Programa de mano para los Teatros del Canal sobre Guerrilla de El Conde de Torrefiel.
“Y si bien en muchos de sus aspectos este mundo visible parece hecho en el amor,
las esferas invisibles fueron creadas en el terror.”
Herman Melville, Moby Dick.
El capitalismo está de after. Mientras, Europa se tambalea sin saber dónde caerse muerta, dando coletazos en la fiesta del liberalismo del que ha sido foco de transmisión. Fallaron todas las predicciones del progreso, como cuando Rousseau envió a Voltaire su Oda a la posteridad para saber qué opinaba, y Voltaire contestó que no pensaba que llegara a su destino. Luis XVI intentó escapar de la guillotina, pero alguien reconoció su cara en una moneda, y en la era de las tecnologías de acceso a la información nadie pierde la cabeza. Karl Marx, uno de los autores más vendidos en la categoría “Libre Empresa” de Amazon, escribió menos de cinco veces el término “desigualdad” en El Capital, y hoy las desigualdades del neoliberalismo matan a más personas que todos los ejércitos del mundo juntos. Sin alternativas, las democracias ultraneoliberales han convertido el viejo continente en “una especie de Auschwitz al revés”, en donde “el sistema económico hace de cámara de gas exterior”. En el siglo XXI, bautizado por El Conde de Torrefiel como el siglo de la “Mierda Bonita”, la fiesta durará hasta que el planeta aguante, y los pocos de siempre se vayan a pasar la resaca a Marte, predicen. Parece que el futuro era una fiesta a la que no estábamos invitadas.
El Conde de Torrefiel desembarcó en Madrid allá por 2012 con Observen cómo el cansancio derrota al pensamiento en el Festival Sismo, y Escenas para una conversación después del visionado de una película de Michael Haneke en Teatro Pradillo. Obras que agotan los caracteres de un programa de mano, y que deslumbraron a una ciudad por aquel entonces desértica y hambrienta por descubrir y renovar lenguajes escénicos. Dicen que no hay mejor presentación en sociedad que batirse en duelo, y El Conde llegó retando, cargado con la bilis amarilla, irónica y macarra de Lengua Blanca o Rodrigo García, con los cuidados dispositivos y juegos de los conceptuales, y una estética influenciada por el cubo blanco y la literatura más contemporáneas. Los vimos estrenar una suerte de segundo disco en 2013 con La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento otra vez en Pradillo, hasta dar el salto de escala en 2015 en El lugar sin límites con La posibilidad que aparece frente al paisaje.
Guerrilla transcurre en un futuro inmediato, un presente al alcance de la mano, como el del teatro, que, al igual que la vida, “se juega siempre ahora, y ahora, y ahora”. Si como dice Tanya Beyeler: “el futuro se decide ahora”, quizás sea el momento para contemplar la posibilidad de una guerra que aparece frente al paisaje. Puede que el relato sea lo único que aún no hayamos perdido.
Con Tanya Beyeler y Pablo Gisbert a la cabeza, El Conde de Torrefiel se ha consolidado como una de las compañías teatrales de referencia, tanto que, y a su pesar, resulta difícil verlos hoy por España. Han ampliado el alcance de las obras, universalizando a sus espectadores. Desde entonces no solemos asistir a “historias reales de gente muy cercana que espero nunca lea esto porque se va a sentir identificada y vamos a tener problemas” como en el fanzine-obra escénica Orxata. Distancia que en Guerrilla se salva con astucia a través de la inclusión de historias reales de los performers de cada lugar en que se presenta la obra. La herida de la guerra sigue abierta, y así la hacen supurar.
Con una marca definida y un equipo estable, creador activo en el proceso de sus obras, resistiéndose a formatos de producción y vida propios del mercado internacional, El Conde sigue siendo una troupe de amigos que recorren los teatros de todo el mundo haciendo lo que más les gusta hacer, afilar sus armas. Guerrilla llega a Madrid casi tres años después de su estreno, obra en la que ya no “todo da mucha puta risa”, es una sofisticada máquina que, usando todas las estrategias del enemigo, desde el pop a lo trendy o la saturación, somete sin piedad al espectador hasta llevarlo al límite, como con los decibelios del final, como hacen con nosotros cada día, metralla escénica que nos despierta a tiempo de una pesadilla en la que “la guerra no ha parecido nunca tan pacífica, ni la paz tan aterradora”.
Estrenada en el Kunsten Festival des Arts de Bruselas, Guerrilla fue la primera gran coproducción de El Conde de Torrefiel, aunque se fue gestando, como suelen hacer, en pequeños experimentos escénicos o guerrillas en el Espai Nyamnyam, el Antic Teatre, el Festival TNT o el Festival Inmediaciones. La producción de El Conde está repleta de Caras B, singles creados con el mismo rigor e intensidad, los cuales se acaban fijando en una Cara A final que es la que se distribuye. De cada célula, como en la matanza del cerdo, El Conde lo aprovecha todo. También en Guerrilla, sobre todo de La Chica, se actualizan y refinan textos e imágenes anteriores.
