Arrugo la entrada de papel que me acaban de dar hasta hacer una bolita con la que ir jugando en el bolsillo de la cazadora. La hago circular, la toco, la deformo, la aprieto, mientras busco una cara conocida en el hall. Defectos irracionales de la timidez esto de tener las manos ocupadas. Creo que hay siempre una elección a ciegas en el ir a ver una pieza escénica. Nunca tengo muy claro a qué voy, pero en este caso además el descriptor solo recoge unas declaraciones de Nico descontenta con su grabación de Chelsea Girls. Solo sé que hacía tiempo que no venía a Pradillo, y que esto es de Nilo Gallego. De Nilo vi la pieza que realizó junto a Chus Domínguez como Orquestina de Pigmeos titulada “Ningún Lugar”. De aquello no sé si entendí todo, no sé si era posible entender todo, sólo sé que sé que seguramente por eso movió algo. A veces, cómo dice Pablo Martínez, no hay nada que entender[1]. Querer comprender, reconocerse, mirar algo ya visto, poseer el sentido de las cosas, y en definitiva saber, son lógicas que aunque tremendamente placenteras, sólo nos hacen caminar por suelo firme, y no provocan el temblor que sucede al enfrentarnos con la violencia de las cosas que desbordan, que no apelan a lo racional.
“The Mountain” quizás tenga que ver con eso, con algo que, como las Chelsea girls, viene -ahora- y se va corriendo -ahora-, de algo que no deja de suceder y se le escapa a uno entre los dedos sin poder acabar de aprehenderlo. “Here they come now. See them run now…” va cantando Silvia mientras entramos en la sala. Luz toca una flauta que sobrevuela la escenografía casi desnuda salvo por unas mantas, unos cartones en el suelo, y algún instrumento ¡La dichosa flauta!
Chelsea Girl fue el álbum debut como solista de Nico, que anteriormente había cantado con la Velvet Underground, pero casi más que como un deseo de la banda, como una imposición del estridente Warhol que les acogía en The Factory, y cuya película homónima, protagonizada por la cantante, da título al álbum. Silvia y Luz tocan esta canción de una manera desnuda, sin grandes ornamentaciones ni arabescos. Uno de esos artificios de embellecimiento por simpleza. Cerveza mediante, la escena se plantea como el ensayo de una banda. Quién no ha querido tener una banda alguna vez. Ese momento inicial toca las cuerdas necesarias para despertar el imaginario adolescente que pervive en la mayoría de nosotros: esas ganas locas de juntarte con los amigos en algún lugar seguramente pequeño, medio oscuro o húmedo, y montarte un grupo de música, que siendo sinceros, muy probablemente lo último que haría sería algo que los demás entendieran como música, sino que se desarrollaría, como ocurre en la pieza, en un encadenamiento de diálogos e ideas más cercanas a la lucidez del delirio. Este sería un espacio dónde hacer fuera de la dialógica del éxito y el fracaso, más como una escuela de saberes inútiles como proponía Simon Leys[2]. Se abre la escena a un terreno de juego potencial para los deseos irracionales. El sonido, la voz son materialidad trémula bruta, penetrable, carne latente que habita el espectador dese el anhelo.
El mismo año que Nico graba “Chealsea Girl”, también grabó como cantante el primer disco de la Velvet Underground a regañadientes de la banda, que consideraba que ya había cedido bastante aceptando su presencia en las actuaciones en directo. Hacer cosas juntas no es fácil. Sobre el disco, Brian Eno afirma que tal vez solo se vendieran 30.000 copias en sus primeros años, pero que todos los que compraron uno de esos 30.000 ejemplares comenzaron una banda. Quizás ese carácter experimental de la Velvet, la desnudez de la falta de virtuosismo, la distorsión, el noise, el cantar sobre el placer de la droga, sobre el esperar al camello en Harlem en medio de sonidos estremecedores que chirrían y se retuercen, sea justamente dónde se encuentra algo de carácter seminal que nos empuja a volver a las lógicas de la apetencia y el deseo de hacer como una necesidad que atraviesa el propio acto de vivir.
Y es que lo que aquí se platea quizás sea que en la música, o tal vez en los márgenes de la música, resida algo de orden viscoso, una materialidad extraña del sonido que se adhiere y empieza a hacer confusas las fronteras entre el yo y el nosotros, entre el ahora y el antes. Tras una discusión acerca de qué instrumentos son más comunistas, y una hipótesis que implica la baba (de nuevo aparece aquí la pegajosidad), empiezan a entonar “Last night I said goodbye to my friend”, una canción que tocaron los tres miembros restantes de la Velvet en el Rock and Roll Hall of Fame tras el fallecimiento del guitarrista Steerling Morrison. En un gesto contrario, aparecen Nilo y Vito en escena para acompañar con un sintetizador y la batería, al peculiar modo de Maureen Tucker, con mazas y la batería desmontada.
