Guía para el peregrino europeo | Viaje de invierno

Si bien la cuestión de la íntima relación entre autoría y obra puede suscitar por sí misma ríos de tinta, es asunto más bien zanjado admitir sin lugar a debate que cualquier texto, independientemente de su contenido, no será recibido de igual manera que sus pares si lo hace precedido por la sombra de un premio especialmente laureado; más si cabe, si se trata de, dejando a un lado el criterio de cada cual, el que puede ser último escalón hacia el Parnaso de las letras que encarna el Premio Nobel de Literatura. Tal es el caso de la obra de Friede Jelinek, la autora austriaca que experimentó esta particular apoteosis y accedió al panteón de las letras universales a principios de nuestro siglo.

Así se encuentra pendiendo, sobre el escenario del Teatro de la Abadía, Jelinek en los momentos previos al inicio de la representación de Viaje de invierno como si de una espada de Damocles se tratase: advirtiendo de las expectativas con las que la obra debe cumplir. El tintineo de una campana llama al público al orden y al silencio para, acto seguido, dar paso a un fundido a negro en el que Jelinek, a lo largo de la velada, nos guiará para realizar un viaje prácticamente odiseico, en el que recalaremos por etapas.

Primera etapa y origen: partir del escenario

Partiremos en nuestro viaje y nuestro análisis desde la literalidad de la escena para continuar, más adelante, profundizando a partir del material que nos ofrece el texto en las ideas que en él subyacen. La apertura de la obra ya nos pone sobre la pista de lo que será la tónica general de lo que vamos a presenciar: nos encontramos frente a un gran soliloquio. Si bien esto es perfectamente palpable al estar frente, en un primer momento, a una actriz declamando un monólogo de cara al público, la realidad es que este hilo discursivo se extenderá aun estando en escena los cinco actores que componen la totalidad del elenco.

Jelinek es, ante todo, una novelista y así lo demuestra en el despliegue de esta obra que no será más que un texto monolítico esgrimido por un narrador omnisciente que, de cuando en cuando, elige poner sus palabras en boca de un actor distinto sin eludir en ningún momento con ello la voz de una Jelinek que jamás rehuye la responsabilidad de quien decide rubricar sin seudónimos lo que se está produciendo sobre el escenario. Y Jelinek es, además y ante todo, una poeta que también lo demuestra. Si Viaje de invierno se caracteriza por prescindir de cualquier tipo de diálogo o división en escena para desplegar un texto, se caracterizará también por ofrecer un texto puramente poético. Con la plena conciencia de encarnar un texto que ha sido pergeñado para tomar vida desde una página antes que desde las tablas, que podría perfectamente haberse sido leído y no interpretado, la obra se encuentra preñada de un lenguaje poético plagado de ritmo e imágenes de especial belleza que pueden permitirse recrearse en la musicalidad en la que se inserta toda la representación. Una musicalidad que no solo se encuentra en el propio texto, en su ritmo, su cadencia o la constante proximidad a la entonación en verso, sino que se hace completamente presente en todo momento: desde su mismo título, que encierra ecos del ciclo de canciones Winterreise de Franz Schubert y Wilhelm Müller, hasta su propio recorrido que se encuentra acompañado por música en directo, con interpretaciones al piano del propio Schubert o piezas al acordeón e inclusive apuestas más arriesgadas de música electrónica. Además, a lo largo de la representación, como comentaremos más adelante, nos encontraremos con piezas directamente cantadas por los intérpretes.

No obstante, cabe señalar que, si bien hemos insistido en lo narrativo y monológico (sic.) del texto, casi más adecuado para la lectura que para la interpretación, no debe desmerecerse por ello la ejecución realizada sobre el escenario. Ni el trabajo realizado por el reparto ni la intención primigenia de Jelinek o Magda Puyo, quien se ha propuesto dar vida a esta obra en castellano, pretende ser una mera lectura plana de un texto. La propia poeticidad de este y la exigencia propia de una obra mínimamente teatral obligan por fuerza de naturaleza a ofrecer tanto soliloquios individuales como compartidos por varias voces cargados de emoción y vida, siendo así el principal valedor de un texto que, como afirmaremos constantemente a  lo largo de nuestra exposición, destaca por su calidad.

