Aquest dissabte 11 de maig a les 20h30 a la Secció Irregular abans de «Voz Mal» de Jaume Ferrete.
Este sábado 11 de mayo a las 20h30 en la Secció Irregular antes de «Voz Mal» de Jaume Ferrete.
Aquest dissabte 11 de maig a les 20h30 a la Secció Irregular abans de «Voz Mal» de Jaume Ferrete.
Este sábado 11 de mayo a las 20h30 en la Secció Irregular antes de «Voz Mal» de Jaume Ferrete.
«Meryl Streep entrena su voz», vídeo de Rafa Marcos amb la música de «Margaret Thatcher» de Jaume Ferrete
Aquest dissabte 11 de maig a les 20h30 celebrem la cloenda de la Secció Irregular 2012-2013 amb «Zombie Aporia» de Daniel Linehan i amb «Voz mal» de Jaume Ferrete. Amb el permís d’aquest últim artista, mostrem aquí un article que va publicar a la revista TEXTO.
Este sábado 11 de mayo a las 20h30 celebramos la clausura de la Secció Irregular 2012-2013 con «Zombie Aporia» de Daniel Linehan y «Voz mal» de Jaume Ferrete. Con el permiso de este último artista, mostramos aquí un artículo que publicó en la revista TEXTO.
Estoy leyendo esto en voz alta mientras lo escribo; eco eco ventriloquia posesión
(Jaume Ferrete)
1
Podría explicarse «El discurso del rey» –la película– como una fábula melodramática en la que uno que ha de ser rey no puede ejercer como tal porque un defecto del habla se lo impide. Entonces aparece un especialista –un coach de la época con un método psicoanalítico de postín– quien le ayuda a recobrar el control de su voz justo a tiempo para arengar a los súbditos y ¡venga todos a la Segunda Guerra Mundial! que viva el rey, que viva el reino.
El libro en el que se basa la película fue escrito por el hijo del terapeuta –el episodio es verídico– y lleva el subtítulo «How One Man Saved the British Monarchy». Y es que –como sucede con Apple al enfermar Steve Jobs– si la monarquía cotizara en bolsa, el tartamudeo haría caer sus acciones. El tartamudeo tiene aquí una función similar a la de la caricatura: es un gesto performativo, inercial, que subvierte lo hegemónico sometiéndolo al ridículo de su intermitencia. Al perder el control de su voz, entra en crisis la autoridad representativa del rey, se revela la vulnerabilidad de su persona pública y se evidencia que esta, en tanto se tambalea, podría llegar a caer.
En otro libro, «How to wreck a nice beach», de Dave Tompkins, se cuenta que el Vocoder –conocido como el efecto voz de robot– era originalmente parte de un sistema de cifrado de conversaciones telefónicas entre altos mandatarios de países aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Un sistema que cumplió con creces su función, pero no exento de fallas; como que al desencriptar la voz podía alterar su tono e inteligibilidad y acabar el mandatario sonando como un robot o un pitufo. Imaginemos una conversación telefónica entre Churchill y Roosevelt en plena Segunda Guerra Mundial en la que la voz del primero tuviera la atonalidad metalizada que hemos asociado al habla de los robots –¿que tenéis qué?– y el segundo conversara en un tono agudo y rechinante como si fuera un pitufo –la bomba, tenemos la bomba.
Dice Tompkins que a Churchill –quien, antes de convertirse en célebre orador, también hubo de superar un tartamudeo– no le importaba sonar como un robot, pero no quería sonar como un pitufo. ¿Por qué? ¿Hay alguna relación entre la excelencia oratoria y la voz del robot por un lado; y entre el tartamudeo y la voz del pitufo por el otro? Aventurémosla.
Si digo:
La voz de alguien es un reflejo de su persona, en tanto permite deducir, con cierta exactitud, su género, edad, constitución física o estado de ánimo e incluso su nacionalidad, estrato social o nivel educativo.
…estoy hablando de la voz como indicio de la persona. Pero las prácticas de la voz son también performativas en el sentido que contribuyen a hacer a la persona. Un ejemplo sería hablar catalán, que no es sólo un indicio de ser catalán, sino principalmente una de las prácticas mediante las que uno se hace o es reconocido como catalán. Otro ejemplo sería el de alguien nacido hombre, que altera su voz como parte de una serie de ejercicios cuyo objetivo es adoptar una persona femenina.
Así la voz es relevante en relación a la persona; tanto porque a través de aquella se expresan características de la identidad de esta –voz indicio– como porque la práctica de la voz contribuye por sí misma a construir o reafirmar esa identidad –voz performativa. El tartamudeo del rey parece indicarnos que este carece, como su voz, de decisión; que no es certero, que duda. Pero además está minando una de las prácticas que hacen al rey rey: corporeizar la vox populi. Dice:
[…] I am the seat of all authority. Why? Because the Nation believes when I speak, I speak for them. Yet I cannot speak!
En este sentido, es comprensible que Churchill no quisiera corporeizar el tono ridículamente agudo e infantil del pitufo: esas características no se correspondían con su persona y minaban la práctica de su cargo como primer ministro, pero ¿y la voz del robot? Sería suficiente con reconocer al robot sus connotaciones de frialdad racional, asociables a la masculinidad y compatibles con los roles de poder, para justificar la preferencia de Churchill. Sin embargo, cabe señalar que parte de lo que hace el Vocoder es modificar el tono de la voz de modo que uno puede, con un teclado, forzarla a entonar una melodía. Para la voz de robot se mantiene una nota fija, reduciendo así las dinámicas tonales de la voz humana. Pero esto no mata la voz, la musicaliza, acercando la voz hablada a la cantada. El efecto y sus variaciones han tenido, de hecho, un rotundo éxito musical: de Kraftwerk a Laurie
Anderson, pasando por Neil Young.
Entonces, ¿no posee la voz harmonizada, musical, cierto atractivo propio que, como la varonil cantinela de un Obama, contribuye a seducir y convencer a su audiencia? ¿No transmite la voz cantada, de hecho, lo que se percibe como una verdad emotiva? Mientas escribo esto escucho una voz entonando el siguiente verso: déjame que te cante una canción, la única verdad del corazón. A esa verdad nos referimos aquí; capaz, como en la ópera
–o el death metal– de exceder con creces al significante lingüístico junto al que se articula.
2
Si bien las dinámicas de la imagen en los medios, y especialmente en internet, nos hacen dudar de la voz como dispositivo por excelencia para la participación en las negociaciones y debates que atañen a lo común, la voz sigue simbolizando tanto esa participación subjetiva como la representación que uno tiene –o no– en esas negociaciones. Se dice la voz del pueblo y tener –o no– voz, en ese sentido. En democracia, la representabilidad de la ciudadanía se performatiza –y performativiza– en los debates orales que enzarzan a los políticos. Es cierto que uno o múltiples asalariados se encargan a menudo de escribir los discursos, pero es el político quien los declama, contribuyendo en el proceso a conformar su persona pública.
¿A qué se debe esta preeminencia de la voz como símbolo? ¿No estamos hablando en realidad de lenguaje?
La voz, como la cara, es un rasgo único y prácticamente irreproducible. Es cierto que cuando uno habla lo hace mediante un lenguaje que se encuentra permanentemente sujeto a la negociación colectiva y sobre el que pesa la huella histórica de una identidad geocultural. Sin embargo, su habla es también un flujo sonoro en el que median procesos fisiológicos y emotivos, y que sugiere o explicita aspectos de la subjetividad de la persona. Es en la subjetividad de la voz donde un lenguaje en continua construcción despliega su potencial personificador. Es en el binomio voz-lenguaje que la persona se performativiza en terreno común.
