I have a dream

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Hoy he soñado con una hija que no tengo. Ahora, que ha entrado el frío en Madrid, como entran las tropas de un batallón, y las tardes se dejan ir tranquilas hacia la noche atravesando la lluvia, he soñado que la hija que no tengo jugaba en la piscina con unos primos que tampoco existen. Y yo, con los pies sobresaliendo de la sombrilla y las marcas de las sandalias tatuadas por el sol, veía cómo la luz, fuerte, quemaba la superficie del agua, mientras los niños, ajenos a los peligros del tiempo, se salpicaban y el agua era para ellos como un veneno que provoca la risa. Mi hija sabe nadar. Le enseñé hace unos años. Tiene un bañador rosa con una patos estampados en amarillo. Los niños, en corro, jugaban a las aguadillas. Metían la cabeza de alguno bajo el agua y, después de unos segundos, dejaban que volviese a coger aire y, después de unos segundos, volvían a meter su cabeza bajo el agua. Al salir a la superficie se escuchaba cómo cogían profundas bocanas de aire. He intentando decirles algo, pedir un poco de calma, que tuviesen cuidado, pero el sueño no me ha dejado. Los sueños son un paisaje, he pensado al despertarme. Te mantienen como un espectador inmóvil. Incapaz para la acción. Y dentro del sueño, casi sin querer, mecido por los gritos inocentes, he vuelto a dormirme. En algún momento me ha despertado un chillido agudo. He dado un respingo. La sombrilla bajo la que estaba había desaparecido y el sol me cegaba con una luz fuerte, como si un helicóptero de la policía me estuviese apuntado directamente a los ojos. Me he puesto la mano en forma de visera, cubriéndome las cejas. En la piscina los niños estaban pálidos. Callados. El ruido de la chicharras iba creciendo lentamente hasta volverse insoportable. He intentado levantarme y no he podido. Desde allí, quieto, he visto como su cuerpo flotaba bocabajo. Esta vez sí, me he despertado. He bajado de la cama y he ido hasta la cocina a beber un vaso de agua. El suelo frío en mis pies descalzos. Estaba acalorado, sudoroso. El gato dormía.

Pasada la agitación del sueño, algo más compuesto, he pensado, en esa afición que tiene el cerebro para unir las cosas, para construir metáforas, que el sueño tenía algo que ver con la situación de la Cultura en España. Y, como un fantasma, en la pared de la cocina, de madrugada, se me ha aparecido algo similar a la cara Iñigo Méndez de Vigo, con una mueca sonriente dibujada en el rostro. Me ha invadido la intranquilidad y el insomnio ha conquistado mi cuerpo. Si mi hija en vez de un bañador rosa hubiera llevado un bañador blanco, con la palabra Cultura o Teatro o Cine o ponga usted lo que más desea, estampada en letras negras; todo estaría más claro. Comenzó como un juego al que no di mayor importancia. Algo que, incluso, llegué a asumir. Vale, bien, piensas, te vas a poner encima de mis hombros y empujar hasta el fondo de la piscina, pero después, no puede ser de otra manera, sigues pensando, vas a dejarme salir a respirar. Las cosas no van bien, aunque hay momentos de cierta calma en los que tienes la cabeza fuera del agua. No es un juego agradable, sientes angustia. Aún así sobrevives. Te parece que eso es lo normal. La intranquilidad que has elegido. Que a pesar de todo vamos tirando. Pero hay un punto de no retorno: cuando se pasa más tiempo con la cabeza dentro del agua que con ella fuera. Y si te dejan salir a respirar, respiras con un tubo de escape metido dentro de la boca, igual que una traqueotomía. Comienzas a tragar agua. Los pulmones se encharcan. Se muere. Lo que comenzó como un juego, como un pequeño y breve recorte, una subida del IVA revisable, se ha convertido en, como dirían en la mafia, unos pies de cemento. Así estamos. A pocos les interesa que nos estemos ahogando. Mucho menos a nuestras queridas, honradas y amadas clases dirigentes. He tenido una mañana rara. Espesa. Como la noche. Todavía no estamos muertos, pero ya hemos contados varias veces las celdillas de los azulejos del fondo de la piscina. Por desgracia, no somos peces.