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Extracto de la representación de ‘Viaje de invierno’ en el que los personajes atraviesan a toda velocidad un mar de espuma (Teatro de la Abadía)

La especial fuerza del texto de Jelinek, de igual modo que revelaba en su primera aparición ante nuestros ojos de público una naturaleza mucho más narrativa y poética que teatral, también tarda poco en demostrarse como algo muy distinto a lo que podría esperarse de ello: no nos encontramos ante un único texto, acaso dividido en distintos cuadros, escenas o subtemas que aporten una cohesión generalizada. El hecho es claramente visible: sobre el escenario se van a desarrollar una serie de textos completamente inconexos, de temática completamente propia y ajena, con historias diferentes, autoconclusivos y sin mayor nexo de unión entre ellos ni, por otra parte, distinción alguna que advierta del paso de uno a otro.

Todos estos elementos de los que carece el texto, que evidencian importantes suturas, como costurones mal cerrados, tratan de ser resueltos o disimulados con otras herramientas. En primer lugar, resultará evidente que el gran elemento conductor de todo lo que se reproduzca no será otro que la propia Jelinek, tanto su pluma como su identidad como autora: qué mejor motivo, a fin de cuentas, que el hecho de tratarse de textos de Jelinek, una misma autora, para justificar su presentación en común. Por otra parte, por tratarse precisamente de obras de una misma mente creadora, todas se ven más o menos atravesadas por unos mismos grandes temas o hilos conductores; una serie de grandes ideas que permiten entrever, al mismo tiempo, una suerte de justificación para la presentación de estos textos como uno solo y que nos permiten también escrutar, como haremos más adelante, en la identidad de la autora. Igualmente, sobre el escenario, la presencia de la música será igual de importante para tratar de conducir sin más perjuicios ni pérdidas a los espectadores de un texto a otro, introduciendo en varias ocasiones piezas transitorias para procurar hacer del paso de textos sin relación alguna lo más fluido posible.

En ese mismo sentido, servirán también los cuerpos y su expresividad como importante herramienta transitoria. Del mismo modo que texto y música son, de por sí, piezas claves para entender esta obra, el empleo del cuerpo a lo largo de toda ella tendrá su propia entidad, poniendo de relieve tanto la capacidad de un elenco que pone su integridad física al servicio de la narrativa como de una expresión física que sirve, en muchas ocasiones, para hacer presente la emoción que el texto aporta de por sí. Así, asistiremos a varias piezas de pura expresión corporal, en las que veremos cómo, bien mediante danzas bien mediante torsiones de auténtica lucha e incomodidad bien mediante movimientos coordinados o desacompasados de pura mecanicidad, el reparto dará paso de un texto a otro, además de adornar con mayor claridad todo aquello a lo que ponen voz. Muchos de estos bailes, carreras y movimientos serán, de hecho, a través del otro elemento protagonista sobre la escena: un mar de espuma que toma el primer plano desde el primer momento y por el que los actores se moverán constantemente, haciendo de él imagen alegórica con mayor o menor éxito según el texto lo exija.

Como punto y final, en un magistral movimiento circular, que destaca la habilidad narrativa de la autora, esta primera etapa que comenzaba sobre las tablas con un soliloquio reflexivo termina de igual modo con una sola actriz frente al foco y frente al público, retomando la voz de Jelinek como hiciese en la apertura de la obra para enunciar su despedida. De este modo, la luz se nos es devuelta, poniendo fin a un destello de más de hora y media, permitiéndonos encapsular por fin el relampagueo para abandonar la experiencia inmediata y dar paso a la reflexión detenida.

