Busco el reconocimiento que me merezco en los vales del súper. Tengo un euro extra para gastar en frutas y verduras, dos euros en chocolate por compra mínima de 7 euros y dos euros en cremas solares. Estos descuentos concretan mi lista de la compra aunque tenga 16 botes de cremas olvidados por mis huéspedes peregrinos. El negocio no está yendo divinamente, supongo que por la mala valoración dejada por un polaco en el perfil de mi habitación best seller. Qué le voy a hacer si no puedo dejar de explicarle a la peña cómo hacer mejor las cosas. Necesito compartir mi sabiduría y cambiar comportamientos incívicos y capitalistas. Todo empezó cuando advertí que mi huésped llevaba media hora en el baño abriendo el grifo cada cinco segundos. Adiviné que estaría afeitándose y, como el lavabo no tiene tapón, ni la bañera tampoco -para que no sientan la tentación de darse un baño de espuma- decidí ofrecerle amablemente un barreño. No me miró bien, pero pensé que era lo normal porque su cara chapata no había emitido expresión alguna durante nuestros breves encuentros de recepción y muestra de las instalaciones del alojamiento vacacional que ostento. Por si fuera poco, había observado durante los dos días de su estancia que por la mañana mis limones aparecían cortados y ligeramente exprimidos. El primer día me sentí algo perturbada, pues no ofrezco desayuno en el precio- aunque sí café, té y galletas de cortesía-. Los limones están claramente fuera del trato, no porque no entienda que el agua templada con limón por la mañana sea un remedio eficaz para mantener una evacuación periódica, sino porque no es una fruta que sepa tratar todo el mundo. Para muestra un limón exprimido al que no se le ha aprovechado el jugo y que directamente no podrá ser aprovechado para próximas infusiones, ya que una vez exprimido está usado, oxidado y con ese aromilla a limón pasado. Y cómo se hacen las cosas bien con los limones, os estaréis preguntando. Pues sencillamente se va tallando como una escultura, con intuición sobre cuánto zumo de limón alberga cada corte, exprimiendo un trocito y dejando el resto dispuesto para próximas mutilaciones. Entonces, después de que mi polaco del alma acabara de afeitarse y mientras estaba llenando el hervidor de agua hasta arriba para hacerse una infusión, me acerque sibilinamente y, previa sonrisa de vengo en son de paz, le dije que le aconsejaba mi método limonero para el aprovechamiento del jugo. Un explicación en inglés con diferentes apoyos gráficos como coger el limón y el cuchillo, hacerle un corte y el gesto de exprimirlo en un vaso imaginario de agua. Este ser se sulfuró y entre varios improperios me dijo que si llega a saber que ésta era la casa de una ecologista nunca habría hecho la reserva. Yo le dije take it easy varias veces pero siguió despotricando de cómo podía ser que en un hotel le llamaran la atención por usar demasiada agua. Yo le dije que en mi perfil ponía que soy ecofriendly, que me gustaba que las cosas se hicieran de manera más sostenible y que, dadas las condiciones y el precio, claramente esto no era un hotel. Pero no me escuchaba, sólo me gritaba que iría al súper inmediatamente a comprarme un kilo de limones. Yo insistía que no era por el dinero, que lo único que no soportaba era el desperdicio. Había mucha tensión en el ambiente y para recuperar el feng shui decidí irme a hacer yoga mientras me seguía increpando movidas en inglés polaco. Se asomó al salón y antes de que continuará con su pataleta me descubrí a mi misma llorando. LLorando por el planeta, llorando por la humanidad, llorando por todos los limones, por el agua que se gasta en los hoteles, por los envases de plástico, por tener que hacer Technocracia en Compos de día y sin luces, por no ser parte de la danza contemporánea de Galicia, por los “su propuesta no ha sido seleccionada”, porque se me han pasado dos convocatorias, porque la tapa del vater baila más que yo, porque me da a pagar en hacienda, por los feudos artisticos, por las mascarillas desechables en el río Sarela, por mis amigas y compañeras, que no son profetas pero saben hacer una buena fiesta, por el puto deshielo ¡joder!… Llorando así, delante de su cara de pan rancio, echándole toda mi emotividad a la cara, dándole una experiencia auténtica de viaje. Que para eso estamos.
Nota al pie: El título de este post es un homenaje consciente a la pieza Los limones, la nieve y todo lo demás de Matarile. Y es que, salvando las distancias, me venía al pelo.