La vida, ese esplendor

isla

Llevo días sin escribir, y no porque no haya querido. El catarro persistente, la familia y sus problemas, además de algún que otro apaño para ganar algo de dinero, me lo han puesto difícil. Pero acabo de levantarme, febril, después de estar casi diez horas en la cama, agotado, y me he dicho que de hoy no pasaba. Por suerte, durante estas semanas que no he sacado la cabeza por La Mandanga, sí he podido ir al teatro. A veces por trabajo. A veces por placer. Y aunque ya hayan pasado los días, quizá demasiados para la urgencia propia de estos tiempos, no me gustaría pasar sin escribir sobre alguna de las piezas.

Decía un profesor mío, crítico de teatro en un par de medios nacionales, que la crítica, llamémosla mejor la escritura sobre teatro para no entrar en conflicto entre lo que es o no es crítica, siempre tiene la finalidad de llenar butacas. Pero llevo pensado algún tiempo que, en este contexto en el que nos movemos, la escritura además debe ayudar a los artistas a hacer más a bolos. A conseguir más trabajos. A que determinados agentes culturales apuesten por determinados nombres para construir su programación. Sí. Lo sé. Me he venido un poco arriba. Quizás para lo único que sirva es para crear y construir memoria, aunque sólo sea la propia, que es, en definitiva, para lo que ha servido siempre. Y, de paso y por qué no, hacer algo de ruido. Como el ruido que ahora oigo de los albañiles en el piso de mis vecinos, rompiendo ladrillos, abriendo espacios.

Hace ya dos semanas, el jueves 1 de diciembre, que vi LA MITAD (una celebración) de Jaime Vallaure. Sólo estuvo durante tres escasos días en DT. Para situarnos: Jaime Vallaure es la mitad de Los Torreznos, la otra mitad es Rafael Lamata, en La Mandanga hablé del trabajo que presentaron en la última edición de Acción MAD. No es la primera vez que Jaime realiza un trabajo en solitario, recuerdo El desdoblamiento que pudimos ver en La Casa Encendida hace dos años o alguno de sus primerizos trabajos en vídeo de hace más de veinte años, disponibles en HAMACA.

Cuando entramos en la sala una bola de espejos gira en un lateral, el derecho, manchando de estrellas fugaces las paredes. Un micrófono en el otro extremo. También vencidos a la derecha, una peana negra al fondo y algo delante, pegado en la pared, un ventilador. Se escucha un carraspeo forzado y un texto aparece en escena. Hola. El texto dice que a alguien le sonará el teléfono. Detrás de las butacas alguien dice: ring, ring. Este breve prólogo, que nos da la bienvenida y nos incluye en el espacio común donde ocurrirá la pieza, no está sólo cargado de humor, sino también de una reflexión metaescénica que arroja una manera personal, íntima, de sentir lo escénico. En esta última frase han salido tres palabras que, para mí, definen el trabajo: humor, intimidad, reflexión.

Jaime entra en escena y se sitúa tras el micrófono. El texto, siempre proyectado al fondo, construye un relato alocado, fresco y colorido, absurdo en ocasiones, doloroso casi siempre; y mientras, como en una sinfonía, Jaime lo acompaña con susurros, onomatopeyas, chasquidos. Repite palabras o frases para profundizar y abrir grietas en su significado. Acaba de cumplir cincuenta años, la mitad de su vida, dice con ironía, bueno, tal vez, dos tercios de su vida, y nos ha reunido allí para celebrarlo. Aún se pregunta qué es lo que quiere, qué desea, por qué ha hecho lo qué ha hecho. No hay respuesta buena o, mejor dicho, no hay respuesta. Ese puente entre nuestra intimidad y lo público me recordó a Manuel Jabois. Hace poco, en una entrevista, decía: “Lo que hago es intentar parecerme a lo que los lectores y la gente espera de mí. Cumplir unas expectativas. Se supone que si he citado a Proust, es porque he leído En busca del tiempo perdido. Así que, después de citarlo, voy a leerlo desesperadamente, para estar a la altura de lo que la gente cree que soy.”

En esa mezcla entre el humor y dolor, entre crisis y empeño, Jaime consigue construir algo –algo que pasa y no sé qué es- que rara vez he visto en un escenario. Todavía hoy, dos semanas más tarde, es capaz de llevarme a lugares diferentes. Qué sensación tan extraña esa de llorar en una fiesta o reír en un entierro.