Segunda etapa: búsqueda de lo común

Como ya hemos venido destacando, si algo sobresale en una primera aproximación a esta obra de Jelinek es que nos encontramos ante una serie de textos hilvanados uno con otro sin necesidad de un gran hilo conductor. Sin embargo, apreciamos constantemente a lo largo de su recorrido la presencia de una serie de temas centrales, de grandes guías que atraviesan toda la representación, que permiten darle una cierta cohesión a la totalidad. Creemos que, quizás, esta unidad en la heterogeneidad puede no estar directamente pretendida por su autora, como medio de sortear la dificultad de presentar varios fragmentos de texto inconexo para ofrecer un producto final empaquetado, sino que bien podría responder a la presencia constante de una pluma autora que rubrica todos los textos por igual y deja en ellos la impronta  de un espíritu constante, que sobresale siempre con los mismos destellos.

Como su título anticipa y se recupera en varias ocasiones con mayor o menor presencia a lo largo de los distintos textos, el viaje será uno de los elementos recurrentes. Como ya adelantábamos, dos soliloquios de contenido e interpretación muy similar, sirven para abrir y cerrar la obra y, de igual modo, hacen las veces de punto de partida y destino de nuestro viaje. A través del primero de estos monólogos se introducirán imágenes e ideas que asentarán entre el espectador el concepto del viaje, del viaje como la progresión rectilínea, no solo a través del espacio, sino también a través del tiempo. Siempre desde una narrativa especialmente introspectiva, se reflexionará en estos dos textos sobre la condición humana como recorrido que cada individuo debe realizar a lo largo del tiempo, en un viaje solo de ida que nunca puede detenerse. Especialmente bella es, en este sentido, la imagen que se nos ofrece mediante el recuerdo infantil de una niña que, camino de su casa montada en un tranvía, debe decidir si abandonarlo para detenerse a comprar golosinas siendo consciente de que, de bajarse del tranvía, será entonces incapaz de llegar a tiempo. Con esta metáfora sencilla pero hermosa, Jelinek nos pone sobre la pista y es capaz de resumir toda una reflexión en torno a la identidad del ser humano como ser temporal; reflexión que terminará por conducir, en su monólogo de cierre hacia la condición del individuo como ser para la muerte que, en el caso de un autor, se cuestiona cuánto de uno mismo dejará tras de sí, en su obra, cuando el tiempo toque a su fin.

Esta introspección que nunca se llega a abandonar sirve, en todo caso, para proyectarse hacia temas más universales. Jelinek avanza desde lo individual para interrogarse por la condición ya no solo humana, sino por lo que construye una identidad en sociedad: será completamente recurrente, independientemente del relato que se nos plantee, la cuestión de la contraposición entre el yo y el otro, entre el individuo y el colectivo. Así, por ejemplo, en uno de sus textos se nos hablará sobre la diferencia a la que debe hacer frente un colectivo que constituye una particular identidad nacional al recibir y acoger, en su comunidad, a aquellos que proceden de fuera. Siempre desde la abstracción y lo indefinido, Jelinek no deja de realizar una reflexión sobre aquellos temas que han sido fundacionales para definir tanto la identidad europea como la occidental. Cuando se pone voz a aquel que debe recibir para enunciar que, a priori, se encuentra abierto a recibir al extraño, pero siempre que este deje a un lado lo que lo define como extraño para que se ajuste en todo momento a las particularidades del anfitrión; no se hace otra cosa que reproducir los discursos nacionalistas que han marcado a Europa de un tiempo a esta parte, que le hacen confrontar como conjunto de naciones y valedor de una supuesta cultura occidental.

Se nos prefigura así en esta obra una visión sobre la esfera pública que también encontrábamos en la obra del filósofo alemán Jürgen Habermas. Del mismo modo que Jelinek nos habla de un supuesto espacio abierto y plural sobre el que deberían coexistir los individuos y sus ideas sin conflicto, pero que, realmente, se encuentra viciado y dominado por un relato particular; Habermas pone el punto de mira en una esfera pública de debate y discusión que se ha desvirtuado dando lugar a un espacio definido por las democracias de masas donde la deliberación no puede ser emancipadora ni plural dado que la argumentación del individuo no es capaz de cimentarse sobre una opinión pública cualificada, sino que se encuentra pervertida por una situación en la que el poder de decisión público ha quedado subordinado a las necesidades y los intereses de una esfera privada al margen de este poder de decisión.

