando Laia se sube a la red para empezar la performance, ayudada por una grúa y por un técnico, no sin cierta dificultad, me doy cuenta de que parto de una inversión. Si en el sueño era preciso mirar abajo, intentar no ser absorbida por el hueco, ahora la atención se invierte para dirigirse arriba. Me pregunto por qué Laia intenta siempre habitar lugares que no están exactamente aquí. Que se escapan. Que se alejan.

Casi no transcurre tiempo entre subir a la red y devenir otra. Otra en ese plano otro. Me detengo en la fisicidad de la acción, en cómo logra ser sostenida en el tiempo. Hay una incomodidad evidente en el hecho de estar ahí arriba, pisando la red y desplazándose por ella. Un desequilibrio que es constante y hace difícil mantenerse en pie. Un ejercicio tenaz por intentar doblegar lo que viene dado, lo que ya está aquí. Partir de ese lugar incierto, inestable, sitúa la acción en una especie de precariedad que será contestada intensamente por la fuerza del cuerpo. Por esa potencia que se empeña en estar, en producir presencia pese a todo. La fragilidad, y ese cuerpo pequeño que la desafía, es una constante que marca muchos de los trabajos de Laia Estruch. Creo que todos los que yo he visto. Como si fuera necesario colocarse, una y otra vez, en esa posición. Vivir con la inestabilidad, abrazarla, exponerla como una forma casi inevitable de ocupar el mundo. Como si fuera la única. 

No es la primera vez que pienso algo parecido. Lo vi en Àngels Ribé, en algunas de las acciones que realizó en los años setenta, en las que su cuerpo encontraba una enorme dificultad cuando intentaba ocupar un espacio, cualquier espacio. Lo vi también en algunos trabajos de Olga L. Pijoan, en su presencia frágil, precaria, casi fantasmal. Y Amelia Jones dijo algo similar de las siluetas de Ana Mendieta y de las fotos de Francesca Woodman. Dijo que, mediante las huellas, mediante las ausencias, ellas rompían con el deseo moderno de presencia y transparencia de significados.

Pero en Laia es otra cosa. Porque el cuerpo se empeña. Y en su pequeñez, resiste. Y genera presencias, como resiliencias, que en el caso de Laia están, además, mediadas por la voz. Porque es ahí donde surge la voz, como aquello que desborda el cuerpo. No la palabra. La voz. Articulación viva, incoherente, deseante. Voz fuera del logos y en otro lugar. 

©Miquel Coll

Y es que aquel día, en el MACBA, el discurso desplegado escapaba al lenguaje: lo torcía, lo cortaba, lo tergiversaba. Luego estaban los pájaros. La tórtola, el cuco, el autillo. Devenir pájaro. En el museo. Saber decir como un pájaro. Y es que Laia nos hace creer que ha logrado atravesar esa lengua extraña, la de los pájaros, abriendo aquello que estaba cerrado, situándose como médium, como intermediaria entre dos planos. Y son su silbido, su piar, su canto y su aullido, los que interrumpen la lengua, tal y como la conocemos, una y otra vez. Una y otra vez. 

¿Qué puede decirse sobre un cuerpo que dice más de lo que pretende decir? Eso pensé al verla durante un rato ahí. Que había algo que no podía atraparse en el decir, algo del orden de lo indomable. Que ese cuerpo algo intentaba decir, con las palabras que le faltaban. Y que, aunque yo no pudiera dar cuenta de ello aquel día, estando presente allí, y no pueda dar cuenta ahora, desde aquí, algo me hizo y algo me dio.

Lista de palabras que anoté durante la performance:

Tu
Indomable
Cuerpo histérico
Chiflando
Boca/dedos
Dice
Palabras
Sueño
Gelidez/museo
Femenino/humano
Gallina
Falta
Fuera
Extraña
Araña

Leo que el 1 de enero de 1960, viernes, la poeta argentina Alejandra Pizarnik escribió en su diario: “Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras.” 

Y pienso en cómo sería posible escribir, hacer arte, hacer performance, sin ese deseo de devenir otra. Sin esa fuerza que empuja al hueco, que precipita al derrumbe, al fondo del agujero. 

Deseo de estar en otro lado, en otro lugar. Deseo de otras formas, de otros espacios, de otras maneras de vivir en su interior. El ejercicio de Laia: un esfuerzo por intentar ser allí donde no viene dado simplemente ser. Es decir, cualquier lado. El cuerpo y la voz buscaban, irrumpían, interceptaban, cambiando el sentido de ese lugar preciso. Embaucándose en una especie de práctica de traslado que abría otros espacios y otras formas posibles de fundarlos y ocuparlos. 

Deseo de ser otra: otra pájaro, otra artista, otra araña. 

©Miquel Coll

Y vuelvo a ver a Laia subida en la red. Y pienso que pensé que el cuerpo hablante opera, aunque su discurso sea incomprensible. Produce efectos sobre la realidad. Al hacerse pasar por pájaro, por cualquier pájaro, se produce un corte violento con la expectativa de que ese cuerpo (femenino) actúe como tal.

Y pienso que por eso Pizarnik pedía, como propósito del año nuevo, vivir en sí. Y no fantasear ni ser otras. Y pienso también que en Ocells perduts existe ese deseo a contrapelo de ser otra. Que los ensayos abiertos exploran formas de hacer con eso y ante eso. Con el deseo. Con la locura. Y que, al imitar los ruidos de esos pájaros, al emular sus poses, al avanzar piando, cacareando…, algo se clausuraba y algo se abría. 

Aquel día, en el MACBA, pensé en las implicaciones de estar ahí, haciendo lo que ella hacía. Y desde abajo, al mirar arriba, entendí que todo aquello que no podía asirse, que todo lo que se escabullía, tenía que ver con una multiplicidad semántica que desbordaba lo propio: el campo de la palabra, el campo de la escritura…

Maite Garbayo Maeztu

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