Obra sin concesiones, teatro de urgencia, campo de batalla en el que cada subida y bajada de telón hace avanzar un engranaje despiadado que apunta hacia donde pocos artistas llegan y nos da miedo mirar. Ismael, protagonista y superviviente de Moby Dick, confiesa que lo que en realidad le aterroriza de la ballena es su blancura. El blanco se esconde tras los demás colores, engaños sutiles, reflejando el vacío mudo sin corazón del universo, sudario hecho en el terror de las esferas invisibles, no puede disimular el absurdo cegador de la aniquilación. Como Ismael se enfrenta al blanco de su leviatán, Guerrilla nos invita a enfrentarnos al horror que se esconde bajo el oropel de “mierda bonita” que nuestras sociedades ocultan: la “batalla honesta” que se nos acerca resoplando.
En Guerrilla conviven como es marca de la compañía imágenes en escena y textos proyectados, llevando la fórmula al paroxismo. En este sentido Guerrilla es un final de ciclo y La Plaza, su última obra, un nuevo inicio. El texto de Pablo Gisbert tiene lo mejor de Bernhard, Foster Wallace, Bolaño, Houellebecq y Gisbert, uno de los dramaturgos más influyentes de la actualidad. Abandonando la fragmentación de trabajos previos, como si se le hubiera aparecido Lope de Vega, escribe una obra clásica de tres escenas en las cuales lo único que no pone en conflicto es la unidad de acción. En cierta novela barroca que inspiró una de las Pinturas negras de Goya, el diablo sobrevuela los tejados de Madrid, mirando dentro de las casas, mostrando la vida íntima de las personas, sus vicios y miserias. Como buen valenciano, en Guerrilla Gisbert nos coge de la mano llevándonos de ruta, destapando la psicopatología de la vida cotidiana contemporánea, sin tregua hasta la catástrofe, haciendo de esta obra la pintura negra de El Conde de Torrefiel, nos da todos los argumentos para ahogarnos en su negritud.
Ahora que sabemos que el futuro siempre fue propiedad privada de otros, habiéndonos liberado de él, la única buena noticia es que el relato ha quedado abierto. Así que “no hay lugar para el miedo ni la para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas”. El arte es una de ellas. En las épocas de mayor incertidumbre, como la nuestra, a modo de avanzadilla, los artistas se dedican a especular con escenarios posibles. Por suerte, como dice Gisbert, algunos no son “políticos ni sacerdotes”. Por eso, mientras este mundo pide la penúltima copa, más que nunca “importa cómo las historias cuentan historias / cómo los pensamientos piensan pensamientos / cómo los mundos mundan mundos”.
Al final de la obra quedamos callados, como el niño que ha recibido una bofetada, o el adulto que cae en la cuenta de que “la ascensión de los privilegiados es un fenómeno angustioso pero inevitable”, y que “hacer la guerra a todo privilegio inmerecido se trata de una guerra sin fin”. Quizá una guerra silenciosa, “difusa, obstinada, furtiva, inasible y ubicua”, una nueva guerra de guerrillas sin fin. “Nada más que hablar”, dice Cecilo G., al salir del teatro podríamos reventarlo todo, como en el Festimad de 2005, o mejor, parar su fiesta de una vez por todas. Morir nunca, tras Guerrilla, escenas para una conversación después del visionado de una obra de El Conde de Torrefiel.
Referencias:
Comité Invisible, Ahora, Pepitas de calabaza, Logroño, 2017.
Donna J. Haraway, Staying with the trouble, Duke University Press, Durham, 2016.
Gilles Deleuze, “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, en Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1997.
Herman Melville, Moby Dick, Austral, Barcelona, 2015.
Luis Vélez de Guevara, El Diablo Cojuelo, Cátedra, Madrid, 2007.
Pablo Gisbert, Mierda Bonita, La uÑa RoTa, Segovia, 2015.
Primo Levi, Los hundidos y los salvados, Austral, Barcelona, 2018.
Ursula K. Le Guin, Contar es escuchar, Círculo de Tiza, Madrid, 2018.
Alguno supuestamente pop que nunca volveré a hacer, publicado por Tu Perra en el blog anónimo Perro Paco el 4 de diciembre de 2013.
Las desigualdades sociales matan, publicado por Vicenç Navarro en Público el 25 de marzo de 2017.
Letra de Psyco Kiler de Cecilo G.
Entrevista de Rubén Ramos Nogueira a El Conde de Torrefiel publicada en Teatron el 22 de febrero de 2018.
Vídeo de la obra por streaming Todo da mucha puta risa de El Conde de Torrefiel.
El chiste y la realidad, publicado por Carlos Fernández Liria en Cuarto poder el 16 de mayo de 2017.
Concentraciones del campo (y otras fiestas que podríamos habernos ahorrado) de Roberto Fratini.