Movemos los muebles para hacer que hacemos, de Isabel de Naverán.

Aprovechando que hoy se presenta por primera vez en Pamplona la pieza de Juan Domínguez “Todos los buenos espías tienen mi edad” recuperamos para este blog un extracto de un texto escrito por Isabel de Naverán a raíz de la presentación de la pieza en la Fundición de Bilbao en 2009.

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En LA PELÍCULA QUE NO SE VE, libro escrito por Jean-Claude Carrière, guionista y colaborador de Luis Buñuel entre otros, el autor se pregunta si la manipulación del tiempo organizada por el cine (las elipsis temporales, el montaje) no es una de sus obsesiones subterráneas: “suprimir el tiempo” escribe “eliminarlo, construir una ilusión tan intensa que los espectadores dejen de envejecer y salgan de la sala rejuvenecidos”.

Sin duda, acceder a los logros del montaje cinematográfico y a la “ilusión” temporal que el cine proporciona, ha sido la finalidad de muchas creaciones escénicas del siglo XX. Y aunque el teatro difícilmente sobrevive a esta comparación, continúa inventando nuevas estrategias que no hacen sino conducir al lenguaje escénico a un delirio cuyas consecuencias empiezan ahora a vislumbrarse. Cuando la sala La Fundición, en Bilbao, programó TLBETME = Todos Los Buenos Espías Tienen Mi Edad  (Juan Domínguez 2003), pudimos ver cómo Domínguez, sentado frente a nosotros y en silencio, ordenaba pequeñas tarjetas sobre una mesa. Una a una y con velocidad variable según su contenido, las tarjetas se proyectaban en una pantalla gracias a un circuito cerrado de vídeo. Domínguez , vestido con traje blanco como quien acude a una cita importante, no levantó la vista. Parecía invitarnos a ocupar la silla vacía al otro lado de la mesa; una mesa diseñada por él para dos, en la que a un lado se sentaba el artista, y al otro, el espectador que estuviera dispuesto a adentrarse en sus pensamientos, a apropiárselos. Esa imagen de la mesa sirve como metáfora para lo que estaba a punto de ocurrir en nuestras mentes: una conversación íntima entre su manera de pensar y la nuestra. La invitación no podía ser más sugerente. Allí, en la oscuridad del patio de butacas, mediado por el cuerpo que forman la cámara, el proyector y la pantalla, el proceso creativo de Domínguez, -sus dudas, sus deseos, sus indagaciones y preguntas- escrito en las tarjetas y narrado en primera persona del singular, comenzaba a ser nuestro a medida que leíamos –comenzaban a ser nuestras dudas, nuestros deseos, nuestras indagaciones y preguntas-.  Y es que la sencillez del dispositivo elegido (letras mecanografiadas, proyectadas siempre en la pantalla) permitía al espectador/lector ponerse en el lugar del otro de una manera tan cómoda, que resulta incluso perversa.
La voz interna que oímos cuando leemos en voz baja , si bien es una voz que nos pertenece, no se corresponde con la voz que escuchamos al hablar. Esta voz intersticial es, a saber, una voz a medio camino entre nuestros pensamientos y la forma de expresión de estos pensamientos, una pre-materialización de nuestra “visión” personal de las cosas. Cuando esta voz se hace externa, se encuentra con los límites de un lenguaje torpe y a menudo opaco e impermeable.

Y es que para acortar la distancia entre pensamiento y praxis, es necesario recurrir a la invención. Si bien el cine, como dice Carrière, persigue suprimir el tiempo, anularlo, hacerlo desaparecer… podemos decir que la propuesta de Domínguez hace aparecer el tiempo, y el espacio, porque construye otros espacio-tiempos que son los que surgen entre la acción de mostrar las tarjetas, el tiempo de lectura de las mismas, la velocidad entre una frase y la siguiente, y los colores adjudicados a las palabras (azul, verde, rojo, amarillo) según su condición (identidad, espacio, movimiento, tiempo).
Siempre tratado con humor y sentido crítico, el afán seudo-científico de Domínguez por comprender, a través de fórmulas que combinan nociones de espacio, tiempo, movimiento e identidad, el proceso creativo, es comparable a la fascinación de los montadores de cine por enlazar planos inconexos y aún así mantener cierta correlación: lo fascinante no es conseguir la continuidad perfecta de un plano al siguiente, sino estirar al máximo los límites de esa continuidad, hasta que el espacio entre los planos se impone, abriendo la posibilidad a percepciones desconocidas. Pero, a diferencia del cine, en Todos Los Buenos Espías Tienen Mi Edad, el tiempo (y el espacio) no es suprimido, sino inventado. Es construido a partir de la articulación de tres tiempos que suceden simultáneamente: el tiempo escénico (Juan Domínguez sentado en su mesa), el tiempo cinematográfico (las tarjetas pasando sobre la pantalla) y el tiempo, digamos, real, en sus dos vertientes: el tiempo cronológico, que sería considerado como objetivo (la pieza ocurre de ocho a nueve) y el tiempo biológico o subjetivo, que varía, se estira y contrae, según sea la vivencia individual (mental y emocional).

Por eso, cuando, al otro lado de la mesa, Domínguez coloca una nueva tarjeta: ¿CUANTO TIEMPO COMPRAS CON EL TICKET DE ENTRADA? el tiempo, o mejor decir, la duración de la pieza, es indeterminada, porque es inseparable de todos los factores que acompañan la situación, que se ha vuelto plenamente subjetiva e individual a cada uno de los espectadores y espectadoras de la sala. El tiempo se convierte en algo incalculable, porque no podemos separar la forma de expresión en las tarjetas y nuestra “voz interna” al leerlas. Estamos afectados por estos nuevos espacio-tiempos, a veces imaginarios, creados por el recorrido incierto de los pensamientos.

Pero además, esta pregunta introduce cuestiones más delicadas o incómodas, como es el valor que damos al tiempo, en este caso su valor económico en términos de utilidad y rentabilidad.

A pesar de las diferencias evidentes entre ambos, tanto el cine como el teatro, son oportunidades para repensar nuestra relación con esta “medida” imparable de los acontecimientos, con su economía, con el envejecimiento, que tanto preocupaba a Carrière y quizás también a Domínguez, y, por lo tanto, con la muerte. Son espacios de resistencia, donde es posible experimentar lo aparentemente inútil. Y son espacios para el cambio, puesto que participan de una re-formulación de la percepción y ponen en duda el “valor de uso” del tiempo de ocio.

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