Sonia Fernández Pan acerca de «Ocupar una tribuna» de Luz Broto

Luz Broto presenta este viernes 25 de abril «Perderse por el camino» en la Secció Irregular del Mercat de les Flors. Por si alguien no conoce su trabajo, publicamos aquí un texto de Sonia Fernández Pan acerca de «Ocupar una tribuna».

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Relato de una multitud: el privilegio de la distracción

«Los motivos por los cuales alguien decide convertirse en espectador y mantener una relación momentánea —aunque prorrogable— con una obra o un proyecto artístico determinado proceden de circunstancias diversas pero localizadas en una cierta uniformidad de la diferencia. A veces la contradicción juega a favor y el despistado de turno acaba por convertirse en espectador profesional y en cronista inesperado. Desde el encuentro fortuito a la asistencia intencional, en las posibles variantes de interacción entre producción artística y público es común a todas ellas un índice de atención significativo por parte de aquella persona que, al desarrollar e incrementar su interés, da el primer paso para una apropiación de una propuesta preliminarmente ajena. Dependiendo del tipo de proyecto impulsado por el artista, dicha apropiación es capaz de aumentar hasta el punto de convertir al espectador en parte activa y requisito fundacional del mismo. Es entonces cuando el espectador cede —o anexa— su condición de observador para incorporarse a una
situación de producción compartida. Y cuando el artista como autor, sin llegar a desaparecer, es capaz de convertirse en artífice de algo —¿lo?— público al distanciarse del principio de autoridad.
Para aclarar la anterior abstracción deductiva sería útil cambiar el tono y hablar explícitamente en primera persona. Empezar a hablar de un proyecto artístico —Ocupar una tribuna, de Luz Broto— desde la óptica de un destinatario —yo— inicialmente miope. A pesar de que toda la información estaba en la página web del proyecto, he de reconocer que me animé a participar apenas dos días antes de la convocatoria sin saber exactamente qué era lo que iba a suceder en el Canódromo Meridiana el día 1 de diciembre de 2012 a las 12:30 h. Revisando la web con posterioridad, efectivamente, el anuncio era conciso y comenzaba de la siguiente manera: “El sábado 1 de diciembre llenamos de nuevo la tribuna del antiguo Canódromo Meridiana, cerrada y en desuso desde hace años.” La capacidad del ser humano para ignorar lo que lee es tan grande como su capacidad para afiliarse a lo desconocido. De las casi trescientas personas que ese día ocuparon las gradas del canódromo seguramente yo era la única que, gracias a una atención deficitaria y a
unas expectativas indeterminadas, no era consciente de que la acción planeada por Luz Broto empezaba y terminaba con el siguiente enunciado: estar en las gradas del antiguo canódromo durante unos 30 minutos. Lo demás corría por nuestra cuenta.
Cuando llegué la tribuna estaba vacía. Me sorprendí por la cantidad de personas que ocupaban aquella plaza que antes fue pista de carreras y pensé que seguramente la cuestión climatológica era, en parte, responsable de la abundancia de gente en un espacio que, hasta entonces, yo había visto siempre casi vacío. A pesar del frío, hacía una mañana espléndida en la que consolidar la idea de que el único sol que calienta es el sol de invierno. Reconocí y saludé a gente vinculada al mundo del arte. Suponía que estaban allí, como yo, a causa de la intervención de Luz Broto. Del resto pensaba que sencillamente pasaban la mañana en un parque donde, como en tantos otros de la ciudad, el verde brilla por su ausencia. Las puerta de acceso a las gradas se abrieron y la gente empezó a subir, ocupando la tribuna paulatinamente. Era difícil escoger un sitio, porque todo estaba manchado de excrementos de paloma. Debido a que frecuentemente es más incómodo relacionarse con un grupo de gente que no se conoce lo suficiente que contribuir a una multitud de desconocidos, me senté sola y a un lado, entre familias que parecían pertenecer al barrio.
Los casi treinta minutos que estuve allí mirando alrededor, escuchando conversaciones ajenas, tomando fotos con el teléfono y compartiendo impresiones e imágenes con alguien que estaba en otro país, estuve esperando que algo insólito pasase. Es probable que el hecho de formar parte de una multitud eventual sobre las gradas, reconvirtiendo la plaza
de enfrente en escenario, unido a la historia reciente del canódromo como centro de arte frustrado y a la relevancia del espacio público en el trabajo de Luz Broto, secundasen mis expectativas de que algo más iba  a tener lugar allí. Me fui cuando, pasada la media hora, la gente comenzó a levantarse y abandonar las gradas. Un comportamiento determinado
se vuelve general cuando una persona, líder transitorio, es imitada por varios que, a su vez, son acompañados inmediatamente por un grupo mucho mayor de personas. Yo pertenecía a este último. Hasta ese momento de despedida —quizás un poco más tarde, al volver a mi casa en bici— no caí en la cuenta de que lo insólito era estar allí, reunidos en la tribuna de un espacio público que desde hace años está cerrado al público. Y que la excepcionalidad de los acontecimientos puede consistir en recuperar parcialmente la cotidianidad del pasado. En este caso, los usos y funciones sociales de un canódromo para el que las carreras de galgos, entre muchas otras cosas, han pasado ya a la historia.
Cuando se está dentro de un conjunto es difícil, por no decir impracticable, tomar conciencia de la totalidad del mismo. Más difícil todavía es, desde la propia subjetividad, observar, analizar, conocer y valorar una colectividad circunstancial in situ. Más allá del lugar común basado en la toma de distancia para rastrear una objetividad siempre
aproximada, sería necesario algo tan impracticable como la ubicuidad.
Se podría imitar a Georges Perec en Lo infraordinario o, en su defecto, practicar el registro de los acontecimientos. Eso sí, admitiendo la lejanía del documento. Aunque yo había tomado algunas fotos, no eran material suficiente para explorar lo sucedido a mi alrededor. Para ello fue indispensable, semanas más tarde, volver atrás en el tiempo e inspeccionar el vídeo que conserva la totalidad de una multitud compartida. Y practicar
algo así como un voyeurismo en diferido. La ocupación colectiva del canódromo que impulsó Ocupar una tribuna, además de reivindicar el uso de un edificio público por
la ciudadanía, invirtió los términos y sus funciones arquitectónicas. La  tribuna se convirtió en plaza y la plaza situada enfrente de la tribuna se convirtió en el lugar idóneo para apreciar el espectáculo de una multitud heterogénea reactivando un espacio a través de una situación que, tiempo atrás y salvando las diferencias, se repetía a diario todos los
días de la semana durante 42 años.

