Viajar a Madrid para ver obras de teatro, sorprende hasta escribirlo. Quién lo diría, ¿eh? Pues «quien no esté colocado, que se coloque», está pasando. Mientras vivimos una de la épocas más oscuras del país, marca continua de su historia política, parece que a su corte, en lo que a cultura se refiere, sus mundos y relaciones, hoy no la reconoce «ni la madre que la parió». A este ritmo, deberían inaugurar una promo-teatro en el Ave. Ciudad llamada por su fénix de «alarbes con diversos paños», donde muchos creadores y espectadores sólo encontrábamos cobijo del secarral escénico en la cueva de Pradillo, ay, un nuevo vergel florece por doquier. Incluso Raquel Vidales y Prisa, después de intentar tumbar Naves Matadero, recordemos, vergonzosa editorial de tirada nacional incluida, se han rendido a la evidencia o, por lo menos, a la diversidad. ¿Qué ha pasado, Peris-Mencheta, Blanca Portillo y compañía, un año después? Rotas las hegemonías, repartidos los medios de producción, el campo se ha abierto.
Ciudad hecha, como una comedia, all‘improvviso, de inevitable naturaleza barroca, inclinada al olvido, como su luz, arrebatada, paradójica y parajódica, puede que esta incipiente época redorada en Madrid no sea más que una suma de casualidades y se evapore sin fertilizar, o no. Algo tendrán que ver las direcciones de Getsemaní de San Marcos en el Ayuntamiento y Jaime de los Santos en la Comunidad, ya, vale, pero sobre todo, sí, son las artistas, espectadoras y ciudadanas, acostumbradas a resistir, y qué bien resisten, oye, como su ciudad, quienes con su trabajo soterrado y tenaz durante años han conseguido que Madrid, la de nadie, la de todas, pueda, quizás, disfrutar de un paisaje inesperado. Campemos, anchas, ahora. A ver qué pasa, pero escribir en Madrid ya no es «buscar voz sin encontrarla», que decía Larra, aunque nos falte la de Casto Herrezuelo, DEP con su Palentino.
Mientras la nueva inquisición nos recuerda a diario en qué país vivimos, en Arco se nos volvía a hablar de El Futuro, ahora que es de lo único que hemos podido liberarnos. Aunque Chus Martínez, certera, en realidad hablaba de un «futuro sin futuro», del carácter decisivo del presente «donde proyectamos nuestros deseos y sopesamos la posibilidad de encajar futuros posibles”. Cuentan que Rousseau envió a Voltaire su Oda a la posteridad para saber qué opinaba del poema, y Voltaire contestó que no pensaba que llegara a su destino. Quizás, si Ifema hubiese llamado al programa expositivo para la feria ¡Presente! nos hubiera señalado la España que ha vuelto a despertar y que ejemplificaron con su censura. No hay otra manera, «la vida se juega siempre ahora, y ahora, y ahora». Ahora, cuando “no hay lugar para el miedo ni la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas”. Suena irónico que el gran cáncer de la cultura madrileña se llame Madrid Destino, ciudad cargada de presente en sus teatros, como la semana de Arco, cuando en vez de metro o tequi fui al teatro en tren para ver La melancolía de los dragones de Philippe Quesne y En manque de Vicent Macaigne.
Oh! Sweet Nothin’
Con un ligero delay, 10 años después de su estreno, llegaban a Madrid La melancolía de los dragones y Philippe Quesne. No está mal. Obra y universo que reclaman al igual que otras, actualizaciones necesarias para el sistema escénico madrileño. Teatros del Canal está equilibrando esta primera temporada estrenos en Madrid, España o incluso universales, como todavía se dice, con obras que responden a esa denominación oximorónica de clásico contemporáneo, «si es que lo imposible es posible», M. Rajoy. Sea como fuere, mucho ha cambiado desde 2008, claro, año de la quiebra de Lehman Brothers, clausura de un tiempo, inauguración del mundo que se nos ha impuesto de la peor de la maneras, agotados y entretenidos, parece, a veces, con indiferencia.
El otro día escuchaba a Yung Beef calificar de «2010» a cierto Trap actual que ya le suena antiguo. Sin duda, La melancolía de los dragones conserva su pertinencia, vigente por el lugar-estado desde el que fue creado: el bazo, quizás, desde donde también se nos invita a mirar el mundo. Perspectiva esplín, medida con bilis negra, color del hard rock y humor que lejos de caer en el tedio propio de la melancolía más literaria, propone la fascinación a modo de motor y mirador encarnada ésta en un grupo de jebis varados y su corifeo, Isabelle. Primer eslabón en el ensamblaje de miradas, corifeo amplificado a todos los espectadores, Isabelle Angotti, ojalá, fuéramos todas, porque como en la canción de la Velvet: «She ain’t got nothing at all / ‘Cos every day she falls in love». Conserva justo lo que nos falta, volver a empezar por mirar-estar de otra manera, es decir, en potencia, lo tiene todo. Quizás lo que nos (haga) falta es dar marcha atrás o parar.