El potencial personificador de la voz hablada es sorprendente, capaz de dotar de yo a cualquier cosa que la empuñe, haya explicación para su aparente conciencia –como con HAL9000 en «2001: Odisea en el espacio»– o no –como con la piedra del cuento «La força de voluntat», de Quim Monzó. En la cultura vernácula de internet, la personificación de animales mediante la voz hablada o cantada es ya un clásico, en particular pájaros, gatos y perros.
Las dos primeras entregas de la serie fílmica «Mira quien habla» se fundan en un ejercicio de ventriloquia en el que, exceptuando el ocasional lavabo parlante, se otorga voces adultas a bebés y niños pequeños. El estatus del infante –del latín infans: que no habla– es ahí el de una suerte de cuasipersona, similar al de la marioneta o animal parlantes. Es en la tercera entrega, cuando los niños ya hablan solos, que una pareja de perros toman el relevo, revisitando así la fábula desde la comedia romántica o familiar.
Algo hay en la voz que sugiere persona, incluso cuando no hay una a la vista, la voz, como un «yo» grafiteado en la pared, remite a un parlante; dice: hay parlante. La voz en off, conciencia, juez o Padre; la voz como cuerpo en el sexo telefónico. Incluso cuando no hay cuerpo que porte persona, como en la síntesis digital, nos sigue pareciendo que la voz remite a un alguien concreto.
Un caso: Vocaloid es un software de Yamaha desarrollado por el Grupo
de Investigación en Tecnología Musical de la Universitat Pompeu Fabra en Barcelona; un simulador de voz cantada que funciona con paquetes, donde cada uno contiene una voz con unas determinadas características y posibilidades. En Japón, hay mercado para Vocaloid y uno de esos paquetes, que a menudo se comercializan bajo un nombre propio e incluso ilustrados con un personaje distintivo, ha sobrellevado un proceso completo de personificación.
El nombre es Miku Hatsune –traducción: primera voz del futuro– y su representación visual, una chiquilla de pelo azul tipo manga y aspecto ciborg. Miku se ha convertido en una fiebre de masas que llevó al número uno de las listas de ventas niponas algunas de las canciones que se habían compuesto como demostración del paquete. Miku es hoy un ídolo mediático a escala global que da, en forma holográfica, conciertos multitudinarios; una suerte de playback de alta tecnología, donde opera una suspensión del descreímiento que nada tiene que envidiar al cine.
No es nuevo idolatrar a personajes de ficción –como Superman– sin embargo, el público trata a Miku como trata a los idols –celebridades mediáticas– humanos. La adoran, van a sus conciertos, se lo compran todo, graban vídeos bailando y cantando sus canciones, se visten como ella, etc. Es cierto que el fenómeno Miku bebe del contexto manga/anime, en el que ya se dan algunas de esas prácticas. También es cierto que no se trata de un fenómeno meramente vocal, sino de un personaje audiovisual y mediático cuya popularidad debe mucho a Internet. Y aún así, no resulta en absoluto descabellado proponer que la tensión entre la cuasihumanidad sin precedentes de su voz y los procesos generativos independientes que –a diferencia de Gorillaz– le permiten gozar de una idiosincrasia propia –esa exactitud orgánica del ciborg– y la verdad emotiva de la voz cantada, hayan contribuido a su personificación.
3
Con respecto a voz y relaciones de poder, así como identidad y personificación, particularmente de animales y otras cuasipersonas, la situación actual de los inmigrantes en Europa resulta paradigmática. No es suficiente con que el residente extranjero cumpla las leyes locales, manda el sentido común que aprenda también a hablar el idioma local; no como algo meramente funcional sino como un acto performativo y el primer paso hacia la integración entendida como un proceso en el que ha de asumir aquellos valores y costumbres aparentemente intrínsecos al territorio. Así, como sucede en ventriloquia, el cambio de voz señala un cambio de persona, cuando no una personificación de lo que hasta el momento era algo menos que persona.
Se entiende que para nuestra civilización, convencida de su preeminencia, el extranjero haya de convertirse en ciudadano. Sin embargo, este ciudadano al que se invoca no es sino un fantasma normativo. Sabemos que el español español puede optar por rechazar las costumbres; que el alemán alemán no deja de serlo por adoptar una posición más o menos contraria a la mayoritaria. Pero el inmigrante no tiene esta posibilidad, pues ha de demostrar haber sido adecuadamente poseído por el poltergeist –espíritu ruidoso– de turno; caso contrario puede llegar a vedársele el acceso a derechos fundamentales relegándolo al estatus de cuasipersona. ¿No es esta una forma de anular su potencial para propiciar o contribuir a un cambio? ¿Se teme quizá que establezca alianzas con aquellos europeos designados como culturalmente, sexualmente, políticamente singulares? Si alguien puede asociarse y empoderarse junto a las prostitutas africanas de Las Ramblas en Barcelona no serán los Nous Catalans –nuevos catalanes– de CIU, sino las asociaciones locales de prostitutas.
Sartre, en el prólogo a «Los condenados de la tierra», de Frantz Fanon, escribe:
No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. (…) La élite europea se dedicó a fabricar una élite indígena; se seleccionaron adolescentes, se les marcó en la frente, con hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se adherían a los dientes; tras una breve estancia en la metrópoli se les regresaba a su país, falsificados. Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos; eran un eco; desde París, Londres, Ámsterdam nosotros lanzábamos palabras: «¡Partenón! ¡Fraternidad!» y en alguna parte, en África, en Asia, otros labios se abrían: «¡…tenón! ¡…nidad!» Era la Edad de Oro.
Sartre describe a esos indígenas como si fueran la ninfa Eco respondiendo al Narciso europeo con los restos de su propio discurso, que se revela ahí hueco. Si el objeto de Narciso es el espejo, el efecto de Eco es el delay; este, una versión con retraso de aquel: allá donde el espejo devuelve la imagen de inmediato, el delay –simulando al eco– devuelve el sonido algo más tarde. Algo más tarde, cuando ya las excolonias que la lucharon lograron, no sin terribles sacrificios, su independencia: hoy, sobre suelo europeo, no parece suficiente con invocar la lógica del delay, en la que fragmentos de nuestro discurso empastaran la boca de los otros; ni siquiera la de la ventriloquia, en la que la totalidad de nuestro discurso empastara la boca de los otros. Hoy pedimos posesión: que les invada por completo, no aquello que hemos demostrado ser, sino –entidad ectoplásmica donde las haya– aquello que queremos creer ser.
Un delay suele tener además del tiempo de retraso un valor de retroalimentación, esto es: en qué medida el eco resultante es reintroducido en el efecto obteniendo su propio eco, que es reintroducido en el efecto obteniendo su propio eco y así sucesivamente. Cuando el retraso es corto y el valor de retroalimentación alto, la sucesión de ecos y sus ecos y los ecos de sus ecos crece rápida y exponencialmente. En un delay configurado así nuestra voz se convierte enseguida en una cacofonía que aumenta de volumen con velocidad, luego una distorsión de tono desafiante, luego una miríada de tonos que amenazan con engullirnos, pronto ruido, analógico o digital, ruido, ruido ajeno ya a nuestras palabras, ruido, mucho ruido, ruido preñado de sentido en abundancia.