¿Para qué, Ivana Müller?, ¿para qué?

El domingo, 13 de noviembre, fui a La Casa Encendida y vi Seguimos mirando de Ivana Müller. He escrito sobre la pieza aquí, El cadáver, ay, sigue muriendo. Pero, cosas bonitas de Internet, he recibido un mail a lamandangayallego@gmail.com de Cándido Losada, no del todo conforme con lo que apuntaba en Mambo, en el que adjuntaba una crítica de la pieza y, de alguna manera, también una crítica a mi crítica. Os dejo aquí su texto.

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¿Para qué, Ivana Müller?, ¿para qué?

Por Cándido Losada

Todo día es susceptible de convertirse en un gran día y todo día es susceptible de convertirse en el día más importante de la Historia. Ayer, 13 de noviembre de 2016, también y, por eso, fui a La Casa Encendida a ver We are still watching en el marco del festival Ser Público. Por si acaso. Allí estaba y no había nadie, pensé, coño, a ver si va a ser el día más importante de la Historia sólo para mí. Menos mal que poco a poco fue llegando gente. ¿Qué gente? Los de siempre, los chicos de los domingos, dijo alguien; porque aunque no nos conozcamos sí nos conocemos, aunque no hayamos hablado entre todos sabemos quiénes somos. Digo esto, no porque me moleste, por lo general solemos ser gente maja, pero vendrá al caso dentro de un par de párrafos.

Ya todos allí, entramos en un espacio cerrado con gradas a cuatro bandas y telones negros rodeándonos, íntimo, un lugar seguro, sin nadie que nos moleste. Nos toca un número y con el número un asiento, los asientos están desordenados, así que, ya, de primeras, te separas de tus amigos, lo cual, se agradece, porque la mirada juguetona comienza a lanzar asociaciones extrañas: esas tres chicas que parecen amigas de toda la vida probablemente no se conozcan de nada, esos pegan de pareja, etc., venga a funcionar la maquinaria (¿de la imaginación, de la manipulación, del deseo?, ¿las tres anteriores son válidas?).

Comienza la mandanga con unos cuantos sacando un guion de debajo de la silla y comenzando a leer, diálogos sugerentes sobre temas livianos, ¿quién es actor y quién es público? ¿por qué se paga para ver esto? ¿cómo se dicen las palabras? Todo sospechas y dudas aunque en realidad no tanto, quizá fue nuestro grupo que lo tuvo claro desde el principio, pero no había dudas muy reales, había quizá una representación de una duda como había la representación de un diálogo y la representación de un teatro (¿representación de representación: metarepresentación?). Teníamos claro que jugábamos a leer. Estuvimos conformes y nos pusimos a leer. Tampoco es que hubiese nada para provocar conflicto, para que dudásemos si leer o no. Todo era liviano. Fina dramaturgia, finísima, bien hilada (eso, es cierto, es placentero), los guiones vuelan de un espectador a otro, aparecen nuevos, monólogos, lecturas al unísono, algún objeto encontrado…, uno nunca se aburre, eso es. Terminamos cantando todos al compás de un metrónomo y una canción marcada en sílabas para que nos salga bien y ese pensamiento de hay que ver lo obedientes que somos, incluso en el teatro más subversivo, y cómo acabamos siendo felices y cantando juntos gracias a algo que en principio odiamos: un set de reglas, lo prefijado, la norma, lo guionizado que construye la sociedad.

