Hace un mes, ni siquiera, coincidí con un dramaturgo, conocido a nivel nacional, con un puñado de premios y algunas obras que siguen representándose años después, cercano, aunque todavía sin llegar, a los cincuenta. Que tiene una compañía, casi de treinta años de trayectoria, que sobrevive gracias a las campañas escolares en la provincia donde reside y tres hijos pequeños, que, sumando todas sus edades, no llegan a la veintena. Durante la conversación, agradable y llena de descubrimientos y coincidencias, dijo que a una buena parte de los colegas de su generación les había costado convencer a sus padres que el teatro era un oficio con el que podían pagarse las facturas. No se arrepentía de su elección. A pesar de las estrecheces y de los dolores de espalda por cargar y descargar furgonetas. Pero sentía que ahora que sus hijos conocían de primera mano la realidad de la profesión no iban a tener muchas ganas de dedicar su vida a lo mismo que se dedicaban sus padres. En otro momento me contó cómo después de años sin salir de viaje, sin tener vacaciones, acaba de reservar, con más de un año de antelación, unos billetes de avión y un hostal para viajar con sus hijos a un festival de teatro internacional, aunque no podrían comprar la entrada a ninguna obra y se conformarían con asistir a los espectáculos de calle, gratuitos. Una vida dedicada al teatro y al empeño de trasladar nuestro patrimonio cultural a los más jóvenes sólo llega para eso. No hablaba desde la queja. Como mucho desde un cierto cansancio más allá de ser padre de tres niños.
Es fácil que la queja se convierta en un mecanismo inmovilizador. Mientras estás ahí es difícil tener fuerzas para estar en otro sitio. Todo acaba pesando demasiado. Su testimonio era personal, él mismo decía que a otros les había ido bastante mejor y estaba agradecido, a pesar de todo, pues muchos fueron obligados a tirar la toalla antes.
Después, por esta manía estúpida de llevar todo a un terreno personal, pensé en mí. Pensé si yo, de una generación diferente a la suya, me arrepentía de la vida que había elegido. De intentar sobrevivir en esto de La Mandanga. De dar tumbos de un lado al otro. De la intranquilidad de no saber cuál será el siguiente trabajo. De ver mi currículo rechazado una y otra vez en cualquier oferta de infojobs. También recordé a mis padres diciéndome si además de esto no estaría bien sacarme, por ejemplo, un módulo de técnico en radiología, por si acaso. Reconozco que sí, que más de una vez me he arrepentido. Aunque luego me comparo con alguno de mis amigos con trabajo indefinido y buen sueldo, y, por una vez, me creo un tipo con suerte. Tal vez sobre eso trataba el entusiasmo en La conquista de lo inútil de L´Alakran.
De vuelta a casa, en la soledad del viaje de regreso, pensé en la pobreza. En la pobreza en un sentido amplio. Más allá de tener cubiertas las necesidades biológicas, mínimas, básicas, que millones de personas no tienen. Frente a esa realidad cualquier razonamiento de este tipo sirve más bien para poco. El capitalismo, como dice Carlos Fernández Liria, no se detiene frente a nadie ni nada, a pesar de que muchos sólo se hayan cabreado cuando ha tocado las puertas de su casa. ¿Qué pensaban? El capitalismo no se ha detenido frente a ninguna puerta. Ha cambiado de sitio hasta las montañas: cambió de sitio los glaciares en Chile porque había unas minas de oro que la familia Bush quería explotar. Hasta las montañas que son lo sublime kantiano. Lo sublime en Kant es cuando la imaginación fracasa, pues bien, como nos recuerda Fernández Liria, donde la imaginación fracasa, no fracasa el capitalismo. ¿Recordáis Fitzcarraldo de W. Herzog?
En ese momento del viaje, de manera algo infantil, pensé que la imaginación, igual que la trampa, camina como la tortuga en la paradoja de Zenón, y eso que Aquiles, en este caso el capitalismo, es llamado “el de los pies ligeros”. Puede que el capitalismo, la sociedad del entretenimiento y su lógica de mercado nos intente alcanzar, pero cuando llegue a nuestro lado ya nos habremos movido lo suficiente. El capitalismo mide el mundo en la finitud del hombre al utilizar como medida un enriquecimiento caduco y material. Nada importa más allá de esa riqueza. Al usar esa vara de medición nos está arrebatando la eternidad. A cambio, eso sí, nos vende infinidad de supuestas experiencias para que tengamos la sensación de aprovechar al máximo nuestro poco tiempo de vida. Pero la humanidad, en un sentido mayor que cada uno de nosotros, es eterna. Teniendo en cuenta que lo eterno es un concepto humano inexplicable más allá de nuestra extinción y que habla de nosotros como especie. Ahora que comienza el Acuerdo de París, quizá sea hora de empezar a extrapolar conceptos como el del cambio climático a la cultura. Pensar que trabajamos con un tipo de riqueza que desborda el tiempo y la familia. Contraponer al capitalismo cultural una ética y un pensamiento ecológico. La muerte está de nuestro lado. La eternidad siempre será nuestra. Porque a pesar de que la pobreza no conceda caprichos, sí concede un sinfín de posibilidades.
…a lo mejor podemos empezar por aquí:
http://blogzac.es/y-si-nos-ponemos-especulativas/
No es mal sitio para empezar. Gracias por la info, paz. Y por leer, claro.