Jaime va hasta una isla huyendo del ruido. En la isla, si quiere quedarse, tiene que recoger tapones de plástico. Coloca encima de la peana los testigos del viaje: botellas de diferentes tamaños llenas de tapones. El tapón, siempre fuera, ahora está dentro. Lo que encierra, está encerrado; pienso. Y también pienso que la obra se construye en una pugna constante entre un adentro y un afuera. Y ahora también lo conecto con alguna de las cosas que nos contaba Pablo Caruana en su Nota que patina bastarda #1.

En la proyección, trufadas con el texto, aparecen las fotografías del viaje. Paisajes de una isla. Tapones de plástico entre las rocas. El mar, los árboles. Jaime intenta coger los tapones de la imagen, primero con los dedos, después con los brazos. En este momento de la pieza, la pieza es un diario. Recordé, entonces, los libros de Sebald. En particular Los anillos de Saturno, uno de los mejores que he leído, donde el alemán, después de haber realizado un trabajo importante y que el vacío se haya apoderado de su interior, para intentar detener su avance, emprende un viaje a pie por el condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra.

Cuando Jaime comienza a sacarse piedras en los bolsillos para construir un muro, para hacer mojones -que fijan las lindes, términos y senderos-, me acordé del Molloy de Beckett. No puedo resistirme a poner un fragmento, además, creo, que más de lo que pueda parecer en una lectura rápida, tiene bastante puntos en común con esta celebración.

Aproveché aquella estancia para aprovisionarme de piedras de succión. Eran guijarros, pero los llamo piedras. Sí, aquella vez adquirí una importante reserva. Las distribuí equitativamente entre mis cuatro bolsillos y las iba chupando por turno. Lo cual planteaba un problema que al principio resolví del modo siguiente. Yo tenía, pongo por caso, dieciséis piedras, cuatro en cada uno de mis cuatro bolsillos (los dos de mi pantalón y los dos de mi abrigo). Tomando una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, y poniéndomela en la boca, la reemplazaba en el bolsillo derecho de mi abrigo por una piedra del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi abrigo, que reemplazaba por la piedra que tenía en la boca en cuanto terminaba la succión. De modo que siempre había cuatro piedras en cada uno de mis cuatro bolsillos, aunque no exactamente las mismas piedras. Y cuando me volvían las ganas de chupar hundía la mano nuevamente en el bolsillo derecho de mi abrigo, con la certidumbre de que no iba a salirme la misma piedra de antes. Y, mientras la iba succionando, volvía a poner en orden las otras piedras, como acabo de explicar. Y así sucesivamente. Pero sólo a medias me satisfacía esta solución. Pues no se me ocultaba que, por una extraordinaria casualidad, podían estar circulando siempre las mismas cuatro piedras. En cuyo caso, lejos de estar succionando las dieciséis piedras por turno, en realidad estaría succionando sólo cuatro, siempre las mismas, por turno.

Hay dos momentos en la pieza que, para mí, resumen parte de su sentido. El primero es cuando Jaime, repitiendo una y otra vez qué queréis de mí, se rompe las gafas, se arranca mechones del pelo y termina por sacar de su camisa dos pedazos de carne, su páncreas y su hígado, y tirándolos al suelo, nos los ofrece. Qué más queréis de mí. El segundo es cuando recita de manera frenética tres poemas, Lorca y Neruda, pero sobre todo el vivo sin vivir en mí y muero porque no muero de Teresa de Jesús. No creo que sea casualidad que la Santa de Ávila tenga otro poema donde cada estrofa da comienzo con un «¿Qué queréis hacer de mí?» o «¿Qué mandáis hacer de mí?» Tal vez Dios, el sometimiento, sea ahora, en algún modo, los otros, en algún modo, la presión social, la imagen, en algún modo, lo íntimo y lo público, el afuera y el adentro, la muerte y la vida.