Y eso es, pieza bien, pieza bonita, hemos participado, hemos cantado, no ha fallado nada, todos contentos, a casa. Pero, ¿hemos participado de verdad? Al salir no pude más que pensar en Claire Bishop (¡Santa Bishop!) poniendo verde a Tiravanija por sus comidas en el museo en el famoso artículo aquel. En él se preguntaba si simplemente el hecho de establecer un encuentro ya era válido y democrático o si había que analizar y cuestionar qué tipo de relaciones se establecían en ese encuentro. Mi sensación es que con We are still watching de Ivana Müller somos los mismos de siempre haciendo lo mismo de siempre (ahora retomando lo de arriba), que no sirve para nada más que para confirmarnos a nosotros mismos. No nos cuestiona. Nosotros solos nos juntamos y nos ponemos a hablar -más aún después del 15M-, ya somos una comunidad artística que domina los conceptos de los que se está hablando y que en gran medida es escénica, es decir, entiende lo que es la negociación, los cuerpos, la dualidad acción/mirar, la dualidad colectivo/individual, etc., entonces, ¿para qué? Y que conste que no digo que sea una mala pieza, la disfruté mucho, pero cada vez pienso más cuando voy a ver arte participativo que debe pensar a quién apunta y que si quien está en la sala no hace más que confirmar sus ideales y pasar un buen rato, algo está fallando.

Todo lo que tenemos os lo damos

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El sábado, 5 de noviembre, estuve en la calle Ramírez de Prado, 3, mientras jarreaba en Madrid, en una de las actividades de la nueva edición de Acción!MAD, encuentro de Arte de Acción y Performance que lleva más de una década profundizando sobre este género de las Artes Visuales, “independiente y autónomo, gobernado por sus propias reglas espacio-temporales”, como se presenta en el programa, y que coordina la artista Nieves Correa. Hasta el 24 de noviembre se estarán desarrollando presentaciones, talleres, muestras y performances en Matadero y algún otro lugar más. Es una alegría que este festival aguante y espero que sea así durante más años.

El sábado pudimos ver, por este orden, acciones de Ana Matey, Bartolomé Ferrando y Los Torreznos. El salón de actos del Archivo Regional de la Comunidad de Madrid, con sus paneles de colores y sus filas de butacas acolchadas color chocolate, tal vez sea más adecuado para la presentación de un libro o una conferencia que para una performance, aunque como el arte de acción tiene más que ver con la acción que con su puesta en escena, no es algo que vaya a reprochar; estaba lleno, no sé cuanta gente cabe, ¿ciento y unas cuantas?, el caso es que toda la gente que cabía estaba allí. Entrada libre hasta completar el aforo.

A pesar de que ya ha pasado una semana de aquello, recuerdo que comenté, junto con mis dos acompañantes, que la media de edad del público era, más o menos, la media de edad de los artistas, exceptuando algunas personas, como nosotros tres, y los hijos que iban con sus padres. Nos preguntamos si algo así podría pasar en las artes vivas dentro de cuarenta años. Si sólo seguirían interesando a los que ya nos interesa y seguimos en 2016. Aunque los contextos son bastante diferentes.

El arte de acción, que ha conseguido instalarse en la médula de otras prácticas artísticas y revitalizarlas, ha perdido hoy una parte de su potencial irreverencia. La acción por la acción, hecha tal y como se hacía sin apenas revisitar, tiene, en ocasiones, un cierto aroma añejo. En algún momento de la tarde me sentí viajar al pasado. El arte de acción que ha evolucionado lo ha hecho pegado, por ejemplo, a lo político (hasta lo inútil es político), incluso al teatro, y ha sabido transformarse, y qué bien le ha sentado, en otras cosas. El mundo gira y el arte ni se crea ni se destruye, solamente se transforma. Un último apunte: ayer le dieron el Nacional de Artes Plásticas a Juan Hidalgo, fundador de ZAJ. No puede entenderse el arte del último medio siglo en España sin ZAJ. Llega tarde. Demasiado. Pero bien.

