Empiezo con una digresión. Durante la obra de Terrorismo de autor, cuando la cosa cogió ritmo y tenía casi todos los canales de procesamiento de información ocupados, olvidado el mundo exterior, el mundo del deseo criogenizado donde no podría escribir “Me cago en el Rey”, imaginé a tres muertos sentados en las últimas filas del Auditorio 200 del Edificio Nouvel del MNCARS. Imaginé a Roland Barthes, a Jean-Luc Godard y a Bertold Bercht viendo la obra de Terrorismo de autor. A Barthes con las piernas bien cruzadas, a Gordard con gafas de sol y a Brecht con un puro enorme entre las manos. Godard suspiraba: “Yo ya lo intenté”, Barthes le decía a Brecht: “Me recuerda a tu teatro”, a lo que Brecht respondía: “Callaos, me estoy divirtiendo”. No sé lo que significa, pero quizás los tres llevaran las máscaras que suelen usar los terroristas.
Tres televisores al borde del proscenio, uno a la izquierda, otro a la derecha, otro en el centro, y una gran pantalla al fondo. En el televisor de la izquierda ponen anuncios de cuando parecía que todo iba bien. En el de la derecha ponen la película “Themroc, el cavernícola humano”. En el televisor del centro ponen cartelas en relación con lo que se proyecta en la gran pantalla, el motor de la historia.
Así podríamos describir a modo de didascalia del teatro aquel el dispositivo, la máquina que Terrorismo de autor puso en funcionamiento. Una máquina precisa, engranda con lo que algunos llaman dramaturgias de la complejidad, de la densidad o de la simultaneidad, entre cuyas consecuencias para el espectador se encuentra la renuncia a la búsqueda de un sentido completo y unívoco, lo que a veces se traduce en un “no me he enterado de nada”, pero también en la liberación del sistema nervioso, lo que permite a la mirada dejarse llevar por una coreografía de información que “algo querrá decir”. O mejor dicho, algo querrá hacer, porque la máquina de Terrorismo de autor hace, por mucho discurso en el que la envuelvan. El espectador monógamo no puede casarse con un solo canal y se le invita a la promiscuidad receptiva, y por ahí comienza a colarse el deseo. ¿Qué miro? ¿Qué escucho? ¿Qué leo? En su máquina, si te resistes a la voluntad consciente, te la están colando por otro lado. Como en el mundo “real”. Eso sí, cuidado, ¿qué pasaría si en vez de fumar Camel o de prepararnos un Cola Cao como nos vende la televisión de la izquierda, compráramos el deseo desbordado, prelingüístico y arrasador de la televisión de la derecha que nos “vende” “Themroc”? ¿Y si derribáramos leyes y normas y borráramos el límite entre desear y hacer? ¿Cómo se baila eso? ¿Nos tienen que sacar a bailar? ¿Bailamos solos o acompañados? La máquina terrorista produce una música proclive. Pero no todos los muros derribados han servido para liberarnos. Que se lo pregunten a David Hasselhoff. Ya nos lo avisa el título no sin ironía: “Los límites del deseo (o) el peligro de estar vivos”. En la gran pantalla lo que nos cuentan se organiza en tres partes, nada Marx y nada menos que en la tríada dialéctica: tesis, antítesis, síntesis. Los terroristas llaman a la última (sin)tesis, la negación de la negación no se convertiría así en otra tesis que volvería a ser negada en un devenir circular, sino que fugan el final hacia la posibilidad de un lugar sin límites donde poder saciar el deseo. Siempre sedientos y siempre expertos zahoríes. Lo que podría parecer una concesión al título del ciclo lo convierten en una declaración política, estética y psiquiátrica de amplias y peligrosas consecuencias.
Lo que pasa en la gran pantalla hasta el final sin límites es un desparrame. De hecho, no me acuerdo de mucho. Imposible quedarse con algo más que retazos. Una serie de finales de películas, Artaud, una disquisición sobre la caca y la ontología, un anuncio de Appel, un parto, un desahucio que se consiguió parar… Mientras se proyectan innúmeros fragmentos de materiales audiovisuales de todo tipo, encontramos dos guías que suman niveles de lectura. Por un lado una voz nos habla con un lenguaje medio lacaniano, medio deleuziano, medio de barrio, usando siempre el tiempo pasado, como si con sus palabras nombrara un mundo anterior, el nuestro, un mundo de significantes forcluidos, un pasado impotente que debería inundarse de deseo. Por otro lado, las cartelas. La televisión del centro bombardea multireferencias de lo que pasa en la gran pantalla. Una suerte de notas a pie de pantalla. Desde el autor del vídeo, el título, la música, el actor, hasta que se alcanza su paroxismo y son citados creadores escénicos como Aitana Cordero, Jaime Llopis o Claudia Faci, cuyas obras pueden recordar a acciones que son proyectadas. También en la gran pantalla, las cartelas sirven a los terroristas para hacernos llegar mensajes con formato publicitario o de graffiti parisino de Mayo del 68. Así la máquina terrorista te obliga a nadar por un hipertexto cognitivo altamente simbólico y con el particular sentido del humor que les caracteriza, que si bien te impide ser plenamente consciente de toda la información que recibes, como nos pasa cuando tenemos demasiadas ventanas abiertas en la pantalla del ordenador, consigue que uno se vaya a la calle con ganas de desear y comprobar cuáles son sus límites y si tienen final. Casi diría que la máquina terrorista podría funcionar como una especie de obra–terapia para el espectador. No es importante, pero a mí me pasó. Salí con las manos calientes. Llevo desde el miércoles viendo de forma compulsiva un vídeo que pusieron en la conferencia que me ha despertado todavía no sé bien qué ni mucho menos por qué. Mejor ni pensar en las que pocas veces que nos pasa algo así como espectadores.
He visto intervenir a Terrorismo de Autor en otros contextos más allá de Youtube, donde pudieron desbordar la pantalla. En ¿Y si dejamos de ser (artistas)?, en La Fábrica, en el CA2M o en Teatro Pradillo. Pero no puedo terminar sin decir que creo que el miércoles los terroristas encontraron su máquina, una de sus máquinas posibles. Cabe en un museo, en un auditorio o en un teatro. Ya están tardando los programadores.
*Publicado originalmente en el blog de El lugar sin límites.