Al final, volvemos al principio, a la bola de discoteca, a las estrellas, a la celebración. Juntos en el mismo espacio. Otra vez con humor, y a modo de confesión, el texto nos dice que Jaime no quiere vivir otros cincuenta años entre paréntesis. Que no quiere que le reciclen ni le pongan un corazón de plástico. Prefiere vivir un sola hora con intensidad. Con la misma intensidad que acabamos de ver sobre el escenario. Esta crisis sobre la existencia termina por arrojar un canto de vida. La vida, ese esplendor, que diría algún personaje de una de las películas de García-Berlanga. Hay algo en este mecanismo, en la distancia que se origina entre el texto y el cuerpo presente de Jaime, con sus pensamientos no dichos, sino escritos, capaz de generar la extrañeza de la que os hablaba al principio. Un cóctel entre humor y dolor que no cae ni en el patetismo ni la complacencia.

Supongo que es culpa de la fiebre, de la tos persistente, del ruido de los albañiles y, por supuesto, de mi propia incapacidad, que apenas haya podido contaros algo de lo que sentí en la pieza. Sirva este texto meramente como esbozo para mi memoria y como una invitación para algo de lo que apuntaba en el segundo párrafo. Tal vez sea bueno poner el punto y final con una de las frases, no por trillada menos contundente, de Kafka. También LA MITAD (una celebración) tiene algo de pelea que se inicia en derrota. Como diría el checo «en la lucha entre ti y el mundo ponte de parte del mundo». Aunque, después de ver esta pieza, hayamos aprendido que lo importante está en la lucha, y no en su previsible resolución.

El trabajo del orfebre

Fragmentos de una conversación con Sara Molina

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Dramatizar la teoría

«Es una obsesión mía desde el comienzo. Casi desde las primeras dramaturgias. Lo que se llama dramatizar la teoría. He utilizado en muchas piezas textos que eran teóricos. He abordado a un autor no por su obra dramática, si no por su teoría. En mi caso se ha dado de manera natural, he tenido una especie de facilidad para encontrar al actor y el decir oportuno. Cuando hice Made in China todos los textos de la pieza eran de Lacan y se articulaban prácticamente como reflexiones personales. Como conversaciones. Es algo que manejo de forma muy intuitiva: la capacidad de hacer liviano o dramático textos muy sesudos. En la Universidad hicimos un trabajo sobre Kantor que se sustentaba en un enorme planteamiento visual, trabajo corporal, etcétera, pero todo lo que decían los actores eran textos teóricos de Kantor.»


Kantor

«Kantor es importante en mi vida desde hace muchísimos años. En el ochenta y pico, tengo ya una edad en la que prefiero que me bailen las fechas, Kantor hizo un manifiesto en el que hablaba del teatro como un lujo y en un congreso, no sé dónde, creó mucha controversia. Yo lo leí en un artículo de El País y apunté su nombre en mi libreta. Un tiempo después fui a Sevilla a actuar con un Ubú Rey y al llegar a la salita San Hermenegildo, que luego fue sede del Parlamento en Sevilla, me encuentro con que hay una obra de Kantor que se llama La clase muerta. Les digo a mis compañeros que vayamos a verlo, pero todo el mundo prefiere irse a pasear. Estábamos solamente tres personas en unas gradas inmensas. Empieza la obra y comienzo a quedarme fascinada. Me dan ganas de salir a la calle y gritar: qué hacéis todos por ahí fuera que no estáis viendo esto. Pero lo más sorprendente es que a los quince o veinte minutos de representación uno de los tres que allí estábamos se sale. Baja dando unos pisotones enormes y la grada resuena. Estaba sobrecogida porque lo que estaba viendo era muy potente. Lo recuerdo como una cosa fabulosa. Este señor iba caminando ya por proscenio cuando Kantor salió a su encuentro, lo agarró del brazo y literalmente lo empujó hasta la puerta, la abrió, dijo algo en polaco, cerró de un portazo y volvió al escenario. Estaba encantada. Para mí es una anécdota maravillosa. También recuerdo como algo importante en mi vida el momento de los aplausos: ver a la compañía entera saludando y solamente aplaudiendo dos personas, pero aplaudiendo las dos entusiasmadas. Fue poderoso. Luego, años más tarde, voy a Madrid para ver Kantor, en un coche lleno de amigos, y el teatro está lleno y hay gente besándole las manos cuando sale del camerino. A partir de ahí veo todas las cosas que trae a España. Para mí, ver La clase muerta de esa manera fue muy importante, luego comencé a leer y siempre ha sido uno de mis pilares.»