Interrupción, eclipse, lubricàn. Reset, apagón, ¿hola? El coche, signo, está averiado. ¿Qué hacemos mientras tanto? puede ser la pregunta para esta época cuyo futuro esperemos no sea ninguno de los que se anuncian. Pregunta para sostener en este presente de transición en el que nos lo jugamos todo, ahora. Pregunta, motor, mundo, que 10 años más tarde de La melancolía de los dragones se aviva en la materia de los trabajos de artistas como Julia Spínola, David Bestué, Paz Rojo o en el pensamiento de Diego Agulló o la curadoria de Anna Manubens y muchas otras en muchos otros campos. Isabelle, por su parte, figura de la pintura romántica con anorak de plumas noventero, pone en marcha el paisaje por el que Quesne nos propone transitar en una obra que podría dar la vuelta a un título de El Conde de Torrefiel, y llamarse: La posibilidad que aparece frente el paisaje. Voilá!
Después de una obertura que podríamos haber disfrutado horas, en la que los heavys escuchan canción tras canción de su palo entre latas verdes metidos en un Citroën AX, la acción dramática mal entendida, la que enseñan en las escuelas, la conductista, la que no respeta que mirar puede ser actuar, la de los inagotables neoclasicismos, a lo largo de la obra, al igual que el coche, no avanza. Oh, bien. A veces para mirar hay que pararse. Será Isabelle, quien con su llegada en auxilio, ponga en movimiento una dramaturgia contemplativa y distanciada, hecha de ilusión, en todos sus sentidos, a través de la que se nos muestra que lo «imposible es posible»: estar en el teatro y en mundo a la vez, entrar por uno y salir por otro y viceversa. El tiempo avanza inexorablemente hacia el futuro, habrá que pararlo de alguna manera, y el teatro puede ser un buen lugar.
En El auge de lo humano, película de Teddy Williams, la cámara sigue a personas de distintos lugares. No pasa nada, o sólo pasa la vida. En un momento de transición, la imagen se detiene en unas hormigas, y la cámara entra y sale de un hormiguero, como si necesitáramos pasar por ahí para seguir observando diáfana la vida. «Pienso a menudo en Beckett en The Lost Ones, en su fascinación entomológica por la vida que está bullendo y organizándose desde la nada; o también en La vida de las termitas, de Maeterlinck», dice Philippe Quesne en una entrevista sobre La melancolía de los dragones, obra en la que la ilusión teatral no se ficcionaliza, se explicita, mímesis y diégesis de un trampantojo al descubierto en que el mundo no se reproduce, se produce, con una minuciosidad y sencillez de circo de pulgas, donde las pulgas quizás somos nosotros, suspendido y ralentizado el tiempo como la música heavy y medieval que no para de sonar. Cris Blanco, quien en su último trabajo plantea una maquinaria escénica similar, se preguntaba una vez: «¿Por qué la gente siente la necesidad de ir al teatro a ver lo mismo que podría ver si simplemente se pusiesen a mirar lo que sucede en la calle?».
¿Qué propone para el teatro en esta obra Quesne? Que miremos a unos heavys con media sonrisa, como puestos de Popper, nitrito de amilio, amor, casualidad, aditivo en el combustible diésel, mientras enseñan a Isabelle el parque de atracciones con el que están de gira. Las atracciones se suceden con un tierno: «Isabelle, mira, Isabelle», a lo que ella responde con un generoso: «Oh». Mirada que desmonta el aparato escénico con guiños y puestas en evidencia a la mediación teatral, que suprimida con el juego en la brecha entre ficción y ficción, pone patas arriba aquella sentencia de Debord sobre el espectáculo: «Cuanto más se contempla, menos se es». En La melancolía de los dragones, cuanto más contemplamos, más somos. Pero, ¿el qué? Al contemplar nos distanciamos y podemos elegir ser más Isabelle y, como ella, llenarnos de bilis de negra, melancolía que se nos muestra puede revertirse en fascinación/amor por un mundo que, como el «real», quizás es una ilusión, y si acaso llevarnos esa actitud para afuera, a las calles donde hoy matan y encarcelan, a ver qué pasa.
