Esta texto es la segunda parte de la publicación que realizamos durante una residencia de investigación artística en el Centro de Arte Contemporáneo Huarte durante los meses de septiembre y octubre de 2019.
Monólogo para un inmóvil
Es un objeto con en el que te identificas. Ves algo muy cercano en su forma, algo que te produce una atracción, una especie de viaje hacia el futuro. Su forma, sus colores y su postura te hacen pensar en un momento, no muy lejano, en el que el cuerpo sea algo modificable. Un cuerpo por módulos, un cuerpo intercambiable con otros cuerpos, extremidades móviles de quita y pon, mentes sin cuerpo, cuerpos sin mente, mentes traspasables por varios cuerpos, cuerpos que crean otro tipo de vínculos, vínculos desconocidos. Y entonces, le quieres contar. Le quieres contar sobre su pasado, sobre sus orígenes. Quizás para que recuerde viejos momentos o para que pueda construir sobre una base sólida o simplemente por moderno romanticismo. Le quieres explicar las antiguas normas que regían sobre sus antecesores, cómo se organizaban y eran organizados.
La tarea era compleja, llegar a describir un momento de la historia sin juzgar, sin opinar sobre si era positivo o negativo que se manejasen de tal o cual manera. Para ello había que llegar a los movimientos más básicos, a las acciones que estaban más a la vista como coger un avión, sacar una fotografía o conducir por una autopista. Acciones que conformaban una trayectoria en las rutinas diarias, una coreografía de movimientos corporales que era transmitida de padres a hijos durante generaciones y que, en un momento, cambiaban y esto cambiaba las formas de ver y estar en el mundo. Porque él o ella ya no experimentaba la vida de la misma manera que se había experimentado durante siglos. Su entorno se modificaba rápidamente, más de lo que había sucedido nunca. Un gran cambio no significaba que este fuese a perdurar. Sucedían cambios profundos uno detrás de otro y el tiempo de asimilación era nulo. Quizás por eso, ese objeto, ese cuerpo estaba así, inmóvil, por lo menos físicamente. Inmóvil por la burocracia, inmóvil por la ley, inmóvil por la tecnología, inmóvil por placer. Una inmovilidad que abocaba al sujeto a no hacer nada, pero… ¿había algo que hacer?
1.
Estás en un lugar amplio circulando por calles anchas y avenidas bien pintadas. Mientras conduces vas girando hacia la derecha o hacia la izquierda, suavemente, sin prisa, la visión es apacible. Van pasando casas y jardines, espacios vacíos, gasolineras, señales de tráfico y cientos de rutas posibles. El tráfico es suave, puedes disfrutar de la conducción, es un día entre semana a las once de la mañana. De pronto, ves a una persona caminar por el lado de la carretera, sola, desprotegida, poniendo su cuerpo en peligro. Te das cuenta de cómo el viento de los coches agita su cuerpo y por un momento recuerdas: recuerdas la ciudad, recuerdas esquivar otros cuerpos y pedir permiso para pasar. La ciudad: ese lugar que se convirtió, casi sin darte cuenta, en un lugar del pasado transformado en una escenografía para jugar, para tener la experiencia del flaneur, ese antiguo paseante de las calles.
2.
Los momentos previos a coger el vuelo te sentías como en un sueño extraño. Una vez pasado el check-in te conectabas con un sistema implacable. Perdías todo el control sobre tu cuerpo: piernas y brazos se movían solos, la cabeza solo podía asentir. Como una pieza en una fábrica, ibas pasando por diferentes controles que cada año eran más extenuantes. Lo más curioso es que te sentías ilusionada. Llegabas al aeropuerto recién duchada, aseada, con ropa limpia y cómoda. El paisaje visual que percibías al entrar era ordenado, con un diseño cuidado, con personas yendo y viniendo exhalando una alegría especial. El cerebro te enviaba una señal incrustada en tus registros: la del placer de viajar, la de conocer lugares nuevos y gentes especiales, la de aprender de lo desconocido. Pero en esos momentos del tránsito hacia el avión todo te parecía difuso. ¿Algún día fue así o era todo parte de ese sueño?
