Ayer, en la oficina, tuve que escribir el típico email diplomático, extenso y cuidadoso, en el que argumentaba por qué teníamos que tener prudencia a la hora de proponer un proyecto. Yo, que había sido la impulsora, explicaba que “mi entusiasmo se había desinflado” al darme cuenta de los obstáculos que nos tocaba afrontar.
Unas horas después, fui a Teatro Pradillo. Me tocaba ver “La conquista de lo inútil”, un estreno de L’Alakran. En un momento dado, la escena se vio invadida, sin previo aviso, por unas bolsas de aire que se hincharon rápida y bruscamente hasta derrumbar las frágiles estructuras que la habían habitado. Aquel disparo de aire tiró abajo los listones de madera que sostenían los libros, el perrito de purpurina que hacía equilibrios arriba, las sillas, las mesas. Ya no había espacio ni silencio para las sombras que se habían movido por allí, que tan delicadamente habían colocado cada objeto, desenrollado cada palabra: el pasado, el anhelo, aquella rosa, aquel temor, la duda de hacer o renunciar, el artista y el margen, la comida y la insatisfacción. Aquellos airbags negros se lo habían comido todo, a Javier Barandiaran bañado por sudor escénico, tan franco, tan cercano, y también a Borges y a Woolf rescatados del Averno, dos guiñapos de voz velada (interpretados por Esperanza López y Txubio Fernández de Jáuregui). Sin esperármelo, “La conquista de lo inútil” me ofrecía la viva imagen del desánimo como la muerte misma, aquello que aplasta el entusiasmo, que siempre es chiquitito. ¿A qué dedicar largos minutos a colocar un perrito de purpurina ahí arriba, en equilibrio? Es tan fácil tumbarlo. Eso me había sucedido por la mañana, antes de escribir el email. La oficina se había visto invadida por un airbag gigante llamado conflicto, suspicacia, malicia, guerra por el poder. Tiene muchos nombres el airbag que todo lo inunda. Pero el entusiasmo puede también cambiar de estado y de forma y colarse por intersticios para reaparecer. Los muertos habitan todos los huecos, pero los muertos también pueden ayudarnos a vivir, dijo ayer Txubio Fernández de Jáuregui, su rostro proyectado en primer plano. Esperanza López le entrevistaba acerca del paseo que habían dado un rato antes con un grupo de espectadores por el barrio de Prosperidad. Txubio pasaba del comentario jocoso, “Eres un fenómeno, Este tío es un fenómeno”, a conmoverse, tan serio como el mejor clown, “Este tío me emociona, qué entusiasmo”. Entretanto, recomponer el espacio destruido por el desánimo, pelearse encima de una alfombra, dar explicaciones, intentar intervenir, replicar una coreografía una y otra vez sobre esa misma alfombra, una alegre sucesión de gestos que claman por el torrente que nos envuelve, la misma sangre caliente que bañó a Virginia Woolf y que nos hace durar todavía. La posibilidad de que una obra de teatro que ves por la tarde te ayude a identificar el miedo que has tenido por la mañana.
De L’Alakran me asombra su capacidad de encarnar el humor, la ternura y la ironía con tanta precisión, sin distanciarse ni dejarse arrastrar. En su caso, no hay ni violencia ni pérdida de control, pero tampoco frialdad. Me dan ganas de hablar de sabiduría escénica, pero tampoco parecen tan seguros de sí mismos; desde luego se comparte con ellos la sensación de recorrido y por lo tanto de aventurarse, pero no en forma de salto al vacío. ¿Me explico? Son muy, muy listos, pero no van sobrados. Se escuchan; nos escuchan. Son ¿humildes? ¿Se puede ser humilde en escena? Yo creo que no. Seguramente no sea eso. Nos sentimos seguros en sus manos, aunque no tenemos ni idea de adónde vamos. Son amorosos, debe ser eso.