Time is on my side
El Festival de Otoño a Primavera volverá a ser el Festival de Otoño en 2018. Con la diversidad actual en el ecosistema escénico madrileño, pierde su anterior sentido: ser el encargado de traer a la ciudad trabajos que, de otra manera, no hubiéramos olido en la programación regular de los teatros públicos de Madrid mientras los pagábamos todas, únicas instituciones capaces de sufragar ciertas producciones. Eran siempre los mismos, y mejor no recordar cómo eran. Ya era hora. Espera, cuando estudiaba el teatro público lo decidían Gerardo Vera, Mario Gas y Albert Boadella. Ahí lo llevas. Y de danza ni hablamos, mejor. Desde la traumática desaparición de la Sala Olimpia a mediados de los noventa a la contundente aparición de Naves Matadero y Teatros del Canal el pasado año, excepto alguna maravillosa polución esporádica como el Festival Sismo o El lugar sin límites, interrumpidas por las estrechez de miras de dirigentes públicos como Ernesto Caballero, ¿quién va al CDN?, en los teatros que mantenemos sólo nos consolaba de vez en cuando el Festival de Otoño. Más de 20 años vagando por el desierto, la mitad que Charlton Heston.
Ahora, bajo la dirección de Carlos Aladro y la coordinación de Luisa Hedo, el festival ha emprendido una cuidada y necesaria transición que lo devolverá, ya renovado, a su estación natural. Nadie echa en falta a Ariel Goldenberg, ups, parece, mientras el equipo actual del Festival de Otoño ha logrado diseñar una programación que incluye y refleja muchas realidades escénicas, y Madrid, claro, lo celebra. Desde Mauricio Kartun a Mårten Spångberg, desde Anne Teresa De Keersmaeker a Sara Molina, el Festival de Otoño se despliega encontrando su lugar por La Casa Encendida, Teatros del Canal, La Cuarta pared o el Teatro de La Abadía, el corralito en Chamberí de José Luis Gómez donde se presentó En manque, de Vincent Macaigne, obra producida por Vidy con Thèatre de la Ville y La Villete, ahí es nada, y que junto a su autor habían levantado altas expectativas… Por lo menos consiguió que volviéramos a ver a Angélica Lidell yendo al teatro en Madrid.
La obra comienza fuera de La Abadía. Un hombre con un retrato del príncipe Carlos de Inglaterra y una mujer con megáfono en mano. Ella es Sofía, él su marido, entre el público anda su hija Lisa. Sofía prologa, nos cuenta que ha «comprado el resto del patrimonio occidental para depositarlo y conservarlo» en la Fundación Burini, la que «he dejado que se convierta en una tumba», donde «hay un sueño. El sueño de un lugar abierto a todos. Y hoy estamos aquí, en esta tarde febrero, para esta inauguración». Termina, y los actores con Macaigne se ponen a gritar no sé qué y a empujarse, como en una obra de La Fura del Baus que me llevó a ver mi padre cuando era niño. Esta noche soy yo quien lo lleva al teatro, y se me empiezan a mezclar ya las cosas. Para situarme leo en el programa: «¿Cómo tener fe en un gesto nuevo? ¿Cómo convertir una performance en un campo orgánico de pensamiento? ¿Cómo hacerse a uno mismo preguntas de nuevo?». En la puerta nos dan tapones para los oídos, y nos advierten del volumen del sonido y de las descargas de luz, como retándonos para lo que viene. Y en un acto de fe tras lo visto me voy metiendo en el teatro y pienso en el príncipe Carlos de Inglaterra y Valtonyc, en cómo Carlos está esperando paciente su entronización, no como los Borbones, sin saber que la obra en el fondo, va a ir de eso, de matar al padre o a la madre, al mito, creo, a Europa. Y digo: «Venga, Papá, ¿entramos?».
Y entramos a la Fundación Burini de la que se nos hablaba. Un cubo blanco abierto al teatro donde cuelgan Caravaggios, al fondo una máquina de Lucky, caja fuerte a la izquierda donde se supone que está la «totalidad del arte europeo», puerta al fondo y de techo una red. Abarrotada La Abadía, entradas agotadas desde hace meses, la obra comienza después de una seguiriya de gritos entre El Director desde cabina y Lisa Lapert en el escenario, el verdadero hallazgo de En manque, con un monólogo a público que atrapa sobre la historia de su relación con Clara y sobre todo con su madre y su fundación. Aparecen claro Clara y su madre y tras algunos reproches la obras se rompe. La primera fila de butacas estaba reservada a una decena de personas que entonces se levantan y nos invitan a bajar a bailar y beber al escenario. Muchos espectadores lo hacen, empiezan a ronronear las máquinas de humo, un fuego prende en un bidón, se apagan luces, y miro reloj, queda la segunda hora del espectáculo y ya me ha perdido. ¿Qué estará pensando la Lidell?