Aquest dimecres 8 de maig presentem dues peces: “Delta – a Post Believe Manifesto” d’Aimar Pérez Galí i “Not Tony” de Gary Stevens.
“Delta” parteix de la fascinació d’Aimar Pérez Galí pel treball minimalista de Sol LeWitt i de la coreògrafa nord-americana Lucinda Childs: “Com a intèrpret, és un treball que requereix de molta concentració física però sobretot mental; és un constant estar aquí i ara, sotmès a una estructura hermètica sabent alhora que no ets una màquina i que per tant existeix la possibilitat de l’error. Em fascina aquesta idea de produir una partitura coreogràfica tan precisa, concreta, abstracta i alhora absorbent, meditativa i hipnòtica.”
Aquest interès pel treball de Lucinda s’ha vist influit per una recerca personal sobre “allò sublim”. En paraules del coreògraf: “En el teatre s’ha buscat una experiència estètica que apunti cap allò sublim, però el teatre és una construcció, una ficció. Però encara sent una ficció, es poden produir les condicions perquè aquesta il·lusió condueixi a un moment sublim? (…) Òbviament, si vols fer una peça sublim només pots fracassar, però m’agradava pensar en aquesta direcció, sense tenir per això massa ambicions”.
Aquesta recerca ha incidit de forma notable en l’aspecte formal de la peça: “Investigant en temes relacionats amb allò sublim, el ritual, la meditació i la repetició era impossible no entrar en temes de geometria. Com la meva idea inicial era fer una partitura per a tres intèrprets el més raonable era utilitzar el triangle, però ho vaig complicar una mica més fent una estructura geomètrica que combinava tres triangles que intersecaven en el centre creant un triangle més petit.”
Tot i que la Secció Irregular proposa sempre un programa doble on s’intenta que les peces que es mostren ressonin entre si, en aquest cas aquesta operació no era possible perquè “Delta – a Post Believe Manifesto” és una co-producció entre el Mercat de les Flors i BUDA Kunstencentrum (Kortrijk) que només es va estrenar fa unes setmanes.
No obstant això, hi ha una certa relació entre “Delta” i “Not Tony” que podria passar desapercebuda a causa de l’enorme diferència formal entre ambdues peces. El britànic Gary Stevens té una formació com a escultor i ha aplicat molts dels coneixements de l’escultura a la performance. Com a escultor, els seus treballs sempre es recolzen en l’estructura. Precisament, “Not Tony” és una performance que juga amb una estructura narrativa on la trama s’elimina gairebé per complet. Si deixem de costat les grans dosis d’humor presents en “Not Tony” i fem un esforç d’abstracció, potser arribarem a la conclusió que l’estructura exerceix un paper tan important en aquesta performance com en la coreografia d’Aimar Pérez Galí.
Si voleu saber més sobre el treball de Gary Stevens us recomanem l’article de Jorge Acevedo en el blog de la Secció irregular: http://www.tea-tron.com/irregular/blog/2013/05/06/acerca-de-gary-stevens/.
Este miércoles 8 de mayo presentamos dos piezas: «Delta – a Post Believe Manifesto» de Aimar Pérez Galí y «Not Tony» de Gary Stevens.
«Delta» parte de la fascinación de Aimar Pérez Galí por el trabajo minimalista de Sol LeWitt y de la coreógrafa norteamericana Lucinda Childs: «Como intérprete, es un trabajo que requiere de mucha concentración física pero sobretodo mental; es un constante estar en el aquí y ahora, sometido a una estructura hermética sabiendo a la vez que no eres una máquina y por lo tanto existe la posibilidad del error. Me fascina esta idea de producir una partitura coreográfica tan precisa, concreta, abstracta y a la vez absorbente, meditativa e hipnótica.»
Este interés por el trabajo de Lucinda se ha visto mezclado con una investigación personal sobre «lo sublime». En palabras del coreógrafo: «En el teatro se ha buscado mucho producir una experiencia estética que apunte a lo sublime, pero el teatro es una construcción, una ficción. ¿Pero aún siendo una ficción, se pueden producir las condiciones para que esa ilusión conduzca a un momento sublime? (…) Obviamente, si quieres hacer una pieza sublime sólo puedes fracasar, pero me gustaba pensar en esa dirección, sin tener por eso demasiadas ambiciones».
Esta investigación ha incidido de forma notable en el aspecto formal de la pieza: «Investigando en temas relacionados con lo sublime, el ritual, la meditación y la repetición era imposible no entrar en temas de geometría. Como mi idea inicial era hacer una partitura para tres intérpretes lo más razonable era utilizar el triángulo, pero lo compliqué un poco más haciendo una estructura geométrica que combinaba tres triángulos que intersecaban en el centro creando un triángulo más pequeño.»
A pesar de que la Secció Irregular propone siempre un programa doble donde se intenta que las piezas que se muestran resuenen entre sí, en este caso esta operación no era posible porque «Delta – a Post Believe Manifesto» es una co-producción entre el Mercat de les Flors y BUDA Kunstencentrum (Kortrijk) que sólo se estrenó hace unas semanas.
Sin embargo, hay una cierta relación entre «Delta» y «Not Tony» que podría pasar desapercibida debido a la enorme diferencia formal entre ambas piezas. El británico Gary Stevens tiene una formación como escultor y ha aplicado muchos de los conocimientos de la escultura a la performance. Como escultor, sus trabajos siempre se apoyan en la estructura. Precisamente, «Not Tony» es una performance que juega con una estructura narrativa donde la trama se elimina casi por completo. Si dejamos de lado las grandes dosis de humor presentes en «Not Tony» y hacemos un esfuerzo de abstracción, quizás lleguemos a la conclusión que la estructura desempeña un papel tan importante en esta performance como en la coreografía de Aimar Pérez Galí.
Si os interesa saber más acerca del trabajo de Gary Stevens os recomendamos el artículo de Jorge Acevedo en el blog de la Secció irregular: http://www.tea-tron.com/irregular/blog/2013/05/06/acerca-de-gary-stevens/.
En aquest vídeo Aimar Pérez Galí parla (en anglès) de «Delta- a post-believe manifesto», que es presenta aquest dimecres 8 de maig a les 20h30 a la sala MAC del Mercat de les Flors.
En este vídeo Aimar Pérez Galí habla (en inglés) de «Delta- a post-believe manifesto», que se presenta este miércoles 8 de mayo a las 20h30 en la sala MAC del Mercat de les Flors.
Aquest dimecres 8 de maig després de «Delta – a post-believe manifesto» d’Aimar Pérez Galí presentem «Not Tony» de Gary Stevens. Jorge Acevedo ens cedeix amablament un text que va escriure sobre Gary Stevens pel Festival In-presentable 2011, on l’artista anglès va mostrar «Island» i «Not Tony».
Este miércoles 8 de mayo después de «Delta – a post-believe manifesto» de Aimar Pérez Galí presentamos «Not Tony» de Gary Stevens. Jorge Acevedo nos cede amablamente un texto que escribió sobre Gary Stevens para el Festival In-presentable 2011, donde el artista inglés mostró «Island» y «Not Tony».
Acerca de Gary Stevens, de Jorge Acevedo
Escribo este texto tarde como pequeña aportación al blog de In-presentable. Este retraso se debe tanto al poco tiempo disponible que he tenido como a una cierta incomodidad frente a la obra de Gary Stevens.
En primer lugar tanto “Island” como “Not Tony” son extremadamente divertidas, lo cual siempre dificulta un poco la reflexión, porque el humor eclipsa parcialmente otros elementos subyacentes.