Jelinek pone especialmente de relieve la cuestión de la opinión pública y del espacio de deliberación a través de un texto plenamente cantado y acompañado al piano en el que nos relata la historia de una niña secuestrada que, mientras dura su captividad, es objeto de la empatía y la lástima de una sociedad aparentemente horrorizada por su desgracia y, sin embargo, cuando esta es capaz de escapar de su cautiverio y exponer ante el ojo público las cicatrices de las penalidades no obtiene más que repudio por parte de una esfera pública incapaz de aceptar, ya no solo lo diferente, sino lo roto y lo doloroso que obliga a confrontar constante y vivamente la crueldad cotidiana. Así se nos cuenta cómo, en esta historia, se encomienda a la niña a volver al lugar donde fue retenida, pues desde allí le resultaba mucho más sencillo al total de la sociedad empatizar con ella, desde la ignorancia y el desconocimiento, desde la preocupación fingida de quien no tenía que hacerse cargo de las consecuencias del dolor. Consigue con ello Jelinek esbozar un retrato certero y crítico, no solo de los medios de comunicación que moldean la opinión pública con cada tragedia desde el sensacionalismo, sino también la propia identidad de una comunidad que consume diariamente el morbo al tiempo que repudia todo lo que altere lo aparentemente normal.

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Imagen capturada durante la celebración de los Juicios de Núremberg, los escombros sobre los que se fundó la Europa común y comunitaria que recorre por igual la obra de Jelinek y de Habermas (Wikipedia)

Jelinek se cuestiona incansable por esa nación y por esa identidad europea, siempre desde el rechazo crítico y desde el recuerdo consciente de los horrores que afloraron de esas mismas raíces en el pasado, como bien nos demuestra al poner en escena un canto de himno nacional que poco a poco degenera en una marcha militar por parte de los actores. Sin embargo, siempre reflexiona con la aparente esperanza de no verse obligada a rechazar lo que ha definido esta identidad occidental, este nosotros del que ella misma se sabe parte y que, a fin de cuentas, la configura a ella como autora. Del mismo modo opera Habermas cuando, pese a su análisis, jamás renuncia a su propuesta de democracia deliberativa ejercida en una esfera pública que cree eventualmente operante, como única alternativa válida y viable a los males que han sido resultado del desarrollo sin control de la Ilustración europea. Ante todo, Habermas procura apelar a una “cultura constitucional europeo-occidental compartida transnacionalmente”, del mismo modo que Jelinek es capaz de producir relatos sobre ese espíritu europeo común que procede de las mismas ruinas. E, igualmente, para ambos autores, la cuestión nacional no deja de ser nunca un hecho preocupante sobre el que se funda su particular visión de una Europa nueva que debe progresar más allá de una dicotomía excluyente entre el nosotros y el ellos. Tanto es así que Habermas confía en que “la ciudadanía democrática no necesita arraigarse en la identidad nacional de un pueblo”.

Las influencias de Jelinek son muchas y evidentes, más allá del propio Habermas cuya obra se hace palpable, quizás no de forma voluntaria, sino por coincidencia de fines; podemos observar también cómo se expresan multitud de teorías e ideas a través de la palabra de la autora austriaca. También en su relato sobre los otros y su recepción en la comunidad, podemos observar cómo se despliegan influencias de la corriente del psicoanálisis al dibujar figuras verticales con las que representar la represión de ciertos elementos tanto del ámbito consciente como del ámbito público, escenificando la invitación que se hace a los otros a “dejar abajo” o guardar en un sótano, como imagen metafórica, todo lo que construye su propia identidad. Esta influencia se hace también especialmente palpable, con tonos claramente freudianos, en otro de los textos que componen la obra, donde se nos cuenta las dificultades que implica encontrar el amor a través de las aplicaciones de citas y el consumo de cuerpos y personas en un ámbito muy resonante al de la modernidad líquida de Bauman, como otra de las influencias patentes aunque no reconocidas abiertamente; y se señala explícitamente que ninguno de los amores que se puedan experimentar jamás con este tipo de parejas será jamás como el amor recibido de una madre.

