El Conde de Torrefiel vuelve a Madrid, llegó en 2012 con Observen cómo el cansancio derrota al pensamiento al Festival Sismo y Escenas para una conversación después del visionado de una película de Michael Haneke al antiguo Teatro Pradillo, obras que deslumbraron a una ciudad por aquel entonces desértica y hambrienta por descubrir y renovar lenguajes escénicos. Dicen que no hay mejor presentación en sociedad que batirse en duelo, y El Conde llegó retando, cargado con la bilis amarilla, irónica y macarra de Lengua Blanca o Rodrigo García, con los cuidados dispositivos y juegos de los conceptuales, y una estética influenciada por el cubo blanco y la literatura más contemporánea. Los vimos estrenar una suerte de segundo disco en 2013 con La chica de la agencia de viajes nos dijo que había piscina en el apartamento otra vez en Pradillo, hasta dar el salto de escala en 2015 en El lugar sin límites con La posibilidad que aparece frente al paisaje.
Con Tanya Beyeler y Pablo Gisbert a la cabeza, El Conde se ha consolidado como una de las compañías teatrales de referencia en Europa, tanto que, y a su pesar, resulta difícil verlos hoy por España. Con una marca definida y un equipo estable, creador activo en el proceso de sus obras, resistiéndose a formatos de producción y vida propios del mercado internacional, siguen siendo una troupe de amigos que ahora recorren los teatros de todo el mundo. El año pasado pudimos ver en Teatros del Canal Guerrilla, máquina despiadada, la pintura negra de El Conde de Torrefiel es una obra en la que descargan toda la munición acumulada durante años, marcando de alguna forma un final de ciclo, siendo La Plaza un nuevo inicio. Producida y estrenada en 2018 en el Kunsten Festival des Arts de Bruselas, qué mejor lugar para volver a ver El Conde de Torrefiel en Madrid que en una plaza.
Esta entrevista a Tanya Beyeler se realizó el marzo pasado, cuando La Plaza se suspendió en los primeros días de la pandemia. Mucho ha cambiado todo desde entonces, como por ejemplo la tendencia actual a la relectura hipocondríaca de las obras. Esta conversación corresponde por tanto a la vieja normalidad, aunque como nos muestra La Plaza, nunca nada fue normal aunque lo pareciese.
¿Qué es La Plaza?
La Plaza es un espacio de encuentro como el teatro, un lugar donde las personas se encuentran en tiempo presente. Compartir un presente es para mí uno de los grandes valores del teatro, en el que a diferencia de otras artes la obra y el público comparten un mismo presente. El teatro se hace y se ve al mismo tiempo. Este ágora es un fractal de la sociedad. La plaza en la cultura occidental o europea es el lugar de encuentro por antonomasia. Aquí conviven lo político, el ocio, lo social, lo familiar o lo ritual. La Plaza también es un lugar para reflexionar sobre el espacio común o lo colectivo hoy en la era de la imagen y la tecnología. Internet es una nueva plaza hoy, la plaza digital de los avatares.
¿Qué ha cambiado entre La Plaza y vuestras obras anteriores?
Creo que tiene que ver con procesos vitales, nos hacemos mayores. Personalmente, quizás sea una derrota, considero que la única verdad es la verdad subjetiva. El Conde de Torrefiel se ha caracterizado por elucubraciones mentales que intentan encontrar una solución a un determinado tema o tópico, y ya nos hemos cansado de eso. Al final, la verdad es la que tiene cada una. Me siento viviendo en una sociedad muy atomizada en la que cada uno habla su propio idioma y nadie se entiende. Esa sensación está en La Plaza, junto con la frustración de no poder conectar. Para mí este trabajo es impresionista, cada cual la recibe según su es. La Plaza es pasiva, en sentido positivo, no hace nada más que describir una subjetividad en la que te puedes reconocer en distintos porcentajes. En Ámsterdam después de ver la obra una señora mayor decía muy enfadada: “Es que esta persona que sale del teatro, se va por la calle y no hace nada, solo mira… no sería mi amigo”. Respondí que por supuesto respetaba, apreciaba e incluso podía compartir su opinión, pero que esa sensación de imposibilidad de acceder a lo que es la realidad común, a esa plaza, es un sentimiento muy actual.
¿Qué ha cambiado teatralmente?