Por otro lado, estas obras supuran un conocimiento íntimo de las estrategias narrativas. “Island” se alimenta de la estructura del culebrón y funciona mediante una cadena de reconocimientos. Cinco actores situados entre el público se levantan por turnos y se señalan entre ellos. A pesar de que al principio los actores no se dan por aludidos cuando los otros sugieren reconocerlos, poco a poco emergen determinados personajes y junto a ellos, fragmentos de una historia que se van repitiendo y ampliando hasta formar una narrativa extremadamente enrevesada, pero coherente. Aunque sea un solo, “Not Tony” también narra una historia con múltiples personajes y diversos espacios donde todo se codifica mediante una docena de objetos mediante una dinámica muy simple. El objeto sobre el intérprete determina el personaje (por ejemplo, Tony lleva barba postiza y su hermano un sombrero) y el objeto sobre la mesa indica el espacio dentro de la casa (por ejemplo, una foto enmarcada significa que nos encontramos en el salón y un patito de goma señala que estamos en el baño). Aunque se podría analizar de forma fructífera la estructura narrativa de estas obras, prefiero no hacerlo desde el convencimiento de que hay algo en ellas aún más importante que llama mi atención.
De forma intuitiva, hubiese llamado a este elemento -sobre todo presente en “Not Tony”- un extrañamiento que implica cierta desconfianza hacia la identidad propia, la de los demás y el espacio que nos rodea. Me venía a la mente un verso de Gil de Biedma: “¿Quiénes son, rostros vagos nadando como en una agua pálida, estos aquí sentados con ojos vivientes?”.
En un primer momento busqué auxilio en el texto “Me gusta trabajar en contra de la imagen” de Gary Stevens (a) que aparece publicado en Cuerpos en blanco. Allí se encuentran datos interesantes, como por ejemplo que Stevens no proviene del mundo de la escena sino de las artes plásticas –algo difícil de creer vistas sus dotes de interpretación-. En este texto Stevens también pone en evidencia como su trabajo se basa en reglas muy sencillas que se exploran en profundidad. Pero aún así, había algo fundamental en las piezas que se mostraron en In-presentable que permanecía inasible.
Por suerte Igor de Quadra me pasó un texto (b) que pertenece a la documentación original con la que Isabel de Naverán ha trabajado para su tesis (c) y que me parece muy revelador. Al igual que en el texto de Cuerpos en Blanco, Gary Stevens menciona su fascinación por Laurel y Hardy para rescatar algo de su cine mudo.
“El “personaje” de la comedia muda abarca tanto el aspecto de sí mismo que constituye un objeto (con o sin significado) como el aspecto de sí mismo que es un agente consciente. (…) La relación entre ambos aspectos resulta variada y compleja.
La conciencia de nosotros mismos es un problema. El héroe de la pantalla del cine mudo no es alguien que haya resuelto el problema y se conozca a sí mismo –eso no sería de interés cómico- ni tiene tampoco una falsa idea de sí mismo. Esto es fundamental en la construcción del personaje cómico y hace que el uso de la palabra “personaje” resulte problemática. No es simplemente un personaje de cierta condición. Es en sí mismo una condición. La identidad siempre es una incógnita. Este problema de la identidad resulta central en las comedias y eso las convierte en la antítesis del melodrama. Allí no hay dicotomía alguna, los héroes constituyen exclusivamente agentes conscientes. El conocimiento personal no resulta una incógnita de la manera que he descrito. De esta forma el héroe de la comedia muda es en parte personaje y en parte condición. No puede entenderse como un individuo separable de sus circunstancias. Personifica la dicotomía entre objeto y agente. Es un objeto que actúa y piensa, extraño y desconocido para sí mismo.”
Según esta perspectiva, el agenciamiento del ser humano se ve tremendamente reducido por sus circunstancias. Si nos identificamos con este punto de vista vemos nuestra autonomía limitada en gran medida y aparecemos como piezas minúsculas dentro de un engranaje que nos sobrepasa. No somos sujetos autónomos sino entidades y condiciones que a su vez se ven sujetas a otras condiciones. Desentrañar esta maraña de condiciones equivaldría a encontrar las reglas del juego. Si bien en las piezas de Stevens estas reglas se pueden establecer con cierta claridad, el análisis de estas reglas en nuestro entorno real resulta mucho más difícil y llevaría a una comprensión profunda de los mecanismos en los que nos vemos imbricados. En esta reducción de nuestro agenciamiento los límites de nuestra percepción tienen mucho que ver. Como explica Stevens en otro fragmento del texto:
“En The Chimp (1932) Laurel usa la reacción tardía para vaciar la película de significado. La reacción tardía es un clásico de la comedia, su significado típico es el de no creer lo que los ojos ven a primera vista. El tiempo puede variar entre el primer y el segundo vistazo. (…) Un león se ha escapado de su jaula y se pasea libre frente a él. Su expresión oscila entre la abstracción y un estudiado interés, como si sospechase que esta visión debiera incumbirle pero no pudiese pensar por qué. Al final se va y luego se gira cayendo en la cuenta de que está en peligro. Al mismo tiempo que se trata de una broma sobre la vacuidad de la mente de Laurel, el chiste tiene un significado fílmico. No puede extraer el significado de lo que ve, o bien mira pero no ve. Raras veces entendemos la mente como una herramienta de producción de significado, en particular en el cine, pero ésta es una de estas ocasiones. La economía fílmica conduce a una ecuación entre mirar y ver, donde lo uno implica lo otro. Al cortar del plano de una mirada al plano de un objeto, ambos elementos se unen en un espacio construido y leemos que la persona que mira ha visto el objeto. El plano de la mirada de Laurel y el subsiguiente corte al plano del león que se ha escapado amenazan esta ecuación, con ambos planos, los dos más largos que de costumbre, separados el uno del otro. Cuando Laurel reacciona se juntan de nuevo.
Estos son dos ejemplos de cómo Laurel trabaja para suspender el significado. Los gags van más allá del personaje y apuntan hacia la mente y la película.”
Esta incredulidad hacia la primera lectura de lo que nos rodea también resulta crucial, ya que apunta a una realidad compleja que requiere de tiempo y análisis para percibirse con (alguna) claridad. Es decir, estamos lidiando con lo desconocido y nuestro entorno constituye un signo de interrogación con el que debemos negociar incansablemente. En este sentido, mediante su estructura narrativa con apenas trama y exenta de desenlace “Not Tony” formula claramente una pregunta que queda sin respuesta. ¿Quiénes son estos personajes? ¿Dónde estaban? ¿Qué ha acontecido realmente? e, indirectamente, no podemos sino preguntarnos: ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos? ¿Qué está pasando? Para lograr algún tipo de respuesta no bastará con un simple vistazo.
Referencias:
a. Stevens, Gary. “Me gusta trabajar en contra de la imagen” en Sánchez, José Antonio y Conde-Salazar, Jaime. Cuerpos sobre blanco. Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla y la Mancha, 2003. Pgs 103-120.
b. Stevens, Gary. “Thinking Objects”. Live Art Now nº37, oct/nov 1985. Pgs 36-40.
c. De Naverán, Isabel (en trámite de publicación). Tiempo cinematográfico en la escena contemporánea. Tesis Doctoral del Departamento de Pintura de la Facultad de Bellas Artes, UPV/EHU.