El último de los textos de Viaje de invierno que queremos resaltar, por dar nombre en buena parte a esta obra y, sobre todo, por reunir la mayoría de los temas maestros que venimos apuntando siendo, además, en nuestra opinión, el que acredita mejor factura de todos los reunidos en la representación nos propone el soliloquio de un hombre que, aquejado por una enfermedad mental grave que no se llega a especificar, cuenta cómo ha sido enviado por su mujer y su hija -“abandonado” o “encerrado” en sus propias palabras, ahondando en una reflexión sobre los vínculos que crean el amor de la familia y su percepción, en una vuelta de tuerca a las ideas sobre el amor freudiano que se habían venido prefigurando en otros textos- a una institución mental para que se cuide de él. Este texto contiene el relato más poético y bello de todos los reunidos en la obra, ofreciendo el relato en boca de un enfermo que camina hacia los últimos días de su vida, testigo de una realidad que cambia a través de sus ojos mientras explica, a ratos, cómo recorre su último camino por un paraje helado, entre nieve y escarcha, recuperando con especial fuerza esta imagen del camino vital que toca a su fin siendo, además, especialmente conveniente la presencia de ese mar de espuma en escena, tan ajeno y extraño en otros momentos, pero que ahora se configura como una suerte de páramo alfombrado de nieve que el actor recorre mientras relata su monólogo; y explicando, también a ratos, cómo se encuentra retenido en una casa demasiado pequeña pero excesivamente grande, que es incapaz de recorrer por momentos debido a la cantidad de gente que han hacinado con él, prisionero de unos muros casi indefinidos, hablándonos así del desprecio con el que se aparta y olvida a los que ya no pueden dar cuenta ante la sociedad para su correcto funcionamiento, a los heridos y maltratados que se convierten casi en una masa informe, en sus propias palabras, volviendo de nuevo a esta idea central de una oposición casi connatural entre un nosotros dueño de la esfera pública que rechaza al ellos que no se adapta, que no puede disimular lo que le define por salirse de la norma y, por lo tanto, se le encierra y aparta de la vista.

Tercera etapa y destino: mirar lo que yace bajo el hielo o de la originalidad

El punto final que alcanzamos en nuestra reflexión, que se nos ha ido adivinando a medida que asistíamos a la representación de Viaje de invierno, y a la redacción posterior de estas líneas, y que nos permite abrir una línea de diálogo con el trabajo que venimos realizando descansa sobre una cuestión fundamental: la identidad. Esta identidad se desdobla en dos sentidos a partes iguales a través de los grandes temas que Jelinek aborda en sus textos y a través de la propia naturaleza de estos y se configura, a grandes rasgos, en una homonimia entre la identidad del autor y la identidad europea.

A fin de cuentas, observamos que las grandes obsesiones que recorren todos los textos y consiguen darle cohesión al total de la obra no son otra cosa que los grandes relatos que vienen configurando desde el siglo pasado la Europa que conocemos: reflexiones sobre la nación, la posibilidad de las democracias plurales, la recepción de otras culturas, la familia nuclear y la configuración del amor en torno a ella… Todas estas obsesiones que configuran, evidentemente, a los propios autores europeos que, al hablar de sí mismos o hablar de Europa, no hacen otra cosa que repetirse.

