BEGOÑA BARRENA 11/01/2009
ELPAÍS.com
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DÍAS MEJORES
De Richard Dresser. Dirección: Àlex Rigola. Intérpretes: Ernesto Arias, Irene Escolar, Lino Ferreira, Ana Otero, Tomás Pozzi, Marc Rodríguez. Teatre Lliure. Barcelona, 7 de enero.
Despidos en las fábricas. Gente en paro. Perros hambrientos rondando por las calles y mucho frío. El contexto que el dramaturgo norteamericano Richard Dresser (1957) pintó a finales de los ochenta en Better Days viene a ser el futuro que nos espera en muy exagerado y muy surrealista. O no tanto, veremos. Instalados en el caos y en una alegre desesperación, un grupo de jóvenes echan mano de la imaginación para salir adelante. Dresser propone dos salidas en paralelo: la primera, de tipo espiritual; la segunda, mucho más pragmática por los supuestos beneficios económicos que reporta. Las dos, lejos de responder al dictado no ya de la legalidad, sino del sentido común, se inscriben más bien en el siempre fértil terreno de la picaresca. Así, mientras Ray se alza como líder de una nueva doctrina, Bill apuesta por coordinar una serie de incendios para cobrar los seguros. La novia del primero, un par de amigos y la amante de uno de ellos se unen a una trama tan trepidante como absurda, en el sentido más cómico de la expresión.
Àlex Rigola aprovecha el paisaje cutre de la comedia para asentar el montaje en la estética trash, esa que hace la rosca al mal gusto, al feísmo y a la mugre. Y los intérpretes se adaptan de maravilla al entorno, como si llevaran toda la vida entre restos de comida basura. Sus personajes, a cual más descerebrado y extravagante, son de lo más tierno, incluso el mafioso que compone Tomás Pozzi en el papel de Bill, uno de mis favoritos. Lo es también el Ray de Marc Rodríguez, tronchante en las escenas de sacrificio ritual con trozos de pizza.
A la salida de la función de estreno, los comentarios fueron de lo más dispares. Había quienes, hartos de modernidades escénicas, opinaban que el conjunto es una bazofia. Otros aseguraban que sólo habían visto un par de destellos de genialidad. Y después estábamos unos cuantos con la sonrisa aún en los labios. Y es que no sólo hay destellos de genialidad en la pieza, en la construcción de una trama que busca partir de cero para rearmar una sociedad que repite mecanismos, sino que la puesta en escena sabe pillarle el ritmo y sacarle el máximo partido a lo que parece una chorrada. Al final, como dice uno de los personajes, «sólo nos queda la realidad. Vendrán días mejores». Queda, pues, cierta esperanza. Mientras tanto, nos vamos a divertir.
No he visto la pieza, pero al final hace algo que a menudo tengo ganas de hacer en mis textos: incluir la opinión de los demás. Si estamos de acuerdo en que cada uno tiene un punto de vista subjetivo que depende de su educación y afinidades, ¿por qué no añadir otras formas de evaluar la pieza cuando resulta evidente que el público reacciona de formas muy dispares? Quizás lo idóneo sea justificar también esas otras formas de juzgar la obra. Por otro lado esta estrategia acaba con la figura del crítico como Dios omnipotente capaz de percibir la Verdad de la pieza allá donde los simples mortales no ven más que tinieblas. Y por eso mismo me parece acertada.