“Hay muchísimas cosas aparentemente alegres que nos ponen tristes”, dice El Pollo Campero en el programa de mano de Parecer felices, su última pieza, estrenada el sábado pasado en el festival TNT con (yo diría) un rotundo éxito entre el público. ¿Qué es el éxito? No lo sé muy bien pero me parece que a veces es una de esas cosas aparentemente alegres que te pueden poner triste. Como las cosas alegres que ves en Instagram, que a veces es tal sobredosis de alegría que te deja hecho polvo porque, como dice un amigo mío a quien siempre le robo sus pensamientos sin citarlo (porque para empezar le debería pedir permiso para atribuirle algo dicho en privado), todas esas imágenes de gente pasándolo tan bien recuerda a la propaganda de los países del antiguo bloque soviético: todo el mundo tan sano, tan guapo y tan feliz… y luego todos en sus casas deprimidos, llorando desconsoladamente. Que ya lo dijo Pasolini, que lo vuelvo a repetir (que ya sé que estoy muy pesado con el tema pero me da igual), que la sociedad de consumo es el fascismo más devastador que ha vivido la humanidad y que su triunfo nos ha quitado la alegría y andamos todos agobiados y deprimidos, ya no cantamos por las calles (lo que, según le oí decir a Rodrigo Cuevas, el mismo sábado, en el escenario de la Plaça Vella de Terrassa, es lo más subversivo que podríamos hacer) ni silbamos mientras trabajamos (que, citando la misma fuente, es lo segundo más subversivo hoy en día) pero nos hacemos los guays en Instagram alimentando la cuenta corriente de un tal Zuckerberg al que, por cierto, ¿no le hicieron un #Metoo antes de que existiese el #Metoo? ¿No inventó aquella aplicación diabólica para vengarse de su exnovia robando datos y fotografías de chicas de la Universidad de Harvard?
En fin, algo que me ha quedado claro después de mi paso por el TNT, y de ver las actuaciones del Pollo Campero, de Txalo Toloza y Laida Azkona, de David Fernández, de Marina Rodríguez, de Juan Navarro y Pablo Gisbert y de Soren Evinson, es que todo está podrido y que cada uno hace lo que puede ante tanta podredumbre. Y que lo más inteligente, seguramente, o quizá la única salida para no volverse loco, sea reírse de todo y pasarlo bien. Lo más subversivo, diría Rodrigo Cuevas. Y yo creo que eso es lo que hacen Cris Celada y Gloria March Chulvi en El Pollo Campero. Parece que se lo pasan bien (y digo parece porque para que nos lo parezca seguro que se han esforzado mucho durante meses), nos hacen reír y convierten la suciedad incrustada en un espectáculo estéticamente interesante haciendo uso de todo lo que tienen más a mano, desde los móviles a la música enlatada, pasando por el vídeo, la ginebra, el gas helio con el que se inflan los globitos en las fiestas, el karaoke o los bikinis, pero por encima de todo haciendo uso de su inteligencia y su saber hacer escénico, que a estas alturas es considerable. Cuerpo, narración, el ya clásico doblaje de películas (también lo utilizaban en su espectáculo anterior), luces, sonido, pantalla envolvente, un lenguaje a medio camino entre varios mundos, que puede cautivar a los modernos y a los no tan modernos… Me parece que este trabajo de El Pollo Campero es sintomático. Quizá, con un poco de suerte, ha llegado el momento de que ciertos trabajos de cierta generación se encuentren con un público más allá del reducto al que fueron confinados. ¿Pero quién los confinó allí? ¿De qué me hablas?
Pues os hablo de lo que cuentan David Fernández y Maureen López en No future Yes: del entramado alrededor de los creadores y sus creaciones, de los programadores, de las instituciones, de los políticos, de las políticas culturales, del negocio del arte y la cultura, que sin los creadores no existirían (no lo olvidéis). En No future Yes no se habla solo de eso, también se habla de tecnología, de la obsesión actual con la tecnología, con su lado bueno y su lado terrible, con millones de personas enganchadas a sus móviles conectados a internet, esa internet que había venido a salvarnos a todos y que quizá acabe metiéndonos en la mayor prisión de la historia, vigilados las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días al año y trabajando a todas horas para alguien a quien ni siquiera conocemos y que, a su vez, es un adicto al trabajo y ni siquiera sabe divertirse en la vida pero tiene suficiente con aparentar que lo pasa bien para colgar imágenes en internet e intentar engañarnos a todos. Pero en No future Yes también se habla de cómo subvertir el entramado cultural haciéndose pasar por alguien que utiliza el lenguaje y los discursos imperantes para camuflarse entre tanta burocracia artístico-cultural mientras dedica su vida a intentar pasarlo bien haciendo lo que más le gusta: bailar, jugar o disfrutar de la amistad y el amor. En el fondo, lo mismo que nos enseñan las Pollo Campero. Lo mismo que pretenden muchos creadores y artistas. Algo que muchos de los burócratas culturales ni son capaces de oler, aunque sus bolsillos suelen estar mucho más llenos. Pero ya se sabe: afortunado en el juego, desafortunado en amores. Lo siento, no se puede tener todo, amigos. Nuestra venganza será ser felices.