«He recogido muchísimas cosas de él. Hay una fundamental en lo que respecta a la actuación. Kantor dice que ser un actor es ya ser un personaje. Gracias a él he sido capaz de resolver muchas controversias en la sala de ensayos respecto a este tipo de trabajo en el que eres tú mismo. Tiempo después esta frase de Kantor la amplio con otra de Pessoa: ni siquiera soy el actor, solo sus gestos. A partir de estas dos frases comienzo a articular la idea que tengo sobre la actuación.»

«No. No tiene nada que ver que en algunas de mis piezas esté en escena. Eso no viene de Kantor ni hace referencia a él. Es simplemente por la necesidad de piezas concretas. Él funda algo y es inevitable la referencia, pero yo en algunas piezas he estado, en otras no, y la manera de estar es muy diferente.»


El humor

«En los primeros cuatro o cinco espectáculos que hice era imposible que no hubiera humor. Para mí era una herramienta, un distanciamiento, una posibilidad. Como poder respirar cuando la cosa se pone difícil. El giro al humor era una estrategia. Como salir por la tangente. Luego, como otros aspectos de mi trabajo como pueden ser la verdad o lo real, ha sufrido un desarrollo. El humor se ha convertido en algo peligroso, en algo que es una aventura, y que también tiene una relación con el psicoanálisis. El humor nunca puede ser objetivo. Para mí es algo absolutamente inconsciente. Hay un humor preparado, más cercano a la ironía, que es un humor intelectual, del que se participa; y hay otro humor que es el de aquí te pillo aquí te mato, que es el inconsciente: yo hago una broma y tú no puedes evitar dar una carcajada. Después hay otro humor en el que colocas al espectador en una posición caritativa: has venido aquí y mi objetivo es hacerte gracia, que mi propuesta funcione en el humor, y entonces el espectador suele decirte en bloque, venga, vale, voy a aceptar que me haces gracia, te voy a dejar. Creo que este humor es el humor del esclavo. El humor que toma al público como amo. También hay otro humor chusco en el que alguien compra la entrada para un espectáculo que ya tiene previsto que le haga gracia. No necesita que le haga gracia porque ya la tiene prevista. Creo que en mi trabajo se da ese humor peligroso que conecta con el inconsciente y también el intelectual, que es un pacto entre los actores y los espectadores: vamos a hacer este humor, pero no voy a pedirte tu beneplácito. En todo caso el humor nunca es el objetivo. Creo que es una aventura peligrosísima.»


Lo contemporáneo

«Llevo siete años sin estar en cierto tipo de circuito, muy pegada a la docencia, primero en una escuela de teatro musical de Málaga y luego en la Universidad. Entonces cuando regreso, ¿a dónde regreso?, ¿desde dónde?, todo es un cuestionamiento. Parece que en estos siete años no haya hecho teatro contemporáneo, aunque en la Universidad hice montajes sobre Beckett, Kantor o Pasolini que están en la tradición clásica de un cierto tipo de pensamiento y contemporaneidad. Entonces, fruto de esa indagación, al tener un conflicto con un significante, encuentro el texto de Agamben sobre lo contemporáneo. He hecho teatro moderno, contemporáneo… siempre he pensado que mis propuestas han sido performativas, pero también han tenido enormes rasgos clasicistas. En un momento dado llegué a dirigir un Fausto para el CAT, que podía haber sido una obra para el Centro Dramático Nacional, y al mismo tiempo tenía unos rasgos performativos muy importantes. Creo que esa mezcla siempre ha formado parte de mi formación ecléctica. Cuando me pongo a crear no le tengo miedo a nada de eso. Pero cuando tengo que hablar sobre mi trabajo, sí encuentro una dificultad. No en la sala de ensayo. Ante esta dificultad siempre echo mano del pensamiento crítico y la filosofía. Mi relación con la filosofía es continua. Las lecturas filosóficas no son excluyentes, todas abren un posible campo de reflexión. Ahora Agamben me ha dicho que hay otra posibilidad de nombrar lo contemporáneo, incluso saliéndose de lo absolutamente teatral y dramático. Es interesante cuando Agamben, citando a Nietzsche, dice que lo contemporáneo es intempestivo, inactual.»