Una vez más, el fracaso de intentar trasladar la epifanía de la fiesta a un escenario, territorio abierto a la trascendencia, ya es una fiesta en sí. A la pregunta de «¿Qué rescatarías de un incendio?», alguien respondió una vez: «El fuego». Pero en En manque nada prende, ni el fuego. Macaigne para la playlist y dice algo que por fin me sobresalta: «Mick Jagger ha muerto». Y le digo a mi padre: «No me jodas», es de su misma generación, época, del mundo que nos ha llevado a éste, él me enseñó a los Rollings y tanto más, me perturba la asociación, sensación que sobrevolará lo que queda de obra. «¿Qué?», me dice, quitándose los tapones. «¿Jagger a muerto?», repito. «Que va», responde. Para destrucción, Yung Beef. Sigue el simulacro, el escenario se va degradando, como Europa, o la idea de Europa, paralela a su teatro, y pienso en el reto que creía que nos planteaba al inicio En manque, en el reto que supone ir al teatro, pacto y acto de fe, en que debería retar siempre y en que podría aguantar días esperando aquí, música mucho más alta, muchos más estrobos, soy yonki de esto, por eso sigo aquí, pero me tiene que dar algo más. No passa res, la obra quizás traté también sobre el fracaso, me convenzo para esperar a ver qué pasa.
Las espectadoras se vuelven a sentar. Todos hemos podido hacer nuestro vídeo para Instagram. La obra reposa, el escenario se llena de agua, y cada personaje se explaya a golpe de monólogo hasta que Clara entra, pistola en mano entre una nube espesa, venida como del Wasteland Weekend, y Lisa mata a Sofía. Pum. Antes, uno de esos momentos por los que mereció la pena el viaje desde Barcelona. El intento de Sofía de hacer comprender a Lisa su fracaso como madre y el de su fundación. Intentar explicar lo inexplicable es uno de los retos que nos puede ofrecer el teatro, lo que pretende Shakespeare al hacer a Hamlet sentar a su madre Gertrudis delante de un espejo y pedirle que le explique el embolao atávico en el que están metidos. El «Cisne de Avon» fracasa, como lo hace Macaigne y, salvando las distancias, claro, a mí como espectador con el intento me basta y, como hijo, también. Hay cosas que no pueden decirse o que escucharlas no sirve para nada, están abajo y al fondo, casi fuera de cualquier lenguaje. Durante toda la obra, como exabrupto nacido de lo indecible, no para de repetirse: «Adiós, futuro».
Puede que En manque se dirija a la juventud, no como edad, sino como estado mental. Cualquiera puede sentirse identificado con las ganas de acabar con todo lo que propone Macaigne y que sólo consigue representar en los restos de su escenario lacerado. Así de enfant terrible se queda en enfant, psicoanalíticamente hablando. El problema, al margen de dramaturgias, es que intenta matar algo que ya está muerto. La Europa de la que nos habla colapsó con sus ideas hace tiempo. Liberté, Égalité, Beyoncé. El conflicto ahora es qué hacer con el muerto, con el mundo que hemos heredado y su trauma, y por otro, cómo volver a ser peligrosos y peligrosas. Si Europa despierta de Sloterdijk se abre con una cita de Valéry que dice: “Ahora vemos que el abismo de la historia se ha hecho lo suficientemente grande para nosotros”. Que se abra, el tiempo está de nuestra parte, «la vida se juega siempre ahora, y ahora, y ahora», nos hemos liberado del futuro de aquel muerto, «no hay lugar para el miedo ni la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas”.
A Mame Mbaye, muerto en Lavapiés.
Ciudad parajódica, desde luego. Con las relaciones sociales (desde los salarios y arrendamientos hasta las meras tascas de barrio) revolucionadas y/o degradadas y/o corrompidas y/o en vías de destrucción por el «maoísmo» neoliberal (ultarrevolucionarismo del bueno), de pronto parece que germinan más focos de resistencia cultural, si es que la banalidad, frivolidad y estupidez tan popularizadas hoy, no lo impiden. De lo injusto que es soportar injusticias, ya nos han versado estos días en Lavapiés. A ver si nos liberamos del todo del futuro y del progreso vendidos por la rancia filosofía dominante de los que nos flagelan las espaldas en la galera, y encontramos otro futuro más floreciente y mejor, que el presente está más tenebroso aún que las oquedades de la sepultura del Palentino…
post que merece papel y marco.
Hacía tiempo que no leía una crónica escénica tan buena. Directa, lúcida y rápida.
Me quedo con esta idea, muerto el mundo: «El conflicto ahora es qué hacer con el muerto.»