3.
Te daba la sensación de estar en un palacio. Suelos de mármol, techos acristalados y pasamanos de color dorado. La temperatura era muy agradable y la sensación de seguridad total. No te iban a robar ni a atracar. No podías tener un accidente ni caerte por una alcantarilla mal tapada. No te mojabas cuando llovía. No pasabas frío en invierno ni calor en verano. Las compras, que era a lo que ibas allí, resultaban más baratas y tenías de todo al alcance de la mano. Lo más curioso era que, aún viviendo en un lugar alejado de una gran urbe, te sentías en el centro del mundo. Estabas conectado. Conectado a las últimas tendencias, conectado a los nuevos dispositivos, conectado a los últimos estrenos. Ya, no eras diferente.
4.
Por aburrimiento, por ocio o por necesidad mirabas las noticias todos los días. Era como una adicción. Cada mañana, o al mediodía, te enterabas de lo que sucedía en el mundo y en tu ciudad. En los periódicos, en la radio o en internet, era casi imposible no enterarse. A veces te sorprendía lo diferentes que eran unas noticias de las otras, lo alejadas que estaban entre ellas. Una sobre Afganistán y la siguiente sobre las flores en primavera. Una sobre un tiroteo en Wisconsin y la siguiente sobre la sanidad pública. El resultado era siempre el mismo, momentos de ilusión y generalmente pesimismo. Pesimismo sobre el futuro, sobre el presente y sobre el pasado. Una visión negativa de la situación ofrecida por profesionales del texto y de la imagen audiovisual. Y tú, tú confiabas. Confiabas en lo que te contaban. Confiabas en las guerras y en la violencia, en el paro y en la pobreza, en el miedo y en la amenaza. Cuando terminabas de escuchar, todo volvía a la normalidad y entonces, entonces actuabas en consecuencia.
5.
Antes tenían un valor, inmortalizar un momento para siempre. Recordarlo durante décadas. Cuando perdió el soporte del papel, del objeto físico, cambió su uso principal. Ya no volverías a mirarla, ya no descubrirías nuevos detalles cada vez que la observabas, ya no cambiaría tu percepción sobre la misma, ya no verías el paso del tiempo en su color. De pronto, sacar una fotografía se convirtió en un tic, en un acto repetitivo, en un acto involuntario, en un gesto recurrente. Un movimiento que se producía con un único objetivo: el de ver una imagen congelada en una pantalla justo antes de ser olvidada en un mar de información digital. Un tic involuntario, un tic traicionero, un tic cariñoso, un tic amoroso, un tic como el que tenía en la cara ese chico de tu pueblo. Ese tic que tanto, tanto, tanto le costó hacerlo desaparecer.
6.
Soñabas con cortar lazos, con irte y nunca más volver, con hacer tu propia vida. De vez en cuando te podías comunicar, por supuesto. Llamar por navidad, por los cumpleaños o cada vez que sucedía algo importante. Te gustaba escuchar esa voz conocida al otro lado del cable, sentirte como en casa y pasar un buen rato hablando. Cuando llegaste a la adolescencia, todo dió un giro inesperado. Empezaste a poder hablar desde la calle, desde el baño o desde la playa. Podías comunicarte a diario, contar cada cosa que pasaba, compartir deseos y frustraciones, enviar fotos, pequeños mensajes, poemas, notas de cariño o de ruptura. Se abrió un canal de comunicación constante, sin filtro ni mesura. Cuando te quisiste dar cuenta te viste siempre disponible, para todos, para todo. Y el sueño de cortar lazos, de irte y nunca más volver, de hacer tu propia vida, ese sueño, entonces, lo pudiste compartir.