La primera que realizó su batería de acciones fue Ana Matey. En todas, pienso, tenía importancia el sonido. Cuando entramos al salón de actos, Matey estaba sentaba tras la mesa introduciéndose en la boca canicas de cristal mientras iba contándolas, al llegar a las setenta y tener los carrillos al completo, las vació en un embudo de cristal. Luego se levantó, fue hasta un atril que había a la izquierda del escenario, se puso un inflador en la cabeza y presionándolo con la mano empezó a hinchar un condón. El sonido del aire al salir de la bomba tenía cierta música. Luego la situó en su cadera y siguió inflando el preservativo. Todo su cuerpo acompañaba el movimiento. Cuando el profiláctico tuvo un tamaño considerable vació su interior frente a un micrófono, manipulando la abertura a conveniencia. Volvió a sentarse tras la mesa, se puso una planta en la cabeza, con la tierra, y comenzó a hinchar un globo amarillento, de esos globos fuertes y grandes, en un momento, cuando el globo tenía un tamaño tres veces mayor a su cabeza, pensé que continuaría hasta que explotase y el huracán de su interior derribaría el bosque, la planta, de su cabeza, pero al llegar a cierto punto dejó de inflar y volvió, como una gaita, a dejar salir el aire a su antojo. Por último se puso tras el atril, abrió, con gesto serio, un maletín, y empezó a tirarnos pelotas negras, hechas con agua y globos, que hacía botar en el suelo.

Aún recuerdo cuando llegué a Madrid y leí El arte de la performance. Elementos de creación de Bartolomé Ferrando. En su día fue un libro que me aclaró ciertas cosas y no puedo dejar pasar la ocasión de celebrar su lectura. Bartolomé Ferrando fue el segundo de la tarde. Cogió el atril, se puso en el centro, delante de la mesa. Dijo que iba a hacer tres piezas. Para la primera necesitaba la ayuda de todos los presentes. Hizo que cada uno de nosotros cogiese un pañuelo de papel y nos animó a sonarnos las narices al unísono. Comenzó a recitar un poema fonético y, a su marca, nos sonábamos la nariz. Hubo risas y sonrisas. La segunda pieza: sacó una especie de jarrita pequeña de metal, del tamaño de un dedal, y mientras la manipulaba y caía de su interior un hilo rojo, balbuceaba y emitía sonidos acuosos que acompañaban, en cierto modo, sus movimientos. En la tercera pieza, con un mecanismo sonoro parecido, manipulaba dos vasos. Un conflicto entre vasos de cristal transparente, de forma un poco diferentes, pero que sirven para lo mismo. Los arrastraba en una pequeña mesa, los acercaba hasta su límite y acabó poniéndoselos como anteojos.

Los terceros y últimos fueron Los Torreznos. Siempre que puedo voy a ver su trabajo y siempre, en mayor o menos medida, me interesan. Me gusta lo que hacen y creo que lo hacen muy bien. Que son capaces desde el juego, el humor y la repetición de abrir grietas sugerentes y poéticas, de atacar la realidad y, en algunos de sus trabajos, por qué no, devolver una mirada política. De llevarnos más allá del lenguaje sin que nos demos ni cuenta. Mezclan, en equilibrio perfecto, la inteligencia con una imbecilidad muy pensada. Los Torreznos, vestidos con sus trajes, suben al escenario, del que ya han retirado la mesa, y dicen que van a hacer su primer película, que se llama, si la memoria no me falla, Todo en el aire. Realizan, como si se tratasen de escenas cinematográficas, diferentes acciones. Dibujan en el aire y adivinan qué es lo dibujado, empezando por una simple casa y acabando por cosas como la felicidad; repiten una y otra vez: hoy va a cambiar todo, con unas barbas postizas que van moviendo por su cara y se convierten en peluquín o pelo del pecho; “montan a caballo”, o adoptan diferentes gestos mientras repiten: desde que nací soy así, para acabar enzarzados en una pelea cuerpo a cuerpo. Se preguntan: pero, ¿esto le está interesando a alguien? y vuelven su mirada y quehacer a los espectadores, hablan de las diferencias, de la valentía, de sentarse en la primera fila o en la segunda -a los de la primera fila se les ven las rodillas-, y también que es imposible que los últimos, allá lejos, vean, entiendan, algo. Después de recorrer la platea y subirse a unas sillas puestas, en el pasillo, a la mitad, nos disparan con las pistolas, metralletas, y nos lanzan granadas de mano, de sus dedos. Para acabar, en el escenario de nuevo, nos dicen: todo lo que tenemos os lo damos. El caballo, los dibujos en el aire, las balas, las pelucas, cada uno de los sonidos y gestos; todo.