«Desde un primer momento. Al ver una pieza en el Instituto del Espolón del Gallo y ver cómo estaba concebida, me dije que esa era la manera en la que quería trabajar. Cuando vi el escenario vacío, el cómo empleaban los textos, cómo rompían la narrativa. Eso era lo que quería hacer. Desde un primer momento ha habido una consciencia. Quería trabajar el escenario de esa manera. Ser heredera de un tipo de pensamiento que viene desde los presocráticos y una manera de hacer en teatro que arranca en las vanguardias de la década de los cincuenta y sesenta. Me siento portadora de esa herencia, no pretendo innovar, sino que este pensamiento siga estando vivo. Una herencia que recibes y cuidas porque quieres mantener.»


La escritura

«Tengo compartimentos estancos que no logro hacer que se relacionen. Por un lado escribo poesía, cuentos, he escrito una novela, pero en el teatro soy muy pudorosa. He pasado mucho tiempo utilizando los textos de los demás. El fragmento, el collage, el puzle. A veces colaba un par de frases mías. Las piezas como Fuera, dentro, fuera o Suhuf, donde el texto es mío, han venido muy tarde.»

«He intentado recuperar el decir de los actores, que no haya una palabra que sea palabra de categoría y otra palabra espuria que no merece la pena, si no irlas trenzando. Pero siempre he sido muy pudorosa con mi propia palabra. Mejor coger textos de otros y yo, como un orfebre, ir engarzando esas joyas. Siempre he sufrido una fascinación por los textos, he estado subyugada por la literatura y la filosofía, cómo iba a poner un texto mío si ya está dicho en esos textos maravillosamente. Me he preocupado por sostener y que la gente oiga esos textos en escena, bien vestidos, bien articulados, de manera especial, para que cuando salgan del teatro se vayan con ganas de ir a leer, qué sé yo, a Kafka. Siento placer al compartir algo así. Pero con mis textos no he sido así…, ahora me doy cuenta de que quizá me haya equivocado un poco y que tendría que haberme atrevido más. Aún hay tiempo.»

«Desde hace algunos años pienso en el director como en un orfebre, el encargado de unir las cuentas de un collar. Este pensamiento te permite un lugar frente a un exceso que podría aplastarte. Encuentras un rubí, bueno, vale, es un rubí, pero dónde lo colocas y cómo; al final, la construcción de esa joya es tuya. Puedes hacer una corona que no puede llevar nadie, un collar precioso, algo que se puede robar. Se abre un mundo muy curioso. Simpático. También puede servir sólo para estar guardada porque es tan valiosa que no puedes ni enseñarla.»


La teatralidad

«Desde pequeña me fascinó mucho el nivel de teatralidad de la vida. Me crié con una familia que no era la mía y que era absolutamente teatral. Esa gente capaz de abrir una puerta del pasillo y hacer que aparezca un personaje. Era una teatralidad tan grande que siempre me ha fascinado entrar en diálogo con ella. La veía de una manera tan explícita en la vida que por eso, creo, me ha seguido llamando la atención en mi trabajo.»


Los actores

«Hay cierto tipo de actores, no generalizo en absoluto, que están siempre en la posición del alumno. Está contigo, está aprendiendo y está para aprender. Hay un momento que el aprendizaje tapona y acaba con lo que puede darte alguien. Está tan preocupado con hacerlo bien que al final existe una pretensión de blindaje, o sea, llévame a escena de tal manera que pueda defenderme de la opinión y la visión de los demás porque yo sé que lo he hecho bien; esto dificulta mucho. Las escuelas fomentan mucho el nunca llegarás a estar lo suficientemente formado. Yo les digo, no aprendáis más. Trabaja conmigo. Aprendamos juntos. Hay que dejar de ser alumno y hay que empezar a dar. Empezar a querer saber, pero por un deseo personal.»

«Un actor debe estar preparado y saber que lo que da conecta con el deseo de alguien y que ese deseo es efímero. Buñuel tenía un personaje famoso, casi un demente, y hay gente que dice que quien lo interpreta es su mejor actor, bueno, no lo creo, es simplemente un actor que encaja perfectamente con el deseo de Buñuel, que se presta, que pasaba por allí, pero no vamos a hacer de ahí el artificio del mejor actor o la mejor manera de actuar; esa es sólo la manera de que dos deseos confluyan: el que se proyecta sobre ti y el que tú eres capaz de ofrecer y cumplir. Donde más he articulado esto es como profesora de interpretación, intentado protegerlos de esa especie de usar y tirar.»