Mientras la tribuna se llenaba gradualmente de personas que apartaban cristales rotos en el suelo, evidencia de un uso furtivo del edificio, la plaza comenzaba a transformarse en una suerte de platea desde la que observar con curiosidad la tribuna, sacar fotos y —seguramente para muchos— echar de menos el bullicio de antaño. Mientras en la tribuna se escuchaban conversaciones en inglés y en castellano, saludos y llamadas de atención a niños impetuosos, en la plaza las personas pasaban de dos en dos, como si a la hora de pasear, la humanidad funcionase por parejas. Desconocidos que se encontraban y hacían un alto en el camino. Uno de ellos miraba hacia la tribuna cuando el otro la señalaba. Resulta inevitable imaginar al más mayor recordando en voz alta y con nostalgia los buenos tiempos del canódromo. Como sería fácil imaginar a todos los que detenían su recorrido para mirar hacia arriba preguntándose qué hacían cientos de personas en una grada construida para un espectáculo que ya no existe. Mientras tanto, en la tribuna una mujer colocaba una estelada persiguiendo los beneficios de la visibilidad a la vez que suministraba una dosis de pragmatismo al arte, un matrimonio de ancianos se paseaba rítmicamente por la arena una y otra vez. Aquí, en la antigua zona de carreras, se cumplían las típicas cosas que pasan en una plaza si uno les concede un mínimo de tiempo para ser custodiadas por la mirada.

Niños, un padre y su hijo jugando a la pelota debajo de las gradas y un tanto ajenos a lo que ocurría más arriba, ancianos, bicicletas, perros, una mujer en silla de ruedas que saludaba a la cámara y rompía el efecto de una cuarta pared sin teatro, perros que se enredaban sin que sus dueños se dirigiesen la palabra al separarlos y hombres que caminaban como uno se imagina que caminarían Sócrates y sus discípulos —con las manos detrás de la espalda— conformaban parte del paisaje matutino de un sábado inusual en el barrio de Congrés.

Mientras tanto, en la tribuna, un grupo de niños celebraba un cumpleaños y, de paso, inauguraban un espacio que siempre había estado cerrado para ellos. Gente que se paseaba por las gradas. Otros que se saludaban. Un grupo que, desentendiéndose de la vergüenza, llevaba sombreros de cowboy. Una mujer que acudía con un galgo. Por un momento, ambos espacios —la tribuna y la plaza— se conectaron con el salto de un hombre para entregar un libro a una mujer que estaba en las gradas. Inmediatamente después, asomaba una espontánea conmemoración cuando algunos de los que apostaron por la dimensión artística del canódromo se levantaban unánimemente para ser retratados desde la plaza. Como en toda multitud, lo heterogéneo se combina con la homogeneidad vinculante de los pequeños grupos que en ella se inscriben. Como en todo acontecimiento planeado, siempre hay alguna situación inesperada que cambia un poco el rumbo de las intenciones. En este caso, una pareja adulta que, al descubrir entre las gradas un micrófono oculto en una bolsa, decidió llevárselo consigo e inhabilitar futuras escuchas del evento. Entre el hurto y la travesura, el micrófono despareció so pretexto de que “unos chavales se lo habrían dejado de noche allí” en uno de tantos botellones clandestinos. En un ejercicio de autoindulgencia y excusándose en el valor crematístico del aparato, Manolito “El Cariñoso” se presentaba jovialmente como causante de la sustracción y la grabación sonora llegaba a su fin tras los primeros veinte minutos.