10 últims minuts de les «24 horas bailando» a La Poderosa
En aquesta Secció Irregular presentem dues peces que a primera vista poden semblar contraposades. D’una banda, a «Black» Mette Edvarsen exhibeix el potencial performatiu del llenguatge, és a dir, la seva capacitat per crear realitat a través de la mera enunciació de paraules i la repetició. D’altra banda, a «Danzas primitivas (The Show)» Javier Vaquero aborda la dansa des d’una vessant tan instintiva i poc elaborada com li ha estat possible: la dansa com a reacció del cos al ritme de la música. D’aquí el seu caràcter «primitiu», que apel·laria a una condició essencial de la naturalesa humana anterior fins i tot al llenguatge i el raciocini.
Més enllà de la peça que es presenta aquesta nit, «Danzas primitivas» ha estat un llarg procés de treball on han sorgit diverses obres, textos i experiments, entre els quals caldria destacar les «24 horas bailando» que Vaquero va realitzar sense descans entre les 13 hores del 10 de desembre a les 13 hores de l’11 de desembre del 2011 a La Poderosa. Si a algú li interessa consultar documents d’aquest experiment així com altres materials del procés de recerca, aquests es troben disponibles al blog http://www.tea-tron.com/danzasprimitivas.
En la seva llarga cerca per aquests orígens essencials de la dansa, Javier s’ha topat irremeiablement amb certes contradiccions. Si bé és cert que la dansa és un fenomen que es dóna a totes les cultures i que és inherent a la naturalesa humana, no per això deixa de diferir en cadascuna de les cultures on es manifesta. Exactament com el llenguatge: aquest caràcter primitiu és totalment cultural.
El propi Vaquero admet aquest caràcter construït quan parla de les marques sobre el seu cos: «Són un codi de signes, és a dir un llenguatge. Són alguns dels paràmetres que estableixo jo o dels quals jo sóc conscient quan em moc. Els punts vermells són les articulacions del cos (no estan totes). Les línies discontínues negres són els plànols d’acció del cos (Sagital, Dorsal i Transversal). I les fletxes verdes són les adreces d’alineament postural que he après durant la meva educació.»
Si en el fons el projecte de Vaquero partia d’una certa impossibilitat, és precisament la tensió entre aquesta pulsió per allò instintiu sense poder desprendre’s per això d’allò construït que constitueix un dels principals punts d’interès de la peça.
En sentit contrari, a través de la repetició de paraules l’obra d’Edvarsen crea no només una realitat consistent sinó també un ritme musical del que ens resulta difícil desprendre’ns al final de la peça. Tant «Black» com a «Danzas primitivas» ens serveixen per observar des de diferents prismes la complexa relació entre el cos, el llenguatge, la musicalitat i la realitat que ens envolta.
10 últimos minutos de las «24 horas bailando» en La Poderosa
En esta Secció Irregular presentamos dos piezas que a primera vista pueden parecer contrapuestas. Por un lado, en «Black» Mette Edvarsen exhibe el potencial performativo del lenguaje, es decir, su capacidad para crear realidad a través de la mera enunciación de palabras y la repetición. Por otro lado, en «Danzas primitivas (The Show)» Javier Vaquero aborda la danza desde una vertiente tan instintiva y poco elaborada como le ha sido posible: la danza como mera reacción del cuerpo al ritmo de la música. De ahí su carácter «primitivo», que apelaría a una condición esencial de la naturaleza humana anterior incluso al lenguaje y el raciocinio.
Más allá de la pieza que se presenta esta noche, «Danzas primitivas» ha sido un largo proceso de trabajo donde han surgido diversas obras, textos y experimentos, entre los que cabría destacar las «24 horas bailando» que Vaquero realizó sin descanso entre las 13 horas del 10 de diciembre a las 13 horas del 11 de diciembre del 2011 en La Poderosa. Si a alguien le interesa consultar documentos de este experimento así como otros materiales del proceso de investigación, estos se encuentran disponibles en el blog http://www.tea-tron.com/danzasprimitivas.
En su larga búsqueda por estos orígenes esenciales de la danza, Javier se ha topado irremediablemente con ciertas contradicciones. Si bien es cierto que la danza es un fenómeno que se da en todas las culturas y que es inherente a la naturaleza humana, no por eso deja de diferir en cada una de las culturas donde se manifiesta. Exactamente como el lenguaje: este carácter primitivo es totalmente cultural.
El propio Vaquero admite indirectamente este carácter construido cuando habla de las marcas sobre su cuerpo: «Son un código de signos, es decir un lenguaje. Son algunos de los parámetros que establezco yo o de los que yo soy consciente cuando me muevo. Los puntos rojos son las articulaciones del cuerpo (no están todas). Las líneas discontinuas negras son los planos de acción del cuerpo (Sagital, Dorsal y Transversal). Y las flechas verdes son las direcciones de alineamiento postural que he aprendido durante mi educación.»
Si en el fondo el proyecto de Vaquero partía de cierta imposibilidad, es precisamente la tensión entre esta pulsión por lo instintivo sin poder desprenderse por eso de lo construido lo que constituye uno de los principales puntos de interés de la pieza.
En sentido contrario, a través de la repetición de palabras la pieza de Edvarsen crea no sólo una consistente realidad sino también un ritmo musical que nuestro cuerpo reproduce involuntariamente al final de la pieza. Tanto «Black» como «Danzas primitivas» nos sirven para observar desde diferentes prismas la compleja relación entre el cuerpo, el lenguaje, la musicalidad y la realidad que nos rodea.
El proper dimecres 24 a les 20h30 Mette Edvarsen presenta «Black» a la Secció Irregular del Mercat de les flors just abans de «Danzas primitivas» de Javier Vaquero Ollero. Aquí us mostrem un text de Jeroen Peeters on parla de l’obra de Mette Edvarsen.
El próximo miércoles 24 de abril a las 20h30 Mette Edvarsen presenta «Black» en la secció Irregular del Mercat de les Flors justo antes de «Danzas primitivas» de Javier Vquero Ollero. Aquí os mostramos un texto de Jeroen Peters donde habla de la obra de Mette Edvarsen.
by Jeroen Peeters, March 2011
A collection of beginnings and endings for Mette Edvardsen
In front of me on my desk sit four postcards with drawings by Heiko Gölzer. They depict a person with a book, always against a white background. Or better no background at all, just whiteness, the whiteness of the paper, of the page, of nothingness. The person in the drawings isn’t quite reading the book, in the empty space it provides him with something to hold onto. He sits on top of it with a pensive attitude. He stands upright, holding the book in his mouth, as if literalizing the thought everybody’s mouth’s a book. He attempts a headstand and perhaps a whole series of yoga positions with books. To eventually lie down, using the book as a pillow to support his head, of which the face has disappeared – a subtle retreat to provide even more space for my imagination. The fifth postcard is missing, leaving a hole in my collection as well as in my memory, if ever there has been one. It has retreated altogether. The book in the drawings is a generic one, white surfaces held together by fine black lines, like a dummy.
More books and papers are stacked or spread on my desk. Normally they live on my bookshelves with many other books, in my archive among many other papers, and in my mind and body, intertwined with yet more memories, thoughts and stories. Now they form a small collection together with the postcards, all of them connected through the work of Mette Edvardsen – at least, that’s what brought them together on my desk. I imagine them to be a set of thresholds to my memory, or springboards into an imaginary realm to be discovered – something holding a text. Something to hold onto.
One of them is a dummy, a fully white book of 256 pages that is an exact copy of another book I have, at least in size, weight, amount of pages and quality of the paper. Once full potentiality, carrying the fantasy of a thousand possible books, it is now charged with the memory of the one book it became and the composition process that led towards it.