Al terminar recordé unos versos de Rafael Cadenas, poeta venezolano, que dicen, más o menos, que el arte -la poesía- sólo puede ser ofrenda o ser vanidad. Cómo son los poetas. Capaces de nombrar las cosas, sí, pero incapaces de decirme si aquella tarde había visto tanta ofrenda como vanidad. Tal vez mi intuición, esta pregunta flotando en el aire, más allá del lenguaje, sea la poesía.

La muerte está de nuestro lado

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Hace un mes, ni siquiera, coincidí con un dramaturgo, conocido a nivel nacional, con un puñado de premios y algunas obras que siguen representándose años después, cercano, aunque todavía sin llegar, a los cincuenta. Que tiene una compañía, casi de treinta años de trayectoria, que sobrevive gracias a las campañas escolares en la provincia donde reside y tres hijos pequeños, que, sumando todas sus edades, no llegan a la veintena. Durante la conversación, agradable y llena de descubrimientos y coincidencias, dijo que a una buena parte de los colegas de su generación les había costado convencer a sus padres que el teatro era un oficio con el que podían pagarse las facturas. No se arrepentía de su elección. A pesar de las estrecheces y de los dolores de espalda por cargar y descargar furgonetas. Pero sentía que ahora que sus hijos conocían de primera mano la realidad de la profesión no iban a tener muchas ganas de dedicar su vida a lo mismo que se dedicaban sus padres. En otro momento me contó cómo después de años sin salir de viaje, sin tener vacaciones, acaba de reservar, con más de un año de antelación, unos billetes de avión y un hostal para viajar con sus hijos a un festival de teatro internacional, aunque no podrían comprar la entrada a ninguna obra y se conformarían con asistir a los espectáculos de calle, gratuitos. Una vida dedicada al teatro y al empeño de trasladar nuestro patrimonio cultural a los más jóvenes sólo llega para eso. No hablaba desde la queja. Como mucho desde un cierto cansancio más allá de ser padre de tres niños.

Es fácil que la queja se convierta en un mecanismo inmovilizador. Mientras estás ahí es difícil tener fuerzas para estar en otro sitio. Todo acaba pesando demasiado. Su testimonio era personal, él mismo decía que a otros les había ido bastante mejor y estaba agradecido, a pesar de todo, pues muchos fueron obligados a tirar la toalla antes.

Después, por esta manía estúpida de llevar todo a un terreno personal, pensé en mí. Pensé si yo, de una generación diferente a la suya, me arrepentía de la vida que había elegido. De intentar sobrevivir en esto de La Mandanga. De dar tumbos de un lado al otro. De la intranquilidad de no saber cuál será el siguiente trabajo. De ver mi currículo rechazado una y otra vez en cualquier oferta de infojobs. También recordé a mis padres diciéndome si además de esto no estaría bien sacarme, por ejemplo, un módulo de técnico en radiología, por si acaso. Reconozco que sí, que más de una vez me he arrepentido. Aunque luego me comparo con alguno de mis amigos con trabajo indefinido y buen sueldo, y, por una vez, me creo un tipo con suerte. Tal vez sobre eso trataba el entusiasmo en La conquista de lo inútil de L´Alakran.