En cada pieza intentamos distanciarnos de la anterior. Guerrilla es muy contundente, lanza discursos lapidarios, concretos y aferrados a una visión defendida e impertinente, pero lo que hace en realidad es reproducir mecanismos violentos del lenguaje que queríamos describir. En La Plaza en cambio hemos ido hacia todo lo contrario, a la volatilidad del pensamiento, a lo etéreo de aquello que me pasa por la cabeza y siento. Es la descripción de un horror vacui, un nihilismo que intenta plasmar a través de las imágenes que todo lo que hagas es insuficiente. La Plaza puede llegar a desesperar si no entras en el juego. Es lenta, estática y vacía. Hay que trabajar para participar en el juego mental de la evocación. Es un duermevela, como cuando no sabes qué es sueño o realidad, una sensación que también tenemos con internet y los móviles. ¿Es verdad lo que vemos?
La Plaza se ha ido gestando, como ya es habitual en vuestra forma de trabajar, en diferentes experimentos escénicos, esta vez llamados Movimientos cósmicos (M.C.). ¿Qué queda de toda esa experimentación de La Plaza?
Mucho de lo que probamos no está en La Plaza de forma material pero sí en la biografía de la pieza. Nos consideramos creadores prácticos, si nos ponemos a pensar demasiado, a hacer trabajo de mesa, mal. Así que empezamos a hacer cosas y cuando tenemos una batería infinita seleccionamos las que a nivel económico o de tiempo podemos llevar a cabo. Entonces los M. C. han sido intentos de acercarnos a ese universo que empezamos a pensar haciendo. ¿Qué queda de todo eso? Frustración. Por ejemplo con M.C.: Las historias naturales, presentada en el Festival Sâlmon< de Barcelona, queríamos hacer un dispositivo escenográfico que se quedó en una tentativa. Aún así, en La Plaza, como en aquel experimento, todo son objetos, todo es materia sin alma. Los cuerpos en esta obra están despersonalizados, objetualizados, simple imagen como en Las historias naturales hicimos con la escenografía.
La Plaza es la segunda producción de El Conde de Torrefiel en el Kunsten Festival des Arts, uno de los festivales más prestigiosos del panorama escénico europeo… No parais de girar vuestros trabajos por todo el mundo. ¿En qué lugar como creadores os encontráis ahora? ¿Cómo compaginais realidades no siempre compatibles como son las grandes producciones y el deseo de seguir experimentando?
No podemos escapar de la imagen que tienen de nosotros. Como compañía somos carne de obra en festivales del mercado de las artes escénicas contemporáneas. Tanto el público como los programadores te exigen un determinado tipo de obra. Entonces, para no encerrarnos directamente en ese resultado, nos permitimos el lujo y el capricho de hacer cosas que no responden a esa lógica que por otro lado es la que nos da para vivir y seguir haciendo caprichos.
La Plaza comienza con una instalación en la que no pasa nada y pasa de todo. En la ficción de la obra se nos dice que ha permanecido así un año en 365 ciudades. Realidad y ficción se confunden y la instalación deja paso a lo que en teatro solemos entender por “obra”. En el caso hipotético de que El Conde de Torrefiel pudiera hacer aquella instalación un año por todo el mundo, ¿por qué hacer una obra de teatro? ¿Para qué os sirve el teatro?
De El Conde de Torrefiel se espera un teatro de texto, una historia o dramaturgia con principio y final. Una estudiante del DasArts nos preguntó por qué ficcionalizábamos la instalación inicial de La Plaza, que a ella le hubiera gustado ver solo eso. A lo que le respondí que a mí también me hubiera gustado hacerlo, pero que nosotros no nos movemos en un circuito de artes plásticas que nos permita hacerlo. De ahí nuestra frustración. La Plaza también tiene que ver con nuestra incapacidad de responder a lo que los demás esperan de nosotros.
Creo que todavía dependemos de un deseo que teníamos al principio de hacer piezas, con veintimuchos años, que era el de hacer cosas raras o teatro contemporáneo pero accesible. Esto nos lo permitía el formato teatral y el texto que aún no canónico es narrativo. De hecho, La Plaza es una obra muy narrativa. Nos gustaría desprendernos de esta modalidad de contar las cosas algún día. ¿Para qué sirve el teatro? Para estar juntos, para congregar a gente en presente a través de una ficción, no alrededor de algo concreto, real, político.
Tanto en Guerrilla como en La Plaza hay un profundo trabajo sobre el tiempo. ¿Qué temporalidad se encuentra en La Plaza?
