Parecía que iba a ser una mañana de domingo como otra cualquiera, pasar la aspiradora y pasar la resaca, pero Javier Marías ha tenido a bien dedicar su columna de El País Semanal al teatro y, sin pretenderlo, me ha alargado el café y alegrado el desayuno. En su columna, Ese idiota de Shakespeare, nuestro preciado académico reconocía, como ya hizo a principios del S.XXI, que hacía años que no iba al teatro y que los “directores adaptan grandes clásicos a las tontunas contemporáneas”. Pueden leer sus consideraciones, si acaso tienen interés, aquí. Una de mis partes favoritas es cuando critica los excesos de directores y «adaptadores» teatrales poniendo como ejemplo una serie de televisión. Sí. Se nota que desde el siglo pasado no pisa un teatro, por mucha “admiración” que sienta por su colega José Luis Gómez. Ni siquiera se le ocurre poner como ejemplo, qué sé yo, el Fuenteovejuna que estrenó Pepa Gamboa el jueves en el Teatro Español, adaptación que interpretan mujeres gitanas de El Vacie. Haría bien José Luis Gómez en replicarle. Igual que le replicó Adolfo Marsillach cuando publicó una columna calcada a ésta hace quince años. Mientras José Luis se decide o no, y como tenía un rato libre esta tarde, he decidido escribir esta nota rápida.
Querido académico, tal vez le venga bien sacar las narices de su biblioteca de vez en cuando. A sus narices no creo que les siente mal algo de aire, aunque, ¡faltaría más!, puede hacer con ellas lo que más le venga en gana. Quizá quieran saber qué es lo que se cuece más allá de sus -seguro que bien fundados, no lo dudo- añejos prejuicios. Además, y esto sí se lo aseguro, cuando vuelva al calor y confortabilidad de su sillón orejero Shakespeare o su querido Valle-Inclán o su admirado Beckett seguirán igual de lozanos y hermosos en los estantes de su biblioteca. Estarán igual. Tranquilícese. Sin una coma cambiada. Allí seguirán, blanco sobre negro, encuadernados en piel. Pero, digo yo, que tal vez a ellos les gustaría algo más que sus textos estén encima de un escenario, a fin de cuentas para eso perdieron su tiempo en escribirlos. Por muchas trifulcas que haya -y habrá- entre autores y directores.
Hay en alguna cosa en la que sí le daré la razón. Por ejemplo, no son pocos los compañeros que utilizan los textos clásicos como pretexto para atraer al público a sus obras -bienvenido a la época del marketing-, cobrar derechos de autor y presentar montajes de dudosa factura con textos libres de derechos. Se hacen hoy en día, y se seguirán haciendo mientras el mundo sea mundo, verdaderos sinsentidos bajo el paraguas de la cultura. No tiene más que mirar cualquier listado de novelas publicadas, ir al cine, ver alguna serie en la televisión o acercarse, si tiene a bien, a un par de museos. Quién sabe. Quizá dentro de bastantes años, quiera el tiempo que muchos, esos sinsentidos se hagan con sus propias novelas. Acostúmbrese. No vaya a ser que alguien se proponga fastidiarle su merecido descanso eterno.
En lo que no puedo darle la razón es en lo demás. A no ser que yo no me haya enterado y sea usted el albacea de Shakespeare y guarde en su biblioteca reglas escritas y estrictas en donde el inglés deja claro cómo quiere que se monten y representen sus textos. Pienso yo, cosas que le pasan a uno por la cabeza después del vermú del domingo, que estos textos «clásicos», sus tramas y sus puestas en escena también fueron en su día “tontunas contemporáneas” para alguien como usted. Y menos mal que hubo gente que hizo oídos sordos y siguió yendo y llenando los teatros.
Hay una última cosa, y ya me callo, que me demuestra que de lo que uno no sabe es mejor callar la boca. Llevo veinte años yendo al teatro. Sobre todo a ese tipo de teatro que usted llama “moderno”. A veces a los académicos también les falta el vocabulario para referirse a las cosas con algo más de precisión. Pocas veces he escuchado una etiqueta tan parca. Pues bien. En esos veinte años nunca he ido a una obra en donde se me lanzase “agua o pintura o bengalas” o se me haya obligado a interactuar con los intérpretes “que bajan al patio de butacas para restregarse” con el público “y vejarlo”. Es probable que tenga usted una visión del teatro “moderno” miope y tal vez más cercana al teatro «moderno» que se hacía en su juventud, bajo el régimen franquista, una época, el siglo pasado, en la que el teatro universitario hacía lo que buenamente podía, y gracias y menos mal que lo hacía. Pero ha pasado el tiempo, y ha llovido en los campos y en las ciudades, y su columna está tan caduca como las referencias y el imaginario que tiene. Tranquilo. Es un mal compartido. Hace menos de una semana Came Portaceli hablaba de “el teatro más radical” y de “okupar con ka” el escenario. Salga y vaya al teatro. En serio. En el teatro se han hecho muchas cosas mal y se han cometido muchos excesos, pero no creo que le haga daño a nadie, y mucho menos a Shakespeare, salir y darse un paseo por los escenarios de su ciudad. Le aconsejo alguna de “teatro moderno”. Yo estoy deseando ir al teatro y que me tiren una bengala.