Or take the small black notebook sitting next to it, its pages empty save for lineation. It’s the one and only black notebook I possess, awaiting a story. A so-called Moleskine, it is not without history, for these notebooks are famous as the ones in which writer-traveller Bruce Chatwin recorded his personal “songlines”. Reaching now for Chatwin’s eponymous book, I read: “In France, these notebooks are known as carnets moleskines: ‘moleskine’, in this case, being its black oilcloth binding. Each time I went to Paris, I would buy a fresh supply from a papeterie in the Rue de l’Ancienne Comédie. The pages were squared and the end-papers held in place with an elastic band. I had numbered them in series. I wrote my name and address on the front page, offering a reward to the finder. To lose a passport was the least of one’s worries: to lose a notebook was a catastrophe.”
Then there is a book with a green cover and faint lilac lettering: How To Do Things With Words. And next to it a bright pink one with green lettering: How To Do Things With Art. For now, I place them back on shelf. Also there: a yellow philosophy book that traces yet another beginning: Zur Welt kommen – Zur Sprache kommen. Yellow. And a stack of novels by Paul Auster, Italo Calvino and Enrique Vila-Matas I might want to delve into later on.
Three more publications await my attention. They are all by Mette Edvardsen. They are all white with black lettering. The first one is a large size booklet that reads Opening. On the first page it says: “This text is a written documentation, a collection of notes, a list of sources, a performance score and a description of the piece Opening by Mette Edvardsen.” The second one is a book with a white cover, blank except for the spine, which reads every now and then. The third is a booklet with a mere list of words on flimsy paper that makes the words shine through. Its first word is “table”, the last one “black”. In between are all the words used by Mette Edvardsen in her performance Black. Here I will start, once more.
The first page contains thirteen words, one word per line: “table / chair / lamp / shade / light / floor / there / here / one / two / three / steps / plant”. So far the words seem to match the actual situation in my working room. I turn the page. “here / there / water”. Here, the realities of words and things deviate, for I’m drinking coffee, not water. There, I do not hear a knock on the door, but ignore it anyway. A few pages ahead I read “sit / right / now / here / cup / coffee”. That feels better, somehow right. I’m reading the words and also reading my room, verifying whether these words exist out there, sounding their resonance beyond the page. Words and things.
Slowly my memories of the performance come back, but I try to inhibit them and read on. “small / book / big / print / two / three / sticks / and / one / stone / dead / things.” Now my mind travels to another collection of traces from Black, an installation in the theatre foyer with black objects arranged in a perpendicular grid, with one empty spot. A page before I had come across a “dog”, or at least the word “dog”. Maybe the animal is still running loose in the theatre. I imagine it sprayed over with mat black paint as well. The telephone goes and I try to ignore it but find I am distracted, can’t tell exactly where I am, where my mind is.
I start reading again from the beginning until “water”, the point of deviation. I know now there is “coffee” ahead, but some words will remain missing. For instance “jazz”, “crocodile”, “sunlight”, or “red / carpet”, not to mention the dust on top of it and the stories swept under. No wait, in the middle of the booklet “dust” is brought to “speak” and even “sing / song / say / yeah”. And then further on “the / shape / quite / distinct / but / obscured / by / dust” and even more “shapes / and / thickness / of / dust”. I now also remember “tiny / particles”, and looking for the words I discover a “carpet”!
Again my memories of the performance come back, and again I try to inhibit them for a moment and carry on with reading. “cup / plant / chair / window”. I look out of the window and now don’t want to inhibit my memories of the performance any longer. I flip through the booklet until I find the following words: “fresh / air / window / on / one / side / see / nothing / there”. Again I look out of the window, and though the glass is dirty I see something there. Nothing in the text, something out there. This doesn’t feel right. I’m stuck. A window in a text isn’t a window in the world isn’t a window in the theatre. This is the actual point of deviation where one bumps into boundaries. As much as I like to compose my own experience as a reader or spectator, words and things and their particular organisation also have a hand in this, a thousand invisible hands.
The characters in Paul Auster’s novels often find themselves stuck in a situation, upon which they wipe out their past and start an altogether new life. These haphazard trajectories resonate with the music of chance and with American foundational myths, but foremost they embrace the literary possibility of a life in which experience and emotions are severed from memory. Whilst reading, I’ve always wondered where these realities go. And: who is responsible for these sudden beginnings and endings?
In Travels in the Scriptorium, Mr. Blank suffers some kind of writer’s block, haunted as he is by everything he has written in the past. Many characters turn up again and confront their author – Mr. Blank alias N.R. Fanshaw alias Paul Auster – who is for once totally vulnerable, as he realizes something about time and memory. Where Auster has widely explored the rather ambiguous power of writing to forget, in Travels in the Scriptorium this entails a reflection on the violence implicit in authorship. It becomes clear that all these characters have no future because it wasn’t developed by Auster, but also no past. They were created to live in the here and now and cut themselves loose from the narrative fabric of their own lives. Now they live in the scriptorium, a kind of asylum where oblivion reigns. Mr. Blank thinks his only chance to go on living is to circumvent his medication, forget about the past and continue writing. No, it actually resides in a few gestures, a choreography of memory almost: he is rocking in his chair, or sliding and skating on the floor in his nylon socks, and finds himself carried back to his childhood.
Reading about her aim “to make things appear” in the announcement of Mette Edvardsen’s Black, my first association was another Paul Auster novel I’d recently read. In Man in the Dark Auster explores a persona that is at once character and author, pulled back and forth between different realities, eventually trapped in an impossible situation that has both poetical and political overtones. The writer’s fantasy starts like this: “I put him in a hole. That felt like a good start, a promising way to get things going. Put a sleeping man in a hole, and then see what happens when he wakes up and tries to crawl out.”
“nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing”. In the performance Black, Mette Edvardsen says all the words listed in the booklet eight times. It creates a peculiar focus in which appearance and disappearance, beginning and ending are intertwined. Black starts in an empty space, a black box, fully and equally lit. Edvardsen summons a table by saying “table table table table table table table table”, subtly underscored by her attentive presence and a hand gesture. Follow a chair, a lamp, plants, a dog, a water bottle and a carpet. I remember my attention for the conjured objects being held only for as long as the words lasted, they didn’t quite add up to a room. The words’ deictic power pointed to the here and now only – until the moment Edvardsen bumped into the table. “bump bump bump bump bump bump bump bump”.
Words, gestures and the realities they call forth didn’t coincide after all, they had inadvertently grown thick with memories and projections. The steady repetition and staccato rhythm of the words scattered the promise of narrative, time and again creating focus on singular things. Yet as vehicles of attention, their traces would linger in the space and rub against one another in my mind. To sometimes appear out of the blue and, in a performative rather than descriptive act, colour the situation with their detached existence: “yellow yellow yellow yellow yellow yellow yellow yellow”.
Each word contained a particular spell, the hocus pocus of appearance. Holding on to the memory of the table pushed slightly to the right, I revisit the words in the booklet once more, hoping to retrace some of the performance’s beginnings and endings. It’s the latter I keep bumping into, realizing how much the theatre is a space of disappearance after all, of fleeting time, memory and melancholy, and ultimately a place haunted by death. Before closing her eyes and uttering the last word “black”, Edvardsen had pre-empted several endings, talking about dead things and how they don’t change, seeing nothing through the window, or conjuring up a dead body, to later on lie down herself covering up her actual body with a carpet of words and venturing into deep sleep with the wayward logic of a child’s game, or scribbling something on a paper to then crunch it and throw it almost into the bin, successfully cleaning up a wet spot, or saying, accompanied by a clear mimetic gesture, “erase erase erase erase erase erase erase erase.”