Y es que una de las características principales que configura esta obra radica precisamente en la centralidad de lo autoral: el hecho de que estemos frente a un texto siempre monologado, que no contempla el diálogo entre personajes, sino la reflexión de un único flujo de pensamiento a través de distintas máscaras nos pone sobre la pista para deducir lo que venimos anticipando; que nos encontramos frente al retrato de una autora. Y no resulta complicado realizar el salto de una identidad particular a otra tan general como la europea cuando se observa que las obsesiones de la una operan igualmente al nivel de la otra, yendo ambas en última instancia de la mano. Cuando Jelinek se pregunta por sí misma o se pregunta por los problemas que aquejan su cultura no hace otra cosa que hacerse, de un modo más consciente o no, la misma pregunta. Este relato de un autor torturado, tan volcado sobre sí mismo que es incapaz de mirar en ningún momento al público sino que se dedica a recrearse en sus cavilaciones ante quien observa, sin interpelarlo, simplemente ofreciendo el fruto de su pensamiento sin dar mayor opción al debate, no sería posible si no se radica sobre una identidad europea, sobre un relato de autor romántico que tiene sus raíces siglos atrás y ha progresado configurando a todos los autores con el paso del tiempo. Solo una obra que nace desde el prisma de la reflexividad del autor occidental puede ser capaz de hablar con tanto acierto de lo europeo como lo que mira hacia lo ajeno con extrañeza y rechazo en tanto que rompe con su principio de identidad.

Napoleón, quien para algunos fue el espíritu del mundo a caballo, encarnando aquí la identidad de lo europeo para hacer vivo el enfrentamiento con la otredad (Wikipedia)

La centralidad de la autora en esta obra, casi como causa y consecuencia a la vez de que esta representación exista, es lo que hace en buena medida que su mayor virtud sea el texto, lo escrito como algo simplemente acompañado por el resto de elementos teatrales. Es la originalidad del texto y su maestría lo que nos permite abrir un primer diálogo con el trabajo que venimos realizando, pues Jelinek demuestra, frente a la propuesta que nos hiciera la agrupación Sr. Serrano, que la clave del alma, el ethos, que estos buscaban en un interlocutor ficticio como una inteligencia artificial, descansa en realidad en la originalidad que solo puede atesorar la experiencia humana. Frente a una máquina que se limita a recoger contenido ya escrito para reproducirlo con variantes milimétricas, aquí se nos habla de una autora cuya identidad se traslada inevitablemente a lo que escribe, haciendo por ello que el texto cobre vida y sea suyo. Y es que, contra lo que pudiera parecer, la originalidad y la espontaneidad no descansan solo en la creación de algo puramente nuevo, sino en la capacidad de tomar las tradiciones y los relatos para aportarle el tinte de los que solo una autoría humana puede ser acreedora. Encontramos así que existen referencias claras, conexiones e intertextualidades entre la obra de Jelinek y escritos como el de Robert Walser en El paseo  o el de Ursula K. Le Guin en Los que se alejan de Omelas. Mientras que el primero nos remite también al viaje de un hombre aquejado de una enfermedad mental por un paraje natural, el segundo lo hace a la imagen de una sociedad que es capaz de progresar a costa de un individuo que vive miserablemente atrapado en un sótano con la connivencia de todos los que disfrutan de una vida mejor en sociedad. Las conexiones son claras con lo que venimos relatando y, sin embargo, cada uno de estos textos es puramente original por sí mismo pues le imprime una perspectiva completamente nueva desde cada una de sus autorías. Frente a una inteligencia artificial que necesita de la creación de otros para reciclar textos, encontramos que la humanidad, a través de los lugares comunes, es capaz de crear obras siempre nuevas.

No obstante, si hay algo que debemos también apuntar es, cómo venimos adelantando, los vicios que produce convertir la figura del autor en el eje sobre el que pivote toda la obra. Nos encontramos en este caso ante un texto que se cierra sobre sí mismo, expresándose esto con claridad a través de la evidencia que supone la completa ausencia de diálogo. La reflexión de Jelinek no mira a su público ni lo necesita, sino que pretende volcar desde una vitrina cerrada sus vacilaciones, deshaciéndose en el proceso de un elemento vital como es el diálogo, ya no solo entre personajes, sino con el propio público. Frente a la importante lección que supimos extraer del enciclopedista de la palabra, donde encontrábamos que la conversación era la pieza sobre la que se construía y crecía el ser humano, Jelinek opta por cerrase en banda, ofreciéndose en su texto y ofreciendo un viaje en el que no busca acompañantes, sino más bien la guía por un camino ya realizado que ahora se nos presenta para recorrer por nuestra cuenta: un viaje de invierno que, para Jelinek y el espectador que la contempla, toca ahora a su fin.

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