“Mirar adelante en dirección al pasado y mirar hacia atrás en dirección al futuro”
João Fiadeiro
Había visto One woman show (2003) hace no mucho en vídeo, y creo que llegué a Vontade de ter vontade todavía con la boca abierta. Un solo día de representación. Así de chulos son en Madrid. O la ves el 6 de marzo a las 20 h., o no la ves, tronco. Nota para programadores incrédulos cortoplacistas: los más de cuatrocientos espectadores que petamos el auditorio del monstruo de Nouvel llenaríamos cualquier sala para ver obras como ésta durante por lo menos (¡por lo menos!) un fin de semana largo. El público existe. Hagan la prueba. Ya basta de programaciones interruptus. También, creo que todos los que presenciamos a Cláudia Días llevamos semanas bailando a escondidas ritmos poscoloniales, y preguntándonos qué es la técnica de Composición en Tiempo Real (CTR) de João Fiadeiro, padre del RE.AL, de la que Cláudia es su mejor embajadora y practicante.
Últimamente algunos han tenido la suerte en este país o lo que sea de recibir por parte de Cláudia Días el evangelio de la CTR de Fiadeiro. En 2012, en una de esas iniciativas tan necesarias como escasas, Días pasó por Azala, Muelle 3 y La Fundición. Mientas escribo han anunciado la vuelta de Cláudia a estos tres espacios. Corred y apuntaos. Este marzo, a priori sobre la misma temática, el Máster en Práctica Escénica y Cultura Visual (Artea) ha organizado un taller en el Museo Reina Sofía. Pero si hay una institución aquí que se ha volcado con Cláudia, João y compañía, ésta fue sin duda la tristemente desaparecida La Porta. Allí, por ejemplo, acogieron y promovieron el ciclo Duplo Sentido (2008) y consiguieron programar obras como I am here de Fiadeiro.
Si las artes vivas pudieran enunciarse en una ecuación, una posibilidad sería hacerlo como hace poco nos proponía David Espinosa: “actor/cuerpo + espacio + tiempo + espectador= x”. El tiempo es una variable no sólo determinante en la creación y en la recepción de cualquier obra escénica, sino que además nos sirve para distinguir esta disciplina de otras, si es que esto es factible. (Casi) Lo contrario podría ser aquel tiburón en formol o La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo de Damien Hirst. El tiempo en este caso es sólo el tiempo del espectador, el tiburón estará en su movida comiéndose una y otra vez a Roy Scheider, por ejemplo, como en cualquier pintura de la crucifixión Cristo las vuelve a pasar putas cada vez que alguien mira. No es un tiempo “entre” dos, es decir, compartido entre un sujeto y, en el caso de la danza contemporánea, un objeto-sujeto. Dualidad que Fiadeiro defiende con acierto al usar la danza contemporánea el cuerpo como materia prima. Como sabemos esto es rebatible, pero sin duda es un inmejorable punto de partida ya que afloja la pajarita al espectador y, lo más importante, libera al mismo tiempo que responsabiliza al creador. Pero, ¿qué es la CTR? Al principio uno se revuelve pensando si no es lo que se hace en los teatros desde que los griegos se drogaban con el sol de cara para que les pegara más fuerte. Es decir, aunque las fórmulas sean casi infinitas, algo pasa en escena que los espectadores componemos en vivo, en aquel tiempo compartido que, si no vas muy colocado, suele ser real. ¿No? Vamos, principios básicos de fenomenología escénica. Pues no. La CTR va más allá. Y no sólo es una técnica que enunciada resulta atractiva, si no que consigue materializarse en escena.
Volvemos, ¿qué es la CTR? o, yendo al grano, ¿qué es el tiempo real? En palabras de Fiadeiro, es el “intervalo de tiempo en nuestra mente que media el surgimiento de una imagen-acontecimiento (resultado de un “accidente” exterior o interior), su identificación (es esto o es aquello), la formulación de hipótesis de reacción (puedo reaccionar de esta o de aquella manera) y, finalmente, la respuesta que efectivamente se escoge dar (que puede ser, incluso, escoger no responder)”. Un quehacer que tiene como objetivo escénico “la preservación de un estado constante de tensión entre el pasado y el futuro, y entre el “yo” y el otro”, pero sobre todo “la activación y “musculación” del bien más precioso que poseemos: la intuición”. Todo esto se lleva a cabo mediante gestos “extraños y probables” que suceden en “la periferia de lo adquirido, en el margen del conocimiento”. Así conseguiríamos “mirar la misma realidad de siempre, aquella que vivimos y con la que nos confrontamos en el día a día, pero a partir de una nueva perspectiva”. Toma ya.
Después de la retahíla, cabe preguntarse: ¿consigue Cláudia Días poner en práctica escénica estas elucubraciones? ¿consigue que las pongamos en práctica escénica los espectadores? Pues sí. El único problema es que hay que enterarse de lo que es la CTR para comprender la dimensión de su trabajo. Si no, uno se queda con la sensación de haber visto una obra escénicamente impoluta, con un discurso político facilón y un pedazo de baile de la Cláudia al son de Seu Jorge.