Se dice que Maureen Tucker dejó un trabajo en IBM para formar parte de la banda, y tocar la batería, y encima a su manera, que resultaba bastante poco convencional, ya que quería que sonara como los tambores de una tribu. De nuevo el deseo como motor de libertad. Vito cuenta en determinado momento como a pesar de ser zurda su profesor la obliga a tocar como una persona diestra, “porque vaya hasta para tocar lo haces con la izquierda”. Dentro de la trivialidad que pueda parecer el ensayo de una banda amateur, tal vez suenen pesadas ciertas palabras, o tal vez sea mucho esperar que tocar con unos amigos promueva un compromiso social, una crítica del sistema o un replanteamiento de los estereotipos. Pero, es quizás justamente desde este lugar de aparente banalidad, desde ese estar juntas, desde dónde poder generar espacios de excepción dónde operen nuevas lógicas que generen otros mundos. Es desde la práctica periférica del amateur desde dónde quizás podemos ofrecer otras derivas, porque solo desde ahí podemos obtener la llave para hacer lo que queramos. Lo amateur, el que ama; es desde la emocionalidad a la que apela la despedida de Steerling Morrison, desde donde nos descolocamos, “no sé que decir, hacer, o sentir”, para colocarnos de otra manera.
Así, esta banda nos invita a imaginar la belleza de un lugar dónde todo lo que tocáramos sonara como un piano, o que retumbara en las estaciones la banda sonora de Odisea en el espacio cuando viene un tren de cercanías (la melodía de Renfe que precede a los anuncios de llegada coincide en las dos primeras notas con esta canción). Apretar botones y cambiar el mundo. De esta manera la pieza se va desarrollando en ese conversatorio tan propio de la amistad que tiende a la generación de realidades paralelas y así se sucede el encadenamiento de experimentaciones sonoras y versiones. Sucede en la versión un cambio de la percepción del mundo: en ese hiato entre lo que es y lo que debería de ser se estimula el potencial para alterar las realidades que nos rodean. De este modo, es cuando nos alejamos de la idea del virtuosismo, cuando nos permitimos que opere el deseo, el momento en que emerge un potencial transformador. Es en ese hacer y rehacer, en que la viscosidad se hace más presente que nunca, y la música opera más allá de si misma funcionando como un agente aglutinante.
Warhol entendió esto cuando filmó a la banda, y permitió que el sonido fuera el que desvelara la corporeidad del operador de cámara que seguía los ritmos con movimientos acompasados ofreciéndonos una banda hecha y rehecha en cada encuadre a merced de su propia música. De este modo el sonido aparece como algo capaz de recomponer las configuraciones relacionales que se dan en escena. Así mismo, cuando se proyectaba Chelsea Girls, se facilitaban las dos películas de 16 mm que la componen para que fueran proyectadas simultáneamente una al lado de la otra. Era el proyeccionista el que debía elegir qué banda sonora dejaba activa y cuando, transformando la proyección en un acto performativo y al proyeccionista en co-autor de una obra en constante mutación.
La pieza se cierra con una improvisación: un crescendo de una sola nota que de nuevo nos conecta con la Velvet Underground y con los grupos alemanes de Karautrock como NEU! En esa ascensión, suceden momentos mágicos como cuando se destapa el bombo y el temblor de la batería inunda los cuerpos de reverberaciones, o cuando Luz rompe el arco del violín y decide fundirlo hasta el final. Ruido y música forman parte de un mismo todo, y en este sentido ¿para qué el virtuosismo? ¿Por qué no abandonarnos al placer de hacer sin un saber previo? Entre las anécdotas que componen la mitología de la banda está la del nombre: “The Velvet Underground” surge del título del libro de Michael Leigh[3] que Jim Tucker (hermano de Maureen Tucker) encuentra en la calle. El libro es un ensayo que quiere retratar en un tono ambivalente el cambio en la sexualidad que se produce en la época, en el que la población no solo se involucraba en prácticas sexuales no normalizadas, pero que así mismo, cambiaba la actitud moralista hacia las mismas, despatologizándolas. Un mundo de promiscuidad y deseo, donde perder la forma, donde aquello antes considerado aberrante puede ser, casi de repente, tan bello. Existe, sin duda, otro tipo de suavidad, otro tipo de placer en lo aberrante.
Ese viaje hacia arriba, esa escalada se alarga hasta los 35 minutos, pero la tensión se mantiene hasta el último instante, haciéndonos entrar poco a poco en esa masa informe de sonido, esa viscosidad desenterrada del underground y llevada a la montaña, allí donde las formas de lo terrenal se nos confunden. Como decía Nico, “ya no tenemos huesos, ya no podemos estar asustadas”, ahora solo somos viscosidad. Quizás “The Mountain” tiene que ver con aquello inexplicable que nos reúne a hacer cosas inútiles, a hacer cosas ya hechas, a hacer cosas que no sabemos hacer. Tiene que ver con lo frágil con aquella pulsión que nunca terminamos de entender pero que nos lleva a querer buscar otros modos de felicidad y belleza en el estar juntas.
[1] Martínez, Pablo (2016). “Atravesados por la experiencia” en No sabíamos lo que hacíamos. Madrid : Centro de Arte Dos de Mayo.
[2] Leys, Simon (2016).Breviario de saberes inútiles. Barcelona: Acantilado.
[3] Leigh, Michael (1963). The Velvet Underground. EE.UU : Macfadden Books.