«A la hora de trabajar yo te veo, me interesas y ya no pienso en nada más. Nos ponemos a trabajar e intento ayudarte, si no tienes experiencia como actor, a nivelarte con quién sí la tiene. Es una labor de crear equipo. Nunca me han gustado los protagonistas. Me gusta que todo el mundo trabaje en un nivel muy parecido y, sobretodo, si alguien no está en el pensamiento y la reflexión, meterlo ahí por el lado del deseo.»


Lo emocional versus lo intelectual

«Me interesa provocar deseo en lo intelectual. Que lo intelectual no vaya separado en absoluto de lo emocional. Siempre he pensado que no se pueden separar. Hasta en la tarea intelectual más ardua hay emoción: cómo estás sentado en la mesa, cómo estás escribiendo, cómo está el corazón de agitado…, siempre está el cuerpo al cien por cien. Es imposible sustraer el cuerpo de la misma manera que es imposible que alguien que está en escena, moviéndose, no piense. El pensamiento siempre se está haciendo cuerpo. Yo no veo la diferencia.»


El público

«Asumí desde muy pronto que había un público, hasta que Badiou me dijo que el público era para el cine y el espectador para el teatro. Me gusta más la idea del espectador. De uno en uno. Me parece que yo jamás puedo hablarle a un público. Hay piezas que a nivel mío, personal, están construidas sólo para una persona. Siempre intento identificar para quién la hago y a los actores también les invito a que lo hagan. Si alguien llega a identificar su deseo de una manera tan clara y nítida aporta algo fenomenal al trabajo.»

«Con los aplausos pasa algo parecido a lo que hablábamos antes del humor. Es una vía más narcisista y vana. A veces te aplauden muchísimo y están en un acto de violencia, aplaudiendo están diciendo: menos mal que ya se acabó, aunque sea inconsciente, o también pueden estar en un acto de bondad… Cuando llego a los camerinos y me dicen que el aplauso ha sido muy bueno digo, cuidado. Siempre desconfió de los aplausos.»


El presente

«Ahora se ha dado una de esas operaciones del azar que acabas por aceptar. Cuando acabé mi trabajo en la Universidad, que acabó con el cambio de rector, me fui a casa, lo hablé con mi compañero, y decidí estar en casa, leer y no poner en marcha nada hasta que no apareciese el deseo. Comencé y apareció un cierto vértigo, de vacío. Los días empezaron a ser demasiado largos y no me he dejado vivirlo. Tal vez no hubiera estado mal vivirlo un poco más de tiempo. Estaba practicando mucho zen en casa, cuatro o cinco meditaciones diarias. Apareció una relación con el silencio importante y, al cabo de unos meses, me dije que iba discretamente a poner en funcionamiento algo. Había gente con la que había trabajado que me lo estaba demandando. Y sin darme casi cuenta he puesto en funcionamiento cuatro cosas. Pensaba que las cosas iban a ser más lentas y que muchas se caerían, pero, al final, de alguna manera, todo ha cuajado. Me han invitado a DT de residencia todo el mes de octubre y he venido con todo. Aunque de todas las propuesta que he estado trabajando, y enseñando, con la que más me gustaría continuar es con Senecio. La que más me apetece ensayar, investigar y sacar a fuera. Es donde está la aventura creativa mía más viva.»

«Son cerca de treinta años dedicándome a esto y creo que el panorama ha cambiado. He tenido experiencias kafkianas de ir al mismo despacho, con el mismo cenicero y la misma lámpara, para ver a cuatro señores diferentes en distintos momentos. Ni siquiera cambiaban la mesa. Ahora creo que las cosas están cambiando. Me gustaría pensar que está apareciendo un perfil de gestor más afín a la creación y menos apegado a unos presupuestos. Es lo que me gustaría pensar. Aunque sigue habiendo personas que están en puestos estratégicos y que son tapones. Que siguen impidiendo que circule la vida. Parece que hay pequeños brillos, algún destello, de que la cosa puede ser diferente. Hay personas distintas. Pero todo es frágil. En cualquier momento lo igual puede volver a reaparecer con una contundencia absoluta.»