Vontade de ter vontade, Voluntad de tener voluntad, al contrario del carácter alemán que parece indicar su título, es una obra que recoge los problemas y las sensibilidades de los PIIGS. Ingenioso acrónimo nacido de la inventiva de aquellos protegidos por la autoridad moral que otorga especular con índices macroeconómicos. No es menester discutir aquí quién es más cerdo o más caníbal. Este continente desde hace tiempo se ha convertido, en palabras de Sloterdijk, en “la colonia de su propia utopía”, y cada territorio en la suya particular. La paradoja del colono. Aún así, bien es cierto que quienes empezamos a levantar el brazo y señalar con el dedo índice a culturas que habrían de santiguarse y masacrarse bajo la bendición urbi et orbi, fuimos los españoles y los portugueses. El plus ultra de las fragatas de Carlos V todavía nos acompaña como un tatuaje vergonzoso que no podemos borrar. Precisamente esa manía deíctica europea, representada en la estatua de colón, es el gesto que Cláudia Días rescata de nuestras pesadillas colectivas, y a partir del cual construye Vontade de ter vontade.
La obra nos plantea un recorrido. El espacio es un gran rectángulo de arena que Cláudia transita mientras transcurre el tiempo (real) de la representación y los tiempos (reales) en los que Días se proyecta. La arena está dividida en distintas partes cuidadósamente iluminadas que marcan las fases de un proceso escénico que deviene circular. En cada una de ellas Cláudia acaba erigiéndose en una estatua que señala como Colón en sus plazas. A lo largo de su recorrido la estatua se transforma. Cláudia empieza vestida “de calle”, y poco a poco, musculando nuestra intuición, se desnuda hasta acabar finalmente enterrada.
Cláudia señala, y al hacerlo nos relata los territorios que recorrería si “siguiera por allí”. Hasta nos cuenta una posible y nada interesante conversación con Dios cuando señala al “cielo”. Asimismo, nos informa de la edad que tendría en distintos años cristianos venideros. También se cuela alguna referencia política nacida, según dice el programa de mano, de la lectura de Tony Judt y Boaventura de Sousa Santos. Sirva de ejemplo el primero como uno de esos pensadores cuyos libros plagan las mesillas de noche de los lectores de Babelia, a los cuales estaría bien echar un chorro de tabasco. A los libros, digo.
Todo ello Cláudia lo enuncia mientras los subtítulos proyectan sus palabras. Desde que leemos la primera palabra proyectada nos preguntamos, ¿está todo controlado? Es decir, ¿no se deja nada a la construcción en tiempo real? A priori puede parecer que no, que Cláudia y quien pasa los títulos lo tienen todo claro, pero después de pelearte con tus primeros impulsos o prejuicios, descubres que en esta obra Cláudia ha llevado la CTR a una dimensión abstracta. Ya no es un trabajo apoyado por objetos, como ella y más practicantes del RE.AL han hecho en otras ocasiones, si no que Cláudia, instalada en el estado de tensión y alerta al que alienta Fiadeiro, lo que está haciendo es formular hipótesis sobre ella misma cuya decisión nos concierne a nosotros. El espectador en One woman show se preguntaba quién le encendería el pitillo a Cláudia, al espectador en Vontade de ter vontade Cláudia lo invita a preguntarse junto con ella cómo se encontraría si “sigo por allí”, y cómo será en los próximos años. Aquí está la ética de la que habla Fiadeiro. Aquí está la política. Así es como el espectador y el creador alcanzan aquella liberación que predispone a la responsabilidad.
Para toda esta alquimia, parece que el único elemento imprescindible es el cuerpo. El cuerpo de Cláudia es en Vontade de ter vontade el cuerpo de una tragedia. Es decir, un cuerpo que sufre el pathos consecuencia de la hybris de muchos que durante siglos han tomado por ella decisiones equivocadas. Es el cuerpo solitario del agón que no encuentra respuesta. Pero también es el cuerpo que no puede llegar a fin de mes, el cuerpo al que no le queda otra que creer que le es posible descolonizarse para volver a empezar, aunque sea un imposible. Es el cuerpo que se pregunta, que nos pregunta, ¿qué puede un cuerpo?
Pero Cláudia no sólo sufre en Vontade de ter vontade. A pesar de la ironía trágica, el baile que se marca en mitad del recorrido de la canción América do Norte nos muestra que sólo nos podrán “quitar lo bailao” si dejamos de bailar. Si no dejamos de bailar no podrán quitárnoslo. En este caso, pura pragmática del lenguaje. Por eso, báilala otra vez, Cláudia.
La obra termina con Cláudia desandando lo andado, borrando sus huellas como Viernes en la playa, lo cual, según Lacan significa “la marca del sujeto como tal”. Escénicamente redondea la obra ya que nos permite, de nuevo, volver a empezar, esto es, volver a disfrutar de la posibilidad de decidir si echar una y otra vez un último baile.