Ocupar una tribuna podría ser catalogada como una intervención artística. Sin embargo, con esta taxonomía, se estarían perdiendo los efectos colaterales de un proyecto que, si bien consistió en una ocupación efímera de la tribuna del Canódromo Meridiana, diseminó —tanto antes como después— una serie de cuestiones relacionadas con la gestión de lo público desde el poder político, evidenciando que los espacios públicos no son de dominio público. Y que la res pública termina donde empieza el laberinto burocrático del aparato político- económico. Amén de los intereses de unos pocos. La historia reciente del canódromo lo demuestra.

El Canódromo Meridiana abrió sus puertas al público en 1964, siendo de acceso libre cuando no existían los centros cívicos en Barcelona. Cerró —último en su especie— en 2006 debido a una deuda con la Generalitat en tiempos de presión ecologista, llevándose consigo el bullicio del barrio, la ludopatía derivada de las apuestas en las carreras de galgos, los bares y estancos a rebosar, la vehemencia en las gradas y los cristales rotos, numerosas discusiones matrimoniales y el principal lugar de encuentro en un barrio obrero. Tras un breve interludio como potencial, anhelada y solicitada zona de equipamientos públicos por los vecinos de uno de los distritos barceloneses con más carencias de tipo estructural, se decidió que fuese el emplazamiento para el nuevo centro de arte contemporáneo tras la grotesca metamorfosis del Centre d’Art Santa Mònica en Arts Santa Mònica. Empezó entonces un proyecto fracasado que combinó una considerable inversión económica, la elección por concurso de un director extranjero, los devaneos entre política y cultura, la decepción y la creciente indignación del sector artístico, la iconología arquitectónica, la crisis político-económica, la politización de la cultura, la inoperancia y la ambigüedad del poder político dentro y fuera del arte y su sordera ante las reivindicaciones vecinales. A día de hoy, el canódromo sigue siendo un espacio público cerrado al público cuyo futuro esgrime una opaca mezcla entre sector privado, público, cultura y creatividad.

Demostrando lo político de un gesto poético, Ocupar una tribuna consiguió reactivar la biografía social de un espacio público intervenido por su condición de icono arquitectónico. Como en las antiguas fotografías de Xavier Martí Alavedra,1 Ocupar una tribuna priorizaba la reunión multitudinaria y la disolución de lo arquitectónico en lo social, en contraposición a su habitual representación como edificio aislado, distante y vacío. En las antípodas de aquellas otras fotografías2 que exhiben un borrado literal y sistemático de los bloques de viviendas que sobresalen por encima del mismo, Ocupar una tribuna conseguía devolver el edificio al barrio, dotándolo de vida. Demostraba además que, si bien el conflicto es connatural a lo público, este no debería funcionar como habitualmente lo hace: como un espacio potencialmente adueñable por lo privado. Y de paso, manifestaba que existen proyectos artísticos cuya autoridad no reside en el autor, porque son apropiables por las diferentes voces que legitiman una multitud. Un espacio de conflictos, pero también de consensos.»

Sonia Fernández Pan

Ocupar una tribuna. Barcelona: Fundació Suñol, 2013.

1. El último canódromo es el reportaje que el fotógrafo Xavier Martí Alavedra realizó entre 1980 y 2010 sobre el Canódromo Meridiana. Lejos de priorizar la estética arquitectónica, Martí Alavedra se dedicó a observar y capturar durante dos décadas la actividad social provocada por el edificio: desde la rutina de los entrenamientos al fervor de las competiciones nacionales, pasando por la situación de los galgos, los retratos del público y las manifestaciones derivadas del cierre del canódromo. La convocatoria on-line del proyecto Ocupar una tribuna utilizó una de estas imágenes con las gradas a rebosar de gente.

2. Como si de una premonición fortuita se tratase, las imágenes de Francesc Català- Roca de la década de los años sesenta que se usaron en prensa, a los pocos años de inaugurase el Canódromo Meridiana (premio FAD de arquitectura en 1963), están manipuladas. Un ejemplo se halla en el reportaje “Formas actuales de la arquitectura en Barcelona” de Diario de Barcelona del domingo 23 de enero de 1966. En el Fons Fotogràfic Català-Roca del Colegio de Arquitectos de Cataluña pueden consultarse as pruebas de unas imágenes que omiten por eliminación parte del contexto urbanístico del canódromo.

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