Where do these realities go? Some of the objects found their way to substance and out of the black box to reappear, sprayed over with mat black paint, as a still life in the theatre foyer. Right now, they’re probably in a storage space somewhere. Save for the dog, which is still missing. Or maybe they’ve taken up their place and function in daily life again. As words they ended up in the booklet, a small archive waiting to be revived by readers. And one shouldn’t forget the minds and bodies of all the spectators, for memories do linger, just like Mette Edvardsen closing her eyes and uttering the last word “black” while the space remains lit, was as much an ending as a new beginning, not in the least because it’s the one word she’d said only once, suspending the seven repetitions and turning the single word into a beacon marking a promise. “black black black black black black black black”.
Knowing there would be a dog running loose in this text and the literary memory of a cat abiding with me at my working table, I dug into Enrique Vila-Matas’ novel Bartleby & Co., looking for a horse and ready for a surprise. In this book the narrator seeks to overcome a substantial writer’s block lasting for twenty-five years by documenting the many endings and the “negative impulse and attraction towards nothingness” that populate contemporary literature and prevent certain authors from writing altogether. It results in the compilation of footnotes commenting on an invisible text, a text to come.
In footnote 28 the narrator admits to a friend that “I once spent a whole summer with the idea that I had been a horse. At night the idea became obsessive, it homed in on me. It was terrible. No sooner did I put my man’s body to bed than my horse’s memory came alive.” His friend points out that “nothing you say surprises me” and that the so-called exclusive experience concerns actually the embodiment of a story by Felisberto Hernández. Creator of a “fictional phantom space” and of “strangled voices”, this inventor of absence was famous for leaving his stories unfinished or at least open-ended.
Revisiting these stories, Vila-Matas’ commentator is particularly intrigued by one of them: “Many of his unfinished endings are unforgettable. Like that of ‘No-One Turned the Lights On’, where he tells us he was ‘among the last, bumping into the furniture’. An unforgettable ending. Sometimes I play at thinking no-one in my house turns the lights on. From today, having recovered the memory of Felisberto’s tales without and ending, I shall also play at being the last, bumping into the furniture. I like my lonely man’s parties. They are like life itself, like any of Felisberto’s stories: an unfinished party, but a real party at that.”
“I am a cat. As yet I have no name. I have no idea were I was born.” These words reached me via Mette Edvardsen’s mouth, reciting the opening pages of Soseki Natsume’s novel I am a cat to me in November last year in the Public Library of Leuven, the town were I was born. Together with a group of people she had learned a book by heart, safeguarding it from censorship, disappearance or being burned, like in Ray Bradbury’s SF-novel Fahrenheit 451. As living books they were walking around in the library, conversing, reading, looking out of the window, or accompanying a reader to a quiet spot. Thus I was listening to her, or better reading the novel. I remember Edvardsen’s soft parlando rhythm, shunning theatricality or the expressive way in which one tends to read stories to children. This retreat didn’t make her a ventriloquist, but allowed me to enter the book and identify with the adventures of a cat observing people. By the time the cat described the impression of oddity when it first saw a human being, it didn’t come to me as a surprise. After half an hour Edvardsen said: “I will stop here, if that’s okay.”
I looked for another book and met a man telling me “I am the Man behind the window. My author is Gerrit Krol, who wrote me in 1982.” And after a physical self-description – colour, amount of chapters and pages, cover text – asked me where I wanted to start reading. Since I have the habit of reading books from the beginning, I started with the first page, to then continue chapter after chapter. The main character Adam is a robot, born as a small black box and reflecting upon its becoming more and more human, which doesn’t happen without glitches despite its striving for perfection. The language of computer code doesn’t quite place Adam in this world, and when his hardware is worn, he ends up in the trash bin. He knows poetry and emotions, but vulnerability remains maybe the one thing inaccessible to him.
When his leg happens to be stuck and won’t afford him the ease of walking, I got excited and started to run, browsing through the book more quickly and skipping chapters, eager to track down and read all the passages about walking and leg gesture. The living book knew where they were and found them effortlessly inside his chest. Now my memory fails me to reproduce them, though I remember thinking of Roland Topor’s The Tenant, in which a loose limb inspires a meditation upon identity, a passage I do actually recall without its paper support:
“I was wondering. A tooth is a part of ourselves, isn’t it? Like… a bit of our personality. I remember in the newspaper, a man lost his arm in an accident and wanted to have it buried in the cemetery. The authorities refused. The arm was cremated and that was that. I wonder if they refused to give him the ashes and if so, by what right? Tell me. At what precise moment does an individual stop being who he thinks he is? Cut off my arm. I say, ‘me and my arm.’ You cut off my other arm. I say, ‘me and my two arms.’ You take out my stomach, my kidneys, assuming that were possible… and I say, ‘me and my intestines.’ Follow me? And now, if you cut off my head would I say, ‘me and my head’ or ‘me and my body’? What right has my head to call itself me? What right?”
Hanging around in the library after Time has fallen asleep in the afternoon sunshine I had a great time fantasizing about books I would like to learn by heart, store them word after word in my mind and body. I quickly came up with two candidates, not simply my favourite books, but books I thought would somehow also create a perspective upon the embodiment of books, upon becoming a book oneself. Still considering my eventual choice, I haven’t started learning either of them yet.
As if guided by the question how one stands in the world, Italo Calvino embarks in Mr. Palomar on descriptions of visual experience, anthropological commentaries and meditations that venture into the speculative, all of this neatly organized into brief chapters according to specific rules. His protagonist starts on the shore, aiming to read the waves, or better to look more closely by isolating and analyzing a single wave, and somewhat later finds himself swimming in the sea, surrounded by the late afternoon sun just before it sets, pondering whether the rays of light exist out there or in his mind only, and while his strokes grow weary and hesitant, his thoughts navigate a disembodied world until floating debris makes him feel like a corpse. “Mr. Palomar thinks of the world without him: that endless world before his birth, and that far more obscure world after his death; he tries to imagine the world before his eyes, any eyes; and a world that tomorrow, through catastrophe or slow corrosion, will be left blind. What happens (happened, will happen) in that world?”
In front of me I have two copies of Calvino’s Mr. Palomar, in Dutch and English translations. Which language should I choose? Unfortunately I don’t read or speak Italian, or better I don’t understand the words and would find myself curiously out of sync in case I’d learn the book by heart. Perhaps the experience wouldn’t be unlike one of the anecdotes Laurie Anderson tells between the songs of her Live at Town Hall. “Lately, I’ve been doing a lot of concerts in French. Unfortunately, I don’t speak French. I memorize it. I mean, my mouth is moving but I don’t understand what I’m saying. It’s like sitting at the breakfast table and it’s early in the morning and you’re not quite awake. And you’re just sitting there eating cereal and sort of staring at the writing on the box – not reading it exactly, just more or less looking at the words. And suddenly, for some reason, you snap to attention, and you realize that what you’re reading is what you’re eating… but by then it’s much too late.”