Romeo Catellucci dice sobre el oficio teatral: “El material plástico del teatro es el tiempo”. Esto para nosotros es fundamental. Siempre cuando trabajamos, la manera de trabajar los materiales y de secuenciarlos en escena sólo tiene sentido cuando distorsionamos el tiempo. Cuando se crea un portal espacio-temporal. En todas las piezas experimentamos con la percepción del tiempo, alterándola. Así como en Guerrilla jugábamos con el tiempo histórico, en La Plaza el tiempo se trabaja de manera perceptiva, creando una percepción temporal desesperada. La gente se pone muy nerviosa. En Ámsterdam, al final de la primera escena en la que supuestamente no pasa nada, un señor gritó: “¿Va a pasar algo? ¿Pero va a pasar algo? ¡Estafadores!” Y el público creyó que formaba parte de la obra. Yo sentí como un logro intervenir la percepción temporal de esta persona.
Por eso viene de un proyecto que se llamaba Movimientos cósmicos, en el que intentábamos representar o atrapar el tiempo no tiempo, el tiempo universal, el tiempo que es todo y nada a la vez. La temporalidad de lo que es el tiempo o la narrativa es muy sencilla y lineal. Una persona está en un teatro, se acaba la obra, sale y se va a casa. Pero en combinación con la imagen este tiempo implosiona, se paraliza. En La Plaza queremos mostrar el peso del tiempo.
Vuestro teatro se caracteriza por la relación entre los textos proyectados y la imagen escénica. ¿Cómo es esa relación en La Plaza?
A través de la relación distorsionada entre imagen y texto que siempre utilizamos, en La Plaza intentamos reproducir los mecanismos engañosos del ojo, y por lo tanto de la mente. Yo creo que estoy viendo algo y lo proceso mentalmente, pero ese algo no es lo que yo creo que estoy viendo. Trabajamos con el poder de la imagen, pero la imagen como engaño, sobre un lenguaje engañoso que no sabemos dominar ni procesar. Nuestros mecanismos animales no nos permiten ver la realidad tal y como es, sino que ésta está distorsionada por nuestro instinto de supervivencia o la necesidad de que la realidad responda a nuestras necesidades.
En uno de vuestros primeros trabajos, en el fanzine-obra escénica Orxata, hablabais de “historias reales de gente muy cercana que espero nunca lea esto porque se va a sentir identificada y vamos a tener problemas”. ¿A quién habla El Conde de Torrefiel hoy?
Siendo honesta, El Conde no deja de hablar al público de El Conde, que es un target muy reconocible. El teatro es elitista, lo consumen pocos y caben trescientas personas que son un fractal muy pequeño de la sociedad. Muy poca gente consume cultura, menos teatro y todavía menos teatro contemporáneo. Aunque nos gustaría hablar a gente muy diversa, al final hablamos a gente como nosotros, a un espejo de nosotros mismos. Ojalá no fuera así. Hacemos lo que nos gustaría ver en un teatro.
El sentido del humor ácido y directo fue uno de los principales vehículos de expresión de El Conde de Torrefiel. Pareciera que ya no “todo da mucha puta risa” como se titulaba uno de vuestros experimentos escénicos, que con El Conde ahora nos reímos menos, o por lo menos de otra manera.
Aquello respondía a una época vital, a una edad o un carácter más juvenil o irreverente con el que te crees que tienes la inteligencia o la vitalidad para cambiar el mundo. Ahora ya somos cuarentones y nos hemos dado cuenta de que no es así y que quizás ya no podemos hacer bromas desde la distancia o la salvaguardia de la juventud. Ahora ya nos enfrentamos a miedos más vitales como la muerte, la falta de salud, de calidad de vida, el bienestar de tu entorno. Ya no estamos en ese lugar, no somos tan inconscientes, también con la palabra. Y no pasa nada, nos reímos pero de otra manera.
La Plaza se estrena en 2018. Por aquel entonces no había ningún diputado explícitamente fascista con poder en España. La obra se presenta ahora en Madrid, ciudad y comunidad autónoma gobernada en coalición con un partido de extrema derecha, ¿cómo será esta plaza?
Partiendo del presupuesto de que el público que vendrá a ver la obra en Madrid será el mismo que hubiera venido en 2018, con otro tipo de gobierno o dibujo político… Si por casualidad hubiera algún infiltrado esta obra le va a molestar mucho. Desde la primera escena con las musulmanas a la persona que se masturba viendo porno. Lo que no dejan de ser ofensas burguesas. Esta obra es carne de cañón para polémicas sin fundamento. Aunque sí es cierto que en 2018 en La Plaza había temas que todavía no eran candentes, ahora ciertas imágenes que representa son de brutal actualidad: la inmigración, la imagen como arma lingüística de confusión o la violación.