Biografía robada del Archivo Virtual de Artes Escénicas. Aquí.

Sara Molina ha desarrollado su trabajo de dirección principalmente en Granada, aunque ha colaborado con compañías de Tenerife, Alicante y Murcia y realizado alguna puesta en escena para el Centro Andaluz de Teatro. En su producción de los noventa fue central la atención a lo fragmentario (entendido como lo nimio, como lo roto o como lo aludido). Tres disparos, dos leones (1993) incluía fragmentos textuales de Francis Bacon, Margueritte Duras, Paul Auster, Botho Strauss, John Berger y la propia directora, así como material verbal de los actores e incluso restos de improvisaciones desechadas o caminos de trabajo interrumpidos. Los textos no son interpretados, son más bien citados, del mismo modo que son citadas las músicas (de Williams Boyce, Albéniz o Nino Rota, entre otros), los gestos e incluso el proceso mismo de trabajo. Multiplicando las mediaciones, Sara Molina construye teatros dentro del teatro, sustituyendo las arquitecturas formales por reglas de juego e invitando al público a participar con sonrisas cómplices o apelaciones tímidas, invitaciones a que el espectador mire por el ojo de la cerradura o se cuele por debajo de las puertas. Tras una larga relación con Teatro para un Instante, Sara Molina inició una colaboración con Margarita Borja y el Teatro de las Sonámbulas, con el que produjo Almas y jardines (1995), escenificación de una serie de textos poéticos de Margarita Borja en el Castillo de San Juan de Alicante, con partitura musical original de Manuel Seco, y Hécuba, nómos y músicas de las ciudadanas (1997), en la isla de Tabarca. Aunque ha sido con la compañía Q. Teatro, que ella mismo fundó en 1995, con la que ha producido la mayoría de sus creaciones de la última década, entre ellos, Nous in perfecta armonía (2002) y Mónadas (2003)

Esta casa en medio del viaje es el viaje

Casa

En el mes de octubre pasa todo, pero mientras pasa todo también pasan otras cosas. Sara Molina es artista en residencia en DT Espacio Escénico y durante todo el mes va a ir mostrando aproximaciones a distintos proyectos en los que está embarcada últimamente y en los que se acompaña de distintos artistas.

El fin de semana pasado pudimos ver Suhuf, pieza creada junto a Ahmed Benattia. Una interesante conversación entre Ahmed y Sara, entre el norte de África y el sur de Europa, entre la juventud y la madurez, entre el patio de butacas y el escenario, entre el cuerpo y la palabra. Durante su época en el teatro universitario de la UGR, Sara Molina ya trabajó en varios montajes con Ahmed, escribió poemas en torno a su relación y un día decidió enviárselos; Ahmed se los envió de vuelta, corregidos y puntuados. Así empieza una conversación y así empieza Suhuf, con Ahmed en el escenario y Sara sentada entre el público, y donde las palabras en árabe y castellano van sobrevolando nuestras cabezas, nos van envolviendo y van dibujando un paisaje emocional que nos habla de una forma de mirar, de mirarse, de mirarnos.

El viaje es una conversación y la conversación puede ser una casa: un lugar que habitar y un lugar que ocupar. El trabajo de Sara Molina y Ahmed Benattia nos sirve, por qué no, de contrapunto a los que estamos disfrutando con las propuestas de La casa y el relato, de El lugar sin límites en el CDN. La casa de Sara y Ahmed está hecha de palabras y durante el viaje trazan un camino en común, entre sus pasados y futuros, sus deseos y sus miedos, sus amores y sus desamores. Las palabras nos animan a la contemplación y, poco a poco, las hacemos nuestras: desde sus lugares más íntimos viajamos a los nuestros y allí, al fondo, una letra árabe en la oscuridad se convierte en una serpiente roja del desierto y caminamos largas distancias pese a estar quietos o un turbante enroscado nos dice algo sobre la imposibilidad de encontrarnos con el otro y unas babuchas de neón se convierten en todo un bazar.

Todavía queda mucho octubre y en DT pueden encontrarse con el trabajo de Sara Molina. Es probable que merezca la pena.