Hoy he soñado con una hija que no tengo. Ahora, que ha entrado el frío en Madrid, como entran las tropas de un batallón, y las tardes se dejan ir tranquilas hacia la noche atravesando la lluvia, he soñado que la hija que no tengo jugaba en la piscina con unos primos que tampoco existen. Y yo, con los pies sobresaliendo de la sombrilla y las marcas de las sandalias tatuadas por el sol, veía cómo la luz, fuerte, quemaba la superficie del agua, mientras los niños, ajenos a los peligros del tiempo, se salpicaban y el agua era para ellos como un veneno que provoca la risa. Mi hija sabe nadar. Le enseñé hace unos años. Tiene un bañador rosa con una patos estampados en amarillo. Los niños, en corro, jugaban a las aguadillas. Metían la cabeza de alguno bajo el agua y, después de unos segundos, dejaban que volviese a coger aire y, después de unos segundos, volvían a meter su cabeza bajo el agua. Al salir a la superficie se escuchaba cómo cogían profundas bocanas de aire. He intentando decirles algo, pedir un poco de calma, que tuviesen cuidado, pero el sueño no me ha dejado. Los sueños son un paisaje, he pensado al despertarme. Te mantienen como un espectador inmóvil. Incapaz para la acción. Y dentro del sueño, casi sin querer, mecido por los gritos inocentes, he vuelto a dormirme. En algún momento me ha despertado un chillido agudo. He dado un respingo. La sombrilla bajo la que estaba había desaparecido y el sol me cegaba con una luz fuerte, como si un helicóptero de la policía me estuviese apuntado directamente a los ojos. Me he puesto la mano en forma de visera, cubriéndome las cejas. En la piscina los niños estaban pálidos. Callados. El ruido de la chicharras iba creciendo lentamente hasta volverse insoportable. He intentado levantarme y no he podido. Desde allí, quieto, he visto como su cuerpo flotaba bocabajo. Esta vez sí, me he despertado. He bajado de la cama y he ido hasta la cocina a beber un vaso de agua. El suelo frío en mis pies descalzos. Estaba acalorado, sudoroso. El gato dormía.
Pasada la agitación del sueño, algo más compuesto, he pensado, en esa afición que tiene el cerebro para unir las cosas, para construir metáforas, que el sueño tenía algo que ver con la situación de la Cultura en España. Y, como un fantasma, en la pared de la cocina, de madrugada, se me ha aparecido algo similar a la cara Iñigo Méndez de Vigo, con una mueca sonriente dibujada en el rostro. Me ha invadido la intranquilidad y el insomnio ha conquistado mi cuerpo. Si mi hija en vez de un bañador rosa hubiera llevado un bañador blanco, con la palabra Cultura o Teatro o Cine o ponga usted lo que más desea, estampada en letras negras; todo estaría más claro. Comenzó como un juego al que no di mayor importancia. Algo que, incluso, llegué a asumir. Vale, bien, piensas, te vas a poner encima de mis hombros y empujar hasta el fondo de la piscina, pero después, no puede ser de otra manera, sigues pensando, vas a dejarme salir a respirar. Las cosas no van bien, aunque hay momentos de cierta calma en los que tienes la cabeza fuera del agua. No es un juego agradable, sientes angustia. Aún así sobrevives. Te parece que eso es lo normal. La intranquilidad que has elegido. Que a pesar de todo vamos tirando. Pero hay un punto de no retorno: cuando se pasa más tiempo con la cabeza dentro del agua que con ella fuera. Y si te dejan salir a respirar, respiras con un tubo de escape metido dentro de la boca, igual que una traqueotomía. Comienzas a tragar agua. Los pulmones se encharcan. Se muere. Lo que comenzó como un juego, como un pequeño y breve recorte, una subida del IVA revisable, se ha convertido en, como dirían en la mafia, unos pies de cemento. Así estamos. A pocos les interesa que nos estemos ahogando. Mucho menos a nuestras queridas, honradas y amadas clases dirigentes. He tenido una mañana rara. Espesa. Como la noche. Todavía no estamos muertos, pero ya hemos contados varias veces las celdillas de los azulejos del fondo de la piscina. Por desgracia, no somos peces.