De vuelta a casa, en la soledad del viaje de regreso, pensé en la pobreza. En la pobreza en un sentido amplio. Más allá de tener cubiertas las necesidades biológicas, mínimas, básicas, que millones de personas no tienen. Frente a esa realidad cualquier razonamiento de este tipo sirve más bien para poco. El capitalismo, como dice Carlos Fernández Liria, no se detiene frente a nadie ni nada, a pesar de que muchos sólo se hayan cabreado cuando ha tocado las puertas de su casa. ¿Qué pensaban? El capitalismo no se ha detenido frente a ninguna puerta. Ha cambiado de sitio hasta las montañas: cambió de sitio los glaciares en Chile porque había unas minas de oro que la familia Bush quería explotar. Hasta las montañas que son lo sublime kantiano. Lo sublime en Kant es cuando la imaginación fracasa, pues bien, como nos recuerda Fernández Liria, donde la imaginación fracasa, no fracasa el capitalismo. ¿Recordáis Fitzcarraldo de W. Herzog?

En ese momento del viaje, de manera algo infantil, pensé que la imaginación, igual que la trampa, camina como la tortuga en la paradoja de Zenón, y eso que Aquiles, en este caso el capitalismo, es llamado “el de los pies ligeros”. Puede que el capitalismo, la sociedad del entretenimiento y su lógica de mercado nos intente alcanzar, pero cuando llegue a nuestro lado ya nos habremos movido lo suficiente. El capitalismo mide el mundo en la finitud del hombre al utilizar como medida un enriquecimiento caduco y material. Nada importa más allá de esa riqueza. Al usar esa vara de medición nos está arrebatando la eternidad. A cambio, eso sí, nos vende infinidad de supuestas experiencias para que tengamos la sensación de aprovechar al máximo nuestro poco tiempo de vida. Pero la humanidad, en un sentido mayor que cada uno de nosotros, es eterna. Teniendo en cuenta que lo eterno es un concepto humano inexplicable más allá de nuestra extinción y que habla de nosotros como especie. Ahora que comienza el Acuerdo de París, quizá sea hora de empezar a extrapolar conceptos como el del cambio climático a la cultura. Pensar que trabajamos con un tipo de riqueza que desborda el tiempo y la familia. Contraponer al capitalismo cultural una ética y un pensamiento ecológico. La muerte está de nuestro lado. La eternidad siempre será nuestra. Porque a pesar de que la pobreza no conceda caprichos, sí concede un sinfín de posibilidades.

¿Quién demonios está haciendo negocio con nosotros?

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El viernes, durante la sobremesa, después de unos licores de café, en el momento de las confesiones, un amigo me dijo: hace tiempo decidí que no iba a sitios donde no pagasen. En la mayoría de esos sitios hay dinero, reciben ayudas de gobiernos municipales, regionales, estatales; de fundaciones y otras ayudas diversas. Si el dinero no llega a los artistas es porque alguien se lo está quedando. ¿Quién se lo está quedando? Mientras apuraba el licor, pensé si todo aquello no tendría en el mundo de las metáforas alguna conexión con el comercio justo, en este caso, del café. En la nebulosa del alcohol intuí que esa era una de las causas secretas por las que un puñado de artistas acaban convertidos en gestores y comisarios. Algunos intentando cambiar el modelo, otros intentado beneficiarse de él, otros simplemente para pagar el alquiler. Cuando el pensamiento se hizo bucle me dije que la milonga del emprendimiento era parecida a la de la visibilidad. No le sale a todo el mundo igual ni todo el mundo tiene las mismas oportunidades. Acabé por pensar que hay cosas que se tienen que hacer simple y llanamente por amor, estaba en ese momento, sí, pero qué es el amor y quién demonios está haciendo negocios con él. Parafraseando una frase de Gabriel Marcel sobre la muerte, pensé que lo contrario del amor no es el odio, sino el dinero. Me levanté, di un beso a mi amigo y di por terminado el tema por esa tarde. Necesitaba una siesta.

