Recuerdo un acontecimiento realmente revelador de mi fascinación por el lado más oscuro y salvaje de la vida. Volviendo de madrugada y conduciendo con mucha niebla, después de una noche loca y descontrolada, encuentro en un larga curva un coche accidentado que acababa de impactar violentamente contra una farola que se doblegó por completo. Estacioné mi auto y observé que dentro del coche no había ninguna víctima y la puerta del conductor permanecía entreabierta. El motor del coche siguía rugiendo aunque su silueta se perdía en la inmensidad de la niebla. Me situé ante tal extraña belleza que daba sus últimos suspiros de poder, y mi cuerpo estremeció de placer sintiendo un gran escalofrío y desahogo. Experimenté una atracción fatal hacia esta informe masa de hierros incandescentes, la misma atracción al abismo que siento cuando me acerco al borde de un precipicio y me seduce su desconocido destino. Logré deshacerme de este incidente de madrugada pero aún sigue muy presente en lo más profundo de mis anhelos y deseos. Cuando viajo por carretera y presencio algún accidente, tengo la terrible sensación que el tiempo se detiene y se dilata, sin que nadie pueda cambiar el destino de nuestros actos. Como si fuéramos espectadores inmóviles e impotentes de nuestras tragedias y fatalidades.
Busco la belleza en un mundo problemático, contaminado, destructivo y desigual.
Los accidentes de tráfico duelen pero se me presentan bellos y maravillosos.
Creación y destrucción en un mismo plano. Otro oxímoron más que alimenta los contrastes a los que el hombre está condenado por definición, dentro de la concepción contemporánea de un mundo en permanente crisis.
Un automóvil nuevo y reluciente tiene una enorme belleza, sin embargo, eso no quita que un coche destruido o accidentado no sea igual o más bello.
El automóvil se refleja informe, convertido en ruido metálico y agónica fragmentación. Estoy inmerso en un premeditado accidente llamado arte. Imagino coches en destrucción, coches accidentados, iconos acertados para representar el presente. La mejor metáfora que sitúa a la velocidad como máxima de nuestra experiencia terrestre. Viajamos en un vehículo que se mueve con gran rapidez, una velocidad mayor de la que nuestro organismo puede tolerar. Recibimos desorbitadas cantidades de información que nuestro cerebro no es capaz de procesar y que acaban cumpliendo una función opuesta a la que estaban destinadas: desinformación y sobreinformación. A la velocidad de la vida, todos perdemos el control. La velocidad del tiempo que vivimos no nos deja apagar un momento el motor.
El automóvil es el perfecto exponente del dominio de nuestra sociedad de consumo. El coche como la máquina arquetípica de nuestro tiempo, con la que estamos íntima y familiarmente unidos. El testigo de momentos a la vez cotidianos, a la vez imborrables de nuestra vida. En ocasiones, instantes muy íntimos.
El automóvil se establece el la frontera entre lo público y lo privado, entre cuerpo y máquina. Ambigua condición entre natural y artificial. Un biomorfismo.
Tenemos una auténtica devoción por el plástico y las superficies sin costuras, reflejo de un sociedad de consumo perdida por la perfección de las formas. Un todo sin mácula, sin imperfección alguna. Un mundo sin costuras ni imperfecciones con un gran fervor por el tunning y las esquinas pulidas, ondulantes y brillantes, donde se oculta cualquier huella o referencia al pasado. Se desechan las impurezas, los estigmas del tiempo. Como si se tratara de una manipulación genética, donde no sobrevivirán los más fuertes, sino los mejor manipulados y los que tengan la suerte de no sufrir mutaciones. Así pues, nuestro coche simboliza nuestro esplendor físico, la energía en reposo, la potencia sexual, y ante todo, el éxito social. El coche como espejo del éxito o del fracaso.
Los automóviles son abandonados una vez han cumplido su misión y el arte es capaz de mostrarnos el lado amable de este abandono. Cada final engendra un principio. Los artistas transformamos lo negativo en positivo, con un cambio de funciones y una alteración del código. Recuperamos coches abandonados y piezas inservibles para transformarlos en narradores de historias propias y ajenas. Se presenta el coche como apéndice de los hogares que habitan sus dueños, como testimonio de que algún día fue propietario de algo en la vida o como parte de la historia familiar de la que uno no se puede deshacer. Es el deseo de ser recordado. El coche aparece como soporte idóneo para el arte de crear objetos hermosos y para el arte de contar historias. Se produce un uso del automóvil como reflexión acerca de las contradicciones de la sociedad de consumo, pues es un objeto típico de la producción en serie, de la industrialización y la alta tecnología.
El auto como refugio, como segunda casa, como extensión del cuerpo, como espacio de iniciación de la sexualidad, espacio de fragilidad, el lugar del accidente y del secuestro, el lugar de la intimidad. Un lugar desde donde podemos contemplar con seguridad, sin ser descubiertos, un lugar donde plantearse preguntas sin respuesta.
Hoy existe un extraña sensación de contacto en cualquier gran ciudad donde caminas. Pasas muy cerca de la gente y ésta tropieza contigo, nadie te toca, nuestra experiencia táctil es puramente accidental o provocada. Estamos encerrados y presos tras ese metal de cristal que representa nuestro automóvil, y cuando deambulamos por la calle como almas perdidas, añoramos tanto ese contacto que chocamos contra otros sólo para poder sentir algo.
Jaume Parera, 2009
(Fragmento de Helarte de frió)