I pick up the book with the yellow cover, philosopher Peter Sloterdijk’s Zur Welt kommen – Zur Sprache kommen. Since it contains a series of lectures, I imagine Sloterdijk’s words would flow with a certain ease from my mouth. Or perhaps they would stumble once in a while, for German is not my native language after all, though I do read, speak and understand it. The words might displace me, but then language also places one in this world. Such is exactly the philosopher’s take on the meaning of literature, which is indebted to the “preliterary text of life”. While Mr. Palomar is swimming in the ocean facing death, Sloterdijk travels down the other end, desiring to be afloat in the womb yet facing the impossibility of being present at one’s own beginning, one’s coming into the world and coming to language. We are brought to speech by others, relieved by a long tradition of storytelling: we don’t begin, we are begun. “Man covers up the gap of origin with stories, and starts to be entangled in narratives, because he is a being that can’t own his beginning.” Between one’s physical and narrative births resides what Sloterdijk calls the “dark, speechless nights of the infant”, resonant in one’s life and stories as the memory of a profound silence.
The white book came in a small, brown paper bag, an aid to carry it home after Mette Edvardsen’s performance every now and then. Along with the book I have kept the bag, a real copy of the paper bags that also appear in three sizes – small, large, extra large – in photographs in the book. Opening the book, the white cover turns into a double black page, a black piece of paper twinned with a photograph of a black floor and curtain reminiscent of a black box theatre. Am I a reader or a spectator, or both? Meeting two protagonists standing, looking, walking, I follow them on a walk, not so much into but through the book, from left to right, from cover to cover.
The book contains photographs only, sometimes an empty or coloured page, no written words, save for the title on the spine, every now and then. Even when the protagonists bring in a microphone, the book remains curiously silent. Turning the pages, I remember the noise of a large group of spectators with this book in their laps, flipping through the pages, duly following the performance’s unfolding, setting about their own mental voyages upon a deviation of photographed and enacted scenes, quickly paging ahead looking for coincidence, slowing down again when taken by surprise or when the performers on stage claimed the attention. The sound of a hundred or so people flicking the pages was an auditory trace of everyone composing their own experience, jumping between the offered markers of attention, all the while observing their decisions – a noisy flurry in itself stirring one’s imagination in the shared space provided by the theatre. Now I am alone with the book, struck by the silence of the microphone, the empty page at its base and the objects sitting around, all of this in contrast with the subtle sounds of my flick upon flick.
A chair, a plant, an apple, a water bottle, a notebook, a cup – as traces of earlier performances, all these objects, as well as the actions they afford and the memories they carry, are swept under the carpet, muffled by the space, swallowed by a black page. They yield to a white page, to new objects, coloured shirts and coloured pages. White. Grey. Red. Green. Yellow. Blue. Once the stuff is cleared out, the sansevieria, truncated throughout most of the book, appears for the first time in full, as a new beginning. Then, after dimming the light the page turns black again, and the protagonists return to take a bow.
The book doesn’t contain traditional credits, but lines up the protagonists and all the objects, from the speechless microphone to a stack of white paper and a roll of blue tape. There is one object that must have appeared both in the book and in the performance every now and then without my noticing it: a brown padded envelope, so many of which featured in Mette Edvardsen’s group performance or else nobody will know. It’s a piece of unaddressed mail, like a message in a bottle, adrift in the theatre and the book, waiting to arrive at an uncertain destiny, or perhaps turning into a dead letter.
Reading the performance score of Opening, I would expect it to transport me about six years back in time to the Hebbel theatre in Berlin, but it does not. My memories have faded and the words demand attention for themselves. I am still seated at the table in my working room, once in a while looking out of the window, looking for something, or reading, looking for something to hold onto. “Enter. Blackout. Exit. Lights. Enter. Look out. Blackout. Exit. Enter with lights. Look out. Stop front. Blackout. Exit. Enter. Stop front. Wait. Lights. Blackout stage left. Wait. Lights.” Entrances and exits, sounds and silences, light changes and blackouts, openings and deaths. BANG!!! An explosion wakes me up and I decide not to wait for the final blackout. Instead, “I have a small moment to myself in the wings while I quickly change shoes from green to black. In the theatre the colour green means bad luck. I was told that in Spain it is the colour yellow.”
Text written for MDT’s progam edition series. Stockholm March 2011.
Text published in the publication of FISCo 11 ‘Segue’ by Xing / Bologna April 2011 (translated into Italian). Taken from Mette Edvarsen’s blog with her permission.
La doble sessió d’aquesta Secció Irregular comença amb el vídeo “Go and talk to your government!”, on Amanda Pinya i Daniel Zimmerman emfatitzen la dimensió política de la distribució dels cossos a l’espai mitjançant la creació d’un Ministeri d’Assumptes del Moviment que compta amb l’aprovació de Heinz Fisher, president del Govern austríac.
Per aquest motiu, encara que “Ya llegan los personajes” tracti sobre l’humor i no resulti explícitament política, apareix inevitablement com un exemple pràctic del caràcter polític d’uns cossos que configuren l’espai segons la seva pròpia idiosincràsia.
Aquesta peça resulta excepcional perquè és fruit d’una col·laboració entre dos agents molt rellevants de l’escena experimental espanyola: el duo de performance Los Torreznos (Rafael Lamata i Jaime Vallaure) i el coreògraf Juan Domínguez. Tot i que els tres creadors signen aquesta obra de forma conjunta i a títol individual per diferenciar-la del treball de Rafael i Jaime com a duo, la veritat és que té característiques tant d’obres anteriors de Los Torreznos com de peces de Juan Domínguez.
Per exemple, la repetició obsessiva dels noms fins que aquests perden el seu significat i es converteixen en mer so està present a performances de Los Torreznos com “La noche electoral”, “El dinero” o bé “Las posiciones”. A més, al principi d’aquesta última obra es també es transgredeix notablement la convenció que separa a públic i intèrprets tal com succeix al final de “Ya llegan los personajes”.
D’altra banda, “Ya llegan…” és un treball que versa sobre l’humor i on el riure té un paper important. El riure és precisament un dels afectes amb els quals treballa Juan Domínguez a “Blue”.
Tot i això, “Ya llegan…” destaca no tant per allò que té en comú amb l’obra anterior dels seus creadors, sinó més aviat per com es distancia de la mateixa. En aquesta col·laboració conflueixen dues maneres de treballar diferents i el resultat híbrid és tan singular que el caràcter experimental adquireix més prominència que mai. Si Jeanson declara que “el riure sorgeix simplement d’una consciència sobirana de llibertat”, a causa d’aquesta total desimboltura a l’hora d’experimentar, hauríem d’entendre en aquest sentit les rialles que brollen ocasionalment a “Ya llegan los personajes”.
No obstant, encara que el riure jugui un paper notable a la segona meitat de l’obra, hem d’acordar-li una importància limitada a la primera part de “Ya llegan…”. Si bé durant els primers 40 minuts de la peça els intèrprets transiten ràpidament pels recursos de l’humor en les seves múltiples variants (des de l’humor bast al clown passant pel slapstick, el nonsense, el esperpento o l’humor negre), el resultat rares vegades és còmic. Paradoxalment, com podrà reconèixer qualsevol persona que hagi llegit un manual sobre l’humor, el discurs sobre allò còmic resulta poc divertit. Aquesta tensió entre una forma que remet a l’humor i una vessant analítica totalment allunyada d’allò còmic constitueix un dels principals punts d’interès de l’obra.
Resulta contradictori que el riure només ragi de manera incontrolable al final de la peça, quan els creadors ja no utilitzen l’humor com a eina, sinó el joc. Aquest riure que ho inunda tot resulta tan poderós que no pot sinó recordar-nos el caràcter polític d’uns cossos que exploren contínuament les possibilitats del seu encaix a l’espai.