Pero, en vez de dormir, me fui al Teatro de La Abadía a ver las tres piezas seleccionadas de la última edición del BE Festival. Un festival de teatro que organizan unos españoles en Birmingham. Sus directores artísticos también tienen una compañía de teatro. La última edición ha tenido un presupuesto de 284.000 libras, según explican a Prado Campos en El Confidencial. Es interesante leer el artículo de El Confidencial junto al artículo que escribió Rubén Ramos, El Birmingham European Black Mirror Festival, y que se publicó este verano en MAMBO. Tal vez ahora debería enzarzarme en la escritura de un artículo sobre presupuestos y festivales y cómo se emplea el dinero. Sin ir más lejos, en Madrid, tenemos contextos públicos con presupuestos similares. El Frinje16 tenía un presupuesto de 250.000 euros, aseguraba a los artistas un mínimo de 3000€, más bolsa de viajes y alojamiento para las compañías de fuera, repartió ayudas a la producción y ofreció periodos de trabajo en residencia. Hace cinco años el Frinje aseguraba a las compañías 600€. El Surge en su última edición subió su presupuesto hasta los 400.000 euros. Nunca me quedó claro el modelo del Surge en el que se reparte dinero a salas para que lo repartan entre compañías y así, las salas con compañía, puedan salir beneficiadas por partida doble. Entre otras tantas cosas. No sé si este sistema sirve como argumento para el pensamiento etílico del artista convertido en gestor. Tal vez sí, tal vez debería enzarzarme en la escritura de este artículo… en otro momento. Ahora vamos a lo que fui.

La dirección del BE Festival escoge tres piezas de su programación y realiza una breve gira que, además de ofrecer al público trabajos que no vería de otra manera, sirve como argumentario y justificación. Esta pequeña muestra llamada BEST of BE FESTIVAL estuvo la semana pasada en Madrid y ahora continúa su viaje por el norte de España. Las mejores compañías del BE Festival en esta edición han sido la alemana Oliver Zahn y las italianas Teatro Sotterraneo y TiDA. Que además han impartido talleres gratuitos, previa inscripción, para aquellos que habían comprado entrada. El viernes la sala pequeña de La Abadía estaba llena. La Abadía es uno de los pocos teatros en Madrid con público más o menos fiel. Entre la segunda y tercera pieza hicieron un pequeño descanso y mientras apuraba un botellín de cerveza cortesía de la organización, conocí una pareja de jubilados que estaban descubriendo una manera diferente de hacer en escena y lo estaban disfrutando, mucho (sic).

Después de darnos una tarjeta con un bolígrafo para recoger nuestro feedback y que los directores salieran al escenario para darnos la bienvenida y blablablá, comenzó la primera pieza del programa. Situación con brazo en alto de Oliver Zahn. Escenario vacío. Al fondo, en alto, un pequeño rectángulo blanco donde se proyectarán los subtítulos en castellano. Entra Sara, el cuerpo, mira al público, se quita la chaqueta y los zapatos y los deja en un lateral, vuelve al centro del escenario, mira al público y levanta el brazo derecho en un ángulo de 45º. Sobre ese gesto, prohibido por dos leyes alemanas, trata la obra. Sobre ese gesto y no sobre cualquier otra de sus variaciones, como nos recuerda la voz en alemán, en off, que nos acompañará durante la obra. El gesto es el saludo nazi. Aunque sabremos que ha adoptado diferentes nombres a lo largo de la Historia. La voz realiza un recorrido histórico y cronológico sobre el saludo nazi en la Historia del Arte: la primera vez que aparece el gesto en un cuadro, la primera vez que aparece en la fotografía de una obra de teatro, en una película, cuando lo usa Gabriele D’Annuzio y cuando lo usa Mussolini, cuando es adoptado como saludo oficial en la Alemania Nazi, etcétera, hasta llegar a nuestros días, hasta la obra que estamos presenciando y los problemas que ha tenido en Alemania. El gesto, que es signo, cambia de significado. Nos hacemos conscientes de sus pliegues, de sus paradojas, de cómo todo lo que pertenece al ser humano, incluido el arte, acaba por ser político. La narración se interrumpe en alguna ocasión para hacer preguntas a Sara. Sara va ocupando diferentes posiciones en el escenario y asume en su cuerpo el gesto durante los treinta minutos que dura la pieza. Al principio es llevadero, pero al final todo el cuerpo de Sara tiembla, y resopla y aprieta los dientes y cierra los ojos, al no poder soportar el peso. Al acabar recoge su ropa y abandona el escenario.

La segunda pieza es la de Teatro Sotterraneo. Reconozco que les tengo cierta simpatía. No es la primera vez que están en Madrid. Este año trajeron Homo Ridens_Madrid a Frinje y presentaron su Dies Irae – 5 episodios sobre el fin de la especie en la última edición de Escena Contemporánea. En este trabajo, Overload, abordan la idea de interrupción. Todas las acciones que se emprenden encima del escenario quedan en suspenso o mutan en otras con sentido diferente, por ejemplo, una noche de terror en un camping se convierte en una rave dentro de una tienda de campaña o tirar tomates y pimientos a los actores es finalmente una recolecta para paliar el hambre en África. Lo que se empieza no se acaba, simplemente se transforma. Una y otra vez. Muchas veces. Lo primero que nos piden es que pongamos una cuenta atrás de veinte minutos en el teléfono, pero cuando suenan las alarmas continúan, sin prestar la más mínima atención, como quien ha olvidado lo que quería hacer. En el escenario, al fondo, una pecera que compara nuestra capacidad de atención con la de un pez naranja. La pieza se construye con humor, frescura, algo de caos y surrealismo. Algunas imágenes poderosas, como un nadador nadando entre el público, de butaca en butaca, y bastante ritmo. La forma es el contenido. El significado es la arquitectura. Lo importante no son los pequeños sketches, ni sobre lo que tratan, es la lectura del conjunto. Y el trabajo de los actores. A pesar de su apariencia bobalicona y por momentos condescendiente con el espectador, la obra termina arrojando una reflexión más profunda: nos muestra una sociedad aplastada por su propio deseo de nuevos contenidos y experiencias.

Después del breve descanso de diez minutos, después de la cerveza y la charla con el matrimonio de jubilados, volvemos a ocupar nuestros asientos para ver la última obra: Quintetto, de TiDA. Marco Chenevier sale a escena, en chándal, y nos dice que la pieza es un homenaje a Rita Levi-Montalcini, Premio Nobel de Medicina italiana y senadora vitalicia de la República, que murió a los 103 años y hasta su último día protestó contra los recortes del gobierno de Berlusconi. Descubre un retrato de Rita Levi-Montalcini en el escenario. Se va, regresa tal y como se fue y nos dice que por culpa de los recortes en arte -y a que el BE Festival paga, aunque no mucho-, los bailarines con los que hace la obra, después de prometerle que vendrían, no han venido y los técnicos, tres cuartas partes de lo mismo. La obra se empieza a construir a partir de esta broma que, como todas, tiene mucho de verdad. Pide ayuda al público: dos personas que pongan las luces, tres para que pinchen la música directamente desde sus teléfonos móviles -la que tengan, siempre que encaje en sus indicaciones-, cuatro personas de cuerpo de baile. Mientras les explica la obra para saber qué es lo que tienen que hacer y cuándo, toquetean la mesa de luces y ponen canciones que dan origen a situaciones hilarantes que Chenevier maneja con soltura. Una vez explicada la maquinaria, se viste a la manera de Levi-Monalcine y se tinta el pelo con talco. Chenevier intenta mostrarnos la obra que antes nos ha contado y su destreza como bailarín y el talco saliendo como nubes de su cabeza, contrasta con los errores de sus improvisados bailarines y técnicos. Las limitaciones y el fracaso. Tal vez esta pieza tenga algo de cruel esperanza.

Las obras habían estado bien. Había pasado por sitios diferentes. Interesantes. No había sido un mal día. Al finalizar estaba programado un encuentro con las compañías. No me quedé. La mayoría de las veces siento este tipo de charlas como una continuación de los aplausos. A veces, en esos momentos, algún iluminado dice cosas como que los protagonistas del teatro son los espectadores y que el teatro sería imposible sin el trabajo de los artistas, pero si los espectadores tienen que pagar y los artistas pierden dinero al ir, ¿quién demonios está haciendo negocio con nosotros?