En Huesca fue la primera vez que un diario se enrollaba y nos hacía una crítica el mismo día del espectáculo para que la pudiéramos leer durante el chou.
Por Jorge Sanz Orencio En esta época crucial para las artes escénicas, no resulta inusual constatar los anhelos de determinadas compañías de hacerse un hueco. Pero no un hueco en las agendas de los programadores, en las planificaciones de los teatros o en el corazón de los espectadores ávidos de catarsis a través de la dramaturgia. No, más bien un espacio preferente en los desarrollos de los presupuestos institucionales que mueven anualmente un volumen de actividades culturales ingente. Y, de paso, permiten la subsistencia de grupos que, de otro modo, tendrían que malvivir y, desde luego, bajo ningún concepto en una selva de libre circulación de actores de este arte. En la dualidad entre los circuitos públicos y los mercados independientes, desenvuelven su acción muchas compañías de teatro y danza en España. Pero la verdad es que cualquier reflexión queda aparcada en el momento en el que se alza el telón e irrumpen en escena los protagonistas. Especialmente, si son capaces de fundir al público en su obra, de inundarle con la plasticidad, de concitar su curiosidad, de invadir sus ansias de gozar de buen arte. En caso contrario, el desdén aleja al espectador a distancias siderales del cuerpo actoral y, tras él, de la propia concepción del espectáculo. “Borrón”, de la compañía valenciana “Losquequedan”, constituye una representación en la que fluyen por razón gestual en permanente paradoja la armonía y el caos, el orden y el desastre, el conflicto y la conciliación, en una tirante disputa cuyo final se antoja impredecible conforme avanza la obra, cual si el director hubiera sido capaz de dar origen a una buena puesta en escena que, en el momento en que echa a andar y va creciendo, acaba escapando a los designios previamente establecidos para dirigirse hacia una conclusión inquietante, imprevisible, descontrolada. En buena medida, esta sensación viene alimentada por la presencia omnímoda del reparto. Es “Borrón” una obra de austeros decorados, prácticamente inexistentes y por tanto invisibles, bien haciendo honor a su propio título, bien por la parquedad que reclaman los tiempos, bien por las propias tendencias que derivan en tramoyas simples… incluso en el mejor de los casos. Ninguna concesión a lo barroco, muerte al artificio y centralidad para el actor. Así, con cierta desnudez, con cicatería de recursos materiales, se juega “Borrón” la expresividad a una carta. Sobre el escenario, cinco y una música ecléctica, ora melódica, ora de textura tormentosa. Un quinteto de intérpretes que se desenvuelven entre la anarquía y el equilibrio, en una visión de las relaciones sociales en la que las máscaras demandan que las pasiones y los pensamientos queden expuestos a la interpretación corporal. La danza irrumpe y los movimientos reflejan, con sutileza en unos casos y con ostentación en otros, los vicios y los virtudes que atesora la humanidad en estos albores del tercer milenio. Con agilidad transitan ante los ojos del espectador valores como la paz, el amor, la solidaridad, la amistad, el trabajo y la integridad en los derechos de niños, mayores y abuelos. El ritmo se ralentiza por la contraposición, en la acción de los mismos actores cual si sufrieran una bipolaridad incurable, de la violencia, del terror, de la guerra, de la miseria, del hambre, de la injusticia. Inquietante lid que provoca sensaciones dicótomas de desasosiego y de serenidad, de optimismo y pesimismo, de renuncia y de arraigo, de elevación y de hundimiento, siempre bajo el sometimiento tiránico de los designios gestuales de anatomías mutantes sin tregua. En esa disputa interna, esquizofrénicamente en ocasiones han de derivar la danza los cinco cuerpos, mientras el público, con la incertidumbre propia de una cierta angustia de la reflexión vital, espera quizás que el descubrimiento de las máscaras guíe hacia un desenlace más certero y, presumiblemente, más catárquico. Retorna la cuestión: ¿se le habrá ido al director el final de las manos? ¿Ha crecido voluntariamente libre la obra para desembocar en un mar plácido o en un océano revuelto? ¿Pueden los actores disociar con criterios humanísticos el camino del bien del maligno? Siempre se ha dicho que no hay que desmenuzar el desenredo de una obra o de una película. Naturalmente, querido lector, en esta intriga les dejo… y con la recomendación de que perpetúen la mente abierta a cualquier emoción hasta que baje el telón. En este caso, el del Centro Cultural Matadero de Huesca, donde la compañía actúa hoy. “Losquequedan” se la juega en las distancias cortas y en la descarnada realidad directa. De cada representación, dependerá su cuenta nueva… venga de donde venga.