Por su parte, Soren Evinson lleva toda su rabia al escenario en A Nation Is Born In Me. Lleva muchos años en esto pero parece que en el último año ha conseguido concentrar toda su energía en dar un tremendo puñetazo sobre la mesa poniendo toda la carne en el asador. Lo que acaba de estrenar en el TNT es algo que se me antoja críptico y que no me atrevo a descifrar pero transmite una fuerza descomunal que parece extraída del lado oscuro, ese que todos llevamos dentro y que a veces no queremos ni ver pero que está ahí. Uno puede pasar una temporada en el infierno y luego volver de entre los muertos para contarlo. El infierno existe y está aquí, entre nosotros. Podemos tratar de ignorarlo o aceptarlo, revolcarnos en él y luego tratar de exorcizarlo convirtiéndolo en un objeto artístico, por ejemplo. Y entonces, quizá, habrá servido para algo. Soren Evinson ha creado un personaje tiránico, caprichoso, obsceno, animal y salvaje. Habla como si estuviese poseído por el espíritu de Angélica Liddell, tiene una presencia que me hace pensar en Ivo Dimchev, es capaz de convertirse en un perro que parece extraído de una pieza de Xavier Le Roy pero pasado de anfetas y hasta diría que, cansado del Procés y las banderitas que alzan los unos y los otros, ha decidido que le crezca una nación entera dentro de él, con su bandera propia y todo. No me parece que tenga una fácil lectura todo el despliegue del que fue capaz el viernes en la sala Maria Plans. No me atrevo a aventurar mi propia interpretación. No me parece mal salir confuso después de haber presenciado tal vómito en escena. El lado oscuro es así. Hay que saber surfearlo. A juzgar por los aplausos, un viernes a las cuatro de la tarde, con la Sala Maria Plans a rebosar, lo que tiene mérito en ese horario intempestivo, el público pareció apreciarlo.
Con Porn is on Marina Rodríguez y su equipo de colaboradores también se adentra en el lado oscuro tomando como punto de partida el porno gratuito en internet que consumen millones de personas a todas horas, un fenómeno del que quizás no hablamos lo suficiente. ¿Por qué? Por vergüenza, porque nuestras fantasías sexuales quizá aún sean todavía un tema cercano al tabú que no nos atrevemos a confesar. ¿Pero son nuestras fantasías sexuales o son las que alguien ha decidido convertir en nuestras fantasías sexuales? Como siempre, ahí está la industria para reconducir nuestros deseos más íntimos hacia donde quieran llevarnos y, de paso, influir en nuestra realidad hasta el punto de no retorno en el que ya no sabemos si hacemos algo porque es lo que deseamos o el deseo nos viene impuesto y ya no sabemos ni quién dicta nuestros deseos, incluso en territorios tan íntimos como el de nuestras alcobas.
Acabé exhausto mi periplo de tres días por el TNT en El bosque, la instalación de Juan Navarro y Pablo Gisbert, con unas cuantas preguntas rondando mi cabeza. En la entrada encontré unos papeles con un texto que me parece el mejor colofón para este extraño viaje. Entre otras cosas, decía lo siguiente:
Durante tres días nos hemos propuesto hacer cabañas, pasillos, escondites, un laberinto junto a un grupo de chavales a los que se les llama NINIS; se presupone que ni estudian ni trabajan, pero nosotros encontramos en ellos otra forma de estar en el mundo, mucho más improductiva, mucho menos afectada, mucho menos politizada. Querido asistente a El bosque, piérdase durante un momento en esta performance de tres días de trabajo e intente pensar cómo sería su vida sin producir nada de nada.
Pues eso.