No dejéis que la realidad se imponga

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No sé cuántos años han pasado, tal vez diez, pero sí sé que antes de aquello apenas había ido al teatro, más allá de un montaje pésimo de El Alcalde de Zalamea al que fui en el instituto. Los colegios, o al menos los colegios de antes, tenían que haber pensado más las actividades que hacían para acercar la cultura a los jóvenes. Aunque sea parte de nuestro Patrimonio Cultural, la lectura de La Celestina a los dieciséis años puede conseguir lo contrario de lo que se espera: en vez de crear lectores, los ahuyenta.

Hace una década, como empecé diciendo, sólo me había acercado a lo que puede suceder encima de un escenario por la poesía. Había poetas que, con mayor o menor acierto, habían expandido el recital yendo más allá de la mesa con lámpara y botella de agua o el micrófono abierto en bar bohemio. Por aquel entonces, dentro del mundo de la poesía, surgió una manera de hacer que se nombró, creo que de manera no muy acertada, perfopoesía. Nacieron festivales como el Internacional de Perfopoesía de Sevilla. No era nada nuevo. Ahí tenemos los cabarets dadaístas o algunos fenómenos de las segundas vanguardias del siglo veinte, con sus diferencias entre Europa y Norteamérica. También tenemos el spoken word y figuras como John Giorno o Patti Smith. En Barcelona había y sigue habiendo una forma de hacer muy interesante con gente como Eduard Escoffet o Josep Pedrals, por deciros dos nombres de ahora. Y no entramos en Brossa, Felipe Boso o José Luis Castillejo -que perteneció a Zaj- y que ampliaron los horizontes de la escritura. La propuesta que presentaron María Salgado y Fran MM Cabeza de Vaca el año pasado en El lugar sin límites, Hacia un ruido, también tiene algo de esto. En Salamanca me perdí pocas sesiones de la Sala Marte Poesía, ciclo comisariado por Ben Clark que tuvo que suspenderse por falta de presupuesto. También hubo cosas interesantes en el Facyl, cuando el Facyl, bajo la batuta de Calixto Bieito, era una cosa diferente a lo que es ahora. Pero dejemos eso para otro momento.

En la edición de 2008, Cosmopoética, festival en torno a la creación poética que se organiza en Córdoba, programó a Dario Fo y a Franca Rame, compañeros inseparables. La obra: Rosa Fresca Aulentissima (e altre giullarate). En el Gran Teatro. Compré entradas, cogí el tren y allí me fui. Recuerdo que Franca Rame hizo un monólogo espléndido y luego, Dario Fo, al que recuerdo vestido con ropa de calle, salió a un escenario vacío. A su lado una mujer con un micrófono preparada para hacer una traducción consecutiva de la pieza. Sí. Traducción consecutiva en el teatro. Es decir, Dario Fo hablaba y a continuación la chica traducía. Eso que a veces da tanto miedo porque rompe el ritmo de cualquier conversación. Dario Fo tendría ya 80 años. Pero Dario Fo, encima del escenario, sin nada más, era el escenario entero. En el espectáculo hacía varios lazzi de la Comedia del Arte. Aún recuerdo el del mendigo hambriento que tiene tanta hambre que se come a sí mismo y tengo en la cabeza la imagen de Dario Fo sacándose las tripas para devorarlas. Dario Fo y su cuerpo y su voz y el gesto y la mirada y una palabra supeditada a la interpretación. Comprobé cómo encima de un escenario se podía llegar a la verdad a partir de la mentira. Quizá esa sea una de las grandezas del teatro.

Cuando cogí el tren de vuelta, había cambiado. Comencé a pensar en el escenario de otra manera. Empecé a leer a Dario Fo, primero su Manual mínimo del actor y, más tarde, gran parte de lo demás. El teatro ya no era aquel montaje pésimo de El Alcalde de Zalamea, era y debía ser algo más, algo mejor y más divertido. Un lugar para la resistencia. Un lugar donde todo es posible. Un espacio que no está ensimismado. Un juego que puede y debe tomarse muy en serio. Dejé de estudiar lo que estaba estudiando y me vine a Madrid a aprender otras cosas sobre teatro.

Ayer murió Dario Fo, tenía 90 años. El día de mi cumpleaños. Ayer también otorgaron el premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, un músico. Hace diez años, Dario Fo, sin saberlo, me cambió de alguna manera la vida. Está claro que por eso no se gana un Premio Nobel, al italiano se lo dieron en 1997 por «emular a los bufones de la Edad Media y defender la dignidad de los oprimidos»; pero estoy seguro de que no se lo dieron sólo